7

El bosque estaba a oscuras y silencioso cuando regresó a casa, y el suave crujido de sus botas resonaba y desaparecía en la noche. Perrie había pasado el día entero lejos de Bachelor Creek Lodge, sencillamente para evitar volver a ver a Joe. Había tomado el desayuno en Doyle's, almorzado con las novias y después por la tarde había practicado juegos. Incluso había pasado una hora antes de cenar en Doyle's examinando de nuevo lo que quedaba del Muleshoe Monitor.

En realidad no estaba enfadada con Joe. Pero tampoco estaba dispuesta a perdonarlo aún. Un paso hacia la tregua normalmente acababa en otro paso hacia atrás. ¿Por qué no podían llevarse bien y punto? Ella estaba allí en Alaska de donde no se podía mover de momento, obligada a verlo cada día, le gustara o no. Lo menos que él podía hacer era dejarla en paz.

¿Pero quería de verdad que él hiciera eso? A medida que pasaban los días, las horas, notaba que deseaba más y más estar con él. Y lo peor era que disfrutaba de sus discusiones, de sus trifulcas, de la batalla continua por tener el control. Joe Brennan era el primer hombre que había conocido que no se dejaba pisar de ninguna manera.

Siempre había sido una persona resuelta, una mujer que daba a conocer sus opiniones. Los hombres se habían sentido atraídos por ella en parte por su notoriedad, por su posición como reportera de éxito. Pero Joe no era parte de su mundo; él vivía fuera de la órbita del Seattle Star. No le importaba que ella fuera Perrie Kincaid, la periodista que había ganado tantos premios. Él la conocía como Perrie Kincaid, un verdadero engorro, la huésped descontenta, la mujer que sólo tenía una misión, y era salir de Alaska, a cualquier precio.

Pero últimamente no había estado tan obsesionada con escaparse como cuando había llegado. Durante su sesión de entrenamiento de esa tarde con las novias, se había olvidado de la razón por la que había participado en la competición. Mientras practicaba caminar con las raquetas de nieve, mientras partía troncos o mientras conducía el trineo, sólo podía pensar en Joe y en cómo le demostraría que podía soportar los rigores de la vida en las tierras salvajes.

Algo había cambiado entre los dos, un cambio tan sutil que ella apenas lo había notado. Desde el día que habían estado con Romeo y Julieta, ella había dejado de ver a Joe Brennan sólo como un obstáculo para su plan de escribir la historia sobre Tony Riordan. Él se había metido en su cabeza, en su vida, provocándola con sus bromas y sus burlas, desafiándola cada vez. En su mente, y en su corazón, Joe se había convertido en un hombre terriblemente intrigante, sexy y atractivo.

Perrie empujó abrió la puerta de su cabaña con la firme resolución de dejar fuera sus pensamientos. ¿Por qué no podía darle sentido a todo aquello? Siempre había sido capaz de controlar sus sentimientos. Pero Joe Brennan desafiaba cada intento suyo por definir sus sentimientos, por dominar su fascinación… por controlarse para no enamorarse de él de pies a cabeza.

Al entrar y cerrar la puerta para que no entrara el frío, vio un sobre en el suelo. El corazón le dio un vuelco. ¿Podría ser de Joe? Cuando vio la letra infantil en el sobre, se reprendió para sus adentros por su ridícula reacción.

Con una leve sonrisa, sacó una tarjeta de San Valentín hecha a mano; y fue entonces cuando se dio cuenta de pronto de que el día de San Valentín llegaría muy pronto. Jamás le había prestado demasiada atención a esa fiesta. En cuanto había dejado la sección de Lifestyles, no había vuelto a encargarse de los artículos dulzones de corazones y flores, de sentimientos románticos.

– «De todas las flores, tú eres la más bella» -leyó Perrie-. «Me alegro de tener una nueva amiga como tú. Sam».

Trazó con el dedo las letras infantiles del nombre del pequeño y una oleada de afecto le llenó el corazón. No recordaba jamás haber recibido una tarjeta por San Valentín, aparte de las que habían intercambiado en el instituto. Ningún niño, ningún hombre, se había molestado en expresarle su cariño de un modo tan dulce como ése.

