Perrie se despertó entre sus brazos, y por primera vez en su vida se sintió segura y totalmente contenta. La habitación se había enfriado, ya que el fuego de la estufa había quedado reducido a cenizas antes del amanecer. Se acurrucó bajo el edredón y escuchó su respiración regular y profunda que le acariciaba la parte de atrás del cuello. Seattle le parecía tan lejano… A muchos kilómetros de distancia, y a casi media vida.
Joe se preocupaba por ella y creía en ella. La presión que día a día había sido una carga para ella había desaparecido. No pensaba en fechas de entrega, en plazos ni en galardones. En lugar de eso, las imágenes de una ternura exquisita y de una pasión sin límites le colmaban el pensamiento.
La noche anterior no habían hecho el amor, pero habían compartido una experiencia íntima. Ella se había entregado a él, libre de sus inhibiciones, vulnerable a sus caricias. Y en lugar de sentir pesar o vergüenza, sentía una dicha total. El mundo giraba más deprisa, y el sol brillaba con más fuerza. Su vida juntos había empezado desde el instante en que él la había llevado al borde del abismo y la había rescatado durante la caída. Y en sus brazos, sería mucho más feliz de lo que lo había sido jamás.
¿Sería posible que el destino los hubiera unido? Jamás había creído en el destino o en el karma, prefiriendo siempre la lógica y la razón a las demás explicaciones. Pero algo más potente estaba presente allí. De no haber sido por Tony Riordan y esa bala perdida, tal vez habría pasado el resto de sus días sin conocer a Joe Brennan, sin amar como amaba ya a ese hombre.
La idea de no haberlo conocido se le antojaba insoportable, de modo que decidió dejarla de lado y no pensarlo más. No estaba segura de lo que le depararía el día, pero tenía que creer que Joe sentía por ella lo mismo que ella por él. Porque si no lo hacía, su vida no volvería a ser la misma.
– Sigues aquí -murmuró Joe, interrumpiendo sus pensamientos.
Ella se dio la vuelta. Joe la miró con ojos adormilados y sonrió.
– Yo podría decir lo mismo de ti.
Él empezó a besarla en el cuello.
– No se me ocurre otro sitio mejor para estar. ¿Y a ti?
– Se me ocurren muchos, pero estando tú conmigo -dijo Perrie.
– ¿Por ejemplo?
– Pues un hotel de lujo con una cama enorme, y servicio de habitaciones para llevarnos el desayuno a la cama, palmeras, sol y una toalla de playa para dos.
Él frunció el ceño.
– ¿De verdad odias tanto el frío? -le preguntó Joe.
– No -dijo Perrie-. Lo que odio es tener que ponerme tanta ropa cada vez que tengo que salir de casa -le deslizó una mano juguetonamente por el pecho-. Y me gustas mucho más sin la camisa de franela y los calzoncillos largos.
Joe sonrió y le dio un beso en la punta de la nariz.
– ¿Entonces, cuándo te vas a Cooper?
Su pregunta sorprendió a Perrie. Se había olvidado del viaje, y ahora que él se lo mencionaba, no sabía qué hacer con el premio. No tenía intención de volver a Seattle antes de que Milt la llamara. Y Cooper estaba muy lejos de Muleshoe… y de Joe.
– Bueno, no lo había pensado. ¿Por qué me lo preguntas?
– Pensé que estarías deseosa de cambiar de aires. Llevas dos semanas metida en Muleshoe. Y has trabajado tanto para ganar el viaje…
¿Tantas ganas tenía él de que se marchara?
– Supongo que debería irme pronto. No tengo idea de cuándo va a llamar Milt.
Él puso una cara rara, pero antes de que Perrie pudiera adivinar nada, la expresión había desaparecido.
– ¿Por qué no te vas hoy?
Perrie pestañeó con confusión.
– ¿Hoy, no es un poco pronto? En realidad, no sé si puedo. Hay que hacer las reservas, y a ver qué piloto me lleva…
Él se acurrucó junto a ella y suspiró.
– No te preocupes por el piloto. Yo soy el piloto -dijo Joe-. En cuanto a las reservas, en esta época del año no hay muchos visitantes. Seguramente lo tendremos para nosotros solos. Será muy romántico.
Perrie se incorporó en la cama.
– ¿Tú ibas a llevarme a Cooper? ¿Desde cuándo?
Él se quedó mirándola con sorpresa.
– Ofrecí mis servicios a los organizadores de los juegos en cuanto me enteré de que tú ibas a participar. No pensaba correr ningún riesgo.
