Todos los habitantes de Muleshoe, desde el niño más pequeño al habitante de más edad, el antiguo buscador de oro Ed Bert Jarvis con cien años de edad, se reunieron en Main Street para ver los juegos. En medio de un largo invierno, cualquier actividad social era catalogada como un importante evento. Y el de ese año era aún más especial.
Ed Bert sirvió de oficial de honor del desfile, una colección de camionetas de colores decoradas, trineos tirados por perros, vehículos para la nieve y un par de bicicletas. Iban acompañados por la banda municipal del pueblo, que consistía en Wally Weller en la trompeta, su esposa Louise en el saxofón y su hijo Wally que tocaba el tambor.
Perrie no había visto nunca nada igual. Aunque la temperatura seguía siendo alrededor de los cero grados, nadie parecía notarlo. Las cazadoras de piel y las botas eran el uniforme estándar de la mitad de la población, mientras que los que querían ir más elegantes vestían chaquetones de plumón y botas Panama Jack. Nadie se había quedado en casa.
Ella había convencido a Paddy Doyle para que cubriera el evento como reportero provisional para el Seattle Star. El mesonero iba de un lado al otro con su cámara, esperando conseguir unas cuantas fotografías buenas para acompañar al artículo de Perrie sobre las novias por correo, con el pase de prensa que ella le había dejado enganchado a la solapa de la cazadora.
El concurso de las novias había sido programado para media tarde; el evento final después del concurso general para los habitantes de la ciudad. Los concursos de fuerza y velocidad se intercalaban con una carrera de camas y un evento que implicaba el meterle la mayor cantidad de huevos duros en vinagre en la boca al competidor.
Para sorpresa de Perrie, las tres novias de Seattle no habían sido demasiada competencia en las carreras con raquetas de nieve. Todas se habían quedado rezagadas a los últimos puestos y observado con emoción cómo Perrie y otras cuatro mujeres avanzaban en la carrera. Las otras cuatro competidoras, todas residentes en Alaska desde hacía tiempo, no participaban para buscar esposo. Como Perrie, todas iban detrás del primer premio.
Perrie consiguió terminar en tercer lugar detrás de dos hermanas, cazadoras de pieles, que fabricaban mitones de piel a mano y vivían en una cabaña a doce kilómetros de Muleshoe. Eran mujeres fornidas que no tenían la agilidad y rapidez de Perrie, pero por otra parte pasaban la mayor parte del invierno caminando sobre las raquetas de nieve.
Para sorpresa de Perrie, Joe estaba esperándola en la línea de meta, para darle palabras de ánimo mientras la ayudaba a quitarse las raquetas de nieve. Hawk se unió a ellos, y mientras el trío se dirigía a enganchar a los perros, los dos hombres le dieron más consejos sobre la estrategia a seguir para la carrera.
La carrera de trineos era la mejor oportunidad de Perrie para ganar. Hawk le había informado que sus perros eran los más rápidos y mejor entrenados de todos los equipos. Para que la carrera fuera más segura, las mujeres no corrían a la vez. En lugar de eso cubrían una distancia de casi un kilómetro y medio que entraba y salía de la ciudad y eran cronometradas desde la salida hasta la llegada.
Perrie esperó nerviosamente en la salida, tratando de impedir que los perros saltaran de emoción. Joe estaba delante, agarrando a Loki del collar. Le echó a Perrie una sonrisa confiada y le guiñó un ojo, mientras ella escuchaba las sencillas instrucciones de Hawk.
– No dejes que los perros te dirijan -le dijo-. Eres tú la que debes llevar siempre el control. Anticipa las curvas y asegúrate de que los perros están listos. Entonces balancéate para no perder el equilibrio.
Perrie miró a la mujer que tenía la mejor marca hasta el momento; una competidora alta y esbelta de unos cuarenta años cuyo hermano había competido en una ocasión en la Iditarod.
