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Joe Brennan aguardaba en silencio en la sala de espera mientras observaba la fila de viajeros que avanzaban rezagados por la pista en dirección al aeropuerto. Miró de nuevo hacia el panel, tan sólo para asegurarse de que estaba en el sitio adecuado, y levantó un poco más el cartel que llevaba en la mano. Había escrito el nombre del señor Perrie Kincaid en la parte de atrás de una arrugada factura de gasóleo que tenía que pagar, pero hasta el momento nadie se había acercado a él.

Tal vez el tipo hubiera perdido el avión. O tal vez Milt Freeman hubiera decidido que cualquiera que fuera el lío en el que estaba metido aquel reportero, sería mejor aclararlo en Seattle. Lo único que Joe sabía era que le debía a Milt unos cuantos favores y que Milt finalmente le había pedido que le hiciera uno. Aunque no podría ofrecerle muchas diversiones en Muleshoe en pleno invierno, tal vez Hawk pudiera llevárselo a pescar en el hielo.

Miró de nuevo hacia la sala de espera y se fijó en una mujer joven que estaba en medio de una acalorada discusión con la auxiliar del mostrador. Llevaba una cazadora de cuero corta y unos vaqueros que le ceñían a la perfección el trasero, y el cabello caoba recogido con un moño informal. Joe había aprendido a apreciar a una mujer bella cuando podía, aunque estuviera medio congelada en el Denali o en medio de una discusión en el aeropuerto. Muleshoe, y la mayoría de las zonas rurales de Alaska estaban pobladas sobre todo por hombres; hombres que pescaban o cazaban o buscaban oro, u hombres que suministraban víveres y servicios a aquéllos que trataban de ganarse la vida, a duras penas, fuera de las pocas ciudades de Alaska. Muleshoe no era la clase de población que a las mujeres les pareciera atractiva; a menos que tuvieran la intención de casarse.

Precisamente la semana anterior él mismo había llevado en su avión a tres mujeres que habían contestado a un anuncio del Seattle Star. Un grupo de hombres solteros de Muleshoe había decidido que jamás conseguirían esposa hasta que las mujeres supieran que estaban dispuestos a casarse; de modo que habían reunido dinero entre todos y habían contratado el anuncio. Erv Saunders le había preguntado a Joe si quería participar. Por cuarenta dólares, Joe podría comprar la oportunidad de leer las cartas, estudiar las fotos y escoger una posible novia.

Pero Joe lo había dejado pasar. Una mujer, sobre todo una mujer desesperada por casarse, sólo le complicaría la vida. Además, para casarse, un hombre debía enamorarse; y Joe Brennan jamás había estado enamorado en su vida. De momento le satisfacía mucho más algún lío ocasional y sin compromisos.

Miró a la mujer que estaba en la mesa, se bajó las gafas de sol y se levantó la visera de la gorra de béisbol para verla mejor. Su mente concibió despacio una imagen de su rostro. Pero entonces, antes de que el dibujo hubiera terminado de materializarse, ella se volvió repentinamente. La imagen se evaporó e inmediatamente quedó reemplazada por otra más encantadora de la que había anticipado. Ahogó un latigazo de deseo instintivo, una atracción no requerida, y se colocó bien las gafas de sol mientras se decía que ya estaba bien de mirar a esa mujer.

Dios, qué bonita era, pensaba mientras se arriesgaba a echarle otra mirada. Su cabello caoba enmarcaba unas facciones delicadas: ojos grandes, nariz perfecta y boca sensual. Al rato volvió a mirarla en contra de su voluntad y, para sorpresa suya, vio que ella también lo miraba.

La joven entrecerró los ojos y adoptó una expresión desafiante. Se puso derecha y se fijó en la distancia que los separaba. Joe miró a un lado y al otro para comprobar que no se había equivocado de persona. No, estaba claro que iba en dirección suya.

Se detuvo justo delante de él, le echó una mirada de arriba abajo y suspiró.

– De acuerdo, aquí estoy -le soltó-. ¿Qué se supone que va a hacer ahora conmigo?

Joe pestañeó y bajó muy despacio el cartel que tenía en la mano.

– ¿Cómo dice?

– Usted es Brennan, ¿no?

Se colocó bien la correa del bolso en el hombro antes de tenderle la mano para estrechársela. Él la tomó con vacilación, y cuando sus dedos entraron en contacto con los suyos, sintió un extraño latigazo que le subía por el brazo.

– Soy Perrie Kincaid -añadió la joven.

Él frunció el ceño; entonces sacudió la cabeza.

– ¿Usted es Perrie Kincaid? ¿Es usted una mujer?

Ella arqueó una ceja y lo miró con frialdad.

– Creo que lleva demasiado tiempo viviendo en Siberia.

– Esperaba un hombre. Perry es nombre de hombre; como Perrie Como. Y Milt me hizo creer que…

– Termina en «ie», no en «y», -respondió ella-. Y usted tampoco es exactamente lo que yo esperaba.

Él torció la boca divertido. Caramba, ella tenía una lengua viperina.

– ¿Y qué esperaba?

– Bueno, siendo una feminista de mente abierta, debería haber esperado a una Josephine Brennan. Pero si debo decirle la verdad, esperaba un tipo tripudo con cebos colgando del sombrero y un cigarrillo en la boca.

– Siento decepcionarla, señorita Kincaid.

– Llámeme Perrie. O Kincaid. Puede dejar lo de señorita. Suena como si fuera una maldita chica de sociedad -Perrie negó con la cabeza y entonces echó a andar delante de él-. Sabe, debería haber sospechado que intentaría algo de este estilo. Primero me confisca el móvil. Después me roba la cartera. No tengo una tarjeta de crédito a mi nombre, y me he quedado sin dinero en efectivo. Debería haberme olido algo sospechoso cuando se ofreció para vigilar mis bolsas mientras yo iba a por una taza de café. Y después no quiso marcharse del maldito aeropuerto hasta que mi maldito avión hubo despegado. Traté de bajarme dos veces y él estaba de pie allí bloqueando la puerta del avión. Después, lo engaña a usted para que me lleve a una población de la tundra donde todo está congelado… Donkeyfoot, o Mulesfoot, o como se llame -sonrió y dio unas palmadas en su bolso de mano-. Pero me he desquitado porque por lo menos me he traído todos mis archivos. El tiene las llaves de mi escritorio, pero yo las pruebas. No tiene nada que darle a la policía -ella se calló, lo miró a los ojos y aspiró hondo-. ¿Entonces, qué me va a costar, Brennan?

Jamás había conocido a nadie que hablara tan deprisa como esa mujer, y le llevó unos instantes darse cuenta de que había terminado.

– ¿Costar? No le entiendo.

Ella volteó los ojos con desesperación.

– Todo el mundo tiene un precio. ¿Cuál es el suyo? Yo le pagaré para que me lleve de vuelta a Seattle. Y sea cual sea el precio normal, yo se lo doblaré. No le puedo pagar por adelantado, pero en cuanto lleguemos, le pagaré en metálico. Tengo asuntos importantes allí esperándome y no puedo perder ni un minuto más en el país de los iglúes.

Milt le había advertido que Perrie Kincaid trataría de convencerlo para que la llevara de vuelta en el avión. ¡Maldita sea, lo que le hacía falta! Milt sabía exactamente cómo reaccionaría ante la idea de tener que cuidar de una reportera hiperactiva y habladora, sobre todo con la actitud que mostraba.

Se habría negado de plano. Pero como ella ya estaba allí, no se podía hacer nada.

– ¿Tiene equipaje? -le preguntó él.

Ella se tomó su pregunta por una expresión de consentimiento por su parte y sonrió de oreja a oreja.

– Sólo me llevará un minuto recogerlo. ¿Cuánto tardaremos en regresar a Seattle?

– Depende del tiempo -le contestó él mientras recogía la bolsa de mano.

Ella se retiró.

– No hace falta que me lleve la bolsa, Brennan. Puedo llevarla yo.

– Muy bien, Kincaid.

– ¿Entonces… qué? ¿Cinco horas?

– Ya lo he dicho, depende del tiempo. Viene una borrasca, y tendremos que movernos si esperamos poder tomarle la delantera.

Mientras avanzaban rápidamente por la explanada, él le echó una mirada de soslayo. A pesar de toda su belleza, Perrie Kincaid era la mujer más irritable que había conocido en su vida.

– Espero que se haya traído algo más abrigado para ponerse -comentó él.

– ¿Por qué?

Joe se encogió de hombros.

– En mi avión a veces se pasa un poco de frío.

– ¿Dónde está ese avión suyo?

– Está aparcado en el hangar al otro lado del aeropuerto. Tengo una camioneta que conduciremos hasta el avión en cuanto recojamos el equipaje. Con suerte nos darán vía libre para despegar.

– ¿Es que tenemos que pedir vía libre, Brennan? ¿No podemos despegar y punto?

– Si la torre me aconseja que me quede en tierra, me quedo en tierra. No sé usted, Kincaid, pero yo valoro mi vida… y mi avioneta.

– Sólo porque acabara recibiendo un disparo no significa que quiera morir, Brennan. Caramba, Milt se preocupa por todo. ¿Qué más le ha contado? ¿Le ha dicho que se suponía que tenía que descansar todo el día y no hacer nada? En cuanto lleve tres minutos en una cabaña del bosque, me subiré por las paredes.

Joe la miró mientras continuaban caminando, más confundido con esa mujer con cada paso que daban.

– Milt no me ha dicho que le dispararan.

Un ceño de impaciencia afeó sus bonitas facciones.

