Joe paseaba por el porche y de tanto en cuanto echaba una mirada hacia el bosque, por donde se entreveía la cabaña de Perrie. Se detuvo y miró con atención, y entonces continuó paseándose.
– ¿Pero qué demonios estás haciendo, Kincaid? -murmuró entre dientes.
De no haber sabido que no era posible, habría sospechado que ella ya se había escapado de Muleshoe. En los últimos días, apenas la había visto. En realidad, cada vez que él estaba por allí, ella parecía desaparecer. Cuando Joe le había preguntado a Burdy por lo que habían estado haciendo últimamente, él había contestado con evasivas.
No sabía lo que habían estado haciendo, pero fuera lo que fuera le habían quitado de encima a Perrie. No estaba seguro si seguía entrenando para el concurso de las novias de los juegos de Muleshoe. Y que él supiera ella no había intentado hablar con ningún piloto. Tal vez finalmente se hubiera hecho a la idea de que era mejor quedarse allí en medio de aquellas tierras salvajes hasta que Milt Freeman dijera que estaba bien marcharse a casa.
Sólo pensar en Perrie saliendo de Muleshoe le causaba una punzada de pesar. Para ser sincero, le gustaba su compañía. Aunque se pasaban la mayor parte del tiempo discutiendo, ella le resultaba un desafío. A diferencia de las demás mujeres que conocía, Perrie no había sido víctima de sus encantos en un abrir y cerrar de ojos. Tenía la sospecha de que, si ponía en marcha su arte de seducción, a ella no le interesaría. No sólo era inteligente, sino también muy astuta; y tenía una mente rápida y la habilidad para entrever sus motivos. Le gustaba charlar con ella porque a ella no le daba miedo ponerse a su altura. Y por otra parte lo sorprendía porque nunca estaba del todo seguro de lo que diría o haría para demostrar sus argumentos… Y Perrie siempre demostraba sus argumentos.
Sin embargo, él había dado con un punto débil de ella. Le gustaba besarlo. Y a él desde luego también. Su pensamiento volvió al beso que se habían dado delante de la cabaña, en el suelo, y pensó en las sensaciones de su cuerpo estirado debajo del suyo, en el sabor de sus labios y en la seda de su piel.
Si ella no hubiera puesto fin al revolcón en la nieve, no estaba seguro de hasta dónde habrían llegado. Lo único que sabía era que Perrie Kincaid tenía un modo de poner a prueba los límites de su control. De haber querido, podría haberle provocado para que él la llevara a la cabaña y le hiciera el amor.
Pero no había querido. Le había llevado lo suficientemente lejos como para demostrar quién tenía el control, y después había pisado el freno. ¿Pero habría sido para ella tan sólo un juego? ¿O habría experimentado el mismo deseo que él? Había algo en su modo de besarlo que…
Normalmente, no se controlaba con las mujeres y dominaba sus sentimientos. Pero cuando se acercaba a dos metros de Perrie era como si de pronto bajara la presión y empezara a perder altitud. E hiciera lo que hiciera, no era capaz de recuperarse.
Si no supiera que no era posible, diría que se estaba enamorando de ella. ¿Claro que cómo iba a saberlo? Él nunca había estado enamorado en su vida. Y no estaba seguro de que fuera capaz de reconocer el amor aunque lo tuviera delante.
Ése era el problema. En todas las relaciones que había tenido con las mujeres, todo había sido siempre tan fácil… Desde que había sido lo bastante mayor como para fijarse en el sexo opuesto, ellas también se habían fijado en él con clara apreciación.
Había cultivado su talento para conquistar a las mujeres desde muy tierna edad, y de momento le había ido bien. Pero siempre parecía muy sencillo… demasiado sencillo. Y cualquier cosa que fuera tan sencilla no merecería la pena tenerla.
Lo único que merecía la pena eran las cosas por las cuales había que luchar, las cosas que presentaban un desafío. Joe jamás había abandonado un desafío en su vida. Maldición, por eso mismo había terminado en Alaska, por eso había aprovechado la ocasión para utilizar su profesión para salvar vidas, y por eso continuaba sintiendo esa tremenda atracción por Perrie Kincaid.