– Ha sido muy rápida -murmuró Perrie.
– Y lista -añadió Hawk mientras se apartaba del trineo-. Pero tú eres más rápida.
Joe soltó el collar de Loki y se apartó a un lado con Hawk.
– Ve a por ellos, Kincaid.
Perrie aspiró hondo y esperó a que el sonara el disparo que diera comienzo a la carrera. Al oír la detonación, tiró del gancho y urgió a los perros, y tuvo que correr detrás del trineo durante los primeros metros. En su nerviosismo, estuvo a punto de tropezarse y caerse, pero consiguió recuperar la compostura y saltó a la parte posterior del trineo justo a tiempo para dar la primera curva de Main Street.
– Vamos, chicos -les urgió, armándose de confianza a medida que el trineo ganaba velocidad-. ¡Adelante, vamos chicos!
La carrera pareció transcurrir en un abrir y cerrar de ojos; el viento frío le golpeaba la cara y respiraba con agitación. Los perros respondían bien, como si también su orgullo también estuviera en juego. Loki anticipaba cada orden, y Perrie pudo tomar las curvas con suavidad y facilidad. Cuando llegó al final de la calle recta, Perrie les urgió y casi parecía como si volara por la calle cubierta de nieve.
Cruzó la línea de meta acompañada de los vítores del público, y entonces se olvidó de ordenarles a los perros que pararan. Asustada, les gritó a los animales mientras estos continuaban corriendo por entre un pequeño grupo de curiosos más allá de la línea de meta. Toda vez que les había dado la oportunidad de correr, no parecían dispuestos a detenerse.
Vio pasar la cara de Joe y se preguntó si los peros continuarían corriendo hasta que volvieran al refugio. Pero de pronto una voz resonó entre los asistentes.
– ¡So, Loki, so! -gritó Hawk. Los perros aminoraron el paso.
– ¡So, Loki, so! -gritó Perrie-. ¡Maldita sea, so! Los perros disminuyeron la velocidad y se detuvieron, pero ella se cayó hacia atrás.
Momentos después, Joe se arrodilló junto a ella, riéndose mientras le limpiaba la nieve de la cara.
– ¿Estás bien?
– Me siento ridícula -murmuró Perrie mientras se incorporaba-. No me acordaba de cómo tenía que pararlos.
– Bueno, menos más que no quitan puntos por falta de estilo. El público se ha reído de lo lindo.
Perrie gimió y se volvió a tumbar un momento en la nieve.
– ¿Dime en qué lugar he quedado?
Joe se inclinó hacia ella y le sonrió.
– De momento, tienes la mejor marca. Y las novias de Seattle son las únicas que quedan para competir. Vamos, levántate. Necesitas descansar antes del concurso de cortar leña si vas a ganar el premio. Hawk se ocupará de los perros. Te invitó a un cacao con leche caliente y discutiremos tu estrategia.
Ella dejó que él la levantara, y Joe le rodeó la cintura con el brazo mientras avanzaban de camino hacia donde estaba el público. Varios de los solteros de la ciudad se acercaron a ella para felicitarla por la marca lograda y para preguntarle si pensaba acudir al baile de Doyle's. Ella sonrió y asintió, demasiado agotada para hablar.
– Sospecho que tu cuaderno de bailes estará completo esta noche -dijo Joe en un tono que apenas ocultaba su irritación.
– ¿Estás celoso? -le preguntó ella mientras un calambre en el pie le provocaba una mueca de dolor.
– ¿De esos tipos?
– Tienes una opinión demasiado elevada de tus encantos, Brennan.
Él la estrechó la cintura.
– Pues sé que mis encantos contigo no funcionan. Sólo estoy diciendo que si al final consigues ganar este concurso, te garantizo que vas a tener más de una proposición a tener en cuenta antes de que termine la velada; tanto decentes como indecentes.
– ¿Y qué clase de proposición estás tú dispuesto a hacerme?
