CAPÍTULO 03

Pete sabía que no volvería. Debía haber encontrado una puerta trasera y se había marchado sin decirle una sola palabra. Al día siguiente en la oficina, se comportaría como si no hubiera pasado nada. Y quizá otra noche, volvería a ponerse el vestido, la peluca y los tacones y volvería a intentarlo otra vez. Seguramente con un verdadero desconocido.

Una oleada de celos creció en su interior al pensar en el próximo hombre al que Nora conocería y probablemente seduciría. Luchó contra la urgencia de ir tras ella, de llamarla y poner fin a aquella farsa. El juego ya había durado demasiado. Había algo excitante en seducir a un completo extraño, pero ambos sabían que ellos estaban lejos de serlo.

¿Qué esperaba Nora de aquella noche? ¿Sexo anónimo? ¿Se escondería Nora tras la fachada de Prudence Trueheart durante el día y se transformaría en una mujer desenfrenada por las noches? Pete apretó los labios y maldijo. ¡Al infierno si iba a permitir que volviera a hacer aquello otra vez! Al día siguiente, iría a la oficina y la desenmascararía.

¿Qué habría ocurrido si él hubiera sido uno de esos cretinos dedicados a coleccionar conquistas? Uno de esos tipos que se llevaban a una mujer a su casa y, tras acostarse con ella, no volvían a acordarse de su cara. Pete hizo una mueca. Aquella descripción podría habérsele aplicado a él en otra época. Pero Nora Pierce no era el tipo de mujer a la que un hombre amaba y después abandonaba. Ella era diferente. Especial. Había una vulnerabilidad tras su trémula sonrisa que le hacía desear protegerla más que aprovecharse de ella.

Quizá hubiera sido mejor dirigirse directamente a Ellie, reflexionó Pete. Al fin y al cabo, había acompañado a Nora al bar. Seguramente habría influido también en su conducta. Y si Ellie no hubiera querido colaborar, habría contado con el apoyo de Sam. Pete giró en su taburete y pidió un whisky. Cuando el camarero se lo sirvió, se lo bebió de un trago y pidió otro.

– Este es el final del juego, Prudence -musitó. -Y yo soy el último hombre con el que vas a jugar.

Pensó en cómo debería abordar el tema. Seguramente Nora se enfadaría por aquella interferencia. Probablemente, incluso lo echaría de su despacho. Esperaría que él se comportara como si nada hubiera ocurrido. Aquello formaba parte de su pequeño juego. Había esperado que en cualquier momento Nora desvelara su identidad, pero en vez de eso, había decidido seguir adelante con la farsa. Se había mostrado en ocasiones esquiva y coqueta y otras sexy e increíblemente seductora.

Ella no era Prudence Trueheart. Diablos, ni siquiera era Nora Pierce. Era una desconocida a la que encontraba infinitamente atractiva e intrigante. Y había representado su papel con gran entusiasmo. Se fijó en su chal, que colgaba todavía del respaldo del taburete y acarició la suave lana, recordando el tacto de su piel y el sabor de su boca.

No esperaba que el contacto con Nora lo afectara tan profundamente. Nada lo había preparado para su reacción cuando ella había posado las manos en sus muslos, a escasos centímetros de su visible erección. Durante unos segundos, habían vivido en un mundo de fantasía, en un lugar en el que la vida real no osaba entrometerse. En el que las caricias y el sonido de su voz habían alimentado de tal forma su deseo, que al final apenas había podido contener el fuego.

Cuando Nora se había apartado de él, casi había agradecido que le hubiera evitado cierta situación embarazosa. Habían alcanzado el límite y, si querían seguir la aventura, debían adentrarse en un territorio más íntimo. Y aunque Pete no quería que la noche terminara, sabía que tenía que hacerlo.

Agitó suavemente su segundo whisky y fijó la mirada en el líquido ambarino buscando respuestas. Pero la bebida no podía dominar el deseo que todavía atormentaba su cuerpo. Lo único que hacía el alcohol era suavizar ligeramente sus aristas. Haría falta mucho más que whisky para olvidar aquella noche, pensó.

¿Y qué diablos se suponía que tenía que hacer después de lo ocurrido? ¿Fingir que no había sucedido? Quizá cruzaran miradas de reconocimiento entre ellos, algún gesto que…

– ¿Estás listo?

Pete se quedó helado al oír su voz. Se volvió lentamente y descubrió a Nora tras él. Se aferraba con tal fuerza a su bolso que tenía los nudillos blancos y una tensa sonrisa curvaba sus labios pintados.

– ¿listo para qué?

Un intenso rubor cubrió las mejillas de Nora.

– Pensaba que querías que nos fuéramos.

Su tono era insistente, y, desde luego, no iba a ser él el que se pusiera a discutir con ella, por sorprendido que estuviera. Pete dejó el vaso en la barra y se levantó de un salto.

– Muy bien -dijo, intentando disimular su asombro. -Estoy listo. Vamos -la agarró delicadamente del brazo y se dirigió hacia la puerta, intentando averiguar si habría confundido sus intenciones. Era imposible que Nora pretendiera llevar aquella noche a la que sería su lógica conclusión. ¡Aquella era Prudence Trueheart, por el amor de Dios!

El aire era frío y húmedo cuando salieron a la calle. Llegaba la niebla desde la bahía, suavizando las luces que los rodeaban. Algunos peatones paseaban por el parque, rodeados del aroma de los olivos y las melodías de los músicos callejeros.

En la distancia, se oía el traqueteo del tranvía. Permanecieron en la acera en silencio, hasta que Nora lo miró nerviosa y preguntó:

– ¿Tienes., coche?

– ¿Tú no tienes? -le preguntó a su vez Pete.

– No, he venido con mi amiga.

Pete se echó a reír. Aquel lugar estaba a menos de veinte minutos del muelle y aparcar allí era prácticamente imposible, de modo que había dejado el coche en su casa.

– Vaya, pues yo he venido andando -musitó. -Vivo justo al sur de Russian Hill. Si tú vives más cerca, podemos ir a tu casa.

Nora negó con la cabeza.

– Iremos a tu casa -respondió con énfasis. -Después, puedo volver a mi casa en taxi.

Así que aquel era el plan. Quería dejar caer la bomba en su propio territorio. Maldita fuera. Pete quería poner fin a aquel absurdo en ese mismo instante. Quería pedir una explicación. Pero decidió esperar pacientemente al momento más oportuno. Le pasó el chal por los hombros y le tomó la mano.

– Mi casa está demasiado lejos para ir andando. Iremos en el tranvía.

Hyde Street, la calle en la que se encontraban, estaba situada a varias manzanas del barrio de Pete, Macondray Lane, así que esperaron a que pasara el siguiente tranvía y se colocaron en la parte trasera.

Nora se aferró a la barra y Pete se colocó tras ella, con los brazos alrededor de su cintura. Sentía el trasero de Nora contra su regazo, frotándose contra él de tal manera que estuvo a punto de empezar a gemir. Luchó contra el deseo que crecía en sus entrañas, contra el intenso calor y la frenética necesidad de tocarla.

Para cuando llegaron a su destino, apenas podía apartar las manos de ella.

El tranvía se detuvo en la esquina de Hyde y Green. Pete la ayudó a bajar, agarrándola por la cintura. Nora se deslizó a lo largo de su cuerpo y, por un instante, Pete se permitió abandonarse a la tentadora sensación de sus caderas presionando las suyas. A continuación, la condujo delicadamente hacia la sombra de una tapia y le tomó el rostro entre las manos. Le dio un beso largo y profundo, rebosante de deseo. Aquella noche no iba a terminar bien. Habría palabras de enfado y sucias acusaciones, pero de momento, quería saborear cada uno de los momentos que iba a pasar a su lado.

Pete la sintió estremecerse, se separó de ella y la miró a los ojos.

– ¿Estás bien?

Nora asintió en silencio.

– Solo tengo un poco de frío.

Pete se quitó inmediatamente la chaqueta y la cubrió con ella. Nora le dirigió una dulce sonrisa y Pete, agarrando las solapas de la chaqueta, la acercó nuevamente a él y besó sus labios. Dios, ¿por qué no podían ser dos perfectos desconocidos?, se preguntó. Todo habría sido mucho menos complicado. Podrían haber ido a su casa, habrían hecho apasionadamente el amor y habrían intercambiado sus números de teléfono al final de la noche.