Se apoyó contra la puerta y cerró los ojos. No era el momento de arrepentirse de nada. Nunca había estado enamorada en su vida. Pero había tenido un éxito en el terreno profesional que había superado sus fantasías. Su trabajo era tan agotador, que nunca se había fijado en el apartamento vacío donde llegaba cada noche. ¿Entonces por qué de pronto ya no le parecía suficiente? ¿Por qué le daba la sensación de que merecía algo más en la vida?

Perrie dio un puñetazo a la puerta. En ese momento, otros golpes sonaron a su puerta, y Perrie se apartó de ella asustada.

– Perrie, sé que estás ahí. He estado esperando a que volvieras. Abre la puerta.

Fue a abrir y entonces retiró la mano. Aspiró hondo, trató de relajarse y de olvidar todas las ideas románticas que le rondaban el pensamiento cuando pensaba en Joe Brennan, como si de algún modo él pudiera adivinarlas cuando abriera la puerta. Pero lo que no había anticipado fue la emoción que sintió cuando lo tuvo de nuevo frente a frente.

Él le sonrió. El suave destello de luz del interior de la cabaña iluminó su rostro apuesto y los ángulos de su cara.

– Hola.

Ella no pudo evitar devolverle la sonrisa. Tenía un modo extraño de aliviar la tensión entre ellos, de ahuyentar la animosidad con una palabra provocativa o con una sonrisa pícara.

– Hola -contestó ella, sin saber qué más decir.

¿Pero qué demonios le pasaba? Se sentía como una adolescente enamorada. ¿Cómo había podido pasar de la frustración total a una palpitante atracción en un día? ¿Qué era lo que había cambiado?

– ¿Seguimos enfadados? -le preguntó él.

Perrie suspiró. ¿Sería posible de verdad estar mucho rato enfadado con Joe Brennan? Le parecía que no.

– No. Seguramente me acordaré de todos tus antepasados cuando tenga que salir al baño. Pero de momento, me siento generosa.

Él fue a tomarle la mano.

– Bien. Porque tengo algo especial que quiero enseñarte -tiró de ella al exterior y cerró la puerta de la cabaña.

– ¿Adónde vamos?

– No vamos lejos -respondió él.

Sacó una linterna de un bolsillo de su cazadora y echaron a andar por el camino que se adentraba en el bosque. Aunque estaba muy oscuro sabía que se dirigían hacia el río.

Caminaron el uno junto al otro, en silencio salvo por el ruido de sus pasos sobre la nieve. Él le agarraba con firmeza la mano cubierta por la manopla; y cuando ella se resbaló, él le rodeó los hombros con el brazo y la estrechó contra su cuerpo.

Todo parecía tan natural entre ellos, aquel roce casual, como si hubieran cruzado una línea invisible en su relación que les permitiera ver el respeto mutuo. Le gustaba la sensación de sus manos agarrándola, sin matices sexuales.

– ¿Ya estamos llegando?

– Casi -lijo él-. Párate ahí mismo.

Ella miró a su alrededor, pero sólo vio lo que había visto en los últimos minutos: un bosque tan tupido, que casi ocultaba el brillo de las estrellas. La nieve que cubría ambos lados del camino, iluminada por el leve destello de su linterna.

– ¿Qué es?

Él se colocó detrás de ella y le tapó los ojos con una mano. Le colocó la otra mano en la cintura para que no se cayera.

– Unos metros más -dijo él-. No tengas miedo. No te voy a dejar caer.

– No tengo miedo… -dijo Perrie en tono suave.

Cuando ella había dado el número de pasos requeridos, él la detuvo, entonces retiró la mano despacio. Le llevó unos momentos que se le acostumbraran los ojos a la oscuridad, y entonces emitió un gemido entrecortado.

Estaban al borde del bosque, mirando la extensión helada del río Yukon. Y allí, en el cielo del norte, colgaba un caleidoscopio de colores que se movían en espiral, tan extraño que le dio miedo hasta de respirar. El rojo el morado y al azul teñían el horizonte del brillo, como un espíritu gigante que se elevara en el cielo vestido de joyas.

– Sabía que querrías verlo -dijo él.

– Yo… no sé qué decir -respondió ella.

Él le rodeó la cintura con los brazos y dejó que se recostara contra su cuerpo alto y esbelto. Apoyó la barbilla sobre su cabeza.

– No tienes que decir nada. Quería ser yo quien te lo enseñara.