Él se paró y la miró a los ojos con expresión sorprendida.
– Eso depende -dijo en tono suave- del tipo de proposición que estés dispuesta a aceptar.
Perrie supo adónde iban sus bromas y no estaba segura de qué contestar. Desde que Joe la había acariciado el primer día en la cabaña, no había pensado más que en lo que podría ocurrir la próxima vez que estuvieran juntos. ¿Harían el amor? ¿O tal vez algo volvería a separarlos, alguna duda o algún malentendido?
¿Y si hacían el amor, qué pasaría después? ¿Le diría adiós y volvería a Seattle para archivar a Joe con las demás relaciones fracasadas de su pasado?
Perrie se obligó a sonreír y se volvió hacia la muchedumbre. ¿Qué otra elección le quedaba? Estaba claro que no podía quedarse en Alaska. Tenía una carrera brillante esperándola en Seattle. Además, le habían dicho muchas veces que Joe Brennan no era de los que buscaba una relación estable. Y ella tampoco. Aunque quisiera amarlo, no se lo permitiría a sí misma.
No sabía lo que había surgido entre ellos, pero tendría que terminar el día que ella se marchara de Muleshoe. Podrían ir al baile juntos, incluso podrían hacer el amor, pero tarde o temprano ella tendría que decirle adiós. Y conociendo a Joe Brennan, él pasaría a la siguiente mujer disponible.
Sólo de pensar en Joe con otra mujer sintió celos, pero decidió ignorarlos. Enamorarse de él sería desastroso. Y permitirse dudas sobre lo que podrían o no podrían hacer sólo añadiría confusión. Podría hacer el amor con Joe Brennan y luego dejarlo.
– ¿Crees que puedo ganar el concurso de cortar leña? -le preguntó Perrie, deseosa de volver a temas menos espinosos.
– Cariño, creo que podrías hacer cualquier cosa que te propusieras.
Perrie ahogó una imprecación. Cada vez que pensaba que sabía por dónde iba Joe, él decía algo que la dejaba sin fuerzas. ¿Cómo demonios iba a no quererlo cuando él le decía «cariño», o que le encantaba cómo escribía, o cuando la acariciaba de modo que perdía la noción de la realidad?
Bebieron chocolate caliente y esperaron hasta que el resto de las novias terminaron de concursar con los trineos. Como Joe había previsto, ella fue la vencedora y la que más puntos llevaba en total. Pero estaba claro que las otras tres competidoras le sacaban ventaja en la habilidad de cortar leña; sobre todo debido a sus bíceps tan gruesos como troncos de árbol.
Cuando el tercer concurso estaba a punto de empezar, Joe la acompañó a su sitio y le dio un beso en la mejilla, causando gran sensación entre el público asistente.
– ¡Ya vemos que has elegido novia, Brennan! -gritó alguien-. ¡Esa leyenda está funcionando de nuevo!
Perrie sólo pudo esbozar una sonrisa forzada mientras se ponía colorada de vergüenza. Pero Joe sólo se rió y los saludó con la mano, tomándose las bromas con su habitual buen carácter.
– No te apresures -le dijo él-. Sólo hazlo lo mejor que sepas.
– No voy a ganar. ¡Mira esas mujeres! Podrían aplastar un Buick.
– Sí, pero tú eres mucho más guapa, cariño. En realidad, si hubiera un concurso de guapas, tú ganarías con los ojos cerrados.
Con eso, se dio la vuelta y la dejó delante del público junto con las otras siete mujeres. Una leve sonrisa asomó a sus labios. Tomó el hacha y la levantó por encima del hombro. Tenía tres minutos para partir toda la leña posible. Y el resto del día lo pasaría saboreando el hecho de que Joe Brennan pensaba que era bonita.
