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– Uno de estos días debería ir al psiquiatra.

Joe se inclinó hacia delante y rascó el hielo que cubría el parabrisas de su Super Cub. Se fijó en el indicador de la temperatura del aire, un insidioso recordatorio de un peligro omnipresente. La temperatura exterior era de cuarenta grados bajo cero, y su eliminador de escarcha había llegado al límite.

Se asomó por el parabrisas a los riscos más abajo, tan escarpados, que la nieve ni siquiera se adhería a sus paredes.

Denali, «El Alto», como lo habían llamado los nativos atabascos. El monte MacKinley era el pico más elevado de Norteamérica y un reclamo para los alpinistas del mundo enero. Y entre Talkeetna y la montaña estaban los aviadores del Denali, esos pilotos que transportaban alpinistas y equipamientos al Kahiltna, el nombre dado al glaciar que estaba al final de la ruta de montaña.

Desde que Joe había llegado a Alaska, hacía cinco años, había oído incontables historias sobre sus hazañas, sobre sus arriesgados aterrizajes y sus osados rescates, que los definían como verdaderos artistas tras los controles de sus aeroplanos. Él los había admirado de mala gana, hasta que había sido aceptado en el grupo. Después de eso, su respeto hacia ellos había aumentado.

Su iniciación se había logrado más por casualidad que por osadía. Estaba con un cliente haciendo una visita panorámica, cuando había visto una mancha de color cerca del borde del Glaciar Kahiltna, muy próximo a la base del Denali. Descendió y describió un círculo en el aire, muerto de curiosidad. Lo que había encontrado le había dejado helado. Un Cessna panza arriba, pero apenas visible en la nieve, que rápidamente lo había casi cubierto. Si no hubiera estado mirando justo hacia allí en ese momento, no lo habría visto, ni tampoco los demás pilotos que pasaban por la zona.

Con la aprobación de su pasajero, sediento también de aventura, Joe había aterrizado junto al lugar del siniestro y se había acercado al avión accidentado con mucho cuidado. Los dos habían sacado a tres pasajeros heridos y al piloto del Cessna, que estaba inconsciente. Y más tarde, cuando se había enviado más ayuda y todos habían sido evacuados al hospital de Anchorage, habían dicho que él le había salvado la vida a uno de los pilotos favoritos del Denali, Skip Christiansen, y le habían hecho miembro honorario de la fraternidad de élite. Le habían apodado Ojos de Águila.

Era Skip el que le había metido en el lío en el que estaba en ese momento: la búsqueda de una montañera sueca que se había arriesgado a hacer en solitario el ascenso del Denali en pleno invierno. Skip había llevado a la mujer una semana antes, y en ese momento estaba encargado de coordinar la búsqueda desde el aire para ayudar a los guardabosques del parque. Seis aviones sobrevolaban la ruta de montaña.

De haber estado Joe sano y salvo en casa en Muleshoe en lugar de en un bar en Talkeetna, tratando de convencer a una preciosa joven para que pasara la noche con él, jamás habría tenido que tomar parte en el rescate, para lo cual tenía que volar a grandes alturas, con un frío glacial, y viéndose obligado a respirar oxígeno de una botella de tanto en cuanto para no marearse.

Pero Joe Brennan jamás rechazaba un desafío. Y el hecho de tener que volar poniendo al límite sus talentos y las casi limitaciones mecánicas de su avión era exactamente la subida de adrenalina que ansiaba. Aún así, eso no significaba que no pudiera cuestionar su sentido común cuando ya estaba metido de lleno en otra aventura arriesgada.

– De acuerdo, Brennan -murmuró entre dientes-. Revaluemos tu plan de huida.

Aunque Joe estaba considerado como un piloto atrevido por sus camaradas del Denali, atemperaba esa característica con una buena dosis de instinto de supervivencia; independientemente de dónde volara, sobre hielo o rocas, bosques o montañas. Además, siempre tenía un plan de emergencia, una salida por si se quedaba sin gasolina o le fallaba el motor.

Localizó un pequeño claro de nieve hacia el norte y lo fijó en su mente. Si las cosas se ponían feas podría dejar allí el Cub; aterrizaría cuesta arriba para aminorar la velocidad del avión y después daría la vuelta para despegar cuesta abajo. Una corriente de aire que golpeó en ese momento la ladera de piedra vertical zarandeó el avión, y Joe maldijo entre dientes.