– Es increíble.

– Jamás he visto una aurora boreal tan bonita en la mitad del invierno. Normalmente ocurren en primavera y otoño. Pero de vez en cuando, en una oscura noche de invierno, el cielo se llena de vida y de luz. Casi se puede sentir en el aire.

– ¿Sabes por qué ocurren? -le preguntó Perrie.

– Los protones y electrones de las manchas solares empiezan a flotar en el espacio -le explicó Joe mientras se apoyaba sobre su hombro, de tal modo que ella pudo sentir el calor de su aliento en la mejilla-. Son atraídos a nuestra atmósfera cerca de los polos magnéticos, y se encienden y mueven para dar un espectáculo semejante.

– ¿Por qué no lo he visto cuando volvía a casa esta noche?

– Tal vez por las luces de la camioneta, o por los árboles del bosque. O a lo mejor no estabas mirando.

Perrie se dio la vuelta en sus brazos y lo miró. No veía su rostro en la oscuridad, pero quiso creer que estaba mirándola.

– Gracias por traerme aquí.

– Quería enseñártelo. Me encantaría que lo vieras desde el aire, porque resulta incluso más glorioso. Tal vez algún día… -su voz se fue apagando cuando se dio cuenta, como ella, de que no habría nada así entre ellos-. Se me ocurrió que tal vez quisieras escribir otra historia.

– Lo haré.

Se quedaron allí mucho tiempo, el uno frente al otro, Perrie imaginando sus facciones fuertes, su mandíbula esculpida y sus labios, tan potentes como un vino con solera. Quería que él la besara, en ese momento, mientras estaban bajo aquella luz mágica. Quería rodearle el cuello con los brazos y apretarlo contra su cuerpo hasta que sus pensamientos pasaran a la acción, hasta que sus palabras se trasformaran en una caricia dulce, en un beso apasionado.

La intensidad de sus sentimientos la sorprendió.

¿Cómo había podido pasar tantos días con ese hombre, y sin embargo no haberse dado cuenta hasta ese momento de lo que sentía? Unos días atrás no había querido más que olvidarse de él. Y en ese momento sólo podía pensar en estar a su lado.

Quería que él la besara, que la abrazara y que le hiciera el amor hasta que el sol borrara con su luz aquellos colores del cielo. La revelación la hizo estremecerse y se echó a temblar.

– Tienes frío -dijo él-. Deberíamos volver.

– De acuerdo.

De vuelta por el camino del bosque, Perrie no dejaba de pensar en el modo de alargar la noche. Podría agarrar a Joe y besarlo, igual que lo había agarrado aquel primer día en la camioneta, retándole a que revelara lo que verdaderamente sentía por ella.

Pero no quería forzar nada. Si Joe Brennan la deseaba tanto como ella a él, entonces tendría que tener paciencia. Por primera vez en su vida no quería tener el control. Necesitaba que Joe diera el primer paso.

Pero tenía que encontrar el modo de animarlo a ello, de demostrarle lo que sentía. Perrie se aclaró la voz.

– Esto ha sido un detalle por tu parte, Joe… -no le resultaba natural pronunciar su nombre de pila; se había acostumbrado de tal modo a llamarlo Brennan, que Joe le parecía una intimidad reservada a los amantes.

– Sabes que no hay nada que diga que no podamos ser amigos -dijo él con la atención fija en el camino.

– ¿Qué clase de amigos? -preguntó Perrie.

– De los que no pelean todo el tiempo -respondió Joe.

Llegaron al porche delantero de su cabaña, y él le agarró la mano con fuerza para que no perdiera pie al subir las resbaladizas escaleras.

– Siento haber sido tan dura contigo -dijo ella-. Entiendo que te tomes tu responsabilidad en serio -abrió la puerta y entró, y la dejó abierta adrede, como invitación para él.

Para alivio de Perrie, él la siguió al interior.

– Y puedo soportar eso -continuó Perrie mientras se quitaba la cazadora-. Si puedes entender lo importante que es mi trabajo para mí. Es toda mi vida.

Él avanzó un paso y la miró a los ojos. Suavemente, trazó la línea de su mandíbula, su mejilla, y ella se sorprendió al notar que se había quitado los guantes. El contacto le proporcionó una especie de corriente eléctrica que la recorrió de pies a cabeza.