Sonó el silbato, y Perrie colocó un tronco sobre la base y levantó el hacha. Apuntó bien y la madera crujió. Unos cuantos golpes más y el tronco se separó en dos mitades. Pero tres minutos le parecieron tres horas, y enseguida le dio la impresión de que no podía ni levantar el hacha, como para golpear más troncos. Le dolían los brazos y también la espalda; y cuando pensó que iba a caerse de dolor, volvió a sonar el silbato, anunciando el final del concurso.
El público rompió a aplaudir mientras Perrie caía rendida sobre el montón de leña. Observó a los jueces que iban contando los troncos que había cortado cada una, y cuando llegaron adonde estaba ella, se apartó del montón de leña y se frotó los brazos.
Al final, una de las amazonas de Alaska ganó el concurso de partir leña. Perrie se puso de pie cansinamente y empezó a buscar con la mirada a Joe entre la gente cuando de pronto el juez volvió junto a ella y le colocó una medalla enorme al cuello. Al principio no estaba segura de lo que significaba, y Joe la confundió más cuando la levantó en brazos y empezó a darle vueltas.
– ¡Has ganado, Kincaid!
– Pero he sido la cuarta -dijo Perrie mientras se agarraba a sus brazos.
– No, has ganado. Todo. Tú has sacado más puntos que ninguna.
Perrie emitió un gemido entrecortado.
– ¿He ganado?
Ed Bert Jarvis pasó junto a ellos y le tendió un sobre.
– Aquí tiene su premio, señorita. Felicidades.
Perrie se soltó de los brazos de Joe y tomó el sobre que le daba Ed.
– ¿He ganado el viaje a Cooper?
– Así es.
Perrie gritó mientras agitaba el sobre delante de Joe.
– He ganado, he ganado. ¡Me voy a Cooper! -le echó los brazos al cuello y lo abrazó con fuerza.
Entonces lo miró y vio cómo se oscurecía su mirada antes de inclinarse y besarla.
Brennan la besó apasionadamente. El público vitoreaba y gritaba su aprobación, pero esa vez Perrie no estaba en absoluto avergonzada. Echó la cabeza hacia atrás y rió con ganas. Había conquistado a aquellas tierras salvajes y le había demostrado a Joe Brennan que era capaz de soportar cualquier cosa que Alaska le pusiera en su camino. Iba a ir a Cooper. Muy pronto, estaría en Seattle.
El único problema era que no quería marcharse de Alaska. Había algo más que quería conquistar… y en ese mismo momento la estaba besando.
Doyle's estaba de bote en bote cuando llegaron. La música de la máquina de discos inundaba el local y se mezclaba con las conversaciones y las risas de los presentes. Él no le había soltado la mano desde que se habían besado delante de toda la ciudad. Resultaba extraña la rapidez con la que de pronto eran pareja. Todos los miraban ya de un modo distinto, como si estuvieran hechos el uno para el otro.
¿Acaso creía la gente que eran ya amantes? ¿Pensarían que él podría estar enamorado de ella? ¿O tal vez que era sin más otra de las conquistas de Brennan? No debería importarle lo que pensaran los demás, pero le importaba.
A medida que se abrían paso entre el público, tuvo que pararse una y otra vez mientras los lugareños la felicitaban por su triunfo. Finalmente, cuando se juntaron con las novias, Joe le soltó la mano y continuó hacia la barra.
– Se le ve de lo más enamorado -dijo Allison con envidia-. No sé cómo lo haces. No estabas buscando un hombre cuando viniste, y acabas pescando al soltero más guapo de la ciudad.
– No lo he pescado -dijo Perrie, incómoda con la idea.
No se trataba de que quisiera casarse con él; aunque tal vez eso se le hubiera pasado por la cabeza una o dos veces.
¿Acaso no pensaban la mayoría de las mujeres alguna vez en su vida en casarse y tener hijos? ¿Pero qué tenía Joe que la empujaba a pensar en esas tonterías? Había salido con hombres mucho más adecuados; hombres estables, de confianza, bien situados y con ideas monógamas.
Hombres aburridos, pensaba. Hombres seguros. Ésa era una característica que jamás le daría a Joe Brennan. Era el hombre más peligroso que había conocido en su vida. Tal vez eso era lo que le resultaba tan atractivo de él, el peligro de que tal vez le rompiera el corazón. Llevaba toda su vida profesional enfrentándose a situaciones de peligro, y de pronto lo estaba haciendo no en su vida profesional sino en su vida personal.
– Bueno, desde luego has demostrado que encajes aquí en Alaska -dijo Linda mientras le daba un abrazo-. No puedo creer que hayas ganado la carrera de trineos. Yo me he caído tres veces. Y Mary Ellen ni siquiera se pudo montar. El trineo se largó sin ella.
– Me he entrenado bien -dijo Perrie mirando a Joe y a Hawk, que estaban apoyados en la barra.
Escuchó con distracción la conversación de las novias, añadiendo comentarios aquí y allá para aparentar interés. Pero lo único en lo que pensaba era en el tiempo que faltaba para que Joe y ella estuvieran a solas.
Sus miradas se encontraron, y ella lo saludó con delicadeza. Con una sonrisa, Joe se volvió para retirar una botella de la barra y entonces se dirigió hacia ella. Cuando estuvo a su lado, entrelazó los dedos con los suyos. El contacto le aceleró el pulso.
– Vamos -le dijo al oído-. Allí hay una mesa libre.
Él hizo un gesto con la cabeza a las novias y fueron hacia allí. Cuando llegaron a la mesa del oscuro rincón, él le retiró la silla con una galantería inesperada y sacó una botella de champán que llevaba escondida a la espalda. De los bolsillos de su cazadora sacó dos copas y las colocó en el centro de la mesa.
– ¿Champán? -le preguntó ella mientras se quitaba la cazadora.
– Estamos de celebración -le dijo él mientras se sentaba en frente de ella y dejaba su cazadora en el respaldo de la silla-. Es el mejor que tiene Paddy.
Le sirvió una copa y después llenó la suya a la mitad.
– Por la mujer más resuelta que he conocido en mi vida -le dijo mientras brindaban.
Ella le sonrió y dio un sorbo de champán mientras miraba a su alrededor. Mirara donde mirara, encontraba a algún hombre mirándola. Al principio sonrió, pero después empezó a sentirse algo incómoda.
– ¿Por qué me están mirando?
Joe se recostó en el asiento.
– Se están preguntando si deberían venir a sacarte a bailar.
– Pero ya me sacaron a bailar la noche que llegué aquí. ¿De qué tienen miedo ahora?
– Piensan que estás conmigo -dijo Joe.
Las burbujas del champán se le fueron por otro sitio.
– ¿Y… estoy… contigo, Brennan? -le preguntó con los ojos llorosos.
– Podrías llamarme Joe -bromeó-. Creo que ahora nos conocemos lo suficiente, ¿no crees, Perrie?
– ¿Estoy contigo, Joe?
Él la miró a los ojos un buen rato y le sonrió con aquella sonrisa diablesca.
– Sí, lo estás -dijo Joe-. Has estado maravillosa hoy, Perrie. De verdad no pensé que pudieras hacerlo, pero lo has hecho.
– Supongo que me subestimabas -dijo Perrie mientras alzaba la barbilla con testarudez.
– Tengo la mala costumbre de hacer eso -contestó él-. De distintas maneras Joe le quitó la copa vacía de la mano-. ¿Te apetece bailar?
Perrie asintió, preguntándose qué querría decir con su comentario. ¿Cómo pensaba él que la había subestimado? ¿Tendría miedo aún de que tratara de escapar cuando estuviera en Cooper? El balneario estaba a corta distancia de Fairbanks. Sin duda podría encontrar a un piloto para que la llevara al aeropuerto. Una llamada de teléfono a su madre y una promesa de ir a cenar con ella el domingo le asegurarían un billete de avión.
Aunque, si su madre supiera que había conocido aun hombre en Alaska, no le llegaría ningún billete de avión. El mayor deseo de su madre era tener un yerno. Seguramente se conformaría incluso con un piloto, mientras fuera capaz de darle nietos.
El salón de baile estaba lleno de gente, pero Joe encontró un espacio y la tomó entre sus brazos. Una melodía country sonaba de fondo mientras Joe pegaba su cuerpo al de ella y empezaba a oscilar al compás de la música.
Era un buen bailarín que se movía con naturalidad. Perrie quería seducirlo, provocarlo con su cuerpo, conducirlo adonde ella quería llegar. La copa de champán le dio valor, y le echó los brazos al cuello y apretó sus caderas contra las de él.
Perrie no había tratado de seducir jamás a un hombre. Ni siquiera estaba segura de cómo hacerlo. Pero el instinto fue más fuerte que la inseguridad, y Perrie se dejó llevar por la música y apoyó la cara sobre la suave franela de su camisa.
Un suave gemido surgió de su pecho, y Perrie sintió los fuertes latidos de su corazón, mientras deslizaba la mano por los musculosos contornos de su pecho. Entonces se arriesgó a mirarlo y él la miró también. La pasión que vio en su mirada le aceleró el pulso. La deseaba a ella tanto como ella a él, y nada se interpondría en su camino.
– ¿Entonces, qué va a pasar esta noche, Perrie?
– No lo sé. Pero lo que vaya a pasar no va a ser aquí.
Él sonrió.
– Entonces creo que deberíamos marcharnos.
En cuanto salieron, la agarró de la cintura y la empujó suavemente contra la pared de ladrillo. Entonces la besó en la boca apasionadamente mientras con desesperación sus manos buscaban su cuerpo suave y cálido bajo la cazadora. Le levantó la pierna para pegarla a su cadera y se balanceó hasta que ella se lo imaginó encima de ella, dentro de ella.
– Quiero amarte, Perrie -murmuró Joe mientras le mordisqueaba el cuello.
Ella hundió las manos en sus cabellos y le echó la cabeza hacia atrás.
– Llévame a casa.
Mientras maldecía entre dientes, Joe buscaba frenéticamente entre el revoltijo que había en su mesilla de noche de su dormitorio en el refugio. ¿Por qué no lo había planeado con tiempo? Nada más entrar en la cabaña de Perrie se dio cuenta de que se había olvidado de algo. Y en ese momento, la primera vez que iba a hacer el amor con una mujer a la que amaba de verdad, no estaba preparado.
Joe se quedó inmóvil, sorprendido por sus pensamientos. No, no podía ser. La idea se le había colado en el pensamiento por equivocación. Pero jamás le había pasado antes.
– Amo a Perrie Kincaid -dijo despacio, probando el sonido de cada sílaba al formarse en sus labios.
El decirlo en voz alta era lo único que hacía falta para darse cuenta de que era verdad. Amaba a Perrie. Y esa noche, por primera vez en su vida, haría el amor de verdad con una mujer. Jamás se había preguntado cuándo, ni de qué manera, acabaría aquello. Simplemente la amaba.
En ese momento, alguien llamó a su puerta con suavidad, y Tanner lo llamó desde el otro lado de la puerta. Cuando contestó, su amigo abrió la puerta y entró en el cuarto.
– Has vuelto temprano -dijo Tanner-. Pensaba que Perrie y tú lo estaríais celebrando toda la noche.
– Y en eso estamos -contestó mientras cerraba el cajón-. Me está esperando en la cabaña. ¿Cómo es que habéis vuelto tan pronto?
– Sammy estaba agotado. Y últimamente Julia se siente un poco cansada.
– ¿Está bien? -preguntó Joe-. No estará enferma.
– Está embarazada -dijo Tanner. Joe se quedó boquiabierto.
– Queríamos decírtelo desde que volvimos, pero no has parado ni un momento. Has estado tanto tiempo con Perrie…
Joe se levantó de la cama y le dio un abrazo a Tanner.
– Me alegro tanto por vosotros -murmuró-. Julia y tú os merecéis lo mejor. Y también Sammy. Vaya, Tanner, vas a ser papá. Bueno, ya lo eres. Sammy y tú os lleváis de maravilla.
– ¿Y tú? -le preguntó Tanner-. No es difícil ver lo que está pasando entre Perrie y tú.
Él se volvió y empezó a pasearse por el cuarto.
– Estaba pensando en eso precisamente -Joe hizo una pausa, pero ya no le costaba decirlo-. La amo. Jamás he sentido nada igual en mi vida y, créeme, estoy tan sorprendido como puedan estarlo los demás. Pero ella es lo mejor que me ha pasado en la vida. Es testaruda e impertinente; y no le tiene miedo a los retos.
– ¿Ésas son buenas cualidades?
– Sí -dijo Joe riéndose-. Y es dulce y buena, y tiene un talento para escribir como jamás he visto. Es tan lista… Con Perrie puedo hablar de todo. Y ella adivina todo lo que estoy pensando. No puedo engañarla Joe suspiró-. No es fácil, pero eso sólo me hace desearla más.
– ¿Qué vas a hacer?
– Aún no lo he decidido.
– Bueno, será mejor que te des prisa. Esta noche ha llamado el jefe de Perrie. Creo que ya puede volver a Seattle.
Joe cerró los ojos y se pasó la mano por la cabeza.
– Qué bien. Acabo de darme cuenta de que la amo, y ella se irá a casa en cuanto lo sepa.
– ¿De verdad? ¿Tan seguro estás de eso?
– Eso es lo único que quería desde el primer día -dijo Joe-. Tú no conoces a Perrie. Aunque me amara, nunca lo reconocería. Ese orgullo que tiene no se lo permitiría.
– Vas a tener que darle el mensaje de su jefe. Y también vas a tener que decirle lo que piensas.
– ¿Qué le digo primero? -dijo Joe-. ¿Me amará o me dejará?
Tanner se echó a reír.
– Supongo que eso debes decidirlo tú. Dale una buena razón para quedarse y lo hará.
Y dicho eso, Tanner salió del cuarto y cerró la puerta, dejando a Joe a solas con sus pensamientos.
Pasado un momento, Joe se guardó en el bolsillo de la cazadora el paquete que finalmente había encontrado y se levantó de la cama. No iba a obtener ninguna respuesta si se quedaba allí solo en su dormitorio. Todas las respuestas las tenía Perrie. La distancia entre el refugio y la cabaña la cubrió en un tiempo récord. Cuando abrió la puerta, esperaba encontrarla allí, donde la había dejado. Pero entonces se dio cuenta de que había tardado mucho rato,
Vio su cazadora en el suelo, y también sus mitones y sus botas; un poco más allá, a los pies de la cama, estaban los pantalones vaqueros y el suéter. Perrie estaba en la cama, profundamente dormida.
Se arrodillo junto a ella y estudió su rostro. Tenía las mejillas todavía sonrosadas del frío y el pelo sobre la cara. Sus pestañas largas y oscuras temblaron suavemente, como si luchara por escapar del sueño. Joe se inclinó hacia ella y la besó.
Ella abrió los ojos y esbozó una sonrisa adormilada.
– Lo siento. Tardabas tanto. Y estaba tan cansada.
– Es mejor que me marche y te deje descansar. Has tenido un día muy ajetreado.
Ella le acarició la mejilla.
– Quiero que te quedes -se dio la vuelta y dio unas palmadas en la cama, invitándolo sin palabras.