– Un ascenso en solitario en pleno invierno en Alaska -murmuró entre dientes-. Muy buena idea, sí señorita. ¿Por qué no tirarse por un precipicio y terminar antes?

Lo cierto era que entendía perfectamente la pasión de la alpinista por enfrentarse a un nuevo reto. Desde que él había empezado a volar por esa zona, había aceptado un trabajo peligroso tras otro, siempre al corriente de sus limitaciones, pero nunca temeroso de ir un poco más allá. Había aterrizado sobre glaciares y bancos de arena, sobre lagos y pistas de aterrizaje en condiciones muy variadas, y con un tiempo no apto para volar. Y le encantaba.

Retiró otro pedazo de hielo del parabrisas.

– Vamos, cariño. Enséñame dónde estás. Señálame el camino.

Se retiró las gafas de sol sobre la cabeza y miró a su alrededor. Aunque estaba ligeramente al oeste de la ruta que normalmente tomaba, sabía que un alpinista podría marearse perfectamente por culpa de la altitud o del agotamiento.

Un paso mal dado era lo único que hacía falta para que sobreviniera la hipoxia, adormeciendo los sentidos hasta que se empezaban a congelar los miembros y llegaba la hipotermia. Un ascenso en solitario era sinónimo de problemas. En poco tiempo un alpinista acabaría sentándose en la nieve, incapaz de moverse, de pensar. Entonces o bien la muerte o bien uno de los pilotos del Denali aparecía, arrancando a los alpinistas medio congelados de las laderas de la montaña y devolviéndoles a la vida.

Nubes finas como tiras de algodón rodearon el avión unos momentos, y Joe retiró la escarcha del parabrisas.

– Este tiempo no me viene nada bien -murmuró al banco de nubes que se acercaban. Descendió un poco, por debajo del nivel de las nubes, de vuelta hacia la montaña. En ese momento, sobrevoló la cumbre del Glaciar Kahiltna, un lugar seguro donde aterrizar con aire respirable a tres mil cuatrocientos diez metros. De pronto, un destello de color brilló en una fachada de hielo delante de él. Se quedó mirando fijamente el sitio en el glaciar, y al entrecerrar los ojos distinguió una tira de tela azul brillante.

A medida que iba descendiendo por el glaciar, el pedazo de azul se convirtió en una mochila medio enterrada en la nieve. Entrecerró los ojos y vio una cuerda trazando el camino que se adentraba en la sombra de una grieta profunda.

Joe desenganchó la radio.

– Rescate Denali, aquí Piper tres, seis, tres, nueve, Delta Tango. Creo que la tenemos. Está muy al oeste de la ruta usual en la parte baja del glaciar. Parece como si se hubiera caído en una hendidura. Debe de estar atada, pero no la veo. Corto.

Sonó un poco de ruido antes de reconocer la voz de Skip.

– Tres, nueve Delta, aquí siete, cuatro Foxtrot. ¡Buena vista! Yo estoy detrás de tu ala izquierda.

– Bajaré a buscar hasta que llegue el equipo de rescate del parque. Corto.

– Colega, ése es un aterrizaje apurado. Yo la encontré, y yo la sacaré.

– Tú apóyame y ya está. Voy a bajar. Tres, nueve, Delta. Corto.

Joe se desvió hacia el este, y trazó un amplio círculo alrededor de la alpinista perdida. Una y otra vez pasó por encima del campo de hielo, ascendiendo y descendiendo mientras determinaba el estado del terreno y memorizaba cada bache, cada agujero en el hielo. El pulso le latía en la cabeza mientras realizaba el descenso, con los ojos fijos en un punto en la montaña por encima de él. Un instante después, sintió que los esquís que iban fijados a las patas del avión tocaban tierra, y apagó el motor. El avión subió la cuesta hasta que ya no pudo avanzar más; entonces Joe lo maniobró y le dió la vuelta de modo que el aparato quedó apuntando hacia abajo, listo para despegar por los mismos surcos que había dejado en la nieve al aterrizar.

A menos de sesenta metros más abajo vio la cuerda. Se retiró la visera de la capucha y se puso las gafas de sol; entonces empujó la portezuela con el hombro. No estaba seguro de lo que se iba a encontrar, pero esperaba lo mejor.

