CAPÍTULO 01

Prudence Trueheart no le caía muy bien. Pero tenía que admitir que le encantaba cómo se movía.

Pete Beckett colocó los brazos sobre el separador de su pequeño cubículo y apoyó la barbilla entre las manos. A su alrededor, los empleados del departamento de deportes de El Herald corrían para tener a tiempo las noticias del mediodía. En ese momento, casi todos estaban tecleando frenéticamente en sus ordenadores, dando lugar al familiar golpeteo de la redacción. Pete, uno de los principales columnistas del periódico, había visto anteriormente los titulares y había escrito ya su columna. Y como todavía no había decidido el tema del día siguiente, se encontró sin nada que hacer, salvo pensar en los atributos físicos de Prudence Trueheart, otra de las columnistas del periódico.

Aunque siempre iba vestida con trajes discretos y remilgadas blusas, el cuerpo que ocultaba bajo su ropa se negaba a encajar con su imagen externa. Al ver una indumentaria como aquella, uno esperaba encontrarse una espalda recta como una baqueta y unos labios apretados en permanente expresión de desaprobación.

Y, sin embargo, Prudence poseía una gracia especial; mecía las caderas al caminar y alzaba la barbilla con un atractivo gesto de desafío. Los brazos le colgaban grácilmente a ambos lados del cuerpo y al extremo de sus delicados dedos brillaban sus uñas suavemente pintadas de rosa.

Y su boca… Vaya, había algo en aquella tentadora boca que convertía cualquier palabra de amonestación que de ella saliera en algo inútil, por mucho que Prudence intentara parecer una rígida profesora. Apenas podía dominar las ganas de quitarle cada una de las horquillas que sujetaban el moño con el que se recogía su rubia melena. O de tomarla entre sus brazos y besarla hasta hacerle perder el sentido. O de lamer lentamente cada uno de sus deliciosos dedos, o de…

– Echarle mal de ojo a Prudence no te va a servir para quedarte con el despacho de la esquina.

Pete se volvió y descubrió a Sam Kiley a su lado, con la mirada fija en su mismo objetivo.

– ¿Alguna vez te has preguntado qué aspecto tiene fuera de la oficina? -le preguntó Pete. -Por ejemplo, ¿qué se pondrá para dormir?

Prudence desapareció en el interior de su despacho y Pete estiró el cuello, intentando no perderla de vista. No conseguía comprender aquella contradicción. ¿Cómo podía una mujer ser tan condenadamente sensual, tan irresistiblemente femenina y a la vez ser tan estirada? Aquella pregunta llevaba mucho tiempo inquietándolo, pero su relación con Prudence era demasiado distante para adivinar una respuesta.

– Si de verdad tienes curiosidad por saberlo, supongo que podrías preguntárselo a Ellie -le sugirió Sam.

Ellie era la mujer de Sam, además de la directora de ventas del periódico. También era, casualmente, la mejor amiga de Prudence Trueheart. Ellie y Sam se habían conocido en el periódico y llevaban casados un año.

– No tengo ninguna curiosidad -mintió Pete y rió secamente. -¿Por qué voy a tener curiosidad en Prudence Trueheart?

– Sabes que tiene un nombre real, ¿verdad? -dijo Sam.

– Pierce -musitó Pete. -Laura Pierce, ¿o es Nora? ¿Nola quizá? Mantuvimos algunas conversaciones hace años. Una vez cuando ocupé su sitio del aparcamiento y en otra ocasión en la que ella me acusó de haberle robado su grapadora. Incluso llegué a besarla en la fiesta de Navidad. Y creo que soy el único de la sección de deportes que lee sus notas antes de quitarlas de la puerta del refrigerador.

Realmente no podía culpar a Prudence. Como era la única columnista sobre temas de sociedad del San Francisco Herald, no encajaba en ninguna otra sección. Prudence era, en ese sentido, una especie de huérfana y le habían asignado el único despacho disponible. Y ocurría que aquel despacho estaba en la sección de deportes, aunque ambos codiciaban un enorme despacho que estaba a punto de quedar vacío y se encontraba en el otro extremo de la planta.

Diablos, Prudence podría haber tenido más éxito con sus notas en la sección de estilo. O incluso en Sucesos. Pero intentar convertir a un puñado de pendencieros periodistas de deportes en un educado grupo de compañeros de trabajo era una tarea imposible. Aun así, ella nunca dejaba de intentarlo. No había un solo mes en el que no escribiera una nota sobre las normas de etiqueta en el comedor, o acerca de la higiene del frigorífico y la cafetera. De hecho, no había una sola norma de educación que Prudence Trueheart no intentara imponer en la sección.

Pero la Zona Caliente se llamaba así por una buena razón.

Los periodistas y fotógrafos deportivos del Herald, hombres y mujeres, eran un grupo extraño. Cabezotas y devotos de cualquier tipo de deporte… y ajenos a toda regla de cortesía. Para observadores externos, podían parecer un puñado de adolescentes pendencieros. Pero a él le encantaba aquel ambiente en el que, además, se trabajaba siempre duramente.