– Tu vida es más que todo eso, Perrie -dijo él.

Ella abrió la boca para contradecirlo, pero las palabras que le salieron no tuvieron nada que ver con sus intenciones.

– Quiero que me beses -le soltó.

Sintió un intenso calor que le subía por la cara y volvió la cara de vergüenza.

Él le sostuvo el mentón entre el pulgar y el índice y le volvió la cara despacio para que lo mirara.

– Yo también quiero besarte.

Pero no se acercó a ella, ni tampoco unió sus labios a los suyos. En lugar de eso dejó caer las manos sobre sus hombros, deslizándose después hasta acariciar sus pechos.

Perrie cerró los ojos mientras él acariciaba con las palmas de sus manos sus pechos suaves y firmes, mientras su calor traspasaba las capas de lana que la cubrían hasta que casi pudo imaginar que le acariciaba la piel desnuda.

Aguantó la respiración y él continuó así un buen rato, acariciándole los pezones hasta que se pusieron duros. Cuando ella abrió los ojos de nuevo, él estaba mirándola; y en sus ojos vio la llama indiscutible del deseo.

Muy despacio, sus manos descendieron por su cuerpo, provocándole estremecimientos con cada delicioso roce. Su vientre, sus caderas, su trasero. Y entonces él le deslizó las manos por debajo de las capas de suéteres que llevaba puestos y dirigió sus caricias de nuevo hacia sus pechos.

Sin embargo continuó sin besarla, aunque se había acercado un poco más, y sus labios estaban ya muy cerca de los de ella. Su respiración suave e irregular era todo lo que rozaba sus labios. Sus palabras melosas se colaban en su consciencia. Trató de comprender su significado, y entonces se percató de que eran tan inconexas como el murmullo suplicante de ella.

Sin su beso, cada sensación que creaba con sus manos parecía más potente, más profunda, y le llegaba al fondo del alma. Deseaba quitarse la ropa, quitarle la ropa a él. Como la ropa que los cubría para protegerlos del frío, ellos habían estado cubiertos por capas y más capas de malentendidos. Ella deseaba retirar todo eso, descubrir al verdadero hombre que había debajo, vivo de deseo, vulnerable a sus caricias.

Le bajó la cremallera de cazadora y le deslizó la mano por el pecho cubierto por la camisa. Pero cuando fue a desabrocharle el botón de arriba, él le tomó la mano y se la llevó a los labios.

Le besó la palma de la mano y cada dedo antes de soltarla la mano.

– Será mejor que me marche -dijo con una sonrisa de pesar.

– Pero… no tienes que irte -dijo Perrie.

– Sí. Acabamos de hacernos amigos. No podemos hacernos amantes la misma noche.

Con eso se dio la vuelta, abrió la puerta y salió al frío de la noche.

Perrie se quedó a la puerta, temblando de frío, observando su marcha hacia el refugio. Cuando el aire frío le aclaró los sentidos, empezó a darse cuenta de lo que había pasado entre ellos. La próxima vez que estuvieran juntos, se harían amantes.

Perrie se abrazó mientras un estremecimiento de anticipación la sacudía con fuerza. Por primera vez desde que había llegado a Alaska, no quería marcharse. Quería quedarse allí en el refugio y aprender lo que ya adivinaba: que Joe Brennan sería un amante increíble.


– ¿Cómo sabes si estás enamorada?

Perrie miró a su alrededor, a las novias. Primero a Linda, que consideró su pregunta con total seriedad. Después a Mary Ellen, cuya mirada soñadora era la predecesora de una contestación romántica, como la de una película. Y después Allison, cuya idea del amor seguramente cambiaba como cambiaba el tiempo.

La cabaña de las novias reflejaba toda la excitación por la fiesta del día siguiente. Había ramos de flores de invernadero decorando cada rincón; y Perrie se había enterado de que cada uno de los pilotos de aquella zona había hecho un viaje especial a Anchorage para llevar todos los pedidos de los solteros de Muleshoe.

Varias cajas de caramelos cubrían la mesa de centro, y diversos detalles románticos llenaban la habitación. Las novias debían volver a casa a finales de mes, y la competición para que se consolidaran las parejas estaba llegando a su punto culminante. Después de los juegos de Muleshoe, Perrie adivinaba que las chicas recibirían distintas proposiciones de matrimonio; aunque no estaba segura de si las aceptarían o no.