Joe se quitó la ropa y se metió en la cama a su lado. Se colocó de lado y muy despacio trazó el contorno de sus labios con el pulgar. Una leve sonrisa le tocó los labios y entonces ella le besó los dedos.
Una potente oleada de deseo anegó sus sentidos, irrefrenable en su intensidad, y él se colocó encima de ella, con las manos a ambos lados de su cabeza, y apretó sus caderas contra las suyas.
Ella era cálida y vulnerable, y con cada beso él sentía que su deseo por él crecía a la par que el suyo.
Cada caricia, cada suspiro era una maravilla, y Joe se dio cuenta de que amarla era algo más que palabras. La amó con las manos y con la boca, y donde la tocaba ella despertaba a la vida. Quería conocer cada-rincón íntimo de su cuerpo, quería entender sus suspiros y gemidos, o las fugaces expresiones que cruzaban su rostro.
Ella era todo curvas, suavidad y seda. Joe iba acariciándola despacio, con toda la mano: los pechos, el vientre, las caderas, los hombros… Antes de que llegara el día, habría memorizado cada centímetro de su cuerpo. Y si ella lo dejaba, Joe siempre podría cerrar los ojos y memorizar cada detalle. Pero no permitiría que ella se marchara. Le haría el amor y, en su pasión, sellarían un vínculo inquebrantable.
Ella se quitó la camiseta, y Joe se quedó boquiabierto al ver lo bella que era. Cerró los ojos y le acarició el cuello con la nariz y los labios, y entonces fue descendiendo lentamente, mordiéndola, lamiéndola, hasta llegar al pezón.
Ella se revolvía bajo sus caricias mientras murmuraba su nombre y le hundía los dedos entre los cabellos. Él sintió un poder absoluto, y al mismo tiempo una vulnerabilidad sorprendente. Podía hacerla gemir de placer, y ella podría romperle el corazón.
Acarició su vientre liso, cada vez más abajo, hasta que metió la mano por debajo de sus finas braguitas. Ella respiraba con agitación, gemía con frenesí, rogándole que le diera más. El le metió la mano entre los muslos y empezó a acariciarla.
– Qué mojada estás -le susurró-. Es maravilloso…
– Maravilloso… -repitió Perrie con voz ronca-. ¿Qué me estás haciendo, Joe?
– ¿Quieres que pare?
– No, no pares, por favor… Tócame ahí. Así, justo así.
Con cada caricia su deseo aumentaba. Joe quería llevarla hasta el borde del abismo y después atraparla mientras descendía por un precipicio de dulce inconsciencia. Sintió que se ponía tensa y supo que estaba cerca.
– Vamos, Perrie, déjate llevar, deja que te ame…
Dejó de respirar un segundo, y Joe la observó mientras una expresión de puro placer se extendía por su bello rostro. Y entonces gimió y se estremeció bajo sus dedos. Sucesivas oleadas de placer se sucedieron, y Joe la abrazó con fuerza, susurrando su nombre.
Cuando finalmente ella volvió despacio a la realidad, soltó un suspiro débil y cerró los ojos. Él percibió su respiración suave y relajada. Tenía la cara sonrosada y una película de sudor bañaba su frente.
La estudió largo rato, memorizando cada detalle de su rostro, sellando su imagen a fuego en su mente. Cerró los ojos y seguía viéndola: la cara de un ángel y el cuerpo de una diosa.
Cuando volvió a mirarla, vio que estaba dormida. Joe la abrazó y pegó su miembro en erección a su trasero. Estaba abrazado a la gloria, y no pensaba soltarla jamás.
Al día siguiente tendría tiempo suficiente para decirle todo lo que había que decir, para expresarle sus sentimientos. También para hablarle de la llamada de Milt. Pero de momento nada importaba. Finalmente habían encontrado un lugar donde el orgullo daba paso a la pasión, un lugar donde tal vez podrían disfrutar durante muchos años.