– No fue más que una pequeña herida superficial. Apenas me duele. Pero Milt cree que, si me quedo en Seattle, me va a pasar algo grave.

– Milt seguramente tiene razón.

Ella se detuvo bruscamente y gimió, tiró la bolsa al suelo y puso los brazos en jarras.

– No empiece a darme la tabarra, Brennan. Soy perfectamente capaz de cuidarme sola. No necesito ni a Milt, ni a usted ni a nadie para decirme cómo debo vivir la vida.

Joe maldijo entre dientes, agarró a la mujer del brazo y con la otra la bolsa.

– Sólo estaba dando una opinión, Kincaid -ya no le parecía «señorita Kincaid«, y Perrie le sonaba demasiado personal.

– No me interesan sus opiniones -respondió ella-. Sólo quiero volver a casa.

Aceleró el paso y se soltó de él. Él aprovechó ese momento para admirar de nuevo su trasero y el bonito balanceo de sus caderas al caminar por la explanada. Él sonrió cuando ella se detuvo y se volvió a mirarlo con impaciencia.

– ¿Cuál es el problema?

Él llegó hasta donde estaba ella.

– No sé por qué está tan deseosa de volver a casa. Milt dice que su vida corre peligro.

– Mi jefe se pone un poco melodramático.

– Eh, yo le tengo mucho respeto a Milt Freeman. Es un buen hombre. Debería alegrarse de que alguien como él cuide de usted.

A Perrie no se le ocurrió qué responder a eso; así que lo miró con obstinación y se negó a decir ni una palabra más hasta que hubo recuperado su bolsa e iban ya de camino hacia las puertas. Cuando salieron, un viento helado los abofeteó en la cara mientras la nieve se arremolinaba alrededor de sus pies.

– ¡Caramba! -exclamó ella mientras le castañeteaban los dientes-. ¿Aquí siempre hace tantísimo frío?

Joe miró el cielo de la tarde. El tiempo estaba cambiando más deprisa de lo que había esperado. Si no despegaba rápidamente, se pasaría el resto del día y seguramente la mayor parte de la tarde con Perrie Kincaid. Apretó los dientes. Al diablo con la torre. Iría le dieran vía libre o no.

– Está en Alaska, Kincaid ¿Qué esperaba, palmeras y una suave brisa del océano?

Ella lo miró de nuevo con esa expresión, la que le decía que estaba a punto de empezar con otra arenga.

– Esperaba…

– La camioneta está en al aparcamiento -le dijo Joe que prefirió interrumpirla para que no se pusiera a hablar otra vez.

La agarró del brazo y tiró de ella. Desde luego empezaba a gustarle mucho más Perrie Kincaid con la boca cerrada.

Llegaron al hangar sin más discusión, y Perrie escogió sentarse en silencio a su lado. Para alivio de Joe, el avión tenía el depósito lleno y listo para despegar cuando llegó donde estaba el aparato. Aparcó la camioneta y después corrió al otro lado para abrirle la puerta a Perrie; pero ella ya había saltado y estaba tirando de la bolsa que estaba detrás. Así que Joe se caló la gorra y corrió adonde estaba Tanner O'Neill de pie junto a la puerta del hangar.

– ¿Cómo está el tiempo? -preguntó Joe-. ¿Nos van a dejar salir?

Tanner gritó para proyectar su voz a través del fuerte viento del ártico.

– Si despegas en los próximos quince minutos, creo que todo irá bien. Le ganaréis terreno a la tormenta de camino a Muleshoe. He puesto la saca del correo detrás, y hay una caja de champiñón fresco que Burdy pidió para los espaguetis de la fiesta del sábado por la tarde. Hay un montón de leña en la cabina que he atado bien para que no se mueva. Dile a Hawk que la descargue y que de momento la coloque en el cobertizo.

Joe asintió. Hacía una semana que no veía a Tanner. Julia y él se habían casado en Muleshoe hacía dos fines de semana y habían pasado una luna de miel familiar en Disneyworld con el hijo de nueve años de Julia, Sammy. Habían regresado y decidido quedarse en Fairbanks y buscar un apartamento, donde pasarían los meses del invierno mientras Sammy iba al colegio.

– ¿Cómo está Sam? -preguntó Joe.

– A Sammy le encantó Florida, pero os echa de menos a ti y a Hawk y el refugio. Y Julia está terminando de cerrar sus negocios en Chicago. Por cierto, hemos tomado una decisión.

– ¿Y cuál es?

– No vamos a vivir en Fairbanks durante los meses de invierno. Hemos decidido vivir en el refugio. Sammy irá al colegio a Muleshoe.

Joe sonrió, contento al pensar en tener a su compañero en el refugio todo el año, por no hablar de Sammy y de su madre. Había llegado a querer al niño como a un hijo y a apreciar a la madre. Julia hacía de Tanner el hombre más feliz del mundo. Algún día, cuando Joe estuviera listo para establecerse, esperaba encontrar a una mujer tan dulce y tan cariñosa como Julia Logan.