– No sé si hay modo de explicarlo -dijo Linda-. Supongo que cuando una lo está, lo sabe.

– Creo que suenan campanillas en tu cabeza -dijo Mary Ellen-. Te sientes contenta y temblorosa, y tienes ganas de recorrer las estrellas.

Allison gimió.

– Eso sólo ocurre en las películas, boba. A mí me parece que es posible amar casi a cualquier hombre, si una de verdad quiere.

– ¿Quieres decir si es lo suficientemente guapo, si no se limpia los mocos con la manga de la camisa, y si tiene dinero suficiente para hacerte feliz? -le preguntó Linda.

Allison sonrió.

– Eso lo resume bastante bien.

– Pero tiene que haber más -dijo Perrie-. No puedo creer que tantas personas de este mundo se hayan enamorado y que no hayan escrito sus impresiones en algún sitio.

– ¿Esto es para tu historia? -le preguntó linda-. ¿O acaso estás interesada por razones personales?

– Para la historia -mintió Perrie, aunque se daba cuenta de que Linda ya la había calado-. De acuerdo. Tal vez necesite la información para evaluar mis sentimientos hacia un… conocido.

– ¿Hawk o Joe? -le preguntó Allison-. Si dices Burdy, voy a gritar.

– Es Joe. Aunque tanto Hawk como Burdy han sido dos perfectos caballeros conmigo, dulces y amables, me atrae el más canalla. El hombre que ha salido con todas las mujeres de Alaska, se deleita haciéndome infeliz, y no le importa nada mi profesión -Perrie hizo una pausa para pensarse lo que estaba a punto de decir-. Y creo que, en contra del sentido común, podría estar enamorada de él.

Habían pasado juntos casi cada minuto desde la noche de la aurora boreal. De día la llevaba a algún sitio especial alrededor de Muleshoe. Y por la noche se sentaban delante de la chimenea en su cabaña y charlaban. Ella solía trabajar en sus historias, y él las leía.

Y más tarde, cuando caía la noche, se besaban y tocaban. Aunque estaba segura de que un día serían amantes, Joe había tenido cuidado de no ir demasiado deprisa. Y cuando parecía que lo único que quedaba por hacer era el amor, Joe le daba las buenas noches y se marchaba, dejándola con la duda de por qué él insistía en esperar.

Mary Ellen palmoteó con deleite, trasportándolas a la realidad.

– ¡Ay, qué bonito! Es como el destino, ¿no es así? Es como esa película antigua con Cary Grant y esa actriz francesa. Sólo que ellos se encuentran en una isla tropical y vosotros estáis en Alaska. Y él no era piloto. Pero era tan romántico…

– ¿Crees que él siente lo mismo por ti? -le preguntó Linda.

– No lo sé -contestó Perrie-. Para ser sincera, no tengo experiencia con estas cosas. Quiero decir, nunca he estado enamorada. Y no creo que ningún hombre haya estado enamorado de mí. He tenido relaciones, pero con ninguna me he sentido como me siento ahora.

– Joe Brennan es sin duda un buen partido -dijo Allison-. Tiene un buen negocio, es guapo y estoy segura de que besa de maravilla.

Perrie suspiró.

– Sí, de maravilla.

– ¿Por qué crees que estás enamorada de él? -le preguntó Linda.

– Al principio no estaba segura. Pero entonces, después de pensarlo, me di cuenta de que era algo muy tonto. Por eso quería preguntaros a vosotras.

– Es por sus ojos, ¿verdad? -le preguntó Allison-. Tiene esos ojos de un azul tan increíble.

– Seguro que se trata de que es piloto -aventuró Mary Ellen-. Los pilotos son tan atrevidos y bravos.

– Es porque le gusta cómo escribo.

Las tres mujeres se volvieron hacia ella con expresión confusa.

– Yo… Escribí una historia sobre una familia de lobos de las llanuras que él me llevó a ver. Y la combiné con la historia de una familia que vive en las tierras salvajes. A mí no me pareció nada del otro mundo, pero a Joe sí. Y ahora me lleva a todos estos sitios especiales y me pide que escriba historias sobre esos sitios. Y después… Después las leemos juntos.

– ¿Ya está? -dijo Allison.