Apoyando la mano en la espalda de Nora, Pete comenzó a caminar hacia su casa, deseando que pudieran continuar paseando durante toda la noche, para prolongar todo lo posible aquella hermosa farsa. Quería pasar más tiempo con Nora Pierce, necesitaba tiempo para averiguar lo que estaba ocurriendo entre ellos. Por lo que hasta entonces sabía de ella, no debería desear a Nora en absoluto. Era exactamente el tipo de mujer que siempre había procurado evitar. Pero cuanto más estaba con ella, más fácil le resultaba verla bajo una luz diferente.

Tras un corto y silencioso paseo, llegaron a su casa. Nora vaciló en los escalones del edificio y Pete esperó, pensando que quizá entonces revelara su identidad… y rezando para que no lo hiciera. Metió la llave en la cerradura, giró el picaporte y se apartó para que pasara Nora. Se detuvo justo en el marco de la puerta y, por un instante, Pete pensó que iba a dar media vuelta y a salir corriendo.

– Es… muy bonita -musitó, recorriendo la habitación con la mirada mientras se quitaba la chaqueta que Pete le había prestado.

Pete cerró la puerta suavemente tras él y se apoyó contra ella, temiendo que cualquier movimiento pudiera asustarla.

– Esto es lo que conseguí jugando durante cuatro años en la liga. Esto y una rodilla inútil.

Nora no hizo ningún comentario. Ni siquiera se volvió. Diablos, ella sabía todo sobre su carrera de jugador. Pero, si se suponía que eran dos desconocidos, lo menos que podía hacer era mostrar un poco de curiosidad. Aquella fue la primera grieta de su engaño y Pete se preguntó si estaría ya dispuesta a decirle quién era. Decidió presionar un poco.

– Todavía no me has dicho tu nombre.

Nora se tensó. Pete se acercó a ella y posó las manos en sus hombros, acariciándole suavemente la nuca. Nora soltó un largo suspiro y se apoyó contra él. Incapaz de contenerse, Pete inclinó la cabeza hasta su cuello y le dio un delicado beso en la oreja.

Sintió que se agitaba la respiración de Nora y buscó con los labios su hombro desnudo. Lentamente, la hizo volverse, esperando la gran revelación, el momento en el que escapara corriendo como un conejo asustado o descubriera su identidad. Pero el momento no llegó.

– Nada de nombres -dijo Nora en voz baja. -De momento, olvidaremos los buenos modales. Seamos solo dos extraños.

– Estoy seguro de que te llamas de alguna manera -insistió, deslizando el pulgar por su labio inferior.

Pete sabía que estaba presionando demasiado, pero no esperaba que Nora presionara también. Con un suave gemido, Nora le rodeó el cuello con los brazos, se puso de puntillas y presionó sus labios. Al principio, fue un beso fiero, con el que pretendía acallar sus preguntas y la respuesta de Pete fue tan intensa como instantánea. Nora deslizó la lengua entre sus dientes y Pete dejó que fuera ella la que controlara la situación, permitiendo al mismo tiempo que creciera el calor que nacía en su vientre e irradiaba todo su cuerpo.

¿De dónde habría salido todo aquel deseo? Esa misma mañana, habían estado a punto de discutir por culpa de una pelota de béisbol y un ojo morado. Y en ese momento, en lo único en lo que podía pensar era en la sensación de la piel de Nora bajo sus manos y en el cuerpo desnudo que aquel vestido ocultaba.

Con un grave gemido, Pete la rodeó por la cintura, la apoyó contra la pared y cubrió su boca con un beso. Nora se retorcía sensualmente contra él, deslizando frenéticamente las manos por sus hombros y su pecho. Aquellas caricias amenazaban con hacer olvidar a Pete toda posibilidad de resistencia. La agarró por las muñecas y le levantó las manos por encima de la cabeza.

Tenía que detenerla; tenía que darle una oportunidad de pensar en lo que estaba haciendo. Él no iba a arrepentirse de lo que estaba a punto de ocurrir y quería asegurarse de que ella tampoco lo hiciera. Pete escrutó con la mirada su rostro sonrojado y sus húmedos labios. Aquellos labios tan cálidos, tan dulces… Ansiaba su sabor con la desesperación de un hombre hambriento.

Sin poder contenerse, liberó sus manos y se abrazó a ella para darle un largo y profundo beso. Ella no se apartó. Al contrario, se arqueó contra él con una pasión que igualaba la de él. No estaba preparado para sentirse tan bien, para disfrutar tan intensamente de sus caderas meciéndose contra él.

Lenta, deliciosamente, continuó su labor de seducción deslizando la lengua por su cuello hasta alcanzar el valle de sus senos. Con dedos temblorosos, le bajó el escote hasta que asomó el encaje del sujetador y pudo distinguir las rosadas cumbres de sus senos. Seguramente lo detendría entonces, pensó, antes de que se tomara la libertad de acariciarla. Pero Nora no dijo nada… Se aceleró su respiración y sus suaves gemidos lo urgían a continuar avanzando.

Tenía un cuerpo perfecto, pensó Pete, hecho para sus manos. Quería detenerse un instante y memorizar aquel momento. Grabar en su mente el modo en el que su mano se acoplaba a su seno, la forma en la que se erguía su pezón bajo sus dedos. Todo en ella le hacía desear poseerla completamente, pero solo continuaban siendo dos desconocidos…

Nora contuvo la respiración cuando Pete acarició sus pezones con los labios. Pero en vez de apartarlo, se arqueó suavemente contra él, sin ofrecerle resistencia. Pete se deleitaba en su duro pezón; cada uno de sus pensamientos estaba concentrado en darle placer. Quería que Nora lo deseara, que necesitara su cuerpo como él necesitaba el suyo, quería convertirse en el único hombre capaz de satisfacerla por completo.

Pero Nora no tardó en mostrarse impaciente con aquella lenta seducción. Con un suave gemido, estiró la mano, le deshizo el nudo de la corbata y la tiró al suelo. Pete sintió que su deseo crecía. Pero cuando Nora comenzó a desabrocharle la camisa, le agarró la mano para impedírselo. Aquello estaba yendo demasiado lejos, él ya estaba a punto de perder el control y estaba seguro de que Nora iba a detenerse en algún momento.

– Dime lo que quieres -le dijo con voz tensa. -Dímelo.

– A ti -musitó Nora. Aquella súplica salió desde lo más profundo de su garganta mientras se acurrucaba contra él. Pete le soltó las manos y ella le desabrochó lentamente los botones de la camisa para hundir al final la cabeza en su pecho.

Debería sentirse incómodo, se dijo Pete mientras inclinaba la cabeza hacia atrás, disfrutando de las cálidas caricias de su lengua. Pero se sentía maravillosamente bien, como si aquello fuera exactamente lo que tenía que ocurrir entre ellos. Nora le mordisqueó el pezón y lo succionó tentadoramente.

– ¿Hasta dónde pretendes llegar? -preguntó Pete en voz baja. -Porque, como sigas así, puedo garantizarte que no seré capaz de detenerme.

Nora posó la mano en su pecho.

– Sé lo que estoy haciendo -dijo en tono firme y confiado. -Y no quiero detenerme.

Pete la tomó por la barbilla y le hizo alzar la cabeza hasta que sus ojos se encontraron. De pronto, deseaba que todo aquello fuera real. La fantasía no era suficiente… la pasión compartida entre dos extraños no significaba nada para él. Quería mirarla a los ojos y saber que era Nora la que estaba allí. Quería decir su nombre con toda la pasión que lo inundaba. Pero solo podía tomar lo que Nora le ofrecía. Tendría que dejar las preguntas para más adelante.

Con un gemido, se quitó la camisa, enmarcó el rostro de Nora con las manos y volvió a besarla otra vez. Fue un beso duro, demandante, inflexible. Si Nora lo deseaba, tendría que aceptarlo en sus propios términos. Y el único requisito que él iba a poner, era el de asegurarse de que aquella no fuera la última vez que hicieran el amor.

Quería llevarla a su dormitorio y seducirla lenta y completamente. Pero mientras la besaba y la acariciaba, la razón pareció desaparecer. Era como si se hubieran subido en un tren en marcha al que era imposible detener a pesar de que se dirigía hacia futuros problemas. Las caricias se sucedían cada vez más frenéticas, más ansiosas, y Pete sabía que no podría esperar mucho más. Buscó el dobladillo del vestido y alzó la mano por su muslo hasta encontrar el encaje de su ropa interior.