Cuando levantó la vista, vio que estaba a la puerta de la cabaña de Perrie. Con el ceño fruncido se volvió y miró al refugio, preguntándose cómo habría terminado allí. Pero de pronto tuvo una idea y decidió llamar.
– ¿Hawk? -llamó ella desde el otro lado de la puerta.
Los celos encendieron inesperadamente su temperamento. ¿Desde cuándo había ido Hawk a la cabaña de Perrie? ¡Ni siquiera sabía que se conocieran! Hawk desde luego no le había dicho nada. ¿Además, qué podían tener en común ellos dos?
– ¿Burdy? -dijo ella al ver que no le contestaba nadie.
– Soy yo, Joe -dijo Joe finalmente.
– ¿Qué quieres?
Por su voz, Joe se dio cuenta de que era la última persona a la que deseaba ver. Abrió la puerta despacio y se quedó mirándolo, mientras se abotonaba la gruesa rebeca de lana, como si quisiera protegerse.
– ¿Botas nuevas? -le preguntó Joe al fijarse en el calzado nuevo.
Ella se miró los pies.
– Me las ha dado Hawk -dijo ella.
Joe sintió otra punzada de celos, pero ahogó una respuesta defensiva y esbozó una sonrisa forzada.
– ¿Entonces lo has conocido?
– Hace unos días. ¿Dime, qué quieres?
Sintió que su impaciencia crecía, y tuvo que inventarse una razón para explicar su visita.
– Me preguntaba si te gustaría hacer una pequeña excursión.
Joe maldijo para sus adentros. ¡Eso no era lo que tenía la intención de decirle! ¿Por qué diablos estaba haciéndolo, por qué la estaba invitando a que lo acompañara en un vuelo para traer provisiones? De ese modo tendrían que estar juntos en el avión, por lo menos durante unas horas.
Perrie lo miró con suspicacia y frunció el ceño.
– ¿Qué clase de viaje?
– Es un vuelo a Van Hatten Creek, a unos setenta u ochenta kilómetros al noroeste de aquí, a llevar provisiones. Y se me ocurrió que tal vez te apeteciera venir. Pero no tienes que hacerlo si no te apetece -dijo, casi esperando que ella se negara-. Tengo que advertirte que si vienes vas a tener que prometerme que no intentarás escaparte para volver a Fairbanks.
– ¿Hoy? -le preguntó ella.
– No, al mes que viene -respondió Joe con sarcasmo-. ¿Qué? ¿Tienes otros planes?
Joe observó que ella se pensaba la invitación durante largo rato. ¿Qué otra posible alternativa podría tener? No se trataba de que tuviera mucho que hacer en Muleshoe. A no ser que Hawk y ella tuvieran planes juntos… Ahogó sus celos y esbozó otra sonrisa superficial. Había pensado que la sugerencia de salir de Muleshoe le resultaría tentadora. ¿Después de todo, no era eso lo que había pretendido ella desde que había llegado?
– De acuerdo -contestó-. Supongo que te acompañaré.
Él no esperaba sentirse tan contento por su respuesta, y sin embargo lo hizo. En realidad, estaba deseando pasar el día con Perrie. Tal vez podría olvidar la animosidad que se mascaba entre ellos y firmar una tregua. Tal vez así no tuviera que buscar la compañía de Hawk.
– Y si estás pensando en escaparte disimuladamente a Seattle, será mejor que sepas que el asentamiento más cercano a la cabaña de Gebhardt está a unos cuarenta kilómetros por un terreno bastante agreste. Y tampoco hay carreteras. ¿Todavía quieres ir?
– No estoy pensando en escaparme ni nada -le soltó ella enfadada-. ¿Por qué me da la ligera impresión de que no confías en mí, Brennan?
Él sonrió, rompiendo la tensión entre ellos.
– Vaya, Kincaid, no es de extrañar que seas una reportera tan buena. ¡Y yo que pensé que te estaba engañando! Venga, ponte la cazadora y los mitones, y un poco más de ropa. Salimos dentro de cinco minutos.