Agarró una botella de oxígeno que llevaba en el avión para vuelos a gran altitud y avanzó por la nieve siguiendo la cuerda. Por encima de su cabeza oía el ronroneo del motor de la avioneta de Skip que trazaba círculos en el aire mientras buscaba un sitio donde aterrizar. Joe tiró de la cuerda.

– ¿Alguien me oye?

Oyó un sonido débil como respuesta.

– Oh, Dios. Me había parecido oír un avión. Me he enredado con las cuerdas. Tendrá que sacarme.

Joe se sentó en la nieve y clavó los talones en la superficie helada, entonces agarró las cuerdas y empezó a tirar de la alpinista. Para alivio suyo, no era una mujer grande, y era lo suficientemente fuerte como para ayudarlo. Finalmente la capucha de su cazadora apareció en la nieve delante de él.

Cuando Joe llegó hasta la mujer, ella se había desmayado. Colocó la máscara sobre su cara medio congelada y le ordenó que respirara. Entonces le retiró las gafas de sol y vio cómo entreabría los ojos despacio. Una sonrisa débil asomó a sus labios.

– ¿Es usted real? dijo ella con voz ronca.

Joe esbozó la sonrisa más encantadora para la mujer, aunque quedara escondida bajo el cuello levantado de su cazadora de plumón. Sus mejillas y su nariz casi congeladas no ocultaban la belleza del rostro de la mujer.

– Sí, soy real. Y usted tiene mucha suerte de estar viva.

– Nunca pensé que llegaría a salir de esa grieta -murmuró con su acento musical-. He pasado ahí la noche, apenas consiguiendo sujetarme.

– ¿Puede ponerse de pie?

Ella asintió y él la ayudó a hacerlo mientras seguía sujetándole la máscara de oxígeno a la cara. Ella le echó el brazo por los hombros para apoyarse, y él tiró de ella hasta el avión.

– Le debo la vida -dijo la mujer sin aliento mientras colocaba un pie delante del otro.

Joe sonrió para sus adentros, mientras en su mente anticipaba la reacción que recibiría de vuelta en el refugio. Tanto Hawk como Tanner se habían maravillado de su talento particular con las mujeres. Para sorpresa de sus dos compañeros, siempre conseguía rodearse de las mujeres más bonitas de Alaska. Y en ese momento había vuelto a hacerlo, encontrando a una bonita rubia en un corte del Glaciar Kahiltna.

– Ha sido un placer -dijo él-. Mi misión en la vida es rescatar a damas en apuros.

Ella se detuvo para respirar hondo y lo miró.

– No sé cómo podré pagarle lo que ha hecho por mí.

Joe sonrió. Era un hombre afortunado en más de una cosa.

– ¿Qué tal una cena? Quiero decir, después de que haya tenido oportunidad de calentarse. Conozco un sitio pequeño y agradable en Talkeetna donde preparan muy bien la pasta.


Perrie Kincaid se subió el cuello de la cazadora y maldijo entre dientes por la llovizna fría e implacable que no dejaba de caer. Miró alrededor en la calle vacía desde su escondite entre las sombras de un edificio desierto, antes de fijarse de nuevo en el Mercedes negro que estaba aparcado junto a los muelles de carga. Una bombilla desnuda se balanceaba movida por la brisa cargada de salitre, iluminando con una luz temblorosa y fantasmal la abollada puerta de acero del almacén de ladrillos abandonado.

En el interior del coche el brillo del cigarrillo iluminó el perfil del conductor. Mad Dog Scanlon.

Llevaba tanto tiempo siguiendo al jefe de Mad Dog, que a Perrie le parecía como si fueran viejos amigos ya. Miró su reloj de pulsera, aspiró hondo y maldijo de nuevo.

– ¿Vamos, por qué tardan tanto? Es un negocio simple. Lo único que necesito es verles bien la cara, sólo para confirmar, y esta historia estará en la primera página de todos los periódicos.

El olor a salitre la rodeaba. La humedad, esa nube constante que parecía colgar sobre la ciudad de Seattle en invierno, avanzaba tierra adentro desde el estrecho. Perrie movió los pies y se frotó las manos, tratando de calentarse los dedos congelados. Si tenía que esperar mucho más, tal vez empezara a enmohecerse, junto con todo lo demás en aquel barrio de mala muerte.