Alentada por su caricia, Nora hizo descender la mano por su pecho hasta alcanzar su vientre. No le temblaron las manos al bajarle la cremallera del pantalón y tampoco cuando rozó el borde de sus calzoncillos. Se tocaron el uno al otro al mismo tiempo. Nora cerró la mano sobre su rígido miembro mientras Pete hundía la suya en el húmedo calor que se ocultaba entre sus piernas.

– Dime cómo te llamas -exigió Pete, sin dejar de acariciar lentamente su sexo. -Necesito decir tu nombre cuando me hunda en ti.

Pero Nora no contestó. Tenía serias dificultades para respirar y su cuerpo estaba en completa tensión. Pete sabía que podría hacerle alcanzar el orgasmo con solo sus dedos, pero quería mucho más. Apartó la mano y sacó un preservativo de su cartera. Se lo puso rápidamente, consciente de que en cuanto volviera a tocarla estaría perdido. A continuación, la levantó en brazos, haciéndole apoyar la espalda contra la puerta.

– Dime que esto es lo que quieres -musitó al borde de la desesperación. -Dímelo.

Nora apretaba las piernas alrededor de su cintura al tiempo que arqueaba la espalda para permitir con aquella postura que su erección rozara el húmedo calor que le ofrecía.

– Sí -dijo, descendiendo hasta que Pete estuvo a punto de penetrarla. -Quiero esto. Te deseo, Pete -tomó aire. -Ahora.

A Pete le costaba creer que hubieran llegado hasta aquel punto, pero ya no podía dar marcha atrás. Con ausencia completa de control, se hundió en ella sintiendo cómo fluía una dulce languidez por todo su cuerpo. Casi inmediatamente, la sintió henchirse y temblar alrededor de su sexo, mostrando los primeros signos de estar alcanzando el orgasmo.

Pete cerró los ojos y comenzó a moverse, hundiéndose más profundamente con cada una ele sus embestidas. Jamás había sentido algo así con una mujer, aquella necesidad innegable de poseer no solo su cuerpo, sino también su alma. Le hacía enfadarse y sentirse vivo al mismo tiempo.

Tomó aire, dejó de moverse y la miró a la cara. Y mientras Nora se mecía al borde del éxtasis con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, Pete comprendió que no había conocido a una mujer más hermosa y deseable en toda su vida. Y quiso llegar entonces hasta el instante final, hasta aquel momento en el que ambos serían un solo cuerpo, aquel instante en el que podría ver hasta el fondo de su alma. Pero entonces la sintió convulsionarse a su alrededor y toda su capacidad de control se hizo añicos.

Pete pronunció su nombre en el momento de llegar al clímax. Pero Nora estaba en medio de su propio orgasmo y Pete comprendió que no lo había oído. El tiempo pareció detenerse, arrullándolos en un capullo de deseo satisfecho. Pete le acarició el pelo y le besó el cuello mientras ambos descendían lentamente a la realidad; en ese instante, habría dado cinco años de su vida para que el tiempo se detuviera de verdad, para impedir la intrusión de la vida real.

– Me faltan palabras -murmuró con una suave risa. -Es curioso, normalmente sé exactamente lo que decir.

Nora no se movió, no dijo nada mientras Pete se desprendía del preservativo. Cuando volvió a mirarla otra vez, Pete advirtió que la pasión ya había comenzado a desaparecer de su expresión. Volvió a besarla, esperando detener aquel proceso, pero no podía hacer nada para alterar la verdad de lo que acababan de hacer.

Estaban allí, en sus ojos: el miedo, el arrepentimiento, la culpa. Era evidente que Nora estaba deseando escapar. Pete sentía cómo se le encogía el corazón en el pecho mientras buscaba algo que decir, una forma de convencerla para que se quedara. Pero conocía perfectamente las consecuencias de lo que habían compartido y tenía que obligarse a dejarla marchar.

– Yo… Tengo que irme -musitó Nora, bajándose el vestido.

– No -la contradijo Pete mientras acariciaba su rostro, -quiero que te quedes.