Cuando sacó la camioneta del cobertizo y le dio la vuelta, ella ya iba camino del refugio. Se montó de un salto en la camioneta y cerró la puerta antes de volverse hacia Joe. Entonces, para sorpresa suya, le sonrió. No fue una sonrisa calculadora, sino una sonrisa dulce y genuina que le calentó la sangre y le hizo olvidar su determinación.
– Gracias -murmuró ella-. Empezaba a volverme loca dentro de esa cabaña.
Cuando llegaron a la pista de aterrizaje, Joe llevó la camioneta justo al lado del Super Cub, y entonces apagó el motor.
Perrie miraba la avioneta con aprensión, ya que el Super Cub era un aparato pequeño donde sólo había sitio para dos o tal vez tres pasajeros como mucho, pero era el mejor aparato para viajar por las tierras salvajes de Alaska porque se podía despegar y aterrizar en cualquier sitio: en un río helado, o incluso en la ladera de una montaña.
– Bonito avión -murmuró ella.
– Te gustará el Cub. Es un pequeño gran avión.
– Pequeño sí que es -dijo ella. ¿Por qué se mueven las alas de ese modo?
– Están hechas de tela -contestó Joe.
– Tela.
Él saltó del camión y fue hacia su lado.
– Te encantará, ya lo verás. Además, hace un día maravilloso para volar, Kincaid. Un día perfecto.
Cuando el Cub se elevó en el aire, Joe oyó que Perrie tomaba aliento y después suspiraba despacio. Entonces volvió la cabeza para mirarla.
– ¿Estás bien?
Ella se asomó a la ventana con los ojos como platos, y entonces se volvió a mirarlo.
– Esto es increíble -gritó-. No me parece como si estuviera en un avión. Me siento como un pájaro, como si volara utilizando mi propia fuerza. Es tan… emocionante.
Joe sonrió y se desvió hacia el norte.
– Es el único modo de ver Alaska, Kincaid.
– Sabía que era salvaje, pero hasta que se ve desde el cielo no se da uno cuenta de lo desolado que está. Casi da miedo.
– Te hace sentirte pequeño, ¿verdad? Como si todos los problemas que uno tiene en la vida fueran bastante insignificantes.
– Sí -dijo ella-. Es cierto.
Volaron en silencio un buen rato, y entonces Joe desvió el avión hacia la derecha y señaló por la ventanilla.
– Eso es Van Hatten Creek -dijo él-. Y se puede ver la cabaña de los Gebhardt en el pequeño claro al sur. Te gustarán los Gebhardt.
– ¿Vamos a aterrizar? -le preguntó Perrie.
– Sí, cada vez que les llevo provisiones, me quedo a almorzar con John, Ann y sus dos niños. Como están aquí perdidos en medio de estas tierras salvajes, les encanta tener visita. Y además Ann cocina estupendamente.
– ¿Pero dónde vamos a aterrizar? -le preguntó Perrie con cierto pánico.
– Cariño, con este avión podría aterrizar si quisiera en el tejado de la cabaña. Tú observa. Será coser y cantar.
Perrie bajó del avión con las piernas temblorosas, agradecida de estar sobre tierra firme. No podía creer cómo habían descendido sobre un pequeño claro entre los árboles. El avión apenas había tocado el suelo cuando empezó a deslizarse y se detuvo al momento, a unos metros de unos arbustos. Le habían dicho que Joe Brennan era un piloto estupendo, y ya había visto la prueba.
Avanzó unos pasos y se tambaleó. El fue a sostenerla para que no se cayera y, para sorpresa suya, le robó un beso breve y dulce.
– ¿Estás bien? -le preguntó él mientras le ponía la mano en la mejilla.
Perrie asintió, sofocada por la repentina demostración de afecto de Joe. El beso pareció tan natural, tan fácil, que momentáneamente se olvidó de lo mucho que disfrutaba él fastidiándola.
– Yo… me alegro de que hayamos aterrizado – murmuró.
Cuando finalmente recuperó la compostura, se dio la vuelta y vio a una familia que corría hacia el avión, todos vestidos con cazadoras y botas de piel y cuero.
Joe levantó en brazos a los dos niños y empezó a dar vueltas.
– ¿Nos has traído un regalo? -preguntó la más pequeña.
– ¿Y no os lo traigo siempre, Carrie?
La pequeña asintió y agarró a Joe de la mano para tirar de él hasta el avión. Mientras él bajaba las provisiones del Cub, los padres de los dos niños se acercaron a Perrie.
– Soy Ann Gebhardt -dijo la mujer, que le tendía su mano enguantada-. Y éste es mi marido, John. Y esos son nuestros hijos, Carric, de cuatro años, y su hermano Jack de tres. Bienvenida a nuestra casa.
Joe se acercó a ella con una caja de madera debajo de cada brazo.
– John, Ann, os presento a Perrie Kincaid -hizo una pausa-. Es una… amiga de Seattle que está aquí de visita.
Aunque su descripción de ella debería haberle parecido extraña, tuvo que sonreír. ¿De verdad Joe la consideraba una amiga? Ella había asumido que era un engorro; un engorro a quien le encantaba besar de tanto en cuanto, pero un engorro de todos modos. Pero tal vez estuviera naciendo entre ellos una amistad. La idea no le resultaba desagradable; sobre todo si ello significaba que se estarían besando con regularidad.
Ann se agarró del brazo de Perrie y la condujo hacia la cabaña.
– Parece que por una vez Joe me ha traído un regalo. Creo que no he mantenido una conversación adulta con otra mujer en lo menos dos o tres meses.
Perrie la miró, sorprendida por la revelación.
– No me lo puedo creer.
– La última vez que salimos de la cabaña fue el día de Acción de Gracias. Fuimos a visitar a unos amigos que viven a cuarenta kilómetros de aquí en Woodchopper. Los inviernos son un poco solitarios. Pero en cuanto viene el verano viajamos un poco.
– Me gustaría que me contaras algo más de tu vida aquí -le preguntó Perrie mientras subían las escaleras del porche.
– ¿Y qué podría interesarte de mi vida?
Perrie se echó a reír.
– Soy periodista. Me interesa la vida de todo el mundo.
En realidad no podía evitar admirar a una mujer que había elegido vivir en aquellas tierras salvajes, una mujer que se enfrentaba a retos reales cada día.
Ann abrió la puerta de la cabaña e invitó a Perrie a entrar. La casa era pequeña pero muy acogedora, con un alegre fuego en la chimenea y el olor a pan recién hecho flotando en el aire.
– Ésta es mi vida -dijo Ann mientras se quitaba el parca y los mitones y los colgaba de un gancho junto a la puerta-. Cuesta creer que antes vivía en un apartamento en Manhattan y que trabajaba para una de las empresas más importantes de la ciudad.
– ¿Dejaste la ciudad de Nueva York para venirte a vivir aquí? Eso debió de ser un cambio enorme.
Después de servirle una taza de café, Ann invitó a Perrie a que se sentara junto al fuego.
– Hace seis años vine aquí de vacaciones; y cuando llegó el momento de volver a casa, no pude. No pude volver a la locura de la vida de la ciudad, de modo que lo dejé todo y me vine para acá. Tenía ahorrado bastante dinero, lo suficiente como para vivir unos cuantos años. Tuve varios trabajos y luego conocí a John. Estaba dando clases de Botánica en Columbia y estaba aquí durante el verano con una beca para estudiar la vegetación del Ártico. Pasado un mes me pidió que me casara con él, y entonces decidimos quedarnos aquí en Alaska para que él pudiera continuar con su trabajo. Y aquí estamos, con dos hijos, viviendo en plena naturaleza y disfrutando al máximo.
Mientras Perrie se tomaba el café, se enteró de muchas más cosas de la familia Gebhardt. Media hora después, le daba la impresión de que Ann y ella se conocían desde hacía años.
Perrie siempre se había tenido como una persona emprendedora e ingeniosa, pero comparada con Ann Gebhardt, Perrie Kincaid era una niña de ciudad mimada, que no podría sobrevivir ni una semana sin teléfonos, tiendas de ultramarinos o electricidad. Tal vez Joe tuviera razón. Tal vez no tenía lo que había que tener para vivir en las tierras salvajes de Alaska.