La realidad cayó sobre ella como un alud y su estado de ensoñación se evaporó en un segundo. ¿Cómo podía haber sido tan boba? ¿Por qué había olvidado lo que les había juntado, para empezar? Joe tenía un trabajo que hacer, un favor que devolver. ¿Habría equivocado la obligación con el amor?
Perrie cerró los ojos para tratar de calmar sus acelerados pensamientos. Aquello no era real, era algo que se habían inventado Joe y ella. Se había dejado llevar por sus fantasías de adolescente de felicidad eterna. Lo real era Seattle y su trabajo.
– Querías asegurarte de que no me marcharía a Seattle -dijo ella en tono neutral.
– Bueno, al principio a lo mejor. Pero no vas a volver a Seattle. Así que podemos pasar un fin de semana romántico.
– ¿Entonces confías en mi?
– Por supuesto que confío en ti, Perrie. Sólo quiero que estés a salvo. Te das cuenta de que estás mucho mejor en Alaska conmigo, ¿verdad?
No sabía qué decir; se sentía como perdida en la espesura sin brújula. Todos esos sentimientos eran tan nuevos, tan poco familiares, y no tenía experiencia pasada donde agarrarse. Siempre había tenido el control de su vida. Pero en ese momento le había dado el control a otra persona, dejándola vulnerable y aturdida.
– Vayámonos a Cooper. Hoy mismo.
– Saldremos después de comer -le dijo Joe mientras tiraba de ella para que se tumbara.
– No -contestó Perrie-. Creo que deberíamos marcharnos ahora -se puso la camiseta y se levantó de la cama-. Creo que voy a hacer la bolsa. Y tú deberías ir al refugio a por tus cosas.
Joe le tomó la mano y tiró de ella para que se sentara.
– ¿Qué prisa tienes? Vuelve a la cama, cariño.
Ella se puso de pie.
– No, creo que deberíamos marcharnos ahora.
Joe se levantó de la cama con un gemido de frustración.
– De acuerdo -dijo mientras se agachaba para vestirse-. Iré a hacer la bolsa y volveré a por ti en quince minutos.
Se puso las botas y la cazadora antes de agarrarla de nuevo y besarla.
– Nos lo vamos a pasar de maravilla, ya verás -murmuró él.
Cuando cerró la puerta de la cabaña, Perrie volvió a la cama y se sentó. ¿Qué estaba haciendo? Dos semanas en Muleshoe y ya se había olvidado de por qué estaba en realidad allí. La historia que tan importante le había parecido de pronto le daba igual. Y todo por un hombre; un hombre a quien apenas conocía.
¿Y dónde se había metido con él su instinto periodístico? ¿Por qué a otras personas las calaba enseguida y a él no? ¿Por qué no estaba segura de sus sentimientos o sus motivos?
En la última semana habían sido inseparables, y Perrie había esperado que él le declarara sus sentimientos. Pero Joe no había dicho nada
Perrie aspiró hondo. Trazaría un plan. Irían a Cooper, y ella trataría de marcharse. Si él la dejaba ir, entonces sabría que no le importaba. Pero si la hacía quedarse, ella le preguntaría por sus motivos. Él tendría entonces que revelar la verdadera naturaleza de sus sentimientos por ella… o reconocer que sólo estaba cumpliendo con su deber.
Perrie se estremeció de aprensión. Todo el amor que sentía por él dependía de su respuesta a una pregunta imposible: ¿la dejaría marchar?
Podría haber esperado; de todos modos muy pronto Milt la llamaría para que volviera a Seattle. Pero de algún modo le parecía más fácil así. Si no la quería, al menos no tendría que vérselo en la cara. Ella saldría de su vida sin mirar atrás.
Perrie se puso de pie y se frotó los brazos para quitarse la carne de gallina. Lo que estaba haciendo era lo correcto. Jamás había sido de las que retrasaba lo inevitable. Cuanto antes lo supiera, antes podría continuar con su vida.
El único problema era que quería que el resto de su vida empezara en ese momento. Y quería que incluyera a Joe Brennan.
– Creo que deberíamos tener habitaciones separadas.
Joe se quedó de piedra y se volvió a mirar a Perrie. Acababan de llegar al complejo tras una hora de vuelo, y Perrie había elegido tirar aquella bomba en el último momento. Joe sabía que algo la inquietaba, puesto que desde que habían salido de Muleshoe se había mostrado distante.