– No. De verdad, tengo que irme.

Pete debería haberse enfadado, pero lo único que podía sentir era resignación.

– Te llevaré a casa -le dijo, sabiendo de antemano que Nora se negaría. Se subió los pantalones y miró a su alrededor, buscando la camisa que se había quitado.

– Mañana tengo que madrugar -dijo Nora, a modo de excusa. -Y tengo que hacer las maletas.

Pete la miró con recelo. Aquella era una nueva táctica. Hasta entonces Nora no le había mentido, se había limitado a eludir la verdad. Pete sabía condenadamente bien que Prudence Trueheart no viajaba. No se había tomado unas vacaciones desde hacía años.

– ¿Te vas a alguna parte?

– Eh… A Pakistán -contestó, nombrando el primer país que se le ocurrió. -A un importante viaje de negocios. Un viaje muy largo, por cierto. No volveré hasta… Bueno, la verdad es que no estoy segura de cuándo regresaré.

– Pakistán -musitó Pete, incapaz apenas de contener la risa. -No pretenderás que…

– Claro que no pretendo que me esperes – lo interrumpió Nora mientras se agachaba a recoger su bolso. -Pero te llamaré cuando vuelva -le dio un rápido beso en la mejilla, se detuvo un instante y se dirigió hacia la puerta.

Pete se la abrió caballerosamente.

– No sabes mi número de teléfono.

Nora volvió la cabeza por encima del hombro, pestañeó y soltó una risa suave.

– Entonces supongo que tendrás que llamarme tú -y sin más, corrió hacia la puerta y bajó corriendo los escalones de la entrada. No se tomó la molestia de mirar hacia atrás y tampoco pareció darse cuenta de que Pete la había seguido.

Pete estuvo observándola hasta que desapareció en medio de la bruma. No tenía otra opción que dejarla marchar, se dijo. Pero sabía que aquello no había terminado para ellos. Un hombre no hacía el amor con una mujer como Nora Pierce para después olvidarla. Habría otras muchas noches entre ellos. Pero se aseguraría de que entonces las cosas fueran diferentes. No volverían a ser dos desconocidos nunca más.


Los tacones de Nora repiqueteaban en el silencio de la noche. Nora solo volvió la cabeza una vez, y aunque para entonces la casa de Pete ya había desaparecido de su vista, su piel conservaba todavía el sudor provocado por su frenética unión. El corazón le latía violentamente en el pecho y la cabeza le daba vueltas. Quería detenerse para intentar tranquilizarse, pero temía darse tiempo para arrepentirse de lo que había hecho.

Esperaba sentirse triunfal al final de aquel encuentro. Sus tres años de celibato habían terminado con un hombre que había convertido la experiencia en algo memorable. Pero por mucho que lo intentara, no era capaz de aclarar sus confusas emociones. El júbilo se mezclaba con el arrepentimiento y el alivio con la aprensión.

Había sido maravilloso. Realmente, mucho mejor de lo que jamás se habría imaginado. Había sido tan salvaje, tan frenético… Asomó a sus labios una tímida sonrisa y se llevó la mano al pecho. La adrenalina todavía corría por su cuerpo y sabía que, si se hubiera quedado con él, habrían hecho el amor otra vez.

Nora se detuvo y miró a su alrededor, luchando contra las ganas de retroceder sobre sus pasos. Pero aquella vez se impuso el sentido común. Una vez ya había sido más que suficiente. Con un suave gemido, continuó andando hasta Union Street. Los zapatos, que tan provocativos le habían parecido frente al espejo, en ese momento le dolían convirtiéndose en un triste recuerdo de que al final de la noche tendría que despojarse de su disfraz con la misma rapidez con la que se había deshecho de sus inhibiciones.

Aunque el vestido y la peluca negra habían cumplido con su cometido, en ese momento se sentía demasiado explícita, como si cualquiera que pasara por su lado pudiera adivinar exactamente las que habían sido sus intenciones. El vestido le llegaba prácticamente por los muslos y el chal de cachemira no la protegía de la brisa nocturna. Comenzó a temblar y continuó haciéndolo hasta alcanzar la plaza Washington, donde sus rodillas se negaron a seguir caminando, obligándola a sentarse en un banco.