Debería estar acostumbrada ya a aquel clima. Seattle había sido su hogar desde hacía diez años. Había ido hacia el oeste desde la universidad de Chicago para ocupar un puesto en el Seatle Star. Había empezado escribiendo necrológicas, y después subido de categoría para ocupar un puesto en la sección Lifestyles. Cuando se veía casi condenada a escribir sobre temas insustanciales, la sección del periódico que editaba las noticias locales había ofertado un puesto de escritor en plantilla. Perrie le había rogado a Milt Freeman, el editor de la sección, que se lo diera a ella para darle una oportunidad con las noticias importantes, aunque llevara tres años escribiendo artículos de cocina y jardinería. Después de una semana de constantes peticiones y de una caja de su whisky escocés favorito, él había cedido y finalmente le había dado el puesto.

Milt le había dicho más tarde que había sido su tenacidad lo que lo había convencido, no el whisky; la misma tenacidad que había utilizado para convertirse en la periodista más importante de la sección de investigación del Star. Y en ese momento, la misma determinación y obstinación de la que estaba echando mano. Un buen reportero anhelaría un baño caliente y una cama calentita más o menos en esos momentos. Pero Perrie se tenía por una excelente reportera, y estaba precisamente donde quería estar. Justo en medio de todo aquel tinglado.

Su nombre en el encabezamiento de los artículos del periódico era importante. Había descubierto cuatro historias importantes en Seattle en los últimos dos años, y tres de ellas habían sido retransmitidas por las agencias de noticias nacionales.

Sus compañeros de la industria televisiva la temían, incapaces de arrebatarle ni el más mínimo detalle que se le pusiera por delante. Y llovizna o no, iba a desenmascarar también esa historia.

El almacén aparentemente abandonado era en realidad el centro neurálgico de un grupo de contrabandistas que traficaba con coches de lujo robados, coches que seguramente habían sido aparcados horas antes a la puerta de los restaurantes más de moda de la ciudad. Una vez robados, eran cargados en enormes contenedores y enviados por barco al Lejano Oriente, donde eran cambiados por heroína pura, que se cargaba de nuevo en el barco y era transportada a Seattle.

La banda de contrabandistas era sólo una pequeña parte de la historia. Había habido chantaje y un intento de asesinato. Pero la parte que le haría ganar el premio Pulitzer sería el rastro que conducía directamente al Congreso de los Estados Unidos, hasta el congresista del estado de Washington, Evan T. Dearborn.

En algún lugar del interior de aquel almacén, el jefe de personal de Dearborn estaba reunido con el jefe de Mad Dog, el hombre a cargo de aquella pequeña operación, hombre de negocios de Seattle y sórdido residente de la ciudad, Tony Riordan. Durante diez años, Riordan había vivido al filo de la ley, siempre involucrado en algún asunto ilegal, pero también mostrando siempre el cuidado suficiente como para no dejarse atrapar; y de paso utilizando los «beneficios» de sus tratos de negocios para sobornar a algún que otro político. Con Dearborn, había enganchado a un pez gordo.

Pero todo llegaba a su fin, porque Riordan estaba a punto de caer; y se llevaría consigo a un montón de sus peligrosos amigos, incluido el congresista. La policía llevaba casi tanto tiempo como Perrie siguiéndole el rastro a Riordan. Perrie se metió la mano en el bolsillo y tocó su móvil. Tarde o temprano, tendría que llamar a la policía. Pero no hasta que hubiera dado con la pieza final del rompecabezas, prueba concluyente que relacionaría al despacho del congresista con Tony Riordan. Y no hasta que su historia estuviera escrita en el periódico para que todo el mundo pudiera leerla.

Al oír que se abría la puerta de un coche, Perrie centró de nuevo su atención en el Mercedes, de donde vio salir a Mad Dog. Le temblaban las manos, pero agarró la cámara que le colgaba del cuello y en silencio rogó que no se hubiera atascado alguna pieza en las dos horas que llevaba de pie bajo la lluvia. Retiró la tapa de la lente, se llevó la cámara al ojo y enfocó la puerta.

Momentos después dos figuras emergieron del edificio, flanqueadas por un par de corpulentos guardaespaldas de Tony. Perrie sonrió para sus adentros al reconocer a Tony y al jefe de la oficina del congresista en el visor de la cámara. Tranquilamente volvió a enfocar y deslizó el dedo hacia el obturador. Pero cuando estaba a punto de hacer su primera fotografía, el ruido de un móvil interrumpió el silencio de la noche.

