– Los buenos modales en la mesa -dijo Nora. -No hay nada que distinga más a un caballero que unos modales impecables en la mesa.
Pete había llegado a su despacho a las doce en punto, sorprendiendo a Nora con su puntualidad. Ella había dado por sentado que era uno de esos tipos a los que les gustaba tener a las mujeres esperándolo. En el momento en el que había llegado, con una cazadora de cuero, unos vaqueros y una camiseta que se ceñía a su cuerpo como una segunda piel, Nora había sentido un zumbido en su cerebro, un cosquilleo en la piel y un latido salvaje en su pecho.
Aunque él normalmente iba vestido de manera informal a la oficina, de alguna manera, el que hubiera elegido aquel atuendo para un sábado por la mañana le hacía sentirse incómoda. La etiqueta dictaba una vestimenta más conservadora, adecuada para una reunión de trabajo. Y no una camiseta que mostraba unos hombros anchos y una cintura imposiblemente estrecha más apropiada para… el placer.
Nora quería mantener aquel encuentro a un nivel estrictamente de negocios. Por ello había elegido un traje pantalón y una de las habituales blusas de Prudence. La única concesión que había hecho al fin de semana había sido dejarse el pelo suelto. Con fría eficiencia, señaló la silla que había frente a su escritorio y le pidió a Pete que se sentara. Mientras Pete dejaba la cazadora de cuero en el respaldo del asiento, sus cuerpos se tocaron. Y la electricidad que saltó entre ellos hizo que a Nora se le paralizara el corazón. Se regañó a sí misma. Si pretendía dejar la noche que había pasado con Pete en el pasado, tendría que evitar ese tipo de reacciones.
Tenía que ajustarse a la imagen de Prudence porque sabía que, en el momento que prescindiera de ella, estaría perdida. Nora Pierce era capaz de meterse en la cama con Pete Beckett a la menor oportunidad. Prudence Trueheart, no.
Asumiendo su resolución, sonrió educadamente. Pero la sonrisa desapareció cuando, al colocarse detrás de Pete, su mirada voló hacia el pelo que se rizaba en su nuca. Ella lo había acariciado, pero ele pronto, no era capaz de recordar lo que se sentía ante aquel contacto. Estiró la mano, dejándose llevar por el instinto, pero inmediatamente la apartó.
Quizá aquello no fuera buena idea. ¡Quizá fuera la peor idea que había tenido en su vida! Se había pasado ya una noche entera sin dormir, recordando el cuerpo de Pete Beckett… y las cosas que había hecho con su cuerpo. Ella esperaba que aquellos recuerdos fueran disminuyendo en intensidad, que cada noche fuera más fácil de soportar que la anterior. Pero al acostarse, no había tardado en descubrirse a sí misma atrapada en aquella telaraña de vividos recuerdos.
Recuerdos que se habían hecho mucho más agudos en su presencia.
Nora no estaba segura de cuánto tiempo permaneció allí, intentando dominar el vértigo y recuperar la compostura. Pero, cuando abrió los ojos, descubrió a Pete mirándola con expresión interrogante.
– ¿Y bien?
– Los buenos modales en la mesa -repitió ella. Extendió frente a él toda una batería de cubiertos acompañada de una vajilla de porcelana china, copas de cristal y servilleta de lino. Señaló todo aquel despliegue y le dijo-: Quiero que estudies esto con mucho cuidado.
– Sé lo que son los buenos modales -dijo Pete mientras jugueteaba con el tenedor de las ostras. -La servilleta en el regazo, los codos fuera de la mesa y no sorber la sopa -miró por encima del hombro otra vez. -¿Esto qué es? ¿Un tenedorcito para comer cosas pequeñas?
Nora le quitó el tenedor y lo dejó nuevamente en la mesa.
– Hay muchas otras cosas que saber sobre los buenos modales, además de cómo colocar los codos -replicó. -Imaginemos, por ejemplo, que estás invitado a una comida al aire libre en una de esas lujosas mansiones de Sea Cliff.
– ¿Y qué se supone que hay que saber para disfrutar de una barbacoa? Evitar los frijoles, no beber demasiada cerveza y comerse la hamburguesa aunque esté completamente chamuscada.
– No me refería a ese tipo de comidas. Me refería a una comida formal en unos maravillosos jardines. A uno de esos acontecimientos a los que hay que ir con traje y corbata. Cuanto te sientes a la mesa, se esperará que sepas para qué es todo eso.