Apoyó los codos en las rodillas, posó en las manos la barbilla y tomó aire. Cerró los ojos y luchó contra los temblores que agitaban su cuerpo.

Oh, Dios, ¿qué había hecho? Se había mostrado completamente salvaje y desinhibida, había prescindido de tocio pudor. Pero al menos Pete no era consciente de que había hecho el amor con Prudence Trueheart. Al día siguiente, tendría que pasar por delante de él como si no recordara absolutamente nada de lo ocurrido la noche anterior.

¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Había dado por sentado que le resultaría fácil olvidar la experiencia de hacer el amor con Pete Beckett. Pero como la intensidad de sus recuerdos no hubiera disminuido por lo menos a la mitad, a la mañana siguiente iba a tener problemas muy serios.

– Tendré que llamar y fingir que estoy enferma -musitó. -Quizá incluso con alguna enfermedad larga como la malaria…

Nora buscó algunas monedas en su bolso y se dirigió a la parada del autobús. No estaba lejos de casa, pero sus pies no eran capaces de resistir otras cinco manzanas.

El autobús estaba prácticamente vacío y Nora se sentó al lado de una mujer mayor. Inmediatamente, intentó estirarse la falda y subirse el escote del vestido… Un vestido que de pronto le parecía especialmente revelador. Su mente recreó la imagen de Pete deslizando las manos por sus muslos y sintió un intenso calor en el rostro. Miró a su alrededor, preguntándose si alguien lo habría notado y se hundió en su asiento.

Empleó hasta el último gramo de su fuerza de voluntad en apartar la imagen de Pete de su mente, pero esta parecía haberse impreso con tanta fuerza en su cerebro como si ya fuera a formar parte para siempre de ella.

Debería haber hecho caso a Ellie y haber escapado cuando todavía tenía alguna oportunidad de hacerlo. ¿Qué habría sido de su sentido común? Y Prudence… ¿en dónde diablos se habría metido? Eran incontables las cartas que Prudence había recibido de las víctimas de una sola noche de amor. Y su consejo siempre había sido el mismo: no había que ser estúpida, había que utilizar la cabeza e ignorar la llamada de las hormonas. Pero había bastado una botella de champán y una sonrisa traviesa para olvidar todo lo que Prudence le había enseñado.

Cuando el autobús rodeó la Coit Tower, se bajó y en el momento en el que sus pies pisaron la fría acera, se quitó los zapatos y los tiró al arbusto de hortensias que encontró más cerca.

– Por fin me los he quitado de encima -musitó mientras continuaba subiendo. A unos cincuenta metros, se quitó la peluca y se la colocó bajo el brazo.

¿Qué demonios le ocurría? Había tomado la decisión de ceder a la pasión y, aunque no pudiera evitar arrepentirse, seguramente era capaz de ver la noche que había pasado con Pete con cierta perspectiva.

– Ha sido algo puramente físico -musitó mientras se acercaba a su casa. Abrió el bolso y buscó las llaves. Y justo cuando acababa de encontrarlas, sonó una voz detrás de ella.

– Mírate. Tienes un aspecto terrible.

Con un grito asustado, Nora dio media vuelta y las llaves abandonaron sus dedos para terminar cayendo en un arbusto que había al final de los escalones de la entrada.

– ¡Stuart! Dios mío, me has dado un susto de muerte.

Su casero frunció el ceño mientras se acercaba. Iba vestido con una colorida bata y llevaba en la mano unas tijeras de podar.

Desde el momento en que ella se había trasladado al pequeño apartamento del tercer piso de la casa de Stuart, él se había convertido en su mejor amigo.

– ¿Qué haces levantado a estas horas? ¿Ahora te dedicas a la jardinería nocturna?

– La pregunta es -repuso Stuart, -¿qué has estado haciendo tú? Juraría que no ha tenido nada que ver con la jardinería. Aunque seguro que alguien te ha estado enseñando sus semillitas.

– No sé a qué te refieres -repuso Nora.

– Te has acostado con alguien.

Nora se llevo las manos a la cara y se volvió inmediatamente hacia él.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Te ha bastado con mirarme? Oh, Dios mío, no sabía que fuera tan obvio.