Asustada, Perrie se asomó por encima de la cámara, preguntándose quién podría estar llamando a Riordan a las dos de la madrugada. Pero cuando el teléfono sonó de nuevo, se dio cuenta de que el grupo del muelle de carga miraba en su dirección. ¡El sonido provenía del bolsillo de su abrigo! En un instante, los dos tipos del muelle sacaron sus pistolas y la situación se descontroló totalmente.

Perrie tiró la cámara y metió la mano torpemente en el bolsillo para sacar el teléfono, al tiempo que la primera bala le silbaba sobre la cabeza y rebotaba contra el edificio que tenía detrás. Se escondió más entre las sombras y abrió el teléfono, mientras otra bala le pasaba muy cerca.

– ¿Perrie? ¿Perrie, eres tú?

– Mamá, ahora mismo no puedo hablar. Te llamo luego.

Agachó la cabeza al tiempo que otro tiro daba contra el muro de ladrillo.

– Perrie, sólo me llevará un minuto decírtelo.

– Mamá, son las dos de la madrugada.

– Cariño, sé que no duermes mucho y pensé que estarías despierta de todos modos. Sólo quería decirte que el hijo de la señora Wilke viene a casa de visita. Es dentista, sabes, y está soltero. Creo que sería agradable si… ¿Perrie? ¿Eso que he oído es un tiro de bala?

Perrie maldijo entre dientes y empezó a avanzar despacio a lo largo de un muro.

– ¡Mamá, ahora no puedo hablar! Te llamaré dentro de unos minutos -cortó la comunicación y llamó a la policía con manos temblorosas.

Cuando la operadora contestó, le dio rápidamente su nombre y su localización. Desde donde estaba en ese momento, acurrucada en la oscuridad, parecía como si estuviera en medio de una guerra entre bandas. Los disparos procedían ya de ambas direcciones, y parecía que ella estaba justo en medio.

¿Estaría la policía ya allí? ¿O acaso había otra pieza de aquel rompecabezas que ella desconocía? Se adelantó un poco y se arriesgó a echar una mirada al tumulto al otro lado de la calle. Los hombres de Riordan seguían disparándole, pero otros los disparaban también a ellos. La pieza que le faltaba del rompecabezas iba muy armada con rifles semiautomáticos, al menos eso lo tenía claro.

– Señora, por favor, no se retire. ¿El tiroteo continúa?

– ¡Sí, continúa! -gritó Perrie-. ¿Es que no lo oye? -se retiró el teléfono de la oreja para que la operadora saboreara unos momentos del conflicto.

– Mantenga la calma, señora -dijo la mujer.

– Tengo que ir a por la cámara -dijo Perrie, que en ese momento pensó que aquél era el único pensamiento normal que había tenido desde que había empezado el tiroteo.

– Señora, quédese donde está. Tendrá un coche ahí en un par de minutos.

– Necesito mi cámara.

Perrie se deslizó pegada al edificio, desandando el camino que había recorrido momentos antes, con los ojos fijos en la cámara que estaba junto a un charco de agua sobre el pavimento mojado. Estiró el brazo para agarrar la correa, a unos centímetros de sus dedos. Otro disparo de bala pasó tan cerca de su brazo, que le pareció como si pudiera sentir el calor de la bala a través de la manga de la cazadora. Hizo una mueca y seguidamente se lanzó desesperadamente a por la correa.

La agarró y tiró de ella para ocultarse enseguida entre las sombras, donde estaría más segura.

– Una imagen vale más que mil palabras -murmuró mientras limpiaba la lente mojada con el puño de la cazadora-. No mil de mis palabras. Una foto sólo valdría como unas cien de mis palabras -fijó la vista en una mancha negra de la manga y suspiró mientras trataba de limpiarse el barro. Pero no era barro lo que le manchaba la manga. Al tocarse sintió un dolor horrible en el brazo, y pestañeó muy sorprendida.

– Oh, maldita sea -murmuró mientras frotaba la sangre pegajosa entre los dedos-. Me han disparado -se llevó el móvil a la oreja-. Me han disparado -le repitió a la operadora.

– Señora, ¿dice que le han disparado?