Pero de momento, tenía que conformarse con Perrie Kincaid; una pesada de cuidado. Ella se unió a ellos y se quedó de pie junto a Joe.

– ¿Vamos a poder llegar a Seattle? -preguntó Perrie.

Tanner frunció el ceño, entonces abrió la boca; pero Joe le echó una mirada de advertencia.

– Tanner O'Neill; te presento a Perrie Kincaid -dijo Joe-. Vaya a meter su equipaje en el avión, Kincaid. Yo estaré con usted dentro de un momento.

Ambos la observaron apresurándose hacia el Otter, y después Tanner le agarró a Joe del brazo y la señaló.

– ¿Cómo diablos lo consigues, Brennan? Se suponía que ibas a recoger a un tipo al aeropuerto, y acabas con una mujer; y encima preciosa.

Joe sonrió.

– Encanto puro, sin adulterar.

– Si la llevas a Seattle, vas a meterte de cabeza en esa tormenta.

Joe se echó a reír y le dio a su compañero una palmada en el hombro.

– No te preocupes. No nos vamos a Seattle, aunque ella lo crea así. Vamos de camino a Muleshoe como le prometí a su jefe.

– ¿Vas a hospedarla en el refugio? -le preguntó Tanner-. ¿Estás seguro de que quieres probar de nuevo la leyenda? Yo dejé entrar a Julia y acabé casándome con ella.

Joe negó con la cabeza. Cuando Julia Logan se había presentado en el Refugio Bachelor Creek, Joe había sido el primero en mudarse. La leyenda decía que la mujer que entrara en el refugio estaba destinada a casarse con uno de sus ocupantes, y Joe no estaba dispuesto a arriesgarse. La leyenda se había cumplido, pero el cazado había sido Tanner.

– Perrie Kincaid se hospedará en una de las cabañas de los huéspedes.

Tanner pestañeó.

– Eso no le va a hacer mucha gracia. No tiene baño dentro, y en pleno invierno…

– Bueno, tendrá que aguantarse -contestó Joe-. Ésa no va a poner el pie en el refugio.

Tanner miró a Perrie y después a Joe.

– No parece una persona que se conforme con lo que no le guste.

– Lo sé -gruñó Joe-. Pero trataré con ese problema más adelante.


Perrie se acurrucó en el asiento del copiloto, se abrazó y empezó a dar con los pies en el suelo. El aliento se trasformaba en vaho al contacto con el aire helado, y -tenía la nariz tan fría, que estaba segura de que se le rompería si se la frotaba.

– ¿No tiene calefacción este avión?

Brennan la miró con aire ausente, como si le sorprendiera tener un pasajero a bordo. No había dicho ni palabra desde que habían despegado hacía una hora, y parecía bastante cómodo con aquel silencio. Cerró el puño y le asestó un golpe firme a un botón de la consola de mandos. Algo empezó a sonar, y poco a poco la cabina del Otter se calentó a una temperatura sobre cero.

– Espero que el resto de su avión funcione mejor que la calefacción -murmuró ella.

El emitió un gruñido como respuesta; pero su expresión quedaba escondida tras sus gafas de sol y ensombrecida por la visera de su gorra. Parecía concentrado en la panorámica que se divisaba a través del parabrisas del avión, de modo que Perrie aprovechó la oportunidad para estudiarlo.

Ella se tenía por una excelente juez de carácter, poseedora de una habilidad para discernir inmediatamente la verdadera naturaleza de una persona con un simple vistazo. En su trabajo le había ido muy bien; le había permitido separar la paja para llegar directamente al meollo de cuestión. Pero Joe Brennan desafiaba la impresión inmediata.

Sus atributos físicos eran sencillamente suficientes. Poseía un cuerpo alto y esbelto, el cabello negro y espeso, tal vez necesitado de un corte de pelo, y un rostro apuesto tras la oscura pelusilla de tres días que cubría su mentón. Pero para juzgarlo bien tendría que verle los ojos. Y desde que se habían conocido, sus ojos habían estado escondidos tras esas gafas de sol.

Perrie se volvió a mirar el paisaje más abajo, buscando algún signo de civilización. Pero lo único que vio fue bosques, cortados de tanto en cuanto por franjas blancas que supuso serían lagos o ríos en el verano. Como no podía discernir dónde estaban, volvió a centrar su atención en el piloto.

¿Qué le importaba adivinar como era Joe Brennan? Sería un gasto de energía. Cuando aterrizaran en Seattle y ella le pagara, jamás volvería a verlo. ¿Qué le importaba el carácter que se escondía tras esas gafas? Mientras fuera un buen piloto, no necesitaba saber más.