– Cariño, resplandeces más que una farola – rió. -Podrían llevarte a Alcatraz y utilizarte como faro. O quizá podrían…

– Ya basta -gimió Nora, dejándose caer en el sofá que había en el porche. Stuart se sentó a su lado y le palmeó cariñosamente la rodilla. -Cuéntale todo al tío Stuart. Y no olvides ni un solo detalle.

Nora sonrió sin demasiado entusiasmo.

– Bueno… Ha sido maravilloso. Apasionado. De volverse loco. Y creo que he cometido el error de mi vida.

– Cariño, la pasión nunca es un error, ¿es que no lo sabes?

– Eso creía yo, pero me temo que esto sí lo ha sido -Nora se volvió hacia Stuart-: Me he acostado con… Pete Beckett.

Stuart abrió los ojos como platos.

– ¿Con ese periodista deportivo que es tan guapo? ¿El del trasero perfecto y los hombros anchos?

– Ese mismo. Pero él no sabía que yo era yo. Ha sido un encuentro de incógnito.

Stuart tomó la peluca, la acarició y se la puso. Suspiró dramáticamente y se cruzó de piernas.

– Cariño, bienvenida al mundo de la lujuria no correspondida. Yo seré tu guía. Si tienes alguna pregunta que hacerme, no seas tímida. Pregúntame.

Nora no pudo evitar echarse a reír.

– Quizá la cosa no haya sido tan terrible.

Stuart le pasó el brazo por los hombros cariñosamente.

– Claro que no. Y ahora quiero detalles.

– Mi problema es que mañana no puedo aparecer por la oficina y fingir que no ha pasado nada.

– Detalles -repitió Stuart.

– Lo peor no es que no podamos tener un futuro juntos, es que es imposible tener siquiera otra cita. ¡Pete Beckett no es para nada mi tipo!

– ¡Pero es el mío! Y ahora, quiero detalles.

Nora se volvió hacia Stuart.

– Creo que podré superarlo -dijo con actitud positiva. -Puede que sea difícil al principio, pero podré olvidar a Pete Beckett y todo lo que ha pasado entre nosotros -se levantó y se estiró la falda. -Gracias, Stuart. Hablar con alguien siempre ayuda -se acercó hasta las escaleras, se volvió y le lanzó un beso a Stuart.

– Eres una veleta -se quejó Stuart. -Una noche de pasión y te olvidas de tu amigo Stuart.

– No seas tonto -replicó Nora riendo. -Todavía eres el único hombre de mi vida.

– No me mientas, descocada. He estado leyendo Town and Country y me he enterado de que Celeste celebra una de sus fiestas dentro de un par de semanas. ¡Y ni siquiera te has tomado la molestia de mencionármelo!

Nora sonrió.

– Recibí mi invitación la semana pasada. Será una cena en la terraza de su casa. ¿Querrás ser mi acompañante?

– Por supuesto. Ya le he echado el ojo a un nuevo esmoquin, un Armani. Y, por supuesto, tendrás que decirle a Celeste que voy a ir. La última vez me pidió consejo sobre los arreglos de las mesas y le fui bastante útil. Además, tengo que comentarle que conozco a una nueva florista que hace unos centros exquisitos.

– Stuart, eres la hija que mi madre siempre ha deseado. Y si fueras cirujano plástico, te convertirías en su yerno ideal. Además, eres justo el tipo de hombre que estoy buscando. Refinado, comprensivo… Es una pena que no seas heterosexual, porque en ese caso me casaría inmediatamente contigo.

Comenzaba a subir las escaleras cuando oyó la risa de Stuart tras ella.

– Cariño, no sabes lo que quieres. Pero creo que estás a punto de averiguarlo.

Nora se detuvo en las escaleras y se volvió para mirar a Stuart. Pero lo único que vio fue la puerta de su casa cerrándose tras él. Frunció el ceño, preguntándose por el significado de sus palabras. Sí, quizá no supiera lo que quería, pero sabía perfectamente lo que no quería: no quería que su mente continuara invadida por aquella plaga de pensamientos sobre Pete Beckett. Y no quería que el corazón le latiera alocadamente cuando lo viera.

– Simplemente no quiero desearlo -gritó, subiendo los últimos escalones de dos en dos.

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