– Siempre me había preguntado cómo sería -le explicaba Perrie-. Que una bala te traspasara la piel. Me preguntaba si sería una sensación fría o caliente; si sabría que me acababa de ocurrir, o tardaría un rato.

Cerró los ojos y trató de dominar un ligero mareo.

– Señora, por favor, no se mueva. Le enviaremos un coche en treinta segundos. Y una ambulancia va de camino. ¿Puede decirme dónde le han disparado? Por favor, no se mueva de ahí.

– No me voy a ninguna parte -dijo Perrie mientras echaba la cabeza hacia detrás para apoyarla sobre el muro de ladrillo.

La lluvia la pegaba en la cara y acogió la sensación de frescor de buen grado; además, era lo único que le parecía real en aquella situación.

– Ni una manada de caballos salvajes podría apartarme de esta historia -murmuró mientras en la distancia se oía el ruido de las sirenas.

La siguiente media hora pasó en un torbellino de parpadeantes luces rojas y personal sanitario que no dejaba de ir de un lado a otro. La habían metido en una ambulancia y le habían vendado el brazo, pero ella se negaba a que la llevaran al hospital, y había elegido quedarse allí justo a observar el desarrollo de la escena delante del almacén y a los detectives que interrogaban para recoger pruebas del tiroteo.

– ¡Perrie!

Volvió la cabeza y vio a Milt Freeman, que iba hacia ella con expresión furiosa. Ignorando a Freeman, ella le dio la espalda al detective y continuó con su propio interrogatorio.

– Maldita sea, Kincaid, ¿qué diablos ha ocurrido aquí?

– Estoy segura de que ya lo sabes todo -dijo Perrie.

El detective levantó la vista cuando Milt agarró del brazo a Perrie. Ella hizo una mueca de dolor, y su jefe la miró con expresión ceñuda.

– Llévela al hospital -le aconsejó el detective-. Y quítemela de encima. Le han dado un tiro en el brazo.

– ¿Cómo? -chillo Milt.

– Estoy bien -insistió Perrie mientras centraba su atención en el detective-. ¿Por qué no me deja que le eche un vistazo a esa billetera?

El detective le echó a Milt un a mirada exasperada antes de alejarse sacudiendo la cabeza.

– Ya está -dijo Milt mientras tiraba de ella hacia la ambulancia-. Hace dos semanas te estropearon los frenos del coche, la semana pasada entraron en tu apartamento, y ahora te encuentro esquivando balazos en medio de una guerra de mafiosos. Quiero que te marches de Seattle. Esta misma noche.

– Sí, claro. ¿Y adónde voy a ir? -le preguntó Perrie.

– A Alaska -dijo Milt mientras la empujaba para que se sentara sobre el ancho parachoques de una ambulancia.

– ¿A Alaska? -dijo Perrie en tono chillón-. No voy a ir a Alaska.

– Sí que irás -respondió Milt-. Y no quiero que me des la lata. Esta noche te han pegado un tiro y te estás comportando como si fuera un día cualquiera en la oficina.

– Sólo ha sido una herida superficial -gruñó mientras se miraba el vendaje del brazo-. La bala sólo me ha rozado -sonrió a su jefe, pero éste no sonreía-. Milt, no puedo creer que acabe de decir eso. Esto es como lo de esos tipos que solían cubrir zonas de combate en Vietnam. Siento como si finalmente me hubiera ganado un respeto. Ya no soy una escritora de Lifestyles. Incluso me han herido mientras cumplía con mi deber.

Milt se cruzó de brazos y se apoyó en la puerta trasera de la ambulancia mientras miraba a Perrie con desaprobación.

– He llamado a un antiguo amigo mío que vive en una pequeña población llamaba Muleshoe. Se llama Joe Brennan. Dirige un servicio de vuelos en la zona. En verano suelo ir allí a pescar, y él siempre me va a buscar y me lleva en avión. Me debe unos cuantos favores.

Perrie ignoró su historia y se concentró en la suya propia. Milt estaba un poco disgustado en ese momento; pero ya se le pasaría.

– Yo creo que deberíamos escribir la historia ahora. Que yo sepa, tenemos toda la confirmación necesaria. Aunque no he conseguido una foto. Vi al jefe de la oficina de Dearborn allí con Riordan. Ésa es la conexión.

Milt maldijo entre dientes con exasperación.

– Lo único que veo aquí son dos sabihondos muertos y ni rastro ni de Dearborn ni de Riordan. Tienes un enorme agujero vacío donde pensabas que tenías una historia sólida.

– ¡Tengo una historia! -protestó Perrie-. Y está aquí, no en Alaska.

Milt Freeman la miró a los ojos fijamente.

– Estás hablando como si Alaska fuera Siberia. Es uno de los cincuenta estados, ¿sabes?

– Sí, pero fue parte de Siberia -le respondió ella-. Antes de que se lo compráramos a los rusos. Estoy a punto de descubrir toda la trama en esta historia, Milt; ya me huele a tinta. Sólo necesito unas cuantas piezas más para completar este rompecabezas y podemos exponerla al completo.

– Lo que tienes ahora, Perrie Kincaid, es que le han puesto precio a tu cabeza. Algunas personas saben que estás en esto, y no están dispuestas a dejar que la publiques.

Perrie se puso de pie.

– Tengo que volver a la oficina.

– Vas a ir al hospital y después a Alaska.

– Mis archivos están en el despacho. Tengo trabajo que hacer.

– Puedes pasarme a mí todos tus archivos – dijo Milt-. Y yo se los daré a la policía.

– ¡De eso nada!

– Y he enviado a Ginny a tu casa para que te haga la maleta. Después de que te vean los médicos, te llevaré al aeropuerto.

– No voy a ir a Alaska -repitió ella.

– Quienquiera que te disparara esta noche buscará una segunda oportunidad. Me ha costado mucho tiempo que te convirtieras en una reportera de calidad como para que ahora permita que te maten. Te vas a Alaska, Kincaid.

Ella sacudió la cabeza con obstinación.

– No pienso ir. Me voy a quedar aquí y voy a publicar esta noticia. Dime, ¿qué te parece…?

– La policía va a dar a conocer esta noticia -la interrumpió-. En cuanto sepan quién te disparó, podrás volver y escribirla -se metió la mano en el bolsillo de la cazadora y le tendió un sobre-. Me daba la sensación de que iba a ocurrir algo así. Ahí dentro hay un billete de avión a Fairbanks… Joe Brennan te llevará hasta Muleshoe. Allí tengo una acogedora y bonita cabaña para ti. No hay ni teléfonos, ni balas, ni mafiosos. Sólo paz y tranquilidad. Incluso le pedí a Joe que te llenara los armarios de palomitas, ya que parece que tú las consideras como un sustituto de los demás alimentos. Quiero que estés en un lugar seguro hasta que las cosas se calmen por aquí.

Ella se sacó su bloc de notas del bolsillo trasero; pero al hacerlo sintió un dolor que le recorrió el brazo hasta los dedos.

– No pienso ir, Milt -dijo mientras pasaba las páginas y releía sus notas-. Tengo que trabajar. No voy a quedarme todo el día sentada esperando a que tú me llames para poder volver. No puedo.

– Por eso es por lo que te tengo preparada una historia que cubrir -continuó-. Y no te lo estoy pidiendo… Es una orden de tu jefe.

Perrie lo miró y se echó a reír con dureza. Milt no solía bromear con asuntos de trabajo.

– Oh, sí claro. ¿Qué clase de historia?

– Precisamente la semana pasada tres mujeres jóvenes salieron de Seattle dejando sus hogares y sus empleos para ir a Muleshoe en respuesta al anuncio de las novias por correo que se había publicado en nuestro periódico. Oí a tu antigua directora de Lifestyles hablar del asunto. Iba a enviar a un reportero que le cubriera la historia, pero yo la convencí para que te enviara a ti.

– ¿Cómo? -Perrie se levantó de un salto y empezó a pasearse de un lado al otro de la habitación-. ¿Me vas a enviar de vuelta a Lifestyles? Dios, Milt, detesto escribir esas tonterías -maldijo entre dientes, y después negó con la cabeza-. No voy a ir. Puedes echarme si quieres, pero me voy a quedar aquí a escribir esa historia

Milt se inclinó hacia ella y la miró con un gesto huraño.

– Vas a ir a Muleshoe, Perrie. Vas a descansar y a recuperarte de esa herida de bala, y yo te llamaré cuando sea seguro volver. Esta historia seguirá aquí, te lo prometo.

– No voy a ir -repitió Perrie-. No voy, y no me puedes obligar a hacerlo.

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