Pete colocó las manos a ambos lados ele su plato y suspiró mientras examinaba atentamente todos aquellos utensilios.
– Aquí hay cubiertos suficientes para diez personas. ¿Se espera acaso que comamos todos del mismo plato?
– Todo es para ti, aunque rara vez se encuentra uno con una mesa tan completa como esta. Salvo quizá en una cena con la reina de Inglaterra. Aun así, es conveniente que sepas para qué sirve cada uno de los útiles de la mesa.
Pete esbozó una mueca.
– Estás hablando con un tipo que se come los helados con cuchillo -musitó.
– Ahora que ya has ocupado tu lugar en la mesa, ¿qué es lo primero que tienes que hacer?
Pete miró su plato con el ceño fruncido, a continuación desdobló la servilleta y se la colocó en el regazo.
Nora sonrió para sí y le dio una palmadita de ánimo en el hombro. Dejó que su mano descansara allí unos instantes, disfrutando al sentir la dureza de su músculo. Sin pensarlo, deslizó ligeramente la mano, antes de retroceder como si acabara de cometer una atrocidad. ¡Al diablo con Prudence! Aquella mujer estaba empezando a volver loca a Nora con sus remilgadas reglas y sus comentarios condescendientes.
– Muy bien -dijo.
– Pero si no he hecho nada.
– La… la servilleta -le explicó Nora. El corazón le latía violentamente en el pecho. -Eso es lo primero que hay que hacer en cuanto te sientas a la mesa. Y aunque haya ya comida servida en el plato o bebida en las copas, no tienes que tocar nada hasta que lo haga la anfitriona -Nora señaló el cuchillo que Pete tenía más a la derecha y le dijo-: El tenedor de las ostras está al lado de la cuchara de la sopa.
– Me encantan las ostras -murmuró Pete secamente. -Y adoro la sopa. ¿Pero dónde está el tenedor para las cortezas de cerdo? Una cena al aire libre no es nada si no hay cerveza y cortezas de cerdo.
Nora suspiró, secretamente divertida con sus tonterías. Prudence no toleraría ese tipo de bromas, pero, procediendo de un hombre como Pete, Nora las encontraba muy estimulantes.
– Eso es importante. Si te equivocas de tenedor, todo el mundo se dará cuenta de que estás intentando pasar por ser un caballero, pero no lo eres.
– ¿Y cuándo voy a usar todas estas cosas? Estoy seguro de que esta mujer no va a comer ni con el presidente ni con la reina.
– Eso nunca se sabe. Y ahora sigamos. Esa cuchara es para el tuétano. Creo que actualmente resulta un poco pretencioso ponerla, pero es posible que te la encuentres -estiró el brazo a través del hombro de Pete para tomar otro cubierto. -El resto de la cubertería funciona por parejas. El tenedor y el cuchillo de pescado, los de los entremeses, los del plato principal, los de la ensalada y los de la fruta.
Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, tenía los brazos colocados alrededor de él y sus senos se presionaban ligeramente contra su espalda. Tomó aire y la fragancia del cabello de Pete inundó su mente. Pete se volvió lentamente y posó la mirada en su boca. Nora se quedó completamente helada, sin saber cómo retirarse con gracia, sin saber siquiera si quería retirarse. Porque lo que realmente le apetecía en aquel momento era inclinarse contra él y rozar sus labios, perder el control de sus instintos y…
– Pasemos ahora a la sal y la pimienta -dijo, aclarándose la garganta y apartándose de él.
– Oh, no -respondió Pete suavemente, con la atención todavía fija en su boca.
– Hay una forma apropiada de pasar la sal y la pimienta.
Pete arrastró la silla hacia atrás, se levantó y posó las manos en su cintura.
– Estoy convencido de que es fascinante, pero creo que deberíamos marcharnos de esta aburrida fiesta.
Nora pestañeó, agudamente consciente de los dedos de Pete sobre sus caderas y del calor que se extendía por su cuerpo.
– Bueno, ese es un asunto delicado. Nunca puedes irte en medio de una fiesta. Eso se consideraría un insulto.
Pete se inclinó hacia adelante y, por un instante, Nora pensó que iba a besarla. ¿Debería cerrar los ojos o continuar mirándolo fijamente?
– Entonces dime lo que tengo que hacer.
– Tienes que estar atento a las señales – Nora apartó la mirada de su boca para comenzar a hacer un detallado estudio de su barbilla. -Un consejo práctico es marcharse a la hora y media de que haya sido servida la última copa o el último plato de comida.