– No, no del todo. Yo siempre he trabajado mucho mis artículos, pero por mucho que consiguiera, nunca me parecía suficiente. Siempre albergaba una vaga ambición que deseaba satisfacer, un objetivo fuera de mi alcance. Pero cuando Joe dice que le gustan mis historias, es suficiente. Es todo lo que necesito. De pronto un Pulitzer no me importa tanto.

– Él te respeta -dijo Linda-. Y está orgulloso de ti. Eso es algo maravilloso.

Perrie sonrió.

– Lo es, ¿verdad? Es tan extraño, pero siento que mientras él crea en mí, es bastante -se pasó la mano por la cabeza mientras emitía un gemido-. Al menos eso es lo que creo. ¿Pero cómo voy a estar segura? Llevo tanto tiempo apartada de mi trabajo habitual, que ya no estoy segura. Tal vez no lo ame. Tal vez estuviera aburrida y él es una distracción conveniente.

– No tienes por qué decidirte ya -dijo Linda-. Tienes tiempo.

– ¡No! -gritó Perrie-. Tarde o temprano, tendré que volver a casa. Tengo que pensar en mi profesión, y si no vuelvo pronto, no querré volver. ¿Y si me quedo y me doy cuenta de que no estoy enamorada? ¿O y si vuelvo a casa y me doy cuenta de que lo estoy?

Mary Ellen se acercó a Perrie y le dio unas palmadas en la mano.

– Venga, no te disgustes tanto. Creo que debes seguir lo que te dicte el corazón. Cuando llegue el momento de decidir, lo sabrás.

– Tiene razón -dijo Linda-. Hazle caso al corazón. No analices esto como si fuera una de las historias que escribes para el periódico. No intentes buscar todos los hechos y las estadísticas. Simplemente deja que ocurra como tenga que ocurrir.

Perrie asintió y entonces se puso de pie.

– De acuerdo, eso será lo que haga. Le haré caso al corazón -fue adonde tenía la cazadora y se la puso-. Puedo hacerle caso al corazón. ¿Por cierto, tenéis alguna novedad vosotras tres en cuanto al corazón?

– Yo he estado saliendo con Luther Paulson -dijo Linda-. Es un hombre muy dulce; tan amable y cariñoso…

– George Koslowski me ha invitado a su casa esta noche a ver una película -dijo Mary Ellen-. Tiene Vacaciones en Roma. Un hombre a quien le guste Audrey Hepburn no puede ser tan malo.

– Y yo he decidido centrarme en Paddy Doyle -terminó de decir Allison-. Sigue siendo un hombre joven y tiene un negocio floreciente. Es guapetón y fornido. Y lleva dos años viudo. Ya es suficiente.

Perrie asintió distraídamente, puesto que no había dejado de pensar en Joe.

– Qué bien -murmuró mientras se acercaba a la puerta-. Os veo mañana en los juegos.

Necesitaba estar sola con sus pensamientos. Mientras caminaba por la calle principal de Muleshoe, pensó en todo lo que habían dicho las novias, y en todo lo que ella les había dicho a ellas. Toda vez que había dado voz a sus sentimientos, no le parecían tan confusos.

Estaba enamorada de Joe Brennan. Y eso era lo único que necesitaba saber de momento.


El sol se reflejaba en la nieve con tanta fuerza, que Joe tuvo que ponerse la mano delante de los ojos a modo de pantalla para ver más allá del refugio. En la distancia, Perrie partía leña metódicamente delante del cobertizo. Hawk le había dado troncos suficientes y un hacha bien afilada, y ella se empeñaba en la tarea con una determinación inquebrantable.

Tenía que admirar su tenacidad, aunque no estuviera de acuerdo con su propósito. Aunque había mejorado mucho en sus habilidades para defenderse en aquellos parajes, Joe no había tenido valor para decirle que seguramente no ganaría. Además de las tres novias, había otras cuatro mujeres solteras que llevaban años viviendo en la zona y que deseaban pasar un fin de semana en el balneario, todas ellas poseedoras de mucha práctica y talento.

Y llegado el caso de que Perrie quedara victoriosa, él seguía empeñado en continuar protegiéndola. Los organizadores de los juegos de Muleshoe le habían pedido si quería ser él quien llevara a la ganadora a Cooper, y Joe había aceptado. Perrie se llevaría una sorpresa si pensaba que podría largarse sin problemas. Si ella iba a Cooper, él iría con ella; y se aseguraría de que una vez que estuvieran allí, ella no quisiera ni salir del dormitorio.