Pete dejó de lado sus pensamientos sobre Prudence Trueheart, regañándose a sí mismo por gastar neuronas pensando en ella, y centró su atención en las competiciones del día.

Los jueves siempre había un partido de béisbol en la propia redacción. Otros días eran de hockey, de golf o de baloncesto. Aquel día competía contra Sam Kiley y su equipo de reporteros.

Miró el reloj y se dirigió al comedor para sacar la pelota y el bate del armario. Mientras agarraba el equipo, echó un vistazo al frigorífico. Había una nota nueva, escrita con la cuidada letra de Prudence. Se acercó y leyó el texto: Derechos de propiedad sobre los alimentos. Al parecer, Prudence echaba de menos un yogur desde hacía días.

Pete agarró el papel, lo arrugó en la mano, tiró la bola de papel al aire y la golpeó con el bate. La nota de Prudence salió volando por la habitación, chocó contra la pared y cayó en la papelera.

– ¡Grand slam! -Pete alzó la mano e hizo un gesto triunfal con el brazo antes de salir de la habitación. Para cuando llegó a la Zona Caliente, los equipos ya se habían formado y esperaban expectantes que se iniciara el juego. Pete le tiró la pelota a Sam y gritó:

– Los perdedores pagan mañana la cerveza en el Vic.

Sam Kiley golpeó la primera pelota alto y lejos y Pete volvió a golpearla con el bate, lanzándola directamente a la puerta abierta del despacho de Prudence Trueheart. Un instante después, un grito desgarraba el aire. Pete dejó caer el bate. Los jugadores se miraron unos a otros y terminaron fijando la mirada en Pete.

Este hizo una mueca.

– Eh, no lo he hecho a propósito. Estaba justo en línea con el campo. Si la hubiera atrapado Ramírez, no habría pasado nada -señaló al fotógrafo. -Ha sido un error.

Sam alzó las manos en gesto de burlona rendición.

– La has tirado tú, Beckett, así que eres tú el que tiene que ir a disculparse.

Pete maldijo suavemente. Lo último que necesitaba en aquel momento era una regañina de Prudence Trueheart, especialmente cuando hacía solo unos minutos estaba fantaseando sobre su boca. Quizá si lo dejaba pasar, ella se limitaría a escribir una nota. Pero el partido no podría continuar a menos que fuera a recuperar la pelota.

– Iré por ella -dijo por fin. Se sentía como cuando era niño y la Hermana Amelia, la directora del colegio, lo llamaba a su despacho por haber roto un cristal de la rectoría. -Si no he vuelto dentro de cinco minutos, podéis ir a buscarme.

Cruzó la Zona Caliente y se acercó lentamente al despacho. Asomó la cabeza, esperando encontrarse a una Prudence furiosa como un tigre hambriento y dispuesta a hacerlo trizas. Pero la encontró sentada en el suelo, al lado del escritorio, frotándose la ceja izquierda con expresión dolorida. Rápidamente, se agachó a su lado y posó la mano en su tobillo.

– ¿Estás bien?

Prudence alzó sus ojos azules como el agua y pestañeó. En el momento en el que sus ojos se encontraron, los pulmones de Pete dejaron de funcionar y respirar se convirtió en una tarea imposible. Había empleado una considerable cantidad de tiempo especulando sobre la mujer que ocupaba aquel despacho, pero tenía que admitir que con el pelo revuelto y sin las gafas, estaba mucho más guapa. Su complexión no tenía un solo defecto y su perfil era prácticamente perfecto. En aquel momento, entreabría sus labios llenos para respirar. Tenía una boca hecha para ser besada… Y si se hubiera tratado de otra mujer, Pete lo habría intentado en aquel preciso instante.

– Nora -musitó, deslizando la mirada por sus largas piernas y sus estilizados tobillos. Se llamaba Nora Pierce, sí. Siempre había pensado en ella como Prudence Trueheart, pero mientras sentía su perfume flotando en el aire y el calor de su piel bajo la palma de su mano, le resultaba imposible llamarla Prudence.

Nora se aclaró la garganta, fijó la mirada en la mano de Pete, entrecerró los ojos y le tendió la pelota de béisbol.

– Señor Beckett. Creo que esto es suyo.

Pete forzó una sonrisa. Apartó la mano del tobillo y tomó la pelota.

– Gracias.

Nora arqueó ligeramente la ceja, con gesto desdeñoso.

– ¿Y?

– ¿Y? -la mente de Pete corría toda velocidad. ¿Y qué? ¿Y muchas gracias? ¿Sería eso lo que estaba esperando? Frunció el ceño y desplazó la mirada desde la pelota de béisbol hasta sus fríos ojos. Vio entonces el ligero moratón que comenzaba a salirle bajo el ojo. -Ah, sí, y perdón – aventuró. -Lo siento, de verdad, lo siento.

Nora suavizó su expresión y él dejó escapar un sonoro suspiro de alivio.

– Gracias. Disculpa aceptada. Y, quizá, la próxima vez, pueda cerrarme la puerta antes de empezar el partido.

– Hum… -musitó Pete, dejando que su mirada vagara por su cuerpo y deteniéndose significativamente en los botones de la blusa. Podría desabrochárselos en cuestión de segundos. En alguna parte, bajo aquella anodina indumentaria se escondía un cuerpo de mujer que, por lo que él podía apreciar, no se merecía el ser encerrado en tan conservador disfraz. Pete apretó los puños, descartó rápidamente aquella idea y volvió a mirarla a la cara.

Nora se frotó el ojo y tomó aire. Cuando intentó levantarse, Pete posó la mano en su hombro para que volviera a sentarse.

– No se mueva. Déjeme ver eso.

– ¿Estoy sangrando?

Pete fijó la mirada en sus ojos. En aquellos ojos tan increíblemente azules. ¿Por qué no se habría fijado antes en ellos? Eran unos ojos grandes e inocentes. Tentadores. Fascinantes. Se agolpaban en su mente toda suerte de adjetivos. Un hombre podría perderse en aquellos ojos. Por un momento, no fue capaz de concentrarse en otra cosa que no fuera el batir de sus pestañas, o la forma en la que aquel pelo rubio como la miel caía por su frente. Nora se aclaró la garganta otra vez, arrastrándolo de nuevo a la realidad.

– No, no estás sangrando. Y el moratón no tiene muy mal aspecto. Solo está de color negro y azul.

– ¿Negro y azul? -gimió Nora. -No puede ser.

Pete se encogió de hombros. Después miró el moratón más de cerca.

– Puedes ponerte un poco de maquillaje, así no se notará.

– Pero… ¡pero no puedo tener un ojo morado!

Pete fue incapaz de contener una carcajada.

– ¿Por qué? ¿Tienes una ardiente cita esta noche? -cuando vio el sonrojo que tiñó las mejillas de Nora, se maldijo en silencio. -Lo siento, no debería haberme reído.

– No, no debería -musitó. -Ha sido muy grosero.

– Jamás habría pensado que tú, quiero decir… que Prudence… Bueno, ya sabes lo que quiero decir. Jamás habría pensado que Prudence tuviera una vida social que fuera más allá de dedicarse a hacer ganchillo o jugar a las cartas.

– Yo no soy Prudence -repuso Nora, sintiéndose herida. -Y… y quizá tenga una cita esta noche. No sé por qué resulta tan difícil de creer.

Pete le acarició suavemente la mejilla.

– Bueno, pues me temo que vas a tener que salir con un bonito ojo a la funerala como no te pongas un poco de hielo -se incorporó y le tendió la mano para ayudarla a levantarse. -Te traeré un poco del frigorífico. ¿Por qué no te sientas? Y no te lo toques. No tardaré.

Nora asintió y consiguió esbozar una sonrisa de agradecimiento mientras Pete salía a grandes zancadas del despacho. Los muchachos ya habían formado un pequeño grupo, dispuesto a acudir a su rescate.

– Prudence está bien -les dijo Pete. -Voy a buscar algo de hielo. Le he dado en el ojo.

El miedo paralizó las expresiones de sus compañeros de trabajo que se dispersaron rápidamente antes de verse implicados en aquel accidente. Pete agarró lo más parecido a un paquete de hielo que encontró en el frigorífico y corrió al despacho de Nora.

La encontró recostada contra el respaldo de su silla, con los ojos cerrados y las piernas estiradas.

– Toma -musitó Pete, inclinándose sobre ella y posando la mano en el respaldo de la silla. -Esto te ayudará.

Nora abrió los ojos y miró el paquete que le ofrecía.

– Pero si es un burrito congelado. Pete se encogió de hombros. -Alguien se olvidó de rellenar la bandeja del hielo.

Nora le quitó el burrito de la mano y se lo colocó cuidadosamente encima del ojo.

– Otra de las normas que incumplen en la oficina, dos en realidad. Se roba comida y se deja vacía la bandeja del hielo.

Pete le cubrió la mano con la suya y ajustó el burrito sobre el ojo. Un mechón errante escapó del moño de Nora y rozó la mano de Pete. Este fue acusadamente consciente de su suavidad.

– Sí, supongo que esa nota se habrá caído.

– Seguro que la ha tirado usted, ¿verdad? -lo acusó Nora.

– No, yo no -mintió. -Pero tienes que admitir que a veces eres un poco…

– ¿Insistente? ¿Autoritaria?

– Iba a decir remilgada -replicó Pete, retrocediendo antes de ceder a la tentación de deslizar la mano por su pelo. En realidad iba a decir agobiante, pero la vulnerabilidad que había visto en sus ojos le había hecho cambiar de opinión. De pronto, le parecía infinitamente preferible la gratitud de Nora que su desaprobación. -En esta sección no nos gustan las reglas. Las únicas que deberían existir son las del juego.

– Una sociedad civilizada necesita ciertas normas -lo contradijo. -Si tenemos que vivir juntos, tenemos que respetarnos los unos a los otros. Y las normas de etiqueta son una muestra de ese respeto.

– Pero si siguiéramos las veintisiete reglas que has pegado en el frigorífico, terminaríamos todos locos.

Nora suspiró suavemente.

– Yo no pretendía volver loco a nadie. Solo estaba intentando… ayudar.

Pete volvió a concentrar toda su atención en su boca, y luchó contra el impulso de inclinarse y borrar con los besos el dolor que reflejaba su voz. Él había dado por sentado que Prudence era una mujer fría y calculadora por cuyas venas corría sangre de hielo. Pero Nora Pierce no se parecía en absoluto a Prudence Trueheart. Claro, era una mujer casi siempre tensa y excesivamente preocupada por comportarse con propiedad. Pero bajo su pomposa fachada, se escondía una mujer suave, vulnerable y absolutamente irresistible.

– Quizá pudiera invitarte a comer. Como una forma de disculpa -le sugirió.

Nora se irguió en su asiento, se quitó el burrito del ojo y lo miró con recelo.

– ¿A comer?

– Sí, ¿por qué no? Eso no va contra las normas de etiqueta, ¿no? ¿O no lo he preguntado de forma apropiada? ¿Debería haber llamado primero? ¿O quizá debería haber escrito una nota? Supongo que quizá tendría que haber enviado una invitación grabada…

Nora sacudió la cabeza. La sombra de una sonrisa asomaba a sus labios.

– Yo… no creo que sea una buena idea. Al fin y al cabo, trabajamos juntos. La gente podría hablar.

Aunque su reputación se debía más a los rumores que a los hechos, Pete era conocido en El Herald como el Casanova de la redacción, algo de lo que, obviamente, Prudence se habría enterado. La verdad era que él no se esforzaba en absoluto en atraer a las mujeres, pero siempre tenía al menos a dos o tres pendientes de él. Aun así, desde aproximadamente hacía un año, estaba cada vez más desencantado tanto con sus citas como con la reputación que había cultivado. Desgraciadamente, su reputación parecía mantenerse y su vida personal continuaba alimentando los rumores de la oficina.

Y no era que ya no le gustaran las mujeres. Continuaba teniendo alguna cita de vez en cuando, pero quizá fuera ya demasiado viejo para aquellas escenitas de soltero. A los treinta y tres años, tampoco podía decirse que estuviera a punto de comenzar a declinar, pero había llegado a la conclusión de que una buena relación no consistía solo en disfrutar del sexo. Aunque tampoco estaba muy seguro de en qué consistía en realidad.

Pete suspiró. En ese momento, se descubrió deseando verdaderamente almorzar con Nora Pierce, por extraño que pudiera parecer.

– Es solo una simple comida -le dijo con una sonrisa. -¿Qué podrían decir sobre que tú y yo fuéramos a comer juntos una hamburguesa? -aunque era una pregunta retórica, volvió a advertir trazas de dolor en su expresión y comprendió inmediatamente lo que Nora había interpretado. Por supuesto, una cita con Prudence Trueheart no podía terminar en nada que no fuera un postre y cuentas separadas. Ella tenía una reputación que mantener. Pero su reacción no había sido la prevista y Pete no sabía si debería disculparse o intentar expresarse de otra forma.

– Yo… no tengo hambre, pero gracias de todas formas -contestó Nora con la voz repentinamente fría y distante. Le tendió el burrito. -Toma -pasó a tutearlo sin previo aviso, -será mejor que dejes esto en el frigorífico. No me gustaría que nadie lo echara de menos.

Pete sacudió lentamente la cabeza y tomó el burrito. Durante unos minutos, creía haber llegado a una especie de tregua con Nora, incluso pensaba que aquello podría ser el principio de una amistad. Pero después de haber metido la pata, no una, sino dos veces, iba a ser casi imposible convencerla.

– Bien -musitó. -Pero si cambias de opinión, dímelo -se acercó a la puerta y antes de salir se volvió para dirigirle una última mirada. Nora lo miraba desde detrás del escritorio con los ojos abiertos como platos. Debería haber insistido en que comiera con él, pensó Pete, o al menos mostrarse ofendido con su negativa. Pero algo le decía que no debía quemar todos los puentes con Nora. -Te veré más tarde.

Nora asintió en silencio, tomó la última carpeta que tenía encima del escritorio y extendió ordenadamente los papeles que contenía frente a ella. Al cabo de diez segundos de sentirse ignorado, Pete salió, cerrando la puerta tras él.

Los equipos habían vuelto a formarse en la Zona Caliente y el partido comenzaba de nuevo, con el equipo de Sam bateando.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó Sam.

– Al diablo si lo sé -musitó Pete. -Normalmente comprendo bastante bien a las mujeres, pero Prudence Trueheart es una mujer muy complicada -ocupó su lugar en el campo y se frotó las manos contra los muslos. Su mente reproducía la sensación de la piel de Nora bajo sus dedos. No iba a ser fácil renunciar Prudence Trueheart, ni a Nora. Además de confusa, caprichosa y condescendiente, la encontraba increíblemente intrigante.

Y había pasado mucho tiempo desde la última vez que Pete Beckett había encontrado intrigante a una mujer.


Querida Prudence Trueheart.

Mi novio y yo hemos estado haciendo eso desde nuestra primera cita. El sexo es fantástico, pero ahora que se acerca la fecha de nuestra boda, me gustaría practicar el celibato para hacer de la noche de bodas algo especial. ¿Pero cómo podré convencer a mi calenturiento prometido de mi decisión?