Pete se quedó mirándola en silencio durante un largo rato y a continuación deslizó la mano desde su cintura hasta la cadera.
– ¿Y qué debería decir?
Al igual que segundos antes había sido consciente del calor de sus dedos, en ese momento Nora sintió el magnetismo de su cuerpo, aquel calor que parecía arrastrarla cada vez más hacia él. Prácticamente se estaban tocando, cadera contra cadera, cuando Pete retrocedió.
De pronto la habitación pareció enfriarse y el pulso de Nora recuperó su velocidad normal.
– Entonces deberías decir: «lo he pasado maravillosamente, pero me temo que tengo que irme».
– Lo he pasado maravillosamente -dijo Pete, -pero me temo que tenemos que irnos – sonrió, la agarró de la mano y la condujo hasta la puerta. -Es absurdo pasar un sábado tan soleado como este hablando de cuchillos de pescado y tenedores para las ostras.
– ¿Qué… qué estás haciendo?
Pete agarró el bolso de Nora y se lo colgó al hombro.
– Ya he aprendido bastante por hoy. Ha llegado la hora de darte a ti unas cuantas lecciones.
La sacó del despacho y la arrastró hasta el ascensor. Nora pensó en resistirse, pero incluso ella sabía que, fuera lo que fuera lo que Pete hubiera planeado, sería infinitamente más emocionante que pasarse la tarde hablando de tenedores.
– ¿A dónde vamos? -preguntó, cuando se abrieron las puertas del ascensor.
– Es una sorpresa. Quiero llevarte a una de mis actividades favoritas al aire libre. Y estoy seguro de que vas a disfrutar.
Nora no podía evitar anticipar todo tipo de emocionantes posibilidades mientras recorrían las calles de San Francisco. Su mente ya había conjurado un picnic de gourmet en un lugar solitario. Comerían, beberían vino y después llegarían los besos. Besos delicados al principio, pero la pasión no tardaría en encenderse entre ellos. Pete apartaría entonces la comida y la empujaría suavemente hasta el suelo.
Por supuesto, en cuanto la tocara se olvidaría de la otra mujer. Bastaría un beso para borrar los recuerdos de aquella noche. Encontrarían una romántica casa rural en Sausalito donde pasar la noche y disfrutarían de interminables horas de pasión.
Nora se recostó en el asiento de cuero del Mustang de Pete y sonrió para sí, mientras disfrutaba de la música de Eric Clapton. Solo cuando la música cesó y Pete paró el coche se molestó en fijarse en dónde estaban. Apenas llevaban quince minutos en el coche y, desde luego no estaban en Sausalito.
– Estamos en el estadio -musitó. El Pacific Bell Stadium estaba bastante cerca de las oficinas de El Herald. Nora pasaba a menudo por allí, pero nunca se le había ocurrido pagar para visitarlo. En cuanto Pete le abrió la puerta, protestó-: ¡Pero aquí no podemos celebrar un picnic!
– ¿Un picnic? ¿Quién ha dicho nada de un picnic? Hemos venido a ver un partido.
Nora pestañeó. ¿Cómo se suponía que iban a disfrutar de una comida al aire libre en medio de miles de aficionados dando gritos?
– Si esta es tu idea de una cita perfecta…
Pete soltó una carcajada.
– Jamás se me habría ocurrido traer a una mujer con la que hubiera quedado a un partido de béisbol! Yo solo vengo a ver partidos con los amigos.
– Oh. ¿Eso es lo que somos? ¿Amigos? -le resultaba casi imposible disimular su desilusión. Por supuesto, solo eran amigos. ¿Cómo podía competir Nora Pierce con aquella mujer a la que Pete había encontrado tan misteriosa y fascinante?
Pete la miró fijamente durante unos segundos. Nora no era capaz de distinguir en sus ojos ninguna suerte de conexión más profunda entre ellos. ¿Habrían sido todo imaginaciones suyas? ¿Habría sido ella la única que percibía la electricidad que crepitaba entre ellos cada vez que se tocaban?
– Sí -dijo Pete por fin, asintiendo. -Creo que eso es lo que somos, amigos.
Le tomó la mano y la condujo hacia la entrada. Todas las visiones sobre posibles besos y noches apasionadas se desvanecían con cada uno de sus pasos.
Cuando llegaron a los torniquetes de la entrada, Pete le mostró su pase de prensa a uno de los vigilantes y este le permitió el paso con una sonrisa.
– Pensaba que íbamos a comer -musitó Nora.
– Podemos comer -replicó Pete, dirigiéndose hacia uno de los puestos del estadio. -¿Qué te apetece?
Un intenso olor a cerveza y perritos calientes hizo arrugar a Nora la nariz.
– No sé nada de béisbol. Y conoces de sobra mi historia con las pelotas. Cada vez que me acerco a un lugar en el que están jugando con una, me llevo un golpe en la cabeza. Quizá debería marcharme…
– Esto te encantará -la interrumpió Pete. -No hay nada como disfrutar de una cerveza y un perrito caliente mientras ves un partido -Pete le pasó un perrito y una cerveza y sonrió de oreja a oreja. -Y en cuanto a lo de las pelotas, yo me encargaré de protegerte -y sin más, se dirigió hacia la rampa de subida a las gradas.
A Nora no le quedó otra opción que seguirlo. Olfateó el perrito y el estómago comenzó a gruñir en respuesta. No había comido un perrito caliente desde… Nora frunció el ceño. No estaba segura de haber comido nunca un perrito. En su casa solo se comían platos refinados, de manera que estaba más familiarizada con el caviar que con la carne procesada.
Subieron varios pisos, hasta que Pete se desvió hacia unos asientos libres.
– ¿Podemos sentarnos en cualquier parte? – le preguntó Nora.
– Estos son mis asientos -respondió Pete, sosteniéndole la cerveza y el perrito hasta que tomó asiento. -Un obsequio del San Francisco Herald. El mejor lugar del estadio para aprender normas de etiqueta.
– ¿Normas de etiqueta? ¿Aquí?
Pete se sentó a su lado.
– Sí, aquí. También en un estadio hay que saber comportarse. Para cuando acabe la noche, te habrás convertido en una ferviente admiradora de los Gigantes.
Su sonrisa aplacó todos los recelos de Nora, que decidió inmediatamente perdonarlo. Al fin y al cabo eran amigos, ¿no? Y a pesar de su decepción, reconocía que quizá fuera lo mejor para empezar a olvidar la pasión que habían compartido.
– No sé nada de béisbol. Mi familia no es muy aficionada a los deportes. Mis padres prefieren actividades más refinadas, como la ópera o el ballet.
– Entonces creo que nuestra primera lección será aprender a comer adecuadamente el perrito. Uno puede reconocer a un verdadero aficionado por su capacidad para comerse el perrito y beberse la cerveza sin derramar una sola gota. Lo primero que tienes que hacer es agarrar el perrito con una mano, con mucho cuidado. Con la otra sujetas la cerveza, muerdes y bebes -le hizo una demostración, extendiendo exageradamente el meñique, como si estuviera tomando el té con la Reina Madre.
Nora rió mientras imitaba su técnica. Pero morder un perrito con todo tipo de complementos estaba más allá de sus capacidades y bastó el primer mordisco para que la salsa de chile se extendiera por su barbilla.
– Me temo que tendremos que mejorar tu técnica -dijo Pete suavemente. Estiró la mano y le pasó el pulgar por debajo del labio. Nora sintió un peculiar escalofrío. Y de pronto el perrito cobró en su boca el sabor de la arena. Siguió el gesto de Pete con la mirada, mientras este lamía los restos de salsa que habían quedado en su dedo.
Por un instante, ninguno de los dos dijo nada. Nora sostenía la cerveza y el perrito con la mano paralizada a medio camino de su boca. Si hubiera habido un momento ideal para un beso, habría sido aquel. Se le ocurrió dar otro mordisco a su comida. Quizá a Pete se le ocurriera lamer el chile de su propia lengua aquella vez. Y quizá pudiera extenderse la salsa por todo el cuerpo y…
Nora se colocó el perrito en el regazo y bebió un largo sorbo de cerveza. Nunca le había gustado especialmente la cerveza, pero en ese momento habría sido capaz de beber hasta pintura para disimular su incomodidad. Pete había dejado perfectamente claro lo que sentía por ella. ¡Eran amigos! Y los amigos no se besaban apasionadamente.
Casi sin darse cuenta, se bebió medio vaso de cerveza. Y para su más absoluta vergüenza, en el momento en el que separó el vaso de su boca, escapó un pequeño eructo de sus labios. Se puso completamente roja.
– Perdón -musitó, mirando a su alrededor. -Lo siento. No sé cómo…
– No -respondió Pete, abriendo los ojos como platos. -Eso ha estado bastante bien. Estaba a punto de empezar esa lección, pero como ya veo que eres toda una experta en la materia, pasaremos a la siguiente.
La imagen de Prudence Trueheart eructando le pareció de pronto increíblemente ridícula. Nora intentó reprimir una risa, pero no lo consiguió y terminó soltando una carcajada.
– Eructando en público -dijo. -¿Qué dirían mis lectores?
Aquel quebrantamiento del decoro rompió también la tensión que había entre ellos y Nora no tardó en dejar de pensar en los besos de Pete Beckett y se descubrió disfrutando de su compañía. Pete le enseño a silbar con los dedos, una conducta que habría horrorizado a su madre. Y le hizo memorizar algunas reglas del juego utilizando el mismo soniquete con el que de pequeña le habían enseñado a multiplicar.
También le dio algunas lecciones sobre cómo fastidiar al bateador del equipo contrario e insultar al árbitro.
Al cabo de un rato, Pete le pasó un par de prismáticos que había conseguido en la tribuna de prensa. Nora estuvo observando atentamente al lanzador y, cuando tras la jugada se reclinó en su asiento, advirtió que Pete había extendido su brazo por el respaldo y, mientras bebía su cerveza, comenzó a acariciarle el hombro con aire distraído. Estaba tan cautivada por aquella deliciosa sensación, que no se dio cuenta de que la pelota había salido del campo.
No alzó la mirada hasta que vio que todos los que estaban a su alrededor comenzaban a gritar y entonces advirtió que la pelota se dirigía directamente hacia ella. Nora soltó un grito, dejó caer los prismáticos y se cubrió la cabeza con los brazos. Esperó a que la pelota la golpeara, anticipando ya el dolor. Pero no ocurrió nada. Al cabo de unos segundos, alzó lentamente la cabeza y miró a su alrededor.
Pete sostenía la pelota en la mano. A su alrededor todo el mundo lo aplaudía.
– Ya te dije que conmigo estabas a salvo.
Nora suspiró y tomó la pelota. Al ver la marca que le había dejado en la mano pestañeó.
– Uf, ¿te duele?
– No, soy un hombre duro. Pero siempre puedes darme un beso en la mano o si eso te hace sentirte mejor -su mirada traviesa demostraba que seguía bromeando. Pero Nora no estaba dispuesta a dejar pasar la oportunidad de darle una dosis de su propia medicina. Tomó su mano y le dio un beso en la palma. Cuando alzó la mirada, la reacción de Pete la pilló completamente por sorpresa. La sonrisa había desaparecido de su rostro y la estaba mirando con lo que solo podía ser descrito como… incomodidad. Nora luchó contra la tentación de pedirle disculpas y dejó caer rápidamente la mano, confundida por su reacción.
La tarde había sido tan perfecta… Por primera vez en su vida, se había sentido absolutamente cómoda con un hombre. Por vez primera había sido capaz de ser sí misma y no una versión altiva de su faceta más profesional. Y tenía que estropearlo todo con aquel torpe intento de humor.
Agradeció que el partido terminara al cabo de unos minutos. Cuando todo el mundo se levantó para irse, Nora miró el campo por última vez. Suspiró y tomó todos los recuerdos que Pete le había comprado. Había llegado a la conclusión de que tener a Pete Beckett como amante había sido su última fantasía hecha realidad. Pero había mucho más. Pete Beckett como amigo era absolutamente maravilloso. Como amigos no había juegos entre ellos, no había mentiras en su nueva relación. Habían encontrado una nueva forma de relacionarse y Nora no tenía nada de lo que arrepentirse… salvo de que jamás podrían volver a compartir una noche de pasión.
Mientras regresaban al coche, Pete le pasó el brazo por los hombros y Nora se sintió tensarse. Pero si iban a ser amigos, tendría que aceptar aquel tipo de contactos sin perder la compostura. Tendría que aprender a disimular las oleadas de placer que sentía cada vez que la tocaba.
No sería fácil.
Podría ser incluso imposible.
Pete había pensado en llevarla al Vic después del partido para observar su reacción. Pero en aquel momento no le apetecía hacer nada que pudiera estropearle el día. Así que optó por conducir hacia el Golden Gate, para cenar en un pequeño restaurante situado frente al muelle de Sausalito. Comieron marisco y disfrutaron de uno de los vinos favoritos de Nora. Y mientras comían, Pete recordaba una y otra vez la noche que habían pasado juntos. ¿Habría pensado ella en su encuentro tanto como él?