Durante los últimos días, habían conectado de un modo tan inesperado, que él ya no estaba seguro de lo que sentía. Cada minuto que pasaban juntos les había unido más. Y en ese momento ya no podía imaginar pasar un día sin ella.

Se habían hecho amigos, y pronto serían amantes. Cada noche había deseado quedarse con Perrie, continuar con sus exploraciones sensuales. Pero sabía que, en cuanto la tocara de un modo íntimo, estaría perdido. La única manera de parar lo inevitable había sido marchándose.

Ella no sería como las otras. Cuando finalmente ocurriera entre ellos, sería algo muy especial. Y ocurriría. Las duchas frías y los pensamientos puros no podrían retenerlo mucho más. Tarde o temprano, su aguante se resquebrajaría y daría rienda suelta al deseo que parecía apoderarse de él cada vez que la miraba a los ojos.

Joe tomó otro sorbo de café y tiró el resto por encima de la barandilla del porche antes de entrar en el refugio. Julia estaba limpiando el polvo del salón, y le sonrió cuando pasó de camino a la cocina.

Se sirvió otra taza de café recién hecho mientras se fijaba en cómo había ensuciado Sammy la mesa de la cocina. El niño estaba tan ensimismado con sus propias actividades, que apenas había notado la presencia de Joe.

– ¿Qué estás haciendo, chico?

Sam recortaba una cartulina con mucho cuidado.

– Estoy haciendo una tarjeta de San Valentín para mi mamá.

Joe frunció el ceño.

– ¿No crees que es un poco pronto para hacerla?

– San Valentín es mañana. Ya le hice una a Perrie hace unos días; se la metí por debajo de la puerta.

– ¿Mañana es San Valentín?

– ¿A que no le has comprado ningún regalo a Perrie? -le preguntó Sam.

– No se me ocurrió.

– Es tu novia, ¿verdad?

Joe se quedó pensando la pregunta del niño y entonces asintió con la cabeza.

– Sí, supongo que es mi novia. Al menos eso es lo que quiero que sea.

– Entonces será mejor que le demuestres lo mucho que te gusta.

Joe suspiró. Ya era demasiado tarde para comprarle un regalo. Las flores no eran una opción en pleno invierno, y con todos los solteros del pueblo tratando de ganarse la simpatía de las novias, sospechaba que en el almacén de Weller no quedaría nada que pudiera ser romántico.

Necesitaba algo para demostrarle a Perrie que ya no la contemplaba como un huésped o una intrusión constante en su vida; para que supiera que le había hecho un hueco en su corazón; que pensaba en ella más de lo que había pensado en ninguna otra mujer.

– A lo mejor podrías hacerme una tarjeta de San Valentín para Perrie -sugirió Joe.

Sam le echó una mirada y negó con la cabeza.

– Eso no estaría bien. Necesitas hacérsela tú. Mi madre dice que si uno mismo hace un regalo es que le sale del corazón.

Joe se sentó al lado de Sam y tomó un trozo de papel.

– ¿Por dónde empiezo?

Joe se fijó en cómo Sam preparaba su tarjeta y empezó a hacer la suya. No había tocado la cartulina, el papel o la cola desde que había estado en el colegio.

– ¿Qué le vas a escribir dentro? -le preguntó Sam mientras observaba el progreso de Joe.

– He pensado en firmarla.

Sam negó con la cabeza despacio.

– Tienes que escribir algo dulce y romántico. O invéntate un poema. A las chicas les gustan los poemas.

– No se me da bien la poesía.

– Entonces tendrás que contarle lo guapa que es. Algo así como que su piel es como los pétalos de la rosa, o que sus labios saben a cereza.

Joe pestañeó con sorpresa.

– Eso es muy bonito. ¿Puedo utilizarlo?

Joe quería decirle lo bella que era, lo mucho que le encantaba estar con ella. Quería pedirle que pasara la noche con él. Pero no podía escribir eso en la tarjeta.

– ¿Qué te parece si le pido que sea mi pareja en el baile de Doyle's?

– Eso está bien -contestó Sam-. A las chicas les gusta bailar-. ¿Se lo vas a dar ahora?