La conversación durante la deliciosa comida fue sobre temas triviales. Los Gebhardt se interesaban por cualquier información que les llegara del mundo civilizado, y Joe les contó todo lo que estaba ocurriendo en Muleshoe, incluidas las últimas novedades sobre el concurso de las novias por correo y los próximos juegos que se celebrarían en la población cercana. Una y otra vez, sus miradas se encontraron, sentados como estaban el uno frente al otro a la mesa, y Perrie no hizo intención de desviar la suya.
Ann y John escuchaban las historias con interés, riéndose con los divertidos comentarios que Joe añadía a cada historia, y Perrie empezó a sentirse cada vez más embelesada con su compañero. Era tan cálido y genial, que sería capaz de derretirle el corazón al interlocutor más reacio.
Cuando finalmente se quedó sin noticias que contar, John y él agarraron a los dos niños y se sentaron delante de la chimenea a entretenerse con un juego de mesa.
– Bueno, ya te he contado todo lo que querías saber de la vida en estas tierras salvajes. Ahora te toca a ti hablarme de Joe y de ti. Es tan estupendo saber que por fin ha encontrado a alguien.
– ¿Encontrar a alguien? -Perrie hizo una pausa, entonces sonrió avergonzada-. Tú crees que Brennan y yo… Ay, no; sólo somos amigos. Quiero decir, ni siquiera somos amigos. La mayor parte del tiempo nos detestarnos.
Ann se echó a reír.
– No me lo puedo creer. Tal y como te mira él, y cómo lo miras tú a él… Está claro lo que sentís el uno por el otro.
– Yo… nosotros… Quiero decir, en realidad sólo somos amigos. Apenas nos conocemos.
– Está enamorado de ti. Hace mucho tiempo que conozco a Brennan; y en ese tiempo ha conocido a muchas mujeres. Pero nunca le he visto mirar a nadie como te mira a ti.
– ¿A cuántas mujeres? -le preguntó Perrie, sin poder detener su curiosidad-. Sólo una cantidad aproximada.
– Bueno, yo salí con él unos meses -reconoció Ann-. Hasta que conocí a John. Pero entre nosotros no hubo nada, la verdad.
– ¿Saliste con Joe? -lijo Perrie con incredulidad-. ¿Queda alguna mujer en Alaska con la que no haya salido?
– Es un encanto. Pero eso ya no importa toda vez que te ha encontrado a ti.
– No me ha encontrado -dijo Perrie-. Más o menos aparecí en su vida accidentalmente. Ni siquiera le gusto.
– Oh, desde luego que le gustas. Tal vez aún no se haya dado cuenta -dijo Ann-. Pero lo hará. Tú espera y verás.
– No voy a quedarme el tiempo suficiente como para eso. En cuanto pueda, regresaré a Seattle; a la civilización.
– Eso es lo que dije cada día de mis vacaciones de hace seis años. Pero este sitio me agarró y no me soltaba. Y pensar que estuve a punto de irme dos semanas a París en lugar de venir aquí. A veces hay decisiones pequeñas que son capaces de cambiar el rumbo de nuestras vidas. Debió de ser el destino.
Lo último fue dicho con una sonrisa de nostalgia mientras se volvía a mirar a los dos niños que jugaban sentados delante de la chimenea.
Continuaron charlando de cosas inconsecuentes, pero Perrie no podía dejar de pensar en lo que Ann le había dicho de Joe. Perrie no había visto nada en su comportamiento que le indicara que se interesara por ella. Sí, la había besado un par de veces. Pero según Ann había debido de besar a la mitad de las mujeres de Alaska.
No. Definitivamente no había nada entre ellos. Perrie Kincaid era una experta en cuanto a juzgar los motivos de las personas que la rodeaban, y por parte de Joe no percibía nada que no fuera hostilidad y desdén, puntuados por un par de locos momentos de pasión.
Minutos después, Joe volvió a la mesa con la taza de café vacía.
– Me temo que nos tenemos que marchar. Perrie y yo tenemos que hacer una parada más antes de volver a Muleshoe.