Al principio, Pete pensaba que los recuerdos de aquella noche de pasión irían desvaneciéndose con el tiempo… el sabor de su boca, la suavidad de su piel, la sensación que había fluido por su cuerpo al hundirse en ella… Pero los recuerdos habían ido dando paso a una necesidad constante de volver a hacer el amor con Nora.
Y pasar más tiempo con ella hacía que su deseo fuera cada vez más insoportable. Dios Santo, eran ya incontables las veces que había deseado besarla hasta dejarla sin sentido, las veces que había pensado en deslizar las manos por sus deliciosas curvas. ¿Pero reaccionaría Nora como lo había hecho aquella noche, con una pasión completamente desbocada, o lo rechazaría?
Todavía le costaba reconciliar la imagen de aquellas dos mujeres: de aquella mujer sensual que había gritado de placer entre sus brazos y de aquella otra inocente que saltaba cada vez que la tocaba. Y cada vez le resultaba infinitamente intrigante que aquellas dos mujeres fueran la misma.
Pete aparcó cerca de casa de Nora y ambos pasearon juntos hasta llegar la entrada.
– He pasado un día maravilloso -susurró Nora, bajando la mirada.
Pete la tomó por la barbilla y le hizo mirarlo a los ojos.
– Pero crees que ya ha llegado el momento de que termine.
Nora esbozó entonces una simpática sonrisa, asintió y se volvió hacia el interior de la casa. Pete la tomó de la mano para que se detuviera. Si hubiera sido cualquier otra mujer, la habría besado justo entonces. Habría sido un beso largo y suave… E incluso la habría levantado en brazos y la habría llevado al interior de su casa.
Pero mezclado con aquel sobrecogedor deseo por Nora, sentía una auténtica confusión. Él siempre había sido capaz de mantener un control en sus relaciones con las mujeres. Las mujeres ocupaban un limitado espacio en su vida… y en su cama. Pero con Nora Pierce se sentía feliz simplemente paseando con ella por las calles de San Francisco y admirando su perfil, teñido de oro por el sol.
– ¿Por qué no damos un paseo? -le sugirió, tomándola del brazo. Comenzaron a caminar y fueron subiendo hacia Coit Tower. Al cabo de un rato, se detuvieron en uno de los miradores para tomar aire y Pete fijó en Nora su mirada. La suave luz de las farolas iluminaba su perfil mientras ella miraba hacia las luces del puerto.
– ¿Cuándo daremos nuestra próxima clase? -le preguntó Pete. -Podríamos quedar mañana por la tarde e ir después a ver una película…
– No creo que sea una buena idea.
Pete no podía leer su expresión, pero su voz le sonó fría e indiferente.
– ¿Qué es lo que no te ha gustado? ¿Lo de la película o lo de la clase? Yo creo que no estaría mal mezclar los negocios con el placer…
Nora abrió los ojos como platos, pero continuaba negándose a mirarlo.
– ¿El placer?
– ¿Qué ocurre? ¿Hay alguna norma de etiqueta que vaya contra él? -preguntó con involuntario sarcasmo, del que se arrepintió en cuanto Nora giró hacia él y le preguntó con enfado:
– ¿Qué es lo que quieres de mí?
Aquella pregunta lo pilló completamente desprevenido. Pero, por supuesto, no iba a responderle que lo que de verdad deseaba era llevarla de vuelta hasta su casa y seducida hasta hacerle gritar de placer.
– No sé a qué te refieres -contestó, enfadado consigo mismo.
– ¿Qué tiene esa mujer? ¿Por qué es tan importante para ti? Al fin y al cabo, no es más que una desconocida. Una desconocida sin principios morales, por cierto.
– ¿Nunca te has preguntado si no acabarás de cruzarte con el amor de tu vida por la calle? ¿O si te habrás sentado a su lado en el autobús? ¿O si quizá sea ese hombre que espera detrás de ti en la tienda de ultramarinos? He conocido a muchas mujeres, Nora, y he llegado a la conclusión de que conocer a esa mujer en particular ha sido una cosa del destino.
– Son tus hormonas las que están hablando.
– No lo creo.
– Entonces quizá solo estés interesado en el desafío.
– ¿El desafío?
– Sí, el hecho de que ella no te desee, de que desapareciera tras hacer el amor, te hace considerarla más deseable. ¿O crees que sentirías lo mismo si al día siguiente te hubiera llamado y te hubiera invitado a cenar con sus padres?
Pete consideró aquella opción. Y decidió que no habría habido ninguna diferencia. De hecho, en aquel momento no se le ocurría nada mejor que el que Nora lo deseara como él la deseaba a ella, tener la libertad de acariciarla y besarla sin reservas… y conocer a sus padres si era preciso.