Joe había pensado que estaría contenta de que hubiera ido él; después de todo, habían pasado tanto tiempo juntos en los últimos días que no se le había ocurrido que pudiera querer estar sola. Y después de la noche anterior… ¿Qué mejor sitio para estar juntos que un complejo vacacional como aquel en pleno invierno?
Paseos en trineo, buena comida, baile y las termas de agua caliente. No se le ocurría un sitio más romántico que aquél tan cerca de casa.
Pero el viaje había sido de ella, y tal vez él la hubiera presionado de algún modo apuntándose así. Lo de la noche anterior había sido un paso enorme para los dos, y a Joe no le sorprendería si a ella de pronto le pesara lo que había hecho.
– Claro -dijo él-. Habitaciones separadas está bien.
Pero se obligó a esbozar una sonrisa de agradecimiento.
– Quiero decir, es que… bueno, en realidad no hemos… y si decidimos que no queremos…
Él fue a acariciarle la mejilla.
– Perrie, no pasa nada.
– La gente podría comentar -murmuró mientras se echaba el bolso al hombro y se dirigía hacia la puerta.
Joe se quedó mirándola mientras sacudía la cabeza. Si de verdad se pensaba que se había tragado ese cuento, estaba lista. Seguramente había pensado que iría allí con otro piloto; con alguien que no la vigilaría cada minuto del día…
De pronto todo le pareció tan claro como la luz del día. Perrie había planeado marcharse. Maldita sea, después de lo que habían vivido, de lo que habían compartido, todavía quería volver a Seattle.
Cerró los ojos para controlar la oleada de rabia que estaba a punto de ahogarlo. Bien. No pensaba obligarla a quedarse. Si Milt Freeman había dicho que ya no había peligro y podía volver, la dejaría marchar. Si Perrie podía tirar por la borda todo con tanta facilidad, entonces tal vez no fuera tan especial como había pensado.
Joe se acercó a Perrie y rellenó la hoja de registro, firmando con una floritura de frustración. Entonces agarró los dos manojos de llaves y continuó por el pasillo.
Ella se acercó a él y lo agarró del brazo.
– Lo entiendes, ¿no?
– Claro. Éste es tu viaje, no el mío. En realidad, si quieres, puedo volver a Muleshoe ahora mismo.
Sus palabras la tomaron por sorpresa, y por un momento pareció como si fuera a aceptar la oferta.
– No -dijo Perrie por fin-. Me alegro de que estés aquí. ¿Por qué no deshacemos la bolsa y vamos a almorzar algo?
Joe abrió la puerta de la habitación de Perrie y la ayudó a meter sus bolsas. Si quería marcharse, haría mejor en ponérselo fácil.
– La verdad, me apetece ducharme -dijo él-. ¿Por qué no nos encontramos en una hora? Después del almuerzo, podríamos probar las aguas termales.
Perrie asintió y lo acompañó a la puerta.
– Entonces te veo dentro de una hora.
Joe la miró, preguntándose si aquélla sería la última vez que vería sus preciosos ojos verdes. ¿Se largaría en cuanto lo perdiera de vista? Quería abrazarla y besarla, decirle que estaba enamorado de ella. Pero su instinto de supervivencia le impedía decir nada. El tiempo le diría si ella lo amaba de verdad.
Él se inclinó y le dio un beso en la mejilla.
– De acuerdo, te veré después.
Cuando llegó a su dormitorio, Joe dejó su bolsa de lona en el suelo con frustración.
– La primera mujer a la que amo, y ella no me ama.
Como estaba apoyado en la puerta, oyó un ruido y se asomó a mirar por la mirilla. Perrie miró a derecha e izquierda, para después continuar pasillo adelante.
Minutos después, Joe estaba escondido entre las sombras de un rincón del salón bar del complejo, con la atención fija en lo que estaba ocurriendo a la barra. Debería haber sabido que lo intentaría. Debería haberlo sabido.
Vio que hablaba con el camarero antes de avanzar unos metros hasta sentarse junto a un hombre que estaba sentado en un extremo de la barra. Hablaron durante tres o cuatro minutos. Perrie miraba a su alrededor de tanto en cuanto, como si pensara que estaba siendo observada. Entonces le dio un apretón de manos y salió corriendo del bar, y pasó tan cerca de Joe, que podría haberla tocado, pero no lo vio.
Cuando estuvo seguro de que se había largado, salió y fue a interrogar al hombre de la barra.
– La mujer pelirroja. ¿Qué quería? -le dijo mientras se sentaba a su lado en un taburete.