– ¿Cuánto falta para aterrizar en Seattle? -le preguntó-. Pensaba que podríamos ver ya la costa. ¿Vamos a tener combustible suficiente? ¿O tenemos que parar? La verdad es que ahora mismo me encantaría tomar una taza de café.

– Hay un termo detrás de mi asiento -dijo él-. Y no vamos a Seattle.

Perrie se echó a reír y miró por la ventanilla.

– Pues claro que sí… -su voz se fue apagando, y se volvió despacio a mirarlo-. ¿Qué quiere decir con que no vamos a Seattle? Voy a pagarle para que me lleve allí.

– La voy a llevar a Muleshoe, como le prometí a Milt Freeman.

Ella se volvió en el asiento y tiró del cinturón de seguridad con gesto frenético.

– Habíamos hecho un trato, Brennan. Dé la vuelta inmediatamente y lléveme a Seattle.

Él se bajó las gafas y se volvió a mirarla. Sus ojos de un azul cielo luminoso la contemplaron con expresión divertida. Primero la miró a la cara despacio, después continuó mirándole el cuerpo. Perrie se preguntó cuántas veces la habrían observado de ese modo tras las lentes de espejo de unas gafas. Pero de pronto su instinto empezó a fallarle, porque lo único que podía leer en los ojos azules de Brennan era una clara curiosidad sexual. Una curiosidad que ella compartió desde ese mismo momento.

La idea zarandeó sus sentidos y una inesperada oleada de deseo le recorrió la sangre. Se dijo que debía dejar de mirarlo, segura de que sus preciosos ojos eran de algún modo los culpables de aquel lapso momentáneo. El tipo era sin duda alguna un encantador de primera categoría; y estaba utilizando todo ese encanto para renegociar los términos de su acuerdo, empleando todas las armas disponibles, incluida su debilidad recién descubierta por un rostro apuesto y una sonrisa pícara. Aunque desde luego ella no pensaba dejarse camelar por eso…

– Yo… quiero volver a Seattle -dijo ella, tratando de dominar su voz trémula.

Él arqueó las cejas.

– Parece olvidar quién pilota el avión, Kincaid. Usted irá a donde vaya yo. A no ser, por supuesto, que quiera saltar. No tengo paracaídas, pero eso no debería importarle a una mujer como usted.

Azul celeste. Sus ojos eran más celestes que zafiro. El mismo azul claro del cielo más claro y luminoso. Tragó saliva mientras trataba de ignorar el calor que le subía por el cuello y la cara.

– ¿Qué se supone que significa eso de una mujer como yo?

– Conozco a las de tu tipo. Nada se le pone por delante, ¿verdad?

No. Perrie jamás dejaba que nada se interpusiera entre su trabajo y ella. Pero, de algún modo, viniendo de él, el comentario le pareció más bien un insulto. Se puso tensa, y su repentina atracción pareció atemperada por el despecho.

– Y un cuerno si piensa que voy a ir a Donkeyleg -le repitió, y soltó una palabrota mientras agarraba los controles de su lado del copiloto.

Él se echó a reír y se arrellanó en el asiento; se cruzó de brazos y la miró con expectación.

– Si quiere pilotarla, adelante. Si puede llevarnos a Seattle, le pago el viaje, cariño.

No había pilotado un avión en su vida, pero no podía ser tan difícil. Era una mujer inteligente, una mujer que una vez había conducido por el centro de Chicago durante una tormenta de nieve en hora punta. Al menos allí no pasarían taxis a toda velocidad ni molestos peatones. Sólo había arriba, abajo, derecha e izquierda. Aunque «abajo» era una dirección que no le interesaba en ese momento.

Plantó los pies en los pedales y agarró el mando con fuerza.

– Cree que no soy capaz de pilotar este avión, ¿verdad? -dijo con los dientes apretados.

– Se perfectamente que no sabe pilotar este avión. Pero estoy dispuesto a darle una oportunidad.

Apretó los dientes mientras giraba despacio el mando. El aeroplano respondió ladeándose un poco hacia la derecha. Pero al girar, el morro del avión descendió ligeramente, y Perrie abrió los ojos como platos.

– Está perdiendo altitud -comentó él.

– Eso lo sé -cerró los ojos y trató de recordar todo lo que sabía de aviones; entonces tiró del mando despacio hacia atrás.

El morro del avión empezó a elevarse y una sonrisa de satisfacción curvó sus labios. Aquello no era tan difícil. Echó un vistazo a la brújula. Al sur. Tendrían que dirigirse al sur para llegar a Seattle. Y cuando llegaran allí, intentaría aterrizar el avión. Si sabía algo de Joe Brennan, era que no le dejaría chocarse con su maravilloso avión por un estúpido juego.

– Antes de meterse en esa borrasca que tenemos por delante, será mejor que presente un nuevo plan de vuelo en Fairbanks. Necesitarán saber dónde buscarnos una vez que caigamos.

– No vamos a caernos -dijo ella.