Nora Pierce leyó la carta repetidas veces. Tachó la palabra «calenturiento» y la sustituyó por «ardiente», después intentó encontrar alguna otra forma de referirse a «eso» sin cambiar el tono de la carta. Suspiró y se frotó la frente. Cuando había aceptado aquel trabajo tres años atrás, la habían contratado para contestar preguntas sobre las buenas maneras. Pero desde hacía seis meses, todo había cambiado.

Para entretenerse, había contestado a la pregunta de un hombre que quería saber si debería pedirle permiso a su esposa antes de tomarle prestada su ropa interior o si la lencería se consideraba un bien común en el matrimonio. Prudence había contestado con sarcasmo y desaprobación y había publicado la carta para ilustrar los límites de la verdadera etiqueta:


La única excusa de un hombre para no llevar ropa interior masculina es no llevar absolutamente nada encima», había escrito, «y los únicos lugares en los que prescindir de ella puede considerarse una opción son la ducha y la consulta del médico.


Aquella única y tonta columna había sido el fin de su vida como columnista sobre las buenas maneras. Las líneas de teléfono se habían bloqueado y llegaban cartas de admiradores de cada rincón del país. Sus lectores querían más, más suciedad, más basura, más vulgaridad. Y más reprimendas con la afilada lengua y el sutil desdén de Nora.

– Magnífica columna la de ayer.

Nora alzó la mirada. Su editor, Arthur Sterling se asomaba por la puerta de su despacho con una amplia sonrisa en el rostro. Aunque rara vez descendía de la décima planta, últimamente bajaba a menudo a ver a Prudence. Y aunque otro periodista más ingenuo habría pensado que empezaban a ser amigos, Nora sabía que Arthur Sterling no tenía amigos. Para él todo eran beneficios y oportunidades. Y quería que Prudence se mostrara de acuerdo en anunciarse en televisión.

Arthur rió suavemente.

– Sexo, eso es lo que quiere la gente. Acabo de hablar con Seattle. Quieren tu columna. Y con Biloxi y Buffalo estamos ya en negociaciones -Arthur alzó el pulgar. -Buen trabajo. Y todavía estoy esperando tu respuesta para lo de televisión.

– Gracias -musitó Prudence. Pero Arthur ya se había marchado, seguramente en busca ele otra fuente de dinero.

Para él, Prudence no era un faro en medio de un mar agitado, ni un modelo de conducta. Para él se había convertido en el signo del dólar. Cuanta más basura, más lectores. Y eso significaba más dinero para su columna. Las normas de etiqueta pertenecían al pasado, le había dicho él. Todo eso habría estado bien para la primera Prudence Trueheart, que había comenzado a publicar en mil novecientos veintiuno, pero el mundo estaba cambiando.

Si al menos no hubiera contestado a aquella carta… Desde entonces, Sterling había insistido en que escribiera al menos tres columnas a la semana dedicadas a problemas «modernos», a preguntas sobre la moralidad y las relaciones.

Con aquel repentino crecimiento de su popularidad, Prudence había llegado a convertirse en una celebridad en la ciudad. Y si en algún momento Nora tenía la sensación de estar entrometiéndose en la vida personal de sus lectores, desde luego ellos parecían más que dispuestos a meterse en la suya. Las compras, las visitas a la lavandería e incluso la sala de espera del dentista, se habían transformado en sesiones permanentes de consejos. Y sus lectores parecían apreciar la impecable conducta de Prudence incluso más que ella misma: estaba siempre pendientes de lo que hacía, siempre observándola, esperando pillarla en un desliz moral. Se suponía que Prudence tenía que ser absolutamente virtuosa.

Para asegurar la pureza de Prudence, su editor había incluido algunas cláusulas especiales en su contrato. Prudence no decía tacos ni mascaba tabaco. No podía ponerse ropas excesivamente indiscretas ni frecuentar determinados bares. Y, desde luego, no podía dormir fuera de casa. En realidad, aquella última cláusula no le había costado demasiado cumplirla. Apenas podía recordar la última vez que había conocido a un hombre en el sentido bíblico.

Nora gimió y enterró la cabeza entre las manos. Su falta de contacto con el sexo opuesto se había hecho dolorosamente evidente en su inesperada reacción al contacto de Pete. Y desde que este había salido de su despacho, tenía serias dificultades para concentrarse en el trabajo, prefiriendo en cambio, recrearse en el color de los ojos de Pete Beckett y en el calor de su sonrisa.

Pensó en su conversación, en la inquietante reacción provocada por la mirada de Pete sobre su cuerpo. Reprodujo mentalmente todo el incidente, intentando recordar cada una de las palabras que había dicho. «Remilgada», musitó. ¿De verdad era eso lo que pensaba de ella?

Frunció el ceño y tomó otra carta. Nora siempre había encontrado cierto confort en el mundo de Prudence, un lugar en el que las reglas eran obligaciones, en el que la gente se comportaba con propiedad y decoro. En el que canallas y picaros como Pete Beckett eran capaces de comprender lo errado de su conducta y terminaban sentando cabeza junto a una mujer.

