Los copos de nieve caían del cielo nocturno, estrellándose contra el parabrisas del coche, y Caley Lambert miraba con ojos cansados cómo los limpiaparabrisas los apartaban frenéticamente. El rítmico sonido la arrastraba inexorablemente hacia el sueño. Antes de que los párpados se le cerraran, se apresuró a bajar la ventanilla.
El aire frío la golpeó como una bofetada en el rostro. Respiró hondo. El vuelo desde Nueva York se había retrasado, y al llegar a Chicago descubrió que el hotel del aeropuerto había alquilado su habitación reservada. Sin sitio donde alojarse, había decidido ir a la casa que sus padres tenían junto al lago en vez de perder tiempo buscando una habitación de hotel. Eran dos horas en coche.
Pero si había acabado bajo una tormenta de nieve no había sido por las prisas para llegar a casa, sino más por bien porque no soportaba perder el tiempo. Después de once años viviendo en Nueva York, y siete años trabajando en el despiadado mundo de las relaciones públicas, había aprendido a aprovechar hasta el último minuto del día. No perdía tiempo en nada que la apartase de su vida profesional. Hacía ejercicio sólo porque el gimnasio era un buen lugar para establecer relaciones laborales. Pertenecía a siete organizaciones profesionales porque eran nombres que pesaban mucho en su curriculum. Y durante siete años había trabajado dieciséis horas al día porque ése era el único modo de hacerse socia de la empresa.
– Entonces, ¿qué demonios estoy haciendo en North Lake, Wisconsin? -murmuró para sí misma.
Su hermana menor, Emma, la había llamado unas semanas antes para pedirle que fuera a casa antes de San Valentín. Emma había planeado algo muy especial en la casa del lago, pero se había negado a darle más detalles. Sólo le había dicho que los Lambert estarían presentes. Los padres de Caley se habían casado el Día de San Valentín, treinta años antes, por lo que no era difícil imaginarse el propósito de su hermana.
Una versión electrónica de la Pequeña Serenata de Mozart interrumpió los pensamientos de Caley. Agarró el móvil y lo volvió a arrojar al asiento contiguo tras mirar el identificador de llamada. Brian. La había llamado al menos veinte veces desde que Caley saliera de Nueva York para un viaje de negocios a San Francisco, y ella seguía sin responderle.
Caley y Brian habían sido pareja durante dos años, y él había previsto ir a North Lake con ella y conocer a su familia. Pero en el último minuto había cancelado el viaje, alegando compromisos laborales, y fue entonces cuando Caley se dio cuenta de que su relación era una pérdida de tiempo.
Entre los viajes de negocios y las reuniones de trabajo, apenas habían compartido tres noches en el último mes. No era gran cosa, teniendo en cuenta que vivían en el mismo apartamento.
Miró con ojos entornados a través de la nieve, buscando la indicación a West Shore Road. Hubo un tiempo en que se conocía hasta el último palmo de North Lake. En aquel pequeño pueblo había pasado todos sus veranos, hasta que se marchó a la universidad.
Pero a pesar de los años que había pasado lejos de aquel lugar, y en medio de una fría noche invernal, pudo sentir cómo la recorría un arrebato de emoción. Recordaba cómo había hecho frenéticamente el equipaje el día después de que acabaran las clases. El viaje de Chicago hasta el lago en una atestada furgoneta conducida por su madre. Su hermano mayor, Evan, sentado en el asiento delantero y manejando la radio. Ella sentada entre sus otros dos hermanos menores, Emma y Adam. El más pequeño de todos, Teddy, semiescondido en el asiento trasero entre las maletas y las cajas de provisiones. Sus hermanos siempre viajaban con los bañadores puestos, de modo que podían saltar directamente de la furgoneta al lago sin tener que cambiarse.
Pero Caley siempre tenía otras cosas en mente.
A cada kilómetro recorrido, crecía su emoción e impaciencia. ¿Qué aspecto tendría? ¿Seguiría igual a como ella lo recordaba o habría cambiado? ¿Y ella, había cambiado? ¿Cómo la vería él? ¿Sería aquel verano el verano en que finalmente se atreviera a besarlo?