– ¿Tan temprano? -gritó Ann-. Me parece como si acabarais de llegar.
Cinco minutos después, Joe ayudaba a Perrie a montarse en el avión, mientras ella miraba a la familia que los despedía desde el porche.
– Están viviendo la vida de verdad, ¿no? -murmuró Perrie mientras él se sentaba delante de ella.
– Sí dijo Joe-. Es la verdad.
– Ella es muy valiente. No creo que yo pudiera vivir aquí mucho tiempo.
– Estoy seguro de que podrías -replicó Joe-. En realidad, podrías hacer cualquier cosa que te propusieras, Perrie. Sólo necesitas una buena razón para hacerlo.
– ¿Qué haría yo aquí? Quiero decir, no hay periódicos para los que escribir, ni políticos a quienes desenmascarar, ni lectores que quieran saber la verdad.
– No puedes saber de lo que eres capaz hasta que no lo intentes.
Joe arrancó el motor y Perrie se preparó para un despegue complicado. Tal vez Joe tuviera razón. Tal vez hubiera estado tan ocupada con su carrera profesional en Seattle, que jamás había considerado otras opciones.
¿Pero por qué iba a hacerlo? Le encantaba su trabajo. Y estaba perfectamente satisfecha con su vida personal. ¿Qué más podría desear? No tenía respuestas para eso, pero le daba la impresión de que de algún modo Ann Gebhardt, una mujer que vivía en medio de la espesura, tenía mucho más de lo que ella tendría jamás.
Perrie miró por la ventana del Super Cub mientras cruzaba el vasto y llano paisaje, infinitamente blanco. Todo parecía tan distinto de las montañas que rodeaban Muleshoe. Miró el reloj y vio que llevaba en el aire casi media hora, el tiempo suficiente para regresar a Muleshoe.
Se incorporó y le dio unos toques a Joe en el hombro.
– ¿Dónde estamos? -el preguntó.
– Ése es el extremo sur de las llanuras del Yukon -contestó Joe-. No estamos lejos del río, o del Círculo Polar Ártico. Se me ocurrió que diéramos un rodeo; tengo algo especial que enseñarte.
– ¿Tan al norte estamos? -preguntó Perrie-. ¿Qué hacemos aquí tan arriba?
Joe volvió la cabeza y sonrió.
– Ya lo verás -dijo.
Momentos después, Perrie sintió que el avión empezaba a descender.
– ¿Qué ocurre? -preguntó mientras trataba de calmar el pánico de su voz.
– Nada, vamos a aterrizar.
Allí había espacio de sobra, pero no se veía ni una cabaña.
– Ahí abajo no hay nada.
– Hay mucho -contestó Joe mientras se asomaba por la ventana y buscaba algo con la mirada-. Sólo tienes que mirar con un poco más de atención.
Finalmente aterrizó en un claro en el bosque, con tanta suavidad que supo que habían tomado tierra por el susurro de los esquíes del avión al deslizarse sobre la nieve. Apagó el motor, la ayudó a bajarse del avión y lanzó un par de sacos de dormir a sus pies.
– ¿Vamos a pasar la noche aquí? -le preguntó Perrie.
Él cubrió el motor con una manta gruesa para que no perdiera el calor.
– Sólo si tienes un golpe de suerte -se burló. Vamos.
Se alejaron del avión. Él iba todo el tiempo mirando de un lado al otro, escudriñando el horizonte. Entonces se pararon y desenrollaron los dos sacos. Le echó uno por los hombros y le hizo una seña para que se sentara en el otro saco, extendido en el suelo. Perrie se sentó y al momento él hizo lo mismo a su lado y le pasó unos prismáticos.
– ¿Me vas a decir lo que estamos buscando?
– Tú estate callada y observa -dijo él.
Permanecieron sentados en silencio durante más de media hora. Aunque brillaba el sol y el aire estaba en calma, Perrie sintió el frío que le calaba los huesos. Estaba a punto de preguntarle cuándo se marcharían cuando él levantó el brazo y señaló el horizonte.
– Allí -murmuró.