Pete Beckett era un hombre encantador y atractivo y un réprobo confirmado. Era todo aquello contra lo que Prudence Trueheart predicaba: un hombre que practicaba el arte de la seducción y un experto en evitar compromisos. El típico hombre que Prudence encontraba perturbador y otras muchas mujeres irresistible.

Prudence nunca había prestado atención a los rumores que corrían por la oficina y pensaba que la mayor parte de lo que se decía eran especulaciones o puras exageraciones. Pero por los suaves gemidos y las risas disimuladas de otros miembros femeninos de la redacción, se veía obligada a creer que algunas de las cosas que habían oído eran ciertas. Al menos las suficientes para que Nora dedicara parte del día a preguntase qué le haría Pete Beckett a una mujer después de meterse en el dormitorio. Aunque nunca lo averiguaría. Cuando ambos se tomaban la molestia de comunicarse, ella trataba a Pete Beckett con desdén y Pete la miraba con burlona diversión.

Aun así, no le resultaba difícil imaginarse el poder que ejercía sobre otras mujeres tras considerar su propia reacción a su contacto. Pete tenía unas manos hermosas, dedos largos y fuertes y una caricia delicada. Un escalofrío le recorrió la espalda y de pronto se encontró pensando en el aspecto que tendrían aquellas manos mientras la desnudaban lentamente, lo que sería sentirlas sobre su piel… y todo el tipo de cosas que podrían desencadenar en su cuerpo.

Se rozó el labio con el dedo pulgar. Aquel no había sido el único contacto físico que habían compartido, reflexionó. La había besado una vez, en el aniversario de El Herald, justo después de que la hubieran contratado como Prudence. Aunque probablemente él ni siquiera lo recordara, la vivida imagen de aquel momento acudió a su mente: estaban debajo del muérdago, sintió su dura boca sobre sus labios y la delicada caricia de su lengua…

Había sucedido tan rápidamente, que no había podido protestar. Además, en cuanto la había besado, Nora recordaba haber abandonado toda resistencia. Cuando al final Pete se había separado de ella, le había dirigido una tentadora sonrisa y había hecho algún comentario sobre las viejas damas y las supuestas vírgenes antes de ir a buscar otro tipo de diversiones. Nora había evocado aquel beso miles de veces en la soledad de su cama, cuando el sueño se negaba a acudir.

En ese momento, tenía otro gesto que añadir a sus fantasías. Pensó en el instante en el que Pete había posado la mano en su tobillo, en el calor de sus dedos sobre su piel… el primer contacto físico con un hombre desde hacía tanto, tanto tiempo. Recordó cómo le había acariciado el rostro, y su cálido aliento contra su mejilla, y la intensa fragancia de su colonia…

Nora maldijo suavemente. ¿Cómo lo hacían? ¿Cómo conseguían aquellos hombres hacer perder el sentido común a una mujer? Prudence había recriminado a sus lectoras una y otra vez y ella acababa de caer en la misma trampa: había perdonado a un hombre todos sus pecados por la simple razón de que le había rozado la mano. Se acercó el teclado y su indignación comenzó a crecer con todo el espíritu de la Prudence del pasado.


Querida lectora:

Abriste la puerta del establo en tu primera cita y ahora te resulta difícil meter nuevamente al semental. Prudence cree que deberías mantenerte firme en tu decisión. El celibato es una virtud y tu cuerpo un premio que debe de ser cuidado como un tesoro. Si ese hombre no es capaz de respetar tus sentimientos, olvídate de él. Y, por favor, prométele a Prudence que no volverás a montar hasta que hayas dicho «sí, quiero.


La metáfora del caballo estaba un poco trillada, pero era típica de Prudence: ingeniosa, descarada y con un toque de sarcasmo. Nora pulsó la tecla que enviaría una copia de su columna al editor. Aunque los tiempos habían cambiado, el lenguaje que ella empleaba podría haber sido utilizado por la primera Prudence, una mujer llamada Hortense Philpot, encargada de aconsejar sobre normas de etiqueta en los bulliciosos veinte.

Nora había sido contratada como ayudante de Prudence IV. Con una diplomatura en arte medieval, sus perspectivas de trabajo eran bastante limitadas. Pero tenía algo mucho más valioso que una licenciatura: ser miembro de una de las familias más importantes de San Francisco le proporcionaban una predisposición casi genética hacia las normas de etiqueta. Nora había nacido en Sea Cliff, el bastión de las buenas maneras.

Tras la jubilación de Prudence IV, Nora había firmado cinco años de contrato como la nueva Prudence. Había aceptado aquel trabajo porque… bueno, porque no había muchos puestos de trabajo en San Francisco para una experta en tapices medievales. Pero, además, había pensado que podría inyectar un poco de clase y buenos modales a la vida cotidiana de sus lectoras.

Se quitó las gafas, se frotó los ojos y tomó el montón de cartas que su ayudante había seleccionado para posibles columnas. Se levantó de la silla y comenzó a pasear por el despacho.

– Infidelidad -leyó en voz alta, tirando la primera carta al suelo. -Decepción -mientras iba lanzando las cartas, encontraba nuevos problemas que sustituían a los que acababa de resolver. -Enfado. Resentimiento. Fantasías Sexuales.