– Si va directamente hacia esa tormenta, Kincaid, le garantizo que caeremos. Las alas se congelarán y no tendremos la potencia suficiente para mantener la velocidad en el aire. Perderemos altura lentamente y sin duda nos estrellaremos en algún lugar de los Montes de Alaska. Tal vez, si tiene suerte, caeremos en el Monte McKinley.

– Se lo está pasando muy bien, ¿verdad? -le soltó ella enfadada.

– No sabe cómo.

Las nubes negras que tenían delante seguramente pondrían fin a su corta carrera de piloto.

Si continuaba aquel juego con Joe Brennan, tal vez acabaría perdiendo la vida. Maldición. Iría a Donkeyleg con él. Pero no le dejaría ganar. Se metería en el primer autobús que la sacara de aquel congelador y volvería a Seattle por sus propios medios.

– De acuerdo, lo haremos a su modo -dijo ella mientras apartaba las manos de los mandos de control-. Por el momento -añadió entre dientes.

Él sonrió, se volvió a poner las gafas de sol y lentamente desvió el avión hasta que apuntaba de nuevo hacia el noreste.

– Creo que Muleshoe le parecerá infinitamente más soportable que chocarse contra la ladera nevada de una montaña. Tenemos una taberna, un almacén, un supermercado y nuestra propia estafeta de correos. Y los sábados por la noche sirven espaguetis en el parque de bomberos.

– Ay, Dios mío -murmuró Perrie-. Espaguetis. Trataré de contener la emoción.

– Bienvenida a Muleshoe, Kincaid.

Joe observó que Perrie se asomaba por el parabrisas cubierto de escarcha de su Blazer, que había aparcado en medio de la calle principal del pueblo. No tenía que fijarse mucho para ver la ciudad; sobre todo porque casi toda estaba alineada a un lado de la calle.

Los edificios eran un destartalado conjunto de pintura descolorida y porches desvencijados, ventanas congeladas y volutas de humo enroscándose sobre los tejados. Los patios delanteros estaban atestados con una variedad de posesiones cubiertas de nieve: viejos neumáticos, trineos, botas de piel, latas de combustible, canoas oxidadas, pieles de animales y cualquier cosa que mereciera la pena utilizar en el futuro. Para el que venía de fuera tal vez le pareciera un tanto decrépito, pero para Joe era su hogar.

– Santo cielo -murmuró ella-. Es peor de lo que yo imaginaba.

Joe ahogó una respuesta desdeñosa. En ese momento, no estaba de humor para meterse en otra discusión con Perrie Kincaid, sobre todo en defensa del sitio que él había elegido para vivir.

– El refugio está a kilómetro y medio al norte de la población.

– ¿Y dónde vive usted?

– En el refugio.

Perrie soltó un gemido entrecortado.

– ¿Y yo voy a hospedarme allí? -dijo con desesperación.

– En realidad va a hacerlo en una de las cabañas para los huéspedes que pertenecen a la propiedad. Es un sitio muy bonito; caliente y acogedor. Le pedí a Burdy McCormack que llenara la cabaña con todo lo que pudiera necesitar para su estancia. Si conozco bien a Burdy, tendrá un fuego en la chimenea y una cafetera lista. Él será su vecino mientras esté aquí. Cuando se hiela el río Yukon, Burdy se traslada a la cabaña que está junto a la suya para pasar el invierno. Va al pueblo cada día, así que si necesita algo de allí o quiere ir, levante el banderín que hay en el porche delantero y él se parará.

Ella soltó el aire despacio y se frotó los brazos.

– No se moleste con la cabaña, Brennan. Lléveme adonde esté el transporte público más cercano. La estación de autobuses me viene bien.

¿Cuándo se daría por vencida? Brennan se dijo que jamás había conocido a una mujer más testaruda y con más determinación que aquélla. Además, todavía tenía que analizar por qué a pesar de eso le resultaba atractiva.

– No puedo hacer eso -le contestó él mientras se arrellanaba en el asiento y la miraba con recelo.

– Pues será mejor que lo haga -ella levantó el mentón de nuevo como había hecho antes-. De otro modo iré caminando hasta allí. No puede impedirme que me marche.

– Eso sería un poco duro, ya que la estación de autobuses más cercana está en Eairbanks.

Perrie cerró los ojos y apretó la mandíbula. Joe se temió lo peor. Ella había estado deseando tener otro enfrentamiento con él desde la discusión del avión. Pero cosa rara la mujer dominó su genio y esbozó una sonrisa superficial.

– De acuerdo, me plantaré en Main Street y sacaré el pulgar. Tiene que pasar algún camión que se dirija a algún lugar civilizado. A no ser que me diga que no tienen ni carreteras ni camiones aquí.

– Oh, sí, tenemos carreteras. Y camiones también. Pero no en invierno. Éste es el final de la autopista, Kincaid, y una vez que uno está en Muleshoe después de la primera nevada importante, se queda aquí durante toda la estación. Hasta el deshielo de la primavera, claro está.

Perrie arqueó una ceja con expresión dubitativa.

– ¿Y qué hay de esta carretera? ¿Adónde lleva?

– En este momento a ningún sitio. Erv maneja la máquina quitanieves. Mantiene limpia la carretera en dirección a la pista de aterrizaje y hacia el norte un poco más allá del refugio. Pero tratar de retirar la nieve mucho más es como tratar de limpiar el polvo en una tormenta de arena. En cuanto termina uno, cae una nueva tormenta que vuelve a bloquear las carreteras.

– ¿Quiere decirme que no hay modo de salir de la ciudad?

– Desde luego que lo hay. En mi avioneta. Pero ya sabe que no estoy dispuesto a hacerlo.

Perrie entrecerró los ojos y maldijo entre dientes. Entonces agarró el asa de la puerta y saltó de la camioneta. En cuanto sus pies tocaron el suelo se resbaló; y de no haber sido porque estaba agarrada a la puerta de la camioneta, se habría caído.

– ¿Y qué hay de las comidas? -preguntó mientras se volvía y asomaba la cabeza por la ventanilla abierta de la camioneta.

– La traemos con camiones en otoño. La mayoría de la comida es enlatada o comida deshidratada. Tenemos carne fresca congelada en el congelador de Kelly; hay venado, alce, caribú, salmón y varios cortes de ternera. Pero si busca fruta y verduras frescas, no tendrá mucha suerte. Yo traigo lo que puedo, pero sólo cuando tengo sitio en el avión.

Ella se paseó de un lado a otro unos minutos más, nerviosa, llena de energía, antes de detenerse de nuevo.

– ¿Y qué pasa si alguien se pone enfermo?

– Si es una urgencia, yo los llevo en el avión. O el hospital de Fairbanks envía un avión para evacuar al enfermo. Y si hace mal tiempo, bueno, no hay muchas oportunidades. Kincaid, la vida aquí es bastante dura. Casi se puede decir que está en el borde de la frontera. Una vez que se cruce el río Yukon, no hay otra ciudad hasta al menos doscientos cincuenta kilómetros.

Ella apretó los puños y gruñó de frustración. Maldición. Incluso cuando se ponía así estaba guapa. La rabia encendió el color de sus mejillas y el verde de sus ojos pareció más intenso. Brennan se dio cuenta de que no podía dejar de mirarla.

– ¿Cómo va la gente a trabajar? -le soltó ella enfadada.

– Todo el mundo trabaja aquí. Cazan y pescan; se las apañan.

Ella dejó de pasearse delante de él y se subió de nuevo a la camioneta. Con expresión desesperada, lo agarró de las solapas de la cazadora y tiró de él.

– Tengo que salir de aquí, Brennan. Puede llevarme ahora, o empezaré a andar. De uno u otro modo, volveré a Seattle.

Él se quitó las gafas, y sintió su aliento caliente en la cara. Una leve chispa de deseo lo sorprendió, y bajó la vista a sus labios. De pronto experimentó el extraño deseo de besar a esa mujer, y se quedó pensativo. ¿Serían sus labios tan suaves como parecían? ¿A qué sabría su boca?

Pero apartó la vista de sus labios y agarró el volante con fuerza. No quería besarla. Lo que de verdad deseaba hacer era zarandearla hasta que le castañetearan los dientes.

– Maldita sea, Kincaid, no sea tonta. Si trata de irse de aquí a pie, en veinticuatro horas estará muerta. El tiempo puede cambiar en un abrir y cerrar de ojos. Ésa es una razón por la cual la carretera está cerrada. Para que los locos como usted no se jueguen el cuello tratando de viajar. Estará aquí hasta que yo la lleve en mi avión, y cuanto antes se meta eso en su dura cabezota, mejor.

Ella pestañeó, frunció el ceño y se retiró ligeramente para mirarlo. Lo miró brevemente con los ojos muy abiertos, ciertamente sorprendida. Finalmente, Joe se dijo que parecía estar entendiendo lo que él le decía. Con todo lo que le había reñido, parecía que Perrie Kincaid hubiera decidido hacerle caso y ser razonable. Tal vez a partir de ese momento dejara de luchar contra lo inevitable. Y Kincaid se quedara allí hasta que Milt Freeman le dijera que ya no corría peligro en Seattle.

– Quiere besarme, ¿verdad? -su voz ronca encerraba igual mezcla de sorpresa y satisfacción.

Brennan soltó una carcajada, que sonó forzada y vacía. Se movió en el asiento, pero ella no le soltó la cazadora. ¿Qué diablos? ¿Es que aparte de ser una pesada también adivinaba el pensamiento? ¿O acaso se le notaba tanto ese repentino deseo? Hacía tiempo que no había estado con una mujer. En realidad, había tenido miedo de reconocer que últimamente tenía un bajón. Había habido un montón de posibilidades, un montón de cenas románticas, pero nada más. No queriendo dejar ver otro impulso que la mirada curiosa de esa mujer pudiera captar, se dio la vuelta y se puso las gafas de sol despacio.

– Tiene una opinión muy buena de sí misma, ¿no, Kincaid?

Ella suspiró, le soltó las solapas y se apartó de él con impaciencia.

– No es para tanto. ¿Quiero decir, por qué tratar de esconderlo? Es un tipo sano, que vive en un lugar apartado de la civilización. Yo soy una mujer culta, atractiva. Puede decirlo, Brennan. No soy ninguna mojigata. Lo reconozco, usted me atrae ligeramente, también. Resulta inexplicable, pero la atracción está ahí.

Él metió la llave en el contacto y arrancó, satisfecho en cierta medida de que la atracción fuera mutua. Aun así, el sentido común le decía que ir detrás de Perrie Kincaid sería un error colosal. Cuanto antes la dejara en la cabaña, antes podría escapar de esos ojos verdes de mirada turbadora. Ella era demasiado despierta, demasiado franca para su gusto; aunque fuera la única mujer guapa en un radio de sesenta kilómetros a la redonda.

– ¿Siempre es así de clara?

– No me parece un defecto -dijo ella-. En mi trabajo, es una necesidad. Siempre digo lo que pienso. ¿Por qué malgastar el tiempo dándole vueltas a un tema cuando puede uno ir directamente al grano? Me ahorra dinero y problemas.

– Bueno, mientras esté aquí en Muleshoe, tal vez quiera moderarse un poco en ese sentido. Hará más amistades si no va por ahí soltando todo lo que se le pasa por la cabeza. Sobre todo esas opiniones un tanto negativas sobre este sitio.

– No pienso quedarme tanto tiempo como para hacer amistades.

– Diga lo que quiera, Kincaid -murmuró él mientras metía la marcha y pisaba el acelerador-. Lo que no quiero es tener que meterla en el congelador de Kelly.

– ¿Me metería en un congelador para impedir que me marchara?

– No, allí es donde metemos a la gente que fallece hasta que podemos transportarlos a la funeraria de Fairbanks. Sí planea salir de la ciudad por su cuenta, allí será donde acabará tarde o temprano.

Ella se mudó de postura en el asiento y lo miró con expresión angustiada.

– Lo tendré en cuenta, Brennan.

Mientras conducían por Main Street, Joe le señaló los lugares más conocidos: el almacén, la taberna, el supermercado, la oficina de correos; pero ella apenas mostró interés.

– Y ésa de allí es la cabaña de las novias -señaló una pequeña cabaña de cuya chimenea de piedra salía un hilo de humo-. Los solteros la construyeron el verano pasado cuando planearon el asunto de las novias por correo. Se les ocurrió traer a las chicas en pleno invierno para probar su entereza. Pensaron que, si podían sobrevivir al frío y a la nieve, entonces tal vez mereciera la pena casarse con ellas. A lo mejor le apetece pasar y saludarlas. Las tres constituyen la mayor concentración de mujeres que pueda encontrar entre Muleshoe y Fairbanks.

– No creo que tengamos mucho en común -le dijo, apenas echándole a la cabaña una mirada rápida.

– Nunca se sabe.

– Se supone que tengo que escribir un artículo sobre ellas. Milt me lo asignó antes de sacarme de Seattle. No puedo imaginar cómo una mujer que esté bien de la cabeza podría vivir aquí.

– No es tan malo -dijo él, preguntándose por qué se molestaba en defender lo contrario con esa mujer-. A algunas mujeres les parece un desafío. No a todo el mundo le gusta vivir como piojos en costura en las ciudades. Con tanto ruido y polución, y tantos criminales… no me sorprendería si acabara gustándole un poco también a usted.

– Yo en su lugar no contaría con ello -apoyó la cabeza en la ventana y observó el paisaje en silencio.

Joe salió despacio de la ciudad, y evitó con cuidado un montículo de nieve que el viento había acumulado en medio de la carretera. Esperaba que Milt Freeman supiera lo que hacía enviando a Perrie Kincaid a Muleshoe. Más de unas cuantas mujeres y un buen número de hombres habían sufrido crisis nerviosas en el aburrimiento y el aislamiento infinito de un invierno en Alaska. Si la nieve y el frío no conseguían sacar de quicio a una persona, las interminables noches lo hacían, ya que los días eran muy cortos, y enseguida se hacía de noche.

Él desde luego no quería estar cerca cuando Perrie Kincaid empezara a sufrir la claustrofobia que provocaba el estar mucho tiempo encerrado y la falta de sol. Cuanto antes resolvieran los problemas Milt Freeman y la policía de Seattle, mejor para él. Mejor para todos.

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