Año tras año, viaje tras viaje, sus pensamientos siempre se habían concentrado en él. Incluso ahora, se sorprendió a sí misma volviendo a los viejos hábitos. Jake Burton. Había sido su príncipe azul, su caballero de reluciente armadura, su primera fantasía romántica y su primer amor. Todo ello envuelto en un físico increíblemente atractivo y sensual.
Su familia ocupaba la casa veraniega vecina. Todos se reunían cada verano: los cinco Lambert y los cinco Burton, formando una tribu de crios conocida en North Lake como «los Burtbert». Durante años Caley había visto a Jake como a su hermano mayor, Evan. Un chaval bruto e impertinente, con la cara cubierta de granos y que no hacía más que eructar y escupir.
Pero entonces, un día estaban nadando y Jake la hundió bajo la balsa. Caley se había sumergido como una cría de once años, y había vuelto a la superficie como una adolescente enamorada. Jake tenía trece años y se había convertido en un chico muy apuesto, con unos brillantes ojos azules y una dentadura perfecta. El agua goteaba de sus oscuras pestañas mientras él le sonreía, y su rostro parecía tan suave y bronceado que Caley no había podido resistir el impulso de tocarle la mejilla.
Nada más hacerlo, Jake le había apartado bruscamente la mano, frunciendo el ceño con una mueca de confusión. Pero desde aquel momento, Caley había estado enamorada. Más tarde, su amor casto e infantil se transformó en una lujuria adolescente, y luego en unos sentimientos que rayaron la obsesión… para acabar finalmente en la humillación.
Respiró hondo y suspiró. Durante los últimos once años se las había apañado para visitar la casa del lago sólo cuando tenía la certeza de que Jake estaba en cualquier otro sitio. Sin embargo, con cada visita albergaba la secreta esperanza de volver a encontrarse con él, y tal vez de arreglar el desastre que había provocado la noche de su decimoctavo cumpleaños.
El teléfono volvió a sonar y Caley maldijo en voz alta mientras lo agarraba. Pero esa vez no reconoció el número, tan sólo el prefijo de Manhattan. Ahora que se había convertido en socia, su jefe podía llamarla a cualquier hora del día y de la noche, y John Walters se había aprovechado de esa ventaja en más de una ocasión. Caley se preguntó qué clase de emergencia habría surgido a las cuatro de la mañana, hora de Nueva York.
Abrió el móvil y se lo llevó a la oreja.
– ¿Diga?
– Me imaginé que no responderías a una llamada de mi móvil, así que me he visto obligado a llamarte desde el teléfono público de la esquina.
Caley reconoció la voz de Brian y se tragó otra maldición.
– No quiero hablar contigo. Ya te dije todo lo que había que decir antes de marchante. Se ha terminado.
– Caley, podemos arreglarlo. No puedes acabar así, sin más. Todo iba bien…
Ella se echó a reír y sacudió la cabeza. Brian era uno de los mejores abogados de Wall Street. Al igual que ella, podía sacarle el lado positivo al peor desastre imaginable.
– ¿Cómo puedes decir eso? -preguntó-. Siempre estamos separados, y las pocas veces que nos vemos sólo hablamos de trabajo.
– ¿Qué quieres? Puedo hablar de otras cosas.
– Ésa no es la cuestión -dijo Caley sintiéndose cada vez más frustrada. Normalmente podía expresar sus puntos de vista con claridad y frialdad. Pero esa vez no tenía ni idea de lo que quería. Sólo sabía que no quería volver a ver a Brian. Durante mucho tiempo se había sentido perdida y aquél era el único modo de volver a encauzar su vida.
– ¿Cuál es la cuestión? -presunto él.
– No… -volvió a respirar hondo- no soy feliz.
– ¿Y eso cuando te ha supuesto una diferencia? Trabajas sin descanso, nunca te tomas unas vacaciones, planeas cada minuto de tu vida… Es normal que no seas feliz. ¿Quién podría serlo en tu lugar? Pero así es como a ti te gusta Caley.
– Ya no -dijo ella-. Esa vida ha dejado de gustarme -de repente la invadió el pánico. ¿Estaría haciendo lo correcto? ¿De vendad estaba lista para abandonar? Los oídos empezaron a zumbarle y por un momento pensó que iba a perder el conocimiento-. Tengo… tengo que colgar. Te llamaré cuando vuelva y discutiremos los detalles. Adiós, Brian.