Nora se acercó a la ventana desde la que se veía la Zona Caliente. Curioseó a través de las tablillas de la persiana. Continuaban jugando a aquel juego estúpido y Pete Beckett estaba en medio de todos ellos. Lo vio estirarse para agarrar la pelota. La camisa se ajustaba a su torso. Y todo pensamiento razonable escapó de su mente.

– Fantasías sexuales -musitó.

De acuerdo. Quizá encontrara a Pete Beckett increíblemente atractivo, pero aquello solo era una reacción física. No tenía nada que ver con el hombre en sí, sino solo con su cuerpo. Un vientre plano y un bonito trasero no mitigaban todos sus defectos. Y tampoco su perfecto perfil, ni su pelo oscuro, siempre despeinado como si una mujer acabara de revolvérselo. Y quizá tuviera una sonrisa capaz de derretir el corazón de una mujer, pero rara vez se la dedicaba a ella. Nora había oído que las mujeres encontraban irresistible su malicioso sentido del humor, aunque, cuando él se había molestado en dirigirle una gota de su encanto, ella normalmente le había respondido con alguna regañina.

– ¿Alguna carta jugosa?

Nora se apartó rápidamente de la ventana y se volvió hacia la puerta, desde donde la estaba mirando Ellen Kiley. Avergonzada al haber sido sorprendida espiando, Nora le dirigió a su amiga una mirada de desaprobación y le tendió una carta.

– ¿Tú también? ¿Ya te has unido a aquellos que consideran que la vulgaridad se traduce en más ventas?

Ellie había empezado a trabajar en El Herald el mismo año que Nora y desde entonces habían sido amigas inseparables, por lo menos hasta que Ellie se había casado con Sam Kiley un año atrás.

– Yo soy la directora de ventas, así que es lógico que me guste que aumenten. ¿Pero por qué estás tan nerviosa, Prudence?

– ¡No me llames así! -Nora suspiró, sorprendida por su reacción a la amistosa pregunta de Ellie. Se derrumbó en la silla y alzó la mirada hacia su amiga. -Cuando piensas en mí, ¿me ves como Prudence Trueheart o como Nora Pierce?

Ellie frunció el ceño, se sentó frente a ella y tomó una carta.

– No sé -musitó. -¿Hay alguna diferencia?

– ¡Claro que haya alguna diferencia! -gritó Nora, inclinándose sobre el escritorio y arrebatándole la carta a su amiga. -¿No lo ves? -arrugó el papel, lo tiró al suelo y comenzó a pasear nerviosa por la oficina. -Yo no soy Prudence Trueheart. Escribo por ella, pero soy yo, no ella.

– ¿Te ocurre algo?

– No, no me ocurre nada -replicó Nora, sin querer dar más explicaciones. Pero no podía seguir conteniendo su frustración. -Ella es tan ¡remilgada! -en cuanto la palabra salió de sus labios se dio cuenta de que era esa la descripción que Pete había hecho de Prudence. -La gente espera que sea ella. Y es terriblemente difícil averiguar dónde empieza una y dónde termina la otra.

– A mucha gente le cuesta separar el trabajo de su vida personal -la consoló Ellie.

– Yo… esperaba que las cosas fueran diferentes. Cuando conseguí trabajo en El Herald pensé que mi vida iba a cambiar. Me había ido de casa de mis padres, me había alejado de mi madre y había encontrado un apartamento. Esperaba que mi vida fuera más excitante. Y mírame ahora. Tengo que ponerme estos trajes y tengo que pasarme el día arrugando la nariz cuando los vulgares mortales no cumplen con sus deberes morales -lo último lo dijo al borde de la histeria y tuvo que tomar aire para tranquilizarse. -¿Cómo puedo aconsejar a la gente sobre la pasión cuando no hay pasión en mi vida?

– Bueno, eres una persona muy apasionada en tu trabajo…

– Una persona puede ser apasionada y aun así no tener pasión en su vida. Mira esas caitas. Esa gente tiene pasión. Viven siguiendo los dictados de su corazón, no los de su cerebro. Yo nunca he hecho una cosa así. Claro, ha habido algunos hombres en mi vida. Amantes, incluso. Pero jamás he sentido esa pasión sobrecogedora que te anula la razón. Eso es lo que me está volviendo loca.

Nora abrió un cajón de su escritorio y sacó una bolsa de pastillas de chocolate. Tomó un puñado y se lo metió en la boca.

– Debería detenerme -musitó con la boca llena. Prudence jamás habría hablado con la boca llena, pero Nora no estaba en ese momento para preocuparse de sus modales. -Podría volver a la universidad. Doctorarme en Historia y buscar un trabajo en París o en Roma.

– No puedes dejarlo ahora. Eres la heredera de la sabiduría de nuestras abuelas. Y ganas más dinero que ningún otro periodista de El Herald, excepto quizá Pete Beckett. Y algún día, llegarás a ser una diosa de los medios de comunicación, como Martha Stewart.

– No pronuncies ese nombre en este despacho -dijo Nora, metiéndose otro puñado de pastillas de chocolate en la boca.

– ¿Martha Stewart?