– Se me ha ocurrido que sí. Está fuera practicando cortar leña.

Sammy levantó la tarjeta para su madre y la admiró con satisfacción.

– Recuerda -dijo con distracción-. Si intenta besarte, corre todo lo que puedas.

Joe no pensaba seguir ese consejo de Sam en particular. Si Perrie decidía besarlo, seguramente la arrastraría al interior de la cabaña para continuar donde lo habían dejado la noche anterior. Tomó su tarjeta de San Valentín y se la guardó en el bolsillo.

– Gracias por la ayuda, amigo.

Joe encontró a Perrie sentada en el porche de su cabaña, con la atención fija en ajustarse los cordones de las botas.

– ¿Qué tal va el entrenamiento?

Ella lo miró, y a él le pareció que se sonrojaba un poco. Su sonrisa le calentó el corazón y entonces se inclinó y le dio un beso en la boca. Resultaba extraño lo natural que le salía besarla, tanto que apenas pensaba antes de darle un beso.

– No soy capaz de atármelas bien.

– A ver, deja que te ayude -tomó la raqueta de nieve y le ajustó la correa con cuidado-. ¿Qué tal así?

– ¿Por qué estás haciendo esto? Pensé que serías la última persona en ayudarme.

– Si vas a competir, debes hacerlo lo mejor posible.

– ¿Lo dices en serio?

– Sí -dijo Joe, sabiendo que no fingía-. Me gustaría ver cómo dejas atrás a todas esas novias cobardicas.

Sus ojos verdes brillaron de sorpresa.

– Estoy mejorando mucho en cortar troncos. Con las raquetas de nieve voy regular, pero creo que con el equipo de perros de Hawk tengo el concurso ganado.

– ¿Sabías que después de los juegos hay un baile en Doyle's?

Ella lo miró con curiosidad, y esbozó una leve sonrisa.

– He oído algo de eso.

Joe sacó la tarjeta de San Valentín y se la dio, pero no supo qué decirle. A decir verdad, se sentía algo tonto con aquella tarjeta hecha por él. Pero todas sus reservas se disiparon cuando ella le sonrió con ternura. Para sus adentros, Joe agradeció a Sam su consejo; entonces se sentó en las escaleras a su lado.

– ¿Lo has hecho tú?

– Con algunos consejos de Sam. Me dijo que no te dejara que me besaras.

Perrie se echó a reír.

– ¿Sigues los consejos de un niño de nueve años?

Joe le dio un empujón juguetonamente con el hombro.

– ¿Bueno, quieres bailar entonces conmigo, Kincaid?

– Sólo si me besas otra vez -le dijo ella con picardía.

Él se inclinó hacia ella, y casi le rozó la nariz.

– Creo que eso podría arreglarse.


Entonces Joe le dio un sencillo y suave beso. Él no sabía que un acto tan inocente pudiera proporcionarle una reacción tan potente. Un intenso deseo le corrió por las venas mientras todos sus pensamientos se disolvían en su mente hasta que de lo único de lo que fue consciente fue de la sensación de sus labios. Tenía la boca tan dulce, y sin duda él se había hecho adicto a su sabor, porque cada vez necesitaba más y más.

Entonces ella se retiró y fijó la mirada en sus labios.

– Iré contigo al baile de Doyle's -murmuró.

– Bien -dijo Joe; se puso de pie y después se retiró la nieve de la parte de atrás de los pantalones-. Supongo que te veré después de la competición.

– ¿No vamos a vernos esta noche? Él le acarició la mejilla.

– Cariño, creo que será mejor que descanses esta noche

– De acuerdo -dijo Perrie-. Te veré mañana. Joe se metió las manos en los bolsillos traseros del pantalón y asintió.

– Mañana vendré a buscarte por la mañana. Iremos juntos a Muleshoe.

– Eso estaría muy bien -dijo ella.

Él se marchó silbando una alegre tonada por el camino en dirección al refugio. El nunca se había fijado demasiado en esas cosas románticas; pero debía reconocer que la tarjeta que le había hecho a Perrie la había afectado mucho. Pensó en su reacción y sonrió.

Estaba cansado de esperar. La próxima vez que tocara a Perrie Kincaid, no pararía hasta no saciar cada deseo, cada fantasía secreta que habían compartido.

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