El tipo le respondió en tono burlón.
– ¿Y a usted qué le importa, amigo?
Joe lo miró largamente, preguntándose si agarrarlo por las solapas y zarandearlo. Entonces se puso de pie y se inclinó hacia delante.
– Es asunto mío, ¿de acuerdo? Ahora, conteste a mi pregunta.
El tipo se encogió de hombros.
– Quiere que la lleve a Seattle en mi avión.
– ¿Le va a pagar?
– Para empezar me dio un número de su tarjeta de crédito. Dijo que me daría quinientos más en metálico al llegar a Seattle si estaba dispuesto a esperar.
– ¿Cómo se llama usted? -le preguntó Joe.
– Andrews. Dave Andrews.
– He oído hablar de usted. ¿Bien, Andrews, si hago averiguaciones sobre usted y su avión, voy a quedarme contento? -le dijo Joe.
– Eh, oiga, soy un buen piloto. Y mantengo mi avión en perfecto estado. Puede preguntar a cualquiera de los que están por aquí.
– ¿Cuándo quiere que la lleve?
– A última hora de la tarde.
Joe se metió la mano en el bolsillo de la cazadora y sacó la cartera, de donde sacó dos billetes de cincuenta dólares.
– Llame a su habitación y dígale que no puede llevarla hasta mañana por la mañana. Está en la treinta y siete.
– ¿Quién demonios es usted?
– Brennan. Joe Brennan.
Andrews pestañeó con sorpresa.
– ¿De Polar Bear Air? ¿No es usted quien encontró a esa montañera en el Denali hará unas semanas?
– Sí, ese soy yo.
Andrews sonrió y le dio unas palmadas en el hombro.
– Buena vista. ¿Pero si quiere que esta señorita vaya a Seattle mañana, por qué no la lleva usted mismo?
– No estoy seguro de que vaya a marcharse al final -contestó Joe-. Espero que decida quedarse. Así que si no viene a buscarlo, no quiero que vaya usted a buscarla a ella, ¿entendido?
– ¿Pero cómo me van a pagar?
– Yo le pagaré.
Andrews consideró la petición unos momentos y entonces asintió.
– De acuerdo -dio un buen trago de cerveza-. ¿Es su novia?
– Aún no lo sé. Pero estoy a punto de averiguarlo Joe se apartó de la barra y se dio la vuelta-. Una cosa más. Si se marcha con usted y cambia de opinión durante el vuelo, tráigala de vuelta aquí. No me importa dónde esté. Dé la vuelta y tráigala. ¿De acuerdo?
– Oiga, tiene que estar usted colado por esta chica.
El hombre había descubierto la pólvora.
– ¿Lo hará? -dijo Joe.
Andrews asintió.
– Sí, si quiere volver, la traeré.
– Se lo agradeceré. Ahora llámela y dígale que el vuelo debe retrasarse.
Perrie estaba en el pasillo delante de su dormitorio, observando con nerviosismo cómo Joe abría su puerta. Sabía que llegaría ese momento, pero no estaba preparada para ello.
Joe y ella habían pasado juntos un día estupendo, nadando en las piscinas de aguas termales, disfrutando de una larga y distendida cena y dando un paseo en trineo por los bosques cubiertos de nieve. A ratos, Perrie se olvidaba de su plan para dejarlo y se dejaba llevar por su humor y su encanto.
Todo eso no habría pasado si su piloto se hubiera ajustado al plan original. Pero al final tendría que esperar hasta el día siguiente para escapar.
Joe empujó la puerta y se retiró a un lado. Perrie pasó delante de él despacio, practicando para sus adentros la excusa que le daría. Se dio la vuelta y, para sorpresa suya lo vio allí de pie, tan cerca de ella que casi podía sentir su calor.
En un abrir y cerrar de ojos la abrazó y la besó en la boca. Ella se dejó besar, sabiendo que sería de las últimas cosas que compartirían.
Pegó la frente a la de ella y la miró a los ojos, a los labios.
– Eres tan bella, Perrie. Hay veces en las que no puedo dejar de besarte.
Con suavidad le retiró un mechón de la frente y la besó allí con suavidad. Pero no siguió besándola. Era como si estuviera esperando a que ella le dijera algo.
Perrie se armó de valor y sonrió alegremente mientras se apartaba de su abrazo.
– Yo… estoy muy cansada -dijo, encogiéndose por dentro por esa excusa tan pobre-. Creo que me voy a acostar temprano -tragó saliva con dificultad-. Sola.
Él no reaccionó. En lo más profundo de su corazón, Perrie deseaba que hiciera caso omiso de su excusa, la llevara a la cama y le hiciera el amor apasionadamente. Pero Joe se limitó a encogerse de hombros y a sonreír.
– Yo también estoy cansado -dijo sin apartar la vista de su cara.
La miró largamente, como si quisiera memorizar sus facciones. Entonces pestañeó y sacudió la cabeza.
– Buenas noches, cielo -la besó de nuevo en los labios con tanta dulzura que ella estuvo a punto de olvidar su control.
Al momento se oyó que se cerraba su puerta, y aguantó la respiración mientras unos puñales imaginarios se le clavaban en el pecho.
– Adiós, Brennan -susurró con emoción.
El silencio de su habitación la envolvió. Perrie se tumbó en la cama y se puso el brazo sobre los ojos. Aquello era lo mejor para los dos. Aunque se amaran, pronto se distanciarían. Para estar juntos uno de los dos tendría que abandonar su sueño, y un sacrificio así pronto causaría pesares y recriminaciones.
Joe Brennan era piloto en las tierras salvajes de Alaska, y ella era reportera en Seattle.
Se acurrucó de lado y se quedó mirando las manillas del reloj de la mesilla, contando los segundos de cada minuto que pasaba. Los ojos se le fueron cerrando despacio y pronto estaba flotando entre la consciencia y el sueño.
Imágenes de Joe empezaron a llenar su mente, y ella no intentó apartarlas. Casi podía sentir sus labios trazando un camino desde la mejilla a su boca. Se los imaginó a los dos a la puerta, y un final distinto a su situación. Ella le susurraba algo al oído, y Perrie trató de dilucidar las palabras que pronunciaba. Cerró los ojos con fuerza y se centró en sus pensamientos. Entonces, oyó lo que ella misma decía.
“Te deseo. Te necesito. Te amo”.
– Te deseo -murmuró Perrie mientras abría los ojos-. Te necesito -se levantó de la cama-. Y te amo.
Una fuerza más poderosa que toda su resolución la empujó hacia la puerta. La abrió y salió al pasillo, con la vista fija en la habitación de enfrente. Perrie tocó la madera suave y con los ojos cerrados golpeó con fuerza.
Joe abrió la puerta, con el pecho al descubierto, bañado por la suave luz de su dormitorio.
– ¿Perrie? ¿Estás bien?
– Yo… Te deseo -murmuró-. Te necesito… Te…
Trató de retirarse, pero tenía los pies como pegados al suelo. Cuando no pudo moverse, cerró los ojos con la esperanza de que aquello no fuera más que un sueño. Pero entonces sintió que él la besaba, la calidez de sus labios, y supo que era real.
Él escondió la cara en la curva entre el cuello y el hombro y se agachó y la tomó en brazos. Se sentía tan bien, tan a gusto con él, que por mucho que intentara negarlo no podía pesarle su decisión. Ella y Joe estaban hechos el uno para el otro. Al menos durante una noche.
Joe le dio una patada a la puerta para cerrarla y se apoyó sobre ella.
– Quería que vinieras. Esperaba que lo hicieras.
Sus labios encontraron los suyos y las besó ardientemente, entregándole el alma con aquel beso. Cruzó la habitación y la dejó de pie con delicadeza. Y cuando Joe la miró a los ojos, Perrie vio allí un deseo misterioso y peligroso. Si lo tocaba en ese momento, nada los detendría ya. Y ella no quería detenerse.
Ella le puso la mano en el pecho y tímidamente se la deslizó por el estómago.
– Tócame -le dijo él mientras le acariciaba la parte de atrás del cuello.
Percibió la urgencia en su voz, y en ese momento se dio cuenta del poder que tenía sobre él. Joe no podía resistirse más, y ella tampoco.
Perrie extendió la mano sobre la parte delantera de sus pantalones, trazando su erección bajo la tela vaquera de los pantalones. Él aspiró hondo y gimió suavemente, como si le rogara sin palabras que le diera más. Envalentonada, ella le acarició hasta que él le retiró la mano.
Con la misma rapidez que lo había ganado, perdió todo su poder y también el control. Entonces, como si hubieran abierto la compuerta de una presa, empezaron a desnudarse el uno al otro como locos.
Cuando estuvieron los dos desnudos de cintura para arriba, él se quedó quieto un momento, contemplándola. Y entonces, con toda delicadeza, le acarició los pechos y empezó a besárselos y lamérselos, a acariciárselos con la lengua y los labios mientras le deslizaba las manos por los hombros, la espalda y la cintura.
Y cuando se arrodilló delante de ella continuó desvistiéndola con parsimonia, besándola en cada pedazo de piel que dejaba al descubierto; los tobillos, los dedos de los pies, la curva de la pantorrilla y la cara interna de los muslos.
Perrie apoyo las manos en sus hombros mientras él avanzaba y penetraba con su lengua el corazón húmedo de su deseo. Perrie cerró los ojos. Las rodillas no la sujetaban y gritó su nombre mientras las oleadas de deseo puro la recorrían de arriba abajo. Él la tumbó de nuevo sobre la cama y la acarició desde el cuello a la cadera, dejando un rastro de fuego con sus manos.
No había otro hombre para ella, ni en ese momento ni nunca. Después de esa noche, no volvería a sentir esa pasión o el poder de sus caricias. Envejecería sabiendo al menos que un hombre había llegado a explorar las profundidades de su alma, y la había librado de su inhibición.
Con Joe se sentía mujer, con el corazón y con toda el alma. Con sus caricias despertaba a la vida, transformada por el placer que se daban mutuamente. Arqueó su cuerpo y sintió la suavidad de su vello mientras él hacía magia con la lengua. Dejó de pensar con coherencia y sólo quedó un placer puro e intenso.
Una y otra vez él la llevaba al borde del placer con delicioso cuidado. Frustrada, le tiró del pelo, impaciente con su juego.
– Ya basta -le dijo ella.
Una sonrisa plácida curvó sus labios mientras la observaba con los ojos entrecerrados.
– ¿Qué quieres? Dímelo.
– Te deseo a ti -dijo Perrie-. Dentro de mí.
Él se puso de pie y se desnudó del todo. Entonces se volvió y buscó en su bolsa un preservativo. Mientras Perrie admiraba la belleza de su cuerpo, le deslizó el preservativo por el miembro en erección con dedos temblorosos, y ambos se echaron sobre la cama.
Nada en el mundo la había preparado para la fuerza de su unión amorosa. Mientras él se hundía entre sus piernas, ella perdió la noción de la realidad, del tiempo y del espacio, girando en un vórtice de placer. La sangre le golpeaba ardiente en las venas, al tiempo que unos gemidos suaves e incoherentes se escapaban de su garganta. Al tiempo que él aumentaba la velocidad, también crecía la tensión.
Sus músculos se tensaron y dejó de respirar, y de pronto sintió que alcanzaba la cima del placer mientras Joe continuaba embistiéndola. Él gritó al mismo tiempo, y ella le clavó las uñas en la espalda mientras él también encontraba su liberación.
Mientras regresaban suavemente a la realidad, sus pensamientos se aclararon y se vio invadida por una cálida sensación de dicha. Ésa era su realidad. Amaba a ese hombre como no había amado a otro. Más tarde, en la oscuridad de la noche, podría pensar en todo lo que iba a perder. Pero de momento Joe y ella estaban juntos.
Ella esperó a que él le dijera algo, pero no dijo riada. Sólo la apretó contra su cuerpo y la abrazó con tanta fuerza, que Perrie se preguntó si podría dejarla ir.
Perrie cerró los ojos e hizo como si se durmiera; con la esperanza de evitar cualquier declaración apasionada de amor. Pero eso no iba a ser así, ya que un buen rato después, en el silencio de la noche, Joe la abrazó y le dijo:
– Te amo, Perrie -sus labios cálidos le acariciaron el hombro-. Y sé que tú me amas a mí.
Horas después, mucho después de que Joe se quedara dormido, Perrie seguía despierta. Aunque era de madrugada, aún no había amanecido. Se levantó de la cama, recogió su ropa y se vistió en silencio. Aunque lo intentó, no pudo apartar sus ojos de él. Tenía un aspecto tan dulce, tan vulnerable, con las sábanas revueltas medio cubriendo su cuerpo y el cabello despeinado.
Pero aquello no era más que un sueño. Había pasado dos semanas viviendo la vida de otra persona, la de una mujer que apenas conocía. No podía cambiar su vida sólo porque se había permitido el lujo de perderse en una fantasía durante un breve espacio de tiempo.
Con todo el coraje que poseía, Perrie miró a Joe por última vez y salió de la habitación. Todo iría bien. Sería capaz de olvidar todo aquello cuando volviera a Seattle.