– No, Pete Beckett. Es la antítesis de todo lo que Prudence Trueheart valora en un hombre. Es un ser variable, sin escrúpulos… ¡y por culpa suya tengo el ojo así!

Ellie examinó la herida de Nora.

– ¿Y a Nora Pierce qué le parece? -preguntó intencionadamente.

Nora tosió ligeramente y estuvo a punto de atragantarse con el chocolate.

– Esto es lo que me parece: su forma de tratar a las mujeres es atroz. La promiscuidad es un rasgo que Prudence y yo detestamos.

– Acabas de hablar como lo habría hecho tu madre.

Nora gimió.

– Y también parecías un poco celosa -observó Ellie. -¿Cuánto tiempo has pasado últimamente pensando en Pete Beckett desde un punto de vista romántico?

– Ninguno en absoluto -mintió Nora. Pensó en eludir el tema, pero Ellie era su mejor amiga y nunca se habían ocultado nada la una a la otra. -Es solo que después de que me golpeara con una pelota de béisbol…

– ¿Te ha golpeado con la pelota de béisbol?

– Sí, ha sido un accidente. Ha venido a mi despacho a disculparse y… me ha tocado. Ha sido completamente inocente, pero me he dado cuenta de que hace más de tres años que no me toca un hombre. Exactamente desde que soy Prudence Trueheart -suspiró. -Creo que no atraería a un hombre aunque me pusiera a bailar desnuda en Nob Hill.

Ellie le palmeó cariñosamente el hombro.

– Eres una mujer muy deseable. Podrías tener a cualquier hombre que quisieras en cuanto te esforzaras un poco. ¿Cuándo fue la última vez que saliste?

– Prudence Trueheart no frecuenta bares – dijo Nora con sarcasmo.

– Bueno, pues quizá vaya siendo hora de que las cosas cambien un poco.

– ¿Cómo?

– No sé -Ellie se encogió de hombros. -Tú eres la consejera sentimental. Métete en el coro de una iglesia, apúntate a unas clases… ¿No son esas las cosas que les recomiendas a tus lectores?

– Pero en esos casos hay que esperar mucho tiempo. Y yo necesito una gratificación inmediata.

– ¿No crees que estás yendo demasiado rápido?

– No me refiero a ese tipo de gratificación – respondió Nora. -Simplemente necesito saber que continúo siendo atractiva.

– Bueno, entonces eso es fácil. Esta noche saldremos y me quedaré contigo hasta que conozcas a algún hombre. Coquetearás un poco y, si quieres, lo besarás. Y si de verdad te gusta, puedes darle tu número de teléfono.

Al enfrentarse a un verdadero plan, Nora de pronto no estuvo muy segura de querer aventurarse en un territorio tan peligroso. ¿Qué ocurriría si salía y nadie se molestaba en mirarla siquiera?

– Ningún hombre querrá salir con Prudence Trueheart.

– No tienes por qué decir quién eres. Puedes disfrazarte, ponerte esa peluca que te compraste hace meses. Me dijiste que con ella nadie te reconocía.

Nora pestañeó. El plan de Ellie parecía perfecto. Podría decir y hacer lo que quisiera, convertirse en una persona completamente diferente.

– No sé. Un disfraz en esta situación me parece un poco engañoso, ¿no crees?

– Vas a coquetear un poco, por Dios, no a vender secretos de estado a los rusos. No le harás ningún daño a nadie.

Nora consideró el plan durante algunos segundos.

– Y supongo que podría ser como un pequeño experimento. Al fin y al cabo, si tengo que aconsejar a los demás, lo menos que debo hacer es salir a ver cómo funcionan estas cosas, ¿no te parece? -miró a Ellie expectante. -Entonces, ¿salimos esta noche?

Ellie sonrió y sacudió la cabeza.

– De acuerdo, estate preparada para las ocho.

– ¿Qué me pongo?

– Algo provocativo, por supuesto. Si llevas un traje como ese, tendrás suerte de que te hable el camarero.

De pronto, Nora empezó a dudar de la bondad del plan. Quizá debería pensárselo más detenidamente.

– No tengo nada provocativo. ¿Y a dónde iremos?

– Tienes toda la tarde para ti. Vete a comprarte un vestido nuevo. Yo le preguntaré a Sam a dónde podemos ir. Él conoce un montón de sitios llenos de tipos disponibles -le dio a su amiga un abrazo. -Esto va a ser genial.

Y sin más, se fue corriendo, dejando a Nora en medio del despacho.

Nora tomó aire y lo soltó lentamente. De la única forma en que se sentiría realmente bien al día siguiente, sería despertándose con un hombre en la cama: un hombre de piernas largas, músculos fuertes y la única preocupación de provocarle múltiples orgasmos.

Aunque Nora estaba decidida a desprenderse de Prudence Trueheart, no estaba segura de que pudiera ir tan lejos. Se conformaría con algo menos peligroso. Como deslumbrar a algún desconocido y darle quizá su número de teléfono. Disfrutar de una experiencia que le permitiera sentirse una mujer deseable y atractiva.

Y al final de la noche, quizá se sintiera más Nora Pierce y menos Prudence Trueheart.

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