Aparcó rápidamente en el arcén y bajó la ventanilla para llenarse los pulmones de aire. Durante el último mes había estado luchando contra esos ataques de pánico, que se habían convertido en algo cotidiano. Al principio los había atribuido al estrés de pertenecer a la empresa, a la vida en Nueva York, a sus dudas con Brian. Pero en el fondo sabía que nada de eso era la causa.
El sonido de una sirena la sobresaltó. Miró por el espejo retrovisor y vio un coche patrulla deteniéndose tras ella. Ni siquiera se había acercado al límite de velocidad. Pero quizá había derrapado con demasiada brusquedad en la nieve, al girar hacia el arcén. Por el espejo lateral vio cómo el policía se bajaba del coche y se acercaba a su vehículo. Un estremecimiento la recorrió al recordar las noticias de asesinos en serie que se hacían pasar por policías, pero se obligó a apartar ese pensamiento. Estaba en North Lake. Aquellas cosas pasaban en Nueva York, no en Wisconsin.
El agente llegó junto a ella y golpeó la ventanilla con su linterna. Caley presionó el botón y el cristal descendió un centímetro.
– Enséñeme su placa -le exigió.
Él se la mostró y Caley se la arrebató. Parecía real. Bajó un poco más la ventanilla y se la devolvió.
– Su carné de conducir y los papeles del vehículo, por favor.
– No… no sé si tengo los papeles -balbuceó ella-. Es un coche alquilado -sacó el carné de la cartera y abrió la guantera-. Lo alquilé en Seepy Rental, en O'Hare. Aquí tengo el contrato de alquiler -le entregó los papeles y lo miró-. No iba tan deprisa.
– Estaba hablando por un teléfono móvil -replicó él-. Va contra las leyes que tenemos en North Lake. ¿Ha estado bebiendo, señorita?
– No -respondió ella, sorprendida por la pregunta-. Me salí de la carretera porque estaba cansada. Necesitaba respirar aire fresco.
El agente examinó atentamente su carné.
– Caroline Lenore Lambert -murmuró-. ¿Es usted Caley Lambert? -dirigió la linterna hacia su cara y Caley entornó los ojos.
– Sí.
– ¿De los Burtbert?
– Sí.
El agente apagó la linterna y se inclinó con una sonrisa amistosa.
– Vaya, ¿no me recuerdas? -se señaló el nombre en la chaqueta-. Soy Jeff Winslow. Salimos unas cuantas veces el verano de… bueno, no importa. Te llevé a pasear en barca. Encallamos cerca de Raspberry Island y tú me llamaste idiota y me tiraste una lata de refresco a la cabeza.
Caley lo recordaba muy bien. Había sido como quedarse sin gasolina en una carretera desierta. También recordaba que Jeff Winslow había intentado besarla y luego la había reprendido por comportarse como una mojigata. Casi todos los chicos con los que Caley había salido aquel verano le habían servido para un único propósito… darle celos a Jake Burton.
– Pues claro -dijo-. Jeff Winslow. Cielos… ¿ahora eres policía? Qué irónico resulta, después de todos los problemas que causabas.
– Sí… Una juventud malgastada. Pero me reformé a tiempo y conseguí un título en Criminología. Estuve trabajando para el Departamento de Policía de Chicago, hasta que me enteré de que estaban buscando un jefe de policía aquí y pensé «qué demonios». Ya me habían disparado cuatro veces en Chicago -se echó a reír-. Parece que vas a tener suerte…
– ¿Suerte?
Él cerró su libreta y se la guardó en el bolsillo trasero.
– Voy a dejar que te vayas con una simple advertencia -le devolvió el carné de conducir-. Siempre que me prometas que no hablarás por el móvil mientras estés conduciendo. Va contra las leyes del estado y puede ser una falta muy grave.
– Gracias -dijo Caley.
– Bueno, ¿y qué ha sido de tu vida? La última vez que te vi en North Lake acababas de terminar el instituto.
– Trabajo en Nueva York. No he vuelto mucho por aquí.
– Lástima -repuso Jeff-. Es genial vivir en la ciudad, pero nunca llegué a apreