3

Perrie se recostó contra la áspera puerta de madera mientras escuchaba el ruido de los pasos de Joe Brennan en la nieve de regreso a su cabaña. Agradecía poder estar finalmente lejos de los inquietantes ojos azules de aquel hombre. Con un suspiro de rabia soltó el bolso en el suelo. Momentos después, se deslizó contra la puerta de la cabaña y terminó sentándose en el suelo.

– Estoy como en la cárcel -murmuró mientras se frotaba el brazo que le dolía-. Esto es lo que es este sitio; como un campo de refugiados rusos decorado con cabezas y pieles de animales -suspiró-. Y con un guardián lo suficientemente guapo como para provocarle estremecimientos a cualquier mujer.

Echó un vistazo al interior de la cabaña, a las cornamentas de las paredes, y maldijo a Milt Freeman para sus adentros y al tipo que le había disparado. De no haber sido por esa bala perdida, Milt no la habría enviado a Siberia. Seguiría en Seattle, trabajando en su historia, siguiendo pistas y buscando testigos. En lugar de eso, en el único plan en el que podía ocupar su tiempo era en tratar de escapar de Muleshoe… y en la posibilidad de que Joe Brennan pudiera besarla.

Si tenía tiempo de sobra, tal vez Joe Brennan acabara pareciéndole más que un poco intrigante. Tal vez pudieran darse un revolcón o dos antes de salir de la ciudad. Después de todo, Perrie no era inmune a los encantos de un hombre tan apuesto y masculino. Había habido pocos hombres en su vida; siempre bajo sus condiciones, por supuesto. Pero ninguno de ellos le había durado mucho en cuanto se habían dado cuenta de que no ocupaban los primeros puestos de su lista de prioridades.

Además, ella ya había contado por lo menos cinco buenas razones por las cuales Joe Brennan la ponía nerviosa; cinco razones por las cuales no le permitiría besarla… Y menos aún que se la llevara a la cama. Y la más importante de todas era el que se hubiera negado a llevarla a Seattle. ¿Cómo iba a respetar a un hombre que no respetaba la importancia de su trabajo?

Se frotó la cara con las manos. En ese momento, no quería pensar en Brennan. La tonta atracción que sentía hacia él sólo le serviría para distraerla de su causa, que era regresar a Seattle. Y él le había dejado claro que no la ayudaría con eso.

– Encontraré otro modo -se dijo-. Tiene que haberlo.

Se puso de pie y dio una vuelta despacio alrededor de la cabaña, que era bastante bonita, caliente y acogedora. El suelo era de madera, cubierto con alfombras de lana muy coloridas. Una chimenea de piedra dominaba una de las paredes; a un lado y a otro de la chimenea había un sofá y una mecedora vieja.

Al otro lado de la cabaña, un par de camas de hierro y un viejo tocador de madera conformaban la zona para dormir. Las camas estaban cubiertas de bonitas colchas y cojines de plumas. En el rincón, una estufa panzuda irradiaba un calor muy agradable. Perrie sostuvo un momento las manos delante para calentárselas, para seguidamente pasar a inspeccionar la cocina.

Como el resto de la cabaña, era sencilla. Había una placa eléctrica, un frigorífico pequeño y unos cuantos armarios de madera de pino que parecían haber sido hechos a mano. En el centro de la mesa de roble había un jarrón con flores secas. Suspiró y se frotó las manos, entonces cruzó la habitación y descorrió las cortinas de una de las tres ventanas de la cabaña.

Esperaba poder echar un vistazo a ver qué tiempo hacía; pero en lugar de eso contempló una cara llena de arrugas y una boca desdentada que le sonreía. Perrie dio un grito y se retiró de la ventana, con el corazón en la garganta. El hombre la saludó con la mano antes de dar unos golpes en el cristal y señalar la puerta. Llevaba puesto un sombrero de piel con orejeras a los lados.

¿Quién sería ése? No podía ser que en Muleshoe hubiera también un mirón. Se llevó la mano al pecho, tratando de calmar sus latidos, y abrió la puerta una rendija.

El hombre de cara sonriente se pegó a la abertura.

– Hola, usted debe de ser la señorita de Seattle.

– Lo soy -dijo ella con recelo-. ¿Quién es usted? ¿Y por qué está mirando por mi ventana?

– Me llamo Burdy McCormack -metió la mano por la abertura, y de mala gana ella se la estrechó antes de abrir la puerta un poco más-. Se me ocurrió venir a ver cómo estaba -elijo mientras entraba con el paso tambaleante de sus piernas arqueadas-. No sabía si había llegado ya.

Un viento frío entró con él en la cabaña, y Perrie cerró la puerta rápidamente. El hombre dejó de sonreír y se rascó la cabeza.

– Supongo que no le gustarán mucho los perros. Strike está educado para hacer sus necesidades limpiamente.

Ella lo miró a él y después a la puerta.

– Perdone, ¿su perro está fuera? -abrió la puerta de nuevo y se asomó, pero no vio nada salvo nieve y árboles y una fila de huellas que morían a la puerta-. Me temo que no está aquí fuera.

– Vamos, Strike -lo llamó Burdy-. Entra al calor, perrucho. Muy bien, chico.

Perrie vio cómo Burdy se agachaba y acariciaba el aire justo al lado de su rodilla. Pero no había acariciado nada, puesto que allí no había ningún animal. Perrie se mordió el labio inferior. ¡El pobre viejo pensaba que tenía un perro!

Por un momento pensó en dejar la puerta abierta por si ella necesitaba escaparse, pero estaba entrando frío en la cabaña, así que decidió arriesgarse y estar caliente.

– Qué bonito perro tiene. Y muy obediente.

Burdy asintió y sonrió tanto, que su sonrisa parecía ocupar toda su cara curtida por el clima y los años.

– ¿Entonces, tiene todo lo que necesita aquí? Joe me pidió que viniera a ver cómo está de vez en cuando.

Perrie se frotó las manos y estudió a Burdy McCormack con astucia. Parecía inofensivo, un hombre que tal vez pudiera apoyar su causa.

– En realidad, hay algo con lo que podría ayudarme. No encuentro el baño.

Burdy se rascó la barbilla.

– Eso está fuera de la cabaña, en la caseta que tiene la luna en la puerta.

Perrie emitió un gemido entrecortado.

– ¿Fuera de la casa? ¿En pleno invierno? -se dio la vuelta y empezó a pasearse por la habitación-. Tiene que ayudarme a salir de aquí. Puedo vivir sin televisión y sin comida basura; pero no puedo vivir en una casa sin cuarto de baño. ¡No lo haré!

Burdy movió un dedo torcido en dirección suya mientras sacudía la cabeza.

– ¡Ah, ni lo sueñe! Joe me advirtió que trataría de convencerme para que la sacara de aquí. Pero eso no va a ocurrir. No voy a dejarme llevar por las palabritas dulces de una mujer bonita.

Perrie añadió otra razón a la lista de por qué besar a Joe Brennan quedaba descartado. Era un bocazas. Seguramente toda la gente que vivía allí sabría ya que se quería largar de Muleshoe.

– No lo entiendo -dijo Perrie con calma-. Tengo que volver a Seattle. Es un asunto de vida o muerte. Tiene que haber un modo de salir de aquí.

– Hay muchas maneras de salir de aquí. En Muleshoe viven más de siete u ocho pilotos, y cada una de ellos posee una bonita avioneta, además.

– ¿Pilotos? ¿Quiere decir que Brennan no es el único que tiene el monopolio de los vuelos?

– Señorita, estamos en Alaska. Aquí no se puede vivir sin un avión.

– Entonces tiene que llevarme hasta esos pilotos. Estoy dispuesta a pagarle. Mucho. Podría comprarse cualquier cosa. Un perrito nuevo.

El viejo se echó a reír.

– ¿Para qué iba a querer un perro nuevo teniendo a Striker? Nunca ladra, y apenas come, y nos llevamos muy bien.

– Eso ya lo veo.

Y también veía que Joe Brennan la había dejado en manos de un loco y su perro invisible. Burdy se retiró el sombrero y la miró con sus ojos de un azul brillante.

– A Joe no le gustaría mucho si la ayudara a marcharse. Y supongo que les habrá dicho a todos los demás pilotos que no la lleven tampoco. Pero supongo que no por eso dejará de intentarlo.

– Desde luego que no -dijo Perrie-. Tiene que haber un piloto en esta ciudad dispuesto a volar por dinero.

Burdy suspiró y se frotó la frente.

– ¿Le gustaría venir a Muleshoe? Estaba a punto de ir a comer algo en St. Paddy's, y me encantaría tener la compañía de una muchacha bonita como usted.

– ¿Tienen iglesia aquí?

Burdy se echó a reír.

– St. Paddy's no es una iglesia; es la taberna del pueblo. La lleva Paddy Doyle. Acabamos llamándola Si. Paddy's porque la mayoría nos pasamos allí los domingos por la mañana. Prepara un buen desayuno irlandés, con huevos fritos, tartaletas de patata y pan fermentado y salchichas caseras; pero no permite que nadie hable durante el servicio religioso.

– ¿Es un cura, entonces? preguntó ella.

Un religioso la ayudaría. Vería que la estaban reteniendo en contra de su voluntad y le exigiría a alguno de los pilotos locales que la sacara de allí.

– Bueno, sí que preside los funerales del pueblo, pero no es un cura propiamente dicho. Sólo nos obliga a ver la misa en la enorme pantalla de televisión que tiene en el local.

Las ilusiones de Perrie se desvanecieron. No había cura.

– Todos lo soportamos porque el desayuno es exquisito -continuó Burdy-. Y porque Paddy se toma su religión muy en serio. La misa empieza a las ocho y poco después se sirve el desayuno.

A Perrie se le hizo la boca agua sólo de oír la descripción de Burdy. No había comido nada desde la noche anterior. Era casi la hora de la cena, y con ello llegaba la necesidad de ponerse a cocinar, una habilidad que no dominaba más allá de las palomitas en el microondas.

– ¿Y sirven una buena cena en St. Paddy's?

– La mejor del pueblo -contestó Burdy-. Salvo las cenas de los sábados en el parque de bomberos. Soy yo quien cocina. Mañana por la noche toca espaguetis.

– ¿Y los pilotos de la ciudad comen en casa de Doyle?

– La mayoría.

– Entonces creo que iré con usted al pueblo, Burdy. Tengo un poco de hambre y esta noche no me apetece cocinar.

Burdy asintió.

– De acuerdo. Póngase una cazadora que abrigue y unas buenas botas que encontrará en ese armario. No voy a sacarla con el frío que hace si no está debidamente abrigada. Y si a la vieja Sarah se le mete en la cabeza que no quiere ir a la ciudad, tendremos que ir andando.

– ¿Sarah es su esposa?

– No, es la camioneta del refugio. A veces me da la lata. Si la ve, tal vez se ponga un poco celosa y decida que no nos lleva a Muleshoe.

Perrie levantó la cabeza del suelo mientras se calzaba un par de botas de goma enormes y se ponía una cazadora de plumas. Un perro invisible y una camioneta celosa.

¿Qué otra clase de entretenimiento podría ofrecerle Muleshoe?


La Tap Tavern de Doyle, o St. Paddy's como la llamaban los lugareños, estaba llena de gente cuando Burdy la invitó a pasar. Al mirar a su alrededor, Perrie se dio cuenta de que era la única mujer allí; y al resto de los clientes de Paddy no le llevó mucho tiempo darse cuenta de lo mismo. La conversación se fue apagando al tiempo que todos los ojos se volvían hacia ella.

Perrie esbozó una sonrisa forzada y agarró a Burdy del brazo.

– ¿Por qué me están mirando así? -murmuró.

Burdy se puso derecho y sacó pecho.

– Supongo que se están preguntando cómo un viejo como yo lleva del brazo a una mujer tan guapa -se aclaró la voz-. Ésta es la señorita Perrie Kincaid. Se quedará en Muleshoe una temporada. Está buscando un piloto para que la saque de aquí.

Seis de los clientes del bar se adelantaron, pero Burdy levantó su mano nudosa y negó con la cabeza antes de continuar su perorata.

– El primero que le ofrezca un vuelo a la señorita Kincaid, tendrá que vérselas con Joe Brennan y conmigo.

Los seis retrocedieron con gesto decepcionado; pero su interés apenas disminuyó. Perrie se movió nerviosamente mientras le echaba una mirada a Burdy.

– Y no está aquí para buscar marido tampoco, así que podéis cerrar la boca y volver a lo que estuvierais haciendo.

– Soy perfectamente capaz de defenderme sola -dijo mientras Burdy la conducía a una mesa.

Retiró con galantería una silla de vinilo rojo para que se sentara y la ayudó a quitarse la cazadora.

– Por supuesto, se esperará que baile con ellos -dijo Burdy en cuanto se hubo sentado frente a ella y acomodado a sus pies al perro imaginario.

Ella levantó la vista del menú.

– ¿Cómo?

– Bueno, eso es una costumbre común por estas tierras. No pueden bailar entre ellos, así que cuando hay una mujer no pierden mucho tiempo. Supongo que acabarán sacándola a la pista más veces de las que pueda contar. Si tiene suerte, las novias se pasarán y reducirán sus posibilidades de marearse.

Burdy no había terminado de hablar cuando se abrió la puerta del bar y entraron tres mujeres. Perrie no habría sabido que había mujeres debajo de las capuchas de las cazadoras o de las bufandas de no haber sido porque todos dejaron de hablar de repente.

– Ahí están -dijo él-. Son un grupo prometedor. Mejor que las tres primeras.

– ¿Hubo tres anteriores?

– Sí. Los chicos pusieron un anuncio en un periódico de Los Ángeles. Supongo que pensaron que tal vez con un poco de suerte consiguieran una estrella de cine o una de esas modelos. Esas tres chicas aguantaron una semana antes de que Joe tuviera que llevarlas en su avión de vuelta a Fairbanks. No estaban hechas para el frío. Pero estas tres son distintas. Yo he apostado dinero a que por lo menos dos de ellas se quedan.

Perrie vio cómo se quitaban los abrigos y se sentaban a la mesa. Le parecían mujeres normales e inteligentes. Las tres eran atractivas, cada una a su manera y, por lo que podía ver, sus edades iban de veintitantos a treinta.

– ¿Y sus novios? -preguntó ella-. ¿No se van a enfadar si alguien baila con ellas?

– No funciona así la cosa. Los chicos que pagaron tienen la oportunidad de leer las cartas y elegir a las chicas. Pero en cuanto están aquí, más o menos son para todos. El hombre que corteje a la chica se la lleva con todas las de la ley.

– Eso no me parece justo. ¿Y los hombres que no pagaron?

– Bueno, no hay muchos solteros que no participaran. Sólo yo… y Paddy. Él sigue llorándole a su esposa, que perdió hace unos años. Y está también Ralphie Simpson. Él se ha casado y divorciado cinco veces, así que no quería una mujer que busque el matrimonio. Y eso es todo, salvo por Brennan y Hawk.

– ¿Todos los hombres solteros de la ciudad excepto usted y los otros cuatro están buscando novia?

– Exactamente.

Ella miró a Burdy por encima del menú.

– ¿Y qué pasa con Brennan? ¿Por qué no se apunta a lo de las novias?

Burdy se rascó la barbilla con gesto pensativo.

– La verdad es que no lo sé. Sospecho que le gusta ser un lobo solitario. Aunque no haya escasez de damas que quisieran poner fin a esa situación. Todas dicen que es un verdadero encanto, que sabe exactamente cómo tratarlas. Y siempre están hablando de sus ojos, aunque yo no les vea nada de especial.

– ¿Sus ojos? No veo qué tengan de especial -mintió Perrie-. En cuanto a lo de ser encantador… Bueno, desde luego no es mi tipo.

– ¿Sabe?, rescató a una preciosidad del Denali hace unos días. La sacó de una hendidura en la montaña y le salvó la vida. Es un piloto de los mejores.

Eso despertó inmediatamente su interés.

– ¿De verdad? Eso no me lo había contado.

– A él no le gusta presumir. Pero todo el mundo lo quiere. Es generoso en extremo. El invierno pasado llevó a Acidie Pruett cuando su madre enfermó. Ella no tenía dinero para pagarle el vuelo, de modo que Joe le dijo que a cambio podría hacerle la colada durante tres meses. Y me trae verduras frescas para mis cenas de los sábados sin cobrarme el transporte. Supongo que no me cobra todo el precio del producto, tampoco, pero eso no puedo probarlo.

El instinto periodístico de Perrie surgió.

– ¿Qué hacía en Seattle?

Burdy se encogió de hombros. El viejo ladeó la cabeza en dirección al bar.

– ¿Y por qué no se lo pregunta usted misma? Lleva mirándola desde que hemos entrado.

Ella se volvió y vio a Joe Brennan apoyado en la barra del bar, mirándola con esos ojos pálidos de expresión desconcertante. Por un momento pensó en desviar la mirada, pero en lugar de eso alzó la barbilla y lo saludó discretamente con la mano. Él le respondió levantando la ceja con sutilidad, antes de volverse a hablar con el hombre que tenía al lado.

Por primera vez desde que lo había conocido, no llevaba la gorra puesta. Su cabello negro y espeso le rozaba el borde del cuello de su camisa de franela, y caía sobre su frente con un mechón como el de un chiquillo, descuidado e increíblemente sexy. Llevaba la camisa arremangada, y Perrie paseó la mirada sin pensarlo por sus brazos musculosos y fuertes y sus manos grandes y hábiles. Se fijó en la suavidad con que los vaqueros le ceñían unas caderas estrechas y unos muslos largos y fuertes cuando Brennan enganchó el tacón de la bota en el reposapiés de la barra. No había duda. A Joe Brennan le sentaban los vaqueros mejor que a ningún hombre que hubiera conocido en su vida.

– ¿Le gusta?

Ella se volvió al oír la pregunta de Burdy.

– ¿Cómo? No. ¿Por qué iba a pensar eso?

Burdy se encogió de hombros mientras sonreía.

– Aún no he conocido a una mujer que se haya resistido a él. Y usted parece interesada.

– Soy periodista -le soltó-. El aprender secretos oscuros sobre las personas es lo que mejor se me da -Perrie se inclinó hacia atrás en su asiento-. Y le apuesto la cena de esta noche a que puedo averiguar lo que Joe Brennan hacía en Seattle, antes de venir a vivir aquí.

– Aceptaría su apuesta, pero Joe me dijo que no tenía usted dinero.

Ella frunció el ceño. Burdy tenía razón. ¿Cómo iba a vivir allí en Muleshoe sin un penique? Milt le había quitado todo su dinero, y la había obligado al exilio. ¿Acaso esperaba matarla de hambre también?

– Tiene razón, no tengo dinero.

– Para apostar no. Pero Joe me dijo que su jefe le había dado el visto bueno para que le pagara lo que necesitara en la ciudad. Paddy le abrirá una cuenta, y Louise Weller del almacén hará lo mismo.

– Bueno, pues si decido apostarme una cena, Milt Freeman tendrá que pagarlo también -dijo ella muy enfadada mientras se ponía de pie-. Esto me llevará unos cinco minutos. Puede pedirme una hamburguesa con queso y una cerveza mientras vuelvo.

Fijó la vista en los hombros anchos de Joe Brennan y se dirigió hacia él. Pero no había avanzado ni tres pasos cuando un hombre regordete con barba negra le salió al paso.

– Señorita Kincaid -dijo con evidente vergüenza-. Me llamo Luther Paulson. Me encantaría que me concediera un baile.

Perrie abrió la boca para negarse, pero el hombre parecía tan nervioso, que no tuvo el valor de decirle que no. Sonrió débilmente y asintió.

– De acuerdo. Un baile será agradable. Pero sólo uno.

– No querría imponerme ni un minuto más – dijo Luther con expresión más animada.

Fiel a sus palabras, Luther no le pidió que bailara una segunda vez; ni tampoco George Koslowski, Erv Saunders ni otros tres hombres solteros que se acercaron después de los anteriores para bailar con ella. Perrie trató de recordar sus nombres, pero después del tercero todos se transformaron en una imagen borrosa de vello facial y franela. Y las tres novias habían corrido igual suerte, ya que estaban con ella en la pista de baile, charlando animadamente con sus parejas.

Finalmente dijo que tenía sed y cuatro hombres se ofrecieron para invitarla a una cerveza. Pero ella rechazó todos los ofrecimientos y se abrió paso hasta la barra a través del grupo de optimistas que rodeaban la pista, rechazando más invitaciones por el camino.

El taburete al lado de Joe Brennan estaba vacío, como la mayoría, y Perrie se sentó a su lado y lo miró de reojo.

Él sonrió.

– Eres la dama más popular esta noche -le dijo sin mirarla, con la vista fija en su jarra de cerveza.

– No tan popular dijo ella-. Tú no me has sacado a bailar.

Él se echó a reír y dio un trago de cerveza.

– Esos hombres de ahí tienen una razón para sacarte a bailar, e imagino que es un asunto muy serio.

– Y yo imagino que tú no tienes ninguna razón para sacarme a bailar, ¿verdad?

– Bueno, se me ocurren unas cuantas -dijo él-. Pero lo cierto es que tengo más para no hacerlo, Kincaid.

– ¿Y cuáles pueden ser ésas, Brennan?

– Bueno, aparte del hecho de que me reprenderías y tratarías de convencerme para que te llevara de vuelta a Seattle, también pienso que podrías hacerte una idea equivocada de mí.

Perrie asintió despacio.

– Te preocupa lo que te dije antes, ¿verdad? Sobre si querías besarme. Bueno, no te lo tendré en cuenta, Brennan. Me han informado por completo de tu fama con las señoras -lo agarró del brazo-. Vamos. Si no me sacas a bailar, tendré que hacerlo yo.

Él protestó entre dientes pero se dio la vuelta y la siguió a la pista. Perrie esperaba más de la misma torpeza y nerviosismo que habían mostrado sus anteriores parejas de baile; pero Joe le rodeó la cintura con el brazo y empezó a moverse con naturalidad y destreza, como si llevara toda la vida bailando, y de pronto era ella la que se sentía torpe y nerviosa.

Cuando él le subió la mano por la espalda, ella se quedó sin aliento y empezaron a temblarle las piernas.

– Bailas muy bien -murmuró ella, que fijó la vista en el pecho de Brennan para no mirarlo a la cara.

– ¿Sorprendida?

– Tal vez -concedió-. ¿Bueno, y cuál es tu historia, Brennan?

– ¿Mi historia?

Ella lo miró a la cara.

– Sí, ¿por qué te viniste a vivir a este lugar tan inhóspito y duro? Burdy dice que vivías en Seattle hasta hará unos cinco años.

– ¿Burdy y tú habéis estado cotilleando sobre mí?

– Estábamos hablando de las novias, y el tema se desvió hacia ti. No me pudo contar nada más. Dice que eres un piloto muy bueno, sin embargo.

Él arqueó la ceja.

– Me las apaño. No he perdido todavía a ningún pasajero, aunque esta tarde me entraran muchas ganas de hacerlo.

– ¿Entonces no tienes miedo?

Joe se echó a reír.

– Aquí en Alaska tenemos un dicho, Kincaid. Hay pilotos atrevidos y pilotos viejos. Pero no hay pilotos atrevidos y viejos.

Perrie sonrió.

– Me gusta. ¿Entonces quién eras antes de hacerte piloto, Brennan? ¿Y cómo conociste a Milt Freeman?

Él miró al vacío un momento, como contemplando qué decirle. Pero entonces se encogió de hombros.

– Tenía un trabajo, como la mayoría de las personas. Me sentaba a una mesa y hacía gestiones -bajó la vista y la miró a los ojos-. Pero supongo que es una historia muy aburrida para una mujer como tú, Kincaid.

Ella entrecerró los ojos.

– Y me temo que no te creo, Brennan. Te olvidas de que tengo un olfato especial para las historias, y en este momento estoy oliéndome una. Milt me dijo que le debías un par de favores. ¿De qué clase?

– No hablemos ahora. Pensaba que querías bailar.

Tenía unir voz cálida y persuasiva; tal vez demasiado persuasiva para el gusto de Perrie.

– ¿Milt y tú os conocisteis aquí, o ya os conocíais en Seattle?

– ¿Naciste siendo reportera, Kincaid?

– En realidad, sí. Desde que era pequeña quise tener mi propio periódico. Publicaba un pequeño diario en el barrio donde vivía llamado el Honey Acres Gazette. Yo escribía las historias y los dibujos; luego hacía diez copias y se las pasaba a los niños del barrio. Fui yo quien sacó a la luz la historia sobre el gato abandonado que vivía en la cloaca debajo de la entrada de la casa de la señora Moriarty.

– Eres una mujer excepcional, Kincaid -rió él, y entonces la estrechó un poco más entre sus brazos.

Al principio la sensación de su cuerpo fuerte y atlético fue demasiada impresión para ella; y de repente se le aceleró el pulso y la cabeza empezó a darle vueltas. Pero entonces, a medida que seguían bailando, se dio cuenta de que le gustaba aquella extraña sensación que la recorría de arriba abajo. Ésa es la clave, pensaba Perrie. No debía tratar de pararlo, sino de disfrutarlo… aunque no demasiado.

– Bueno, yo ya te he contado cosas mías. ¿Ahora por qué no me cuentas tu vida, Brennan?

– No voy a responder a tus preguntas. ¿Si quieres escribir una historia, por qué no escribes lo que te ha pedido Milt? Sobre las novias.

Ella volteó los ojos.

– La de las novias es fácil. Necesito un desafío, y creo que he encontrado uno. Vas a sentir no haberme llevado de vuelta a Seattle, Brennan, sobre todo si ocultas algún secreto.

El brazo que le rodeaba la cintura la apretó un poco más hasta que lo único que pudo hacer fue dejar que aquel cuerpo se moldeara al suyo. Y a partir de ese momento en el que él pegó suavemente sus caderas a las suyas, en el que ella deslizó la mano por el brazo musculoso de Brennan, y éste entrelazó sus dedos con los de ella, Perrie dejó de pensar. Sintió un calor que le tiñó las mejillas mientras con el pensamiento exploraba otros aspectos de la anatomía de Joe Brennan.

Pero su especulación quedó interrumpida cuando Paddy Doyle apareció a su lado.

– Siento interrumpir -dijo el hombre mientras se limpiaba las manos en el mandil-, pero Louis Weller acaba de llamar preguntando por ti, Joe. Dice que el pequeño Wally estaba limpiando la carretera de nieve con la pala y se cayó. Cree que haya podido romperse una pierna.

Joe la soltó, y ella aprovechó la oportunidad para retirarse un poco. El se pasó la mano por la cabeza con gesto preocupado.

– Desde luego ese chico se ha roto más huesos de los que tiene en el cuerpo. La compañía de seguros de su padre estuvo a punto de pagarme el avión.

Paddy asintió.

– Ella le ha puesto una tablilla y ha dicho que te verá en el aeropuerto.

– Hace mal tiempo y está oscureciendo. No sé si voy a poder sacarlo -se dio la vuelta y se apartó de la pista de baile, totalmente distraído con cosas más importantes.

Perrie lo siguió, pero con lo grandes que le quedaban las botas, apenas podía caminar bien. Agarró la cazadora que estaba en la silla frente a Burdy; la hamburguesa con queso se había quedado fría.

– Me voy contigo, Brennan.

Él se dio la vuelta, casi como si hubiera olvidado que ella estaba allí.

– Déjalo, Kincaid. Aquí estás segura, y tengo la intención de que sigas así -miró a Burdy-. Échale un ojo, ¿quieres?

Burdy asintió. Con eso, Joe se puso la cazadora y la gorra y salió por la puerta, mientras Perrie observaba su marcha y sus palabras se repetían en su pensamiento. El corazón le dio un vuelco y una sonrisa asomó a sus labios. Era agradable tener a alguien que cuidara de ella, sobre todo un hombre tan sexy y atrayente como Joe Brennan. La idea le hacía sentir un extraño calor por dentro.

Perrie pestañeó y sus tontas fantasías se interrumpieron. Se metió las manos en los bolsillos y se volvió hacia la mesa con cara de pocos amigos, hacia donde Burdy la esperaba con su cena.

– Vamos, Kincaid -se dijo-. Ponerte blandengue con Joe Brennan no va a sacarte de Muleshoe.

Mientras masticaba la hamburguesa fría, pensó de nuevo en Joe Brennan. De pronto se le ocurrió una idea tan buena que le entraron ganas de reírse.

¿Pero cómo no se le había ocurrido antes? Era tan sencillo.

¡Ya sabía cómo regresar a la civilización! Y en cuanto Joe Brennan volviera de Fairbanks, pondría su plan en acción.


– Estoy casi seguro de que está rota -dijo Burdy mientras avanzaba deprisa delante de Joe por el camino cubierto de nieve hacia la cabaña de Perrie.

– ¿Pero qué demonios ha ocurrido? Estaba bien cuando la dejé anoche.

– Dice que se resbaló en el hielo y se cayó mientras iba a la caseta del baño a oscuras. Yo debería haber estado allí. Una dama como la señorita Kincaid no está acostumbrada a este tiempo. En Seattle no tienen hielo; y esas botas que le di son muy grandes para ella.

Joe frunció el ceño mientras una sospecha iba tomando forma en su mente.

– ¿No estabas con ella cuando se cayó?

Burdy negó con la cabeza.

– Lo siento, Joe. Sé que me pediste que la vigilara, pero un hombre no puede pasarse veinticuatro horas con una chica así. No estaría bien -el viejo le echó una mirada-. La gente podría hablar.

Joe sonrió sólo de pensar en Perrie y Burdy sorprendidos en una situación romántica.

– No te culpo, Burdy. En realidad, estoy dispuesto a apostar que Perrie Kincaid trama algo. Ya sabes que ella haría cualquier cosa para salir de Muleshoe.

– ¿Quieres decir que la chica se ha roto la muñeca a propósito?

Joe subió las escaleras de la cabaña de Perrie de dos en dos.

– No creo que tenga la muñeca rota.

Con resolución, se plantó delante de la puerta y llamó con los nudillos antes de abrirla y acceder al interior. Vio brevemente a Perrie justo cuando ésta se metía con rapidez en la cama y se cubría hasta la barbilla. Burdy se quedó en el porche hablando con Strike. Cuando Joe cerró la puerta, ella estaba ya bien tapada y con el brazo derecho pegado al pecho.

Se la veía tan pequeña, tan frágil, allí metida en la enorme cama de hierro. El cabello despeinado le caía sobre la frente. Por un momento sintió cierta alegría de volver a verla, pero rápidamente ahogó esa sensación mientras se daba cuenta de que habría significado que la había echado de menos. Maldita sea, apenas la conocía.

Cruzó la habitación en tres pasos, poniendo cara de preocupación. Cuando llegó a la cama, se sentó en el borde despacio. Ella hizo una mueca de dolor por efecto del movimiento, y Joe pensó que o bien se había hecho daño, o era una actriz consumada. Y más bien creía lo último.

Estiró el brazo y le retiró el cabello de la frente, ignorando el calor que le subió por los dedos y le encendió los sentidos.

– ¿Qué ha pasado? -le preguntó en tono suave, fingiendo preocupación-. Burdy dice que te has hecho daño en la muñeca.

– Yo… creo que me la he torcido nada más. Nada por lo que deba preocuparme. En unos días estará bien.

Joe ahogó una sonrisa. Así que trataba de jugar con él.

– Pero podría estar rota -él le tomó el brazo con cuidado.

Tenía la muñeca floja. Él entrelazó los dedos con los de ella para comprobar si tenía fuerza en la articulación. Su mente se centró inmediatamente en su mano, tan suave comparada con la suya; la mano de una dama. Una mano de dedos largos y delicados que bien podrían volver loco a un hombre. Joe se aclaró la voz y pestañeó.

– ¿Crees que podría estar rota de verdad? -dijo ella con voz suave, y él levantó la vista para mirarla a los ojos.

La intensidad de su mirada lo zarandeó, sin embargo no podía apartar los ojos de ella.

– No estoy seguro -dijo él mientras se inclinaba un poco más hacia ella-. ¿Qué te parece?

Él sintió su aliento suave en la cara, rápido y superficial, como si su proximidad la pusiera nerviosa.

– De verdad me duele -dijo ella, cuyo rostro volvió a crisparse de dolor.

Joe le miró los labios, y se olvidó de tratar de pillarla en una mentira. Sus labios lo tenían paralizado, y sin pensar se acercó a ella y los rozó con los suyos.

A ella se le escapó un leve gemido de la garganta, y él la besó con más ahínco para saborearla mejor. Había pensado mucho en besarla desde que había salido de Muleshoe, muchas más veces de las que quería reconocer. Pero jamás había imaginado que sería tan bueno como era en realidad.

Perrie Kincaid sabía besar a un hombre, cómo provocar y excitar sin apenas esforzarse. Su boca se movía con suavidad bajo sus labios mientras esos leves gemidos brotaban de su garganta, urgiéndole a continuar. Ella extendió los dedos lentamente sobre su pecho y metió la mano por la cazadora de plumón hasta que empezó a enroscar los dedos con suavidad en… ¡Los dedos! Joe volvió un instante a la realidad y sonrió mientras ella continuaba besándolo.

– No creo que esté rota -murmuró mientras la besaba en el cuello.

– ¿Mmm?

Él le agarró las manos que ella le había echado al cuello y muy despacio se las retiró. Aturdida por lo que había pasado, Perrie se quedó mirándolo sin comprender.

– He dicho que no creo que tengas la muñeca rota -le sostuvo el brazo delante de la cara y se lo zarandeó de modo que la mano le caía hacia delante y hacia detrás-. No soy médico, pero yo diría que tienes la muñeca perfectamente. Parece incluso como si se te hubiera pasado la torcedura. Tal vez fuera el beso.

La confusión de su mirada quedó sustituida rápidamente por la rabia. Rabia hacia él, y hacia sí misma por haber caído en su trampa.

– Lo has hecho adrede -dijo ella.

Joe arqueó una ceja.

– ¿El qué?

– ¡Tú sabes el qué! Tú… Me has besado para distraerme…

– Y tú me besaste a mí -respondió él-. Y creo que te ha gustado. Lo suficiente para olvidar tu pequeño plan para que te evacuara al hospital de Fairbanks, Kincaid.

Ella lo empujó a un lado y se levantó de la cama, entonces empezó a pasearse por la habitación.

– No puedo creerlo -murmuró-. Estoy aquí atrapada. A nadie le importa que tenga una historia muy importante que desvelar en Seattle -se paró y puso las manos en jarras-. ¿Tienes idea de lo importante que es esto?

– ¿Lo bastante importante para que te maten? -le preguntó Joe-. Ninguna historia es tan importante.

Perrie abrió la boca para contestar, e inmediatamente la cerró.

– ¿Qué te importa? -le preguntó pasado un rato.

Cosa rara, le importaba. Cuanto más tiempo pasaba con Perrie Kincaid, más le importaba lo que le ocurriera. Pero no pensaba decírselo ni loco.

– A Milt Freeman le importa. Y yo le debo un favor.

– ¿Qué clase de favor? -le retó ella.

– Me salvó la vida.

Joe no supo por qué le había dicho eso, pero no estaba listo para darle más explicaciones. Por la expresión de Perrie, Joe se dio cuenta de que tan sólo había conseguido suscitar su curiosidad.

– ¿Y cuándo fue eso? -le preguntó ella.

– No es asunto tuyo. Ahora, si te has recuperado lo suficiente, tengo trabajo que hacer. Te sugiero que vayas a la ciudad con Burdy. Él tiene que preparar los espaguetis, y tú puedes comprar algo de comida. Vas a quedarte aquí una temporada.

Y dicho esa se dio media vuelta y fue hacia la puerta, satisfecho de haber puesto fin a sus planes para escapar. Le gustara o no, tenía que aguantarla allí.

– Un momento, don encantador -le llamó ella-. Me gustaría hablar de la situación del baño contigo.

Joe apoyó la mano contra el marco de la puerta, pero se negó a darse la vuelta.

– ¿Y cuál es esa situación?

Ella cruzó la habitación y se colocó entre él y la puerta.

– ¿Dónde está mi baño? Burdy me llevó fuera, con la nieve que hay, a una maldita cabina fuera de la casa.

– Deberías estar contenta de tener agua corriente -le contestó Joe-. La mayoría de los habitantes de Muleshoe siguen sacando el agua del pozo del pueblo.

– Exijo una cabaña con instalaciones adecuadas.

La empujó con suavidad y abrió la puerta de la caseta.

– Tienes agua caliente. Y hay una bañera en el porche trasero. La metes dentro y la llenas. O puedes darte una sauna con Burdy, Hawk y conmigo todas las noches si lo otro te resulta pesado.

Ella lo siguió al porche.

– ¿Y a esto lo llamas civilización?

Joe se volvió hacia ella y vio su mirada enfadada.

– Esto es Alaska, Kincaid -le dijo en tono sereno, ahogando el deseo de besar el gesto duro de sus labios para suavizarlos-. Se supone que es un sitio agreste; eso es parte de la experiencia. Te dije que es un lugar duro, sobre todo para una mujer.

Él esperaba que ella volviera a rogarle que la sacara de allí; pero para su sorpresa, Perrie se cuadró y lo miró con gesto obstinado.

– ¿Quieres decir que no soy lo bastante dura para Alaska?

Joe se encogió de hombros, desarmado con sus cambios de humor tan volubles.

– Eres tú la que te estás quejando de que no haya cuarto de baño dentro de la cabaña. Ahora, si no hay nada más, tengo que hacer un vuelo.

Ella abrió la boca para protestar, pero él levantó la mano.

– No, no te voy a llevar conmigo.

– ¡No iba a decir eso! -gritó ella mientras él avanzaba por el camino con brío-. Si tú puedes vivir sin cuarto de baño en la casa, yo también.

– Bien -gritó Joe, volviendo la cabeza-. Porque no te quedan demasiadas alternativas.

Burdy lo alcanzó a medio camino entre las cabañas y el refugio.

– Supongo que no querrás decirle que hay baño en el refugio, ¿verdad?

– ¿Y que se venga a vivir con Hawk y conmigo?

– Hay una habitación vacía hasta que Sammy, Tanner y Julia vengan en verano.

Joe se paró en seco y echó a Burdy una mirada de incredulidad.

– ¿Querrías tú vivir con ella?

– Bueno, la verdad es que ella no vino aquí voluntariamente. Podrías hacer que se sintiera un poco más cómoda -le sugirió Burdy.

– No hay sitio en el refugio para ningún invitado. Tanner y su nueva familia volverán dentro de unos días. Y tú sabes lo que pasó cuando Julia puso el pie en el refugio. No voy a arriesgarme.

Burdy se echó a reír.

– Supongo que Hawk y tú conoceréis a vuestras futuras parejas dentro de poco -hizo una pausa y sonrió-. Tal vez tú ya la hayas conocido.

Joe suspiró.

– No empieces. Tengo bastante en la cabeza tratando de dirigir Polar Bear Air. Con Tanner ocupado con su esposa y su nuevo hijo, últimamente no ha sido de mucha ayuda en el refugio. Y a Hawk ya le toca desaparecer como suele hacer de tanto en cuanto.

– ¿Entonces por qué no haces lo que te pide la señorita y la llevas a Seattle? Debes de tener una deuda muy gorda con su jefe.

– Mejor será que te ocupes de tus cosas, Burdy -rugió Joe.

Burdy negó con la cabeza y silbó para llamar a Strike. Cuando el perro imaginario llegó a su lado, se inclinó hacia delante y le acarició la cabeza.

– Parece que estás protestando demasiado.

Y con eso, el viejo fue hacia el refugio hablando con Strike por el camino.

Joe se quitó la gorra y se pasó la mano por la cabeza. Lo cierto era que le encantaría llevar a la mujer de vuelta a Seattle; pero Joe Brennan no se echaba atrás cuando tenía una obligación. Le debía a Milt Freeman la vida y no iba a dejar a su amigo en la estacada.

Aunque ello significara que tuviera que soportar a Perrie Kincaid durante unas semanas más.

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