– ¿Lo ves? -le dijo Nora. -La típica reacción masculina. Todo va bien cuando el amor representa un desafío. Pero en cuanto ella quiere un compromiso, salís corriendo.
– No sabes mucho de mí, ¿verdad? -preguntó Pete.
Sus palabras la sorprendieron y, por un momento, no supo qué decir.
– Lo siento. Solo estaba intentando comprender.
– No crees que tenga muchas oportunidades, ¿verdad?
Nora sacudió la cabeza.
– No estoy segura de que puedas empezar otra vez desde el principio. Por ejemplo, ¿qué harías en tu primera cita?
Comenzaron nuevamente a caminar y Pete le tomó la mano, alegrándose de poder tocarla otra vez.
– No sé, ¿qué se supone que tenemos que hacer?
Nora se quedó helada. Se detuvo y se volvió lentamente hacia él.
– ¿En nuestra primera cita? -preguntó con voz atragantada.
– No, en mi primera cita con ella. ¿Qué sugieres?
– No tengo ninguna sugerencia que hacer – se volvió y comenzó a bajar los escalones. -Estoy muy cansada. Me gustaría irme a casa.
Pete la alcanzó casi al instante y la agarró del brazo.
– Esta puede ser nuestra primera clase. Podemos fingir que estamos en nuestra primera cita y tú irás diciéndome lo que tengo que hacer.
– No me cito con las personas con las que trabajo.
– Pero todo será fingido. Fingiremos que tú eres la mujer misteriosa -se interrumpió, esperando su reacción. Advirtió una sutil expresión de incomodidad en su rostro. -Haremos como que por fin nos hemos encontrado y yo te he pedido una cita.
Nora fijó la mirada en el suelo.
– ¿Y qué haremos después? -le preguntó Pete.
– No creo que debamos fingir eso…
– Vamos -insistió Pete. -Esto nos servirá de ayuda. Y ahora dime, ¿es correcto que le dé la mano?
Nora se quedó mirando sus dedos entrelazados.
– Solo como una forma de cortesía. Para ayudarla a salir del coche y cosas así. Pero normalmente, deberías tomarla del codo y soltarla en cuanto deje de ser necesario.
Pete le soltó la mano y se frotó las palmas.
– De acuerdo. Regla número uno: nada de tocarse en la primera cita.
– Algunas mujeres podrían considerarlo demasiado atrevido, pero quizá no sea una regla que haya que seguir a rajatabla.
Pete le volvió a tomar la mano, le hizo volverse y continuó subiendo la calle que conducía hacia Coit Tower. Se detuvieron en un lugar desde el que se veía una magnífica puesta de sol y, sin pensarlo siquiera, Pete le deslizó la mano por la cintura para que se acercara a él.
Cinco minutos y había roto ya la primera regla: no tocar. Pero intentar mantener las manos lejos del cuerpo de Nora era como intentar dejar de respirar.
– ¿Y ahora qué? -musitó, inclinándose hacia ella para poder disfrutar de su fragancia.
– Ahora hablemos. Puedes comentarme algo sobre el paisaje, sobre el tiempo… Incluso algo sobre ti, pero que no sea demasiado personal.
– De acuerdo -respondió Pete y miró a su alrededor. -¿Sabes que este es el primer lugar que visité cuando vine a vivir a San Francisco? Salí un día de casa y estuve paseando hasta llegar aquí -alzó la mirada hacia la torre. -No sabía lo que era.
– Es un monumento en memoria a los bomberos voluntarios de la ciudad. Hay gente que dice que parece una manguera.
Pete se echó a reír.
– Y lo parece.
– El nombre se lo debe a Lillie Hitchcock Coit. Cuando tenía diecisiete años, salió corriendo de una fiesta de boda para ayudar apagar un fuego. La nombraron bombera honoraria y, cuando murió, una mujer rica donó dinero para hacer este monumento. Mi padre me contó esa historia cuando era pequeña y decidí que quería ser bombera.
– Sin embargo has terminado escribiendo una columna sobre normas de etiqueta.
– No era a eso a lo que pretendía dedicarme.
A mí me apetecía trabajar en un museo de arte, pero he terminado ayudando a la gente a resolver sus problemas.
– Ahora me estás ayudando a mí.
Nora sonrió.
– Estoy ayudándote a perseguir a una mujer de la que ni siquiera sabes el nombre solo para que puedas seducirla otra vez y probablemente luego la dejes en la estacada. Porque dime, ¿qué ocurrirá si al final ella no es el amor de tu vida?