Se llevó los prismáticos a los ojos y vio la extensión de nieve. Un movimiento en el campo de visión le llamó la atención. Entonces se quedó sin aliento cuando vio un enorme lobo gris que apareció en la nieve.
– Lo vi por primera vez hace tres años, cuando estaba llevando provisiones a Fort Yukon en el Otter; tuve un problema en el motor y no me quedó más remedio que descender. Estaba trabajando en el motor cuando de pronto levanté la cabeza y vi que me estaba observando.
– ¿Y no tuviste miedo?
– Los lobos no son agresivos. Le tienen miedo al hombre, y nunca atacarían a no ser que alguien los provocara; o que estuvieran enfermos. Creo que se siente un poco solo, aquí dando vueltas. Era un lobo solitario, un macho sin familia. Seguramente expulsado de su manada por el macho dominante.
Perrie lo miró.
– Burdy te llamó un día “lobo solitario”.
Joe sonrió.
– Supongo que lo soy. Pero no estoy tan solo como lo estaba Romeo. Estaba totalmente solo.
– ¿Romeo?
– Es el nombre que le di al lobo. Cada vez que venía por aquí, lo buscaba a ver cómo estaba. A veces pasaba meses sin verlo, y otras aparecía de pronto. En invierno es más difícil verlo porque tiene que ir más lejos en busca de comida. Pero creo que empieza a reconocer el sonido de mi avión.
– ¿De verdad? -preguntó Perrie.
Joe se echó a reír.
– No. Tan sólo me gusta pensar que somos amigos.
– La verdad es que tenéis mucho en común – dijo ella.
– Tal vez -él hizo una pausa mientras escudriñaba la zona con los prismáticos-. Al menos lo teníamos, hasta que encontró a Julieta. Mira, allí está ella.
Perrie se colocó los prismáticos delante de los ojos. A la izquierda del enorme macho gris había un lobo negro más pequeño.
– ¿Su pareja?
– Sí. Romeo decidió finalmente establecerse hace unos años. Supongo que se ha cansado de tantear el terreno.
– Tal vez deberías haberle dado algún consejo -le provocó Perrie-. Según se dice, tienes mucho éxito con las damas.
– No creas todo lo que oyes -dijo Joe.
– Si estuviera escribiendo una historia sobre tu vida amorosa, Brennan, tendría pruebas más que suficientes para acompañar el texto -Perrie estudió a los lobos un rato, y después se retiró los prismáticos de los ojos y miró a Joe-. ¿Y tú qué, Brennan? -le preguntó-. ¿Alguna vez piensas en encontrar a alguna Julieta?
– Los lobos se emparejan de por vida. No estoy seguro de ser de los que se quedan con una mujer para siempre.
– Ni yo -dijo Perrie-. Quiero decir, con un hombre. Supongo que muchas personas son felices así. Pero yo nunca he conocido a ningún hombre con quien quiera pasar el resto de mi vida.
– Tal vez no hayas conocido a tu Romeo -dijo él en tono suave, mirándola.
– Y tal vez tú no hayas conocido a tu Julieta – respondió ella.
Se miraron a los ojos. Pensó que él iba a besarla. Pero entonces volvió la cabeza hacia el frente.
– Mira -dijo-. Ahí está el resto de la familia.
Otros tres lobos aparecieron detrás de Julieta, más o menos del mismo tamaño que su madre, pero más larguiruchos.
– El verano pasado tenían cinco cachorros -le explicó Joe-. Pero perdieron a dos de ellos durante el otoño. No estoy seguro de lo que pasó.
– Eso es triste -dijo ella.
– Así es la vida en las tierras salvajes -contestó.
La miró de nuevo. Entonces, sin vacilación, se inclinó hacia ella y rozó sus labios con los suyos. Tenía los labios increíblemente calientes, y Perrie sintió un ardor que la recorrió de arriba abajo y pareció ahuyentar el frío.
Él le provocó con la lengua, y por un instante ella pensó en retirarse. Pero su sentido común la había abandonado, y se quedó sólo con el instinto y un deseo irresistible que le pedía más.
Aquel beso fue distinto a los anteriores. Fue lento y delicioso, lleno de un deseo que ella no sabía que podría existir entre ellos.
Esa vez no quería que dejara de besarla. Lo que en realidad quería era que se echara encima de ella y averiguar lo que de verdad sentía Joe Brennan por ella. Y lo que ella sentía por él. Como si le hubiera leído el pensamiento, él la empujó con suavidad encima del saco de fino plumón sin apartar sus labios de los suyos.
Todo lo que se interponía entre los dos, las discusiones, la desconfianza, el tratar de dominarse, se disolvió simplemente, arrollado por la pura soledad de aquellas tierras salvajes. Estaban completamente solos, con un cielo de un azul brillante sobre sus cabezas y rodeados de nieve y bosques.
Perrie se sentía salvaje, primitiva, desinhibida, como los lobos que habían estado observando, movida por un instinto y un deseo puros. Quería tocarlo, sentir su piel, acariciar su cabello. Con impaciencia, se quitó los mitones y le agarró de la cazadora de plumas para apretarlo contra su cuerpo.
Él gimió suavemente, su aliento cálido sobre sus labios.
– Lo estamos haciendo de nuevo -murmuró-. Me estás volviendo loco, Kincaid.
– Lo sé -dijo Perrie sin aliento-. Deberíamos parar. Pero no quiero parar.
– No, no deberíamos parar -dijo Joe mientras se quitaba los guantes-. Esta vez no -le retiró el gorro para hundir las manos en sus cabellos.
Le echó la cabeza hacia atrás y la besó, esa vez más apasionadamente, más tiempo, hasta que a Perrie le daba vueltas la cabeza de tan incontrolable deseo.
Joe los cubrió a los dos con su saco de dormir, creando una especie de tienda de campaña. Muy despacio, él le bajó la cremallera de la cazadora y después deslizó los dedos por debajo de las capas de suéteres que ella llevaba puestos. Cuando finalmente le tocó la piel cálida, Perrie le oyó aspirar con un gemido entrecortado.
– Éste no es el sitio adecuado para hacer esto -dijo Joe-. Estamos a diez grados bajo cero.
– No hace frío aquí -dijo Perrie.
Joe se incorporó y la miró juguetonamente mientras le deslizaba el dedo por el labio inferior.
– Pero hay sitios mucho más acogedores, cariño. No tenemos que arriesgarnos a sufrir congelación por estar juntos.
Perrie cerró los ojos.
– ¿Sabes?, nos arriesgaríamos a mucho más que a una mera congelación si dejamos que esto vuelva a ocurrir -recuperado su sentido común, Perrie se cerró la cremallera cíe la cazadora-. Esto es ridículo, Brennan. No podemos seguir haciéndolo.
– ¿Por qué no? -preguntó Joe-. Si quieres que te sea sincero, se nos da muy bien.
– No se trata de eso -lo regañó mientras lo empujaba.
– ¿Entonces de qué se trata?
– No lo sé.
Lo cierto era que sí sabía; pero le daba mucha vergüenza expresar sus sentimientos. Le gustaba Joe Brennan y le gustaba cuando la besaba y la tocaba. Y pensaba en él mucho más de lo que quería. El problema era que no quería ser como todas las demás mujeres a quienes Brennan había roto el corazón.
– Yo… No sé -repitió en tono suave.
– Bueno, pues hasta que lo sepas voy a seguir besándote, cuando y donde quiera.
Perrie se abrochó la cazadora y se puso a buscar los mitones y el gorro.
– Creo que será mejor que nos marchemos.
Joe le tomó de la mano y tiró de ella de nuevo. Un largo y lánguido beso zarandeó los cimientos de su determinación, y Perrie acabó cayendo de nuevo en el pozo del deseo del que acababa de salir.
– Cuando sea y donde sea -murmuró Joe mientras le mordisqueaba el labio inferior.
Con una sonrisa pícara le besó en la punta de la nariz, antes de ponerse de pie. Le ofreció una mano y ella la aceptó, esperando que él la abrazara de nuevo.
Pero no lo hizo. En lugar de eso, enrolló los sacos de dormir y se los puso debajo del brazo.
– Vamos, Kincaid. Quiero llevarte a casa, donde estarás a salvo y al abrigo del frío.