– Eso no lo sabré hasta que no la vea otra vez -dijo Pete.
Se hizo un largo silencio entre ellos. Para cuando terminaron de rodear la torre y comenzaron a bajar, la luna estaba ya en lo alto del cielo y las campanadas del reloj de una iglesia cercana anunciaron que eran ya las once.
Llegaron a casa de Nora. Pete no sabía ni qué hacer ni qué decir.
– Hoy lo he pasado muy bien -aventuró por fin. Alargó la mano y le frotó cariñosamente el brazo. Fijó la mirada en sus labios. -Debería darte las gracias por tu ayuda.
– No… no ha sido nada -musitó Nora.
– ¿Lo he hecho todo bien?
– Lo has hecho estupendamente -respondió Nora, forzando una sonrisa. -Has sido encantador y educado.
– Entonces, si esta hubiera sido nuestra primera cita, ¿estarías de acuerdo en que tuviéramos una segunda?
– Claro que sí.
– ¿Y qué podríamos hacer? -preguntó Pete.
Nora lo miró confundida.
– Creo que eso puedes averiguarlo tú mismo -comenzó a subir las escaleras del porche, pero Pete la siguió.
– ¿A ti qué te gustaría hacer si fueras ella?
– No sé. Quizá deberíais hacer uno de esos recorridos en barca por la bahía. O ir a cenar en el último piso del Banco de América. O quizá podrías…
– Llevarla a Napa -sugirió Pete. -Apuesto a que sería romántico. Podríamos parar en algunas bodegas, comer y volver al anochecer. ¿Qué te parece?
– Creo que sería… perfecto -musitó Nora. -Tendría que ser un día soleado. Y podrías alquilar un descapotable. Y… llevarías música en el coche. Tony Bennet o Frank Sinatra. Los dos son muy románticos.
– Muy románticos, sí. Lo recordaré.
Cuando llegó a la puerta, Nora se apoyó un momento contra la barandilla del porche y fijó la mirada en las luces de la bahía. Pete se reclinó también contra la barandilla y le tomó la mano.
– Supongo que este es el final de nuestra cita -le dijo. -¿Qué es lo que se supone que debo hacer ahora? ¿Debería llamar y decirle que lo he pasado muy bien o debería mostrarme más indiferente? ¿Y qué me dices de despedirme con un beso?
– ¿Un… un beso? -farfulló Nora.
– ¿Es demasiado pronto? -se enderezó.
– Sí, supongo que es demasiado pronto.
– No -respondió Nora. -No es demasiado pronto. Si los dos lo habéis… pasado bien, quizá debas besarla. A veces hay que ser… flexible. No siempre se pueden aplicar rígidamente las normas.
– Entonces, si no siempre hay que aplicarlas, quizá me bese ella -murmuró Pete, mirándola a los ojos.
Por un instante, tuvo la sensación de que Nora iba a hacer el primer movimiento. Esperó, contando los segundos, observando la indecisión en sus ojos. Un delicioso rubor coloreaba sus mejillas y Pete supo, sin ninguna sombra de duda, que si la besaba, ella no se resistiría. Se inclinó hacia ella y Nora cerró los ojos. Delicada, exquisitamente, Pete rozó sus labios. Pero aquel no fue un beso entre amantes. Aquel fue un primer beso, un beso vacilante pero intensamente poderoso.
Pete retrocedió, haciendo uso de toda la fuerza de voluntad que poseía.
– ¿Qué tal ha estado? -le preguntó a Nora.
– Creo que ha estado bien.
– ¿Solo bien?
Nora sacó las llaves del bolso y las metió en la cerradura. Le temblaba ligeramente la mano y a Pete le gustó que su beso la hubiera afectado tanto como a él.
– Yo… no soy yo la que tiene que juzgarlo – dijo, girando la llave. Miró por encima del hombro mientras abría la puerta, se metió en casa y rápidamente la cerró, dejando solo una ranura abierta. -Gracias otra vez por llevarme al partido. Te veré el lunes en la oficina.
Y sin más, la puerta se cerró. Pete se quedó en el porche durante un rato, sonriendo para sí mientras repasaba los acontecimientos del día. Después, se volvió y comenzó a bajar los escalones silbando alegremente. El día había sido un completo éxito. A Nora cada vez le resultaba más difícil disimular sus verdaderos sentimientos. Antes o después tendría que terminar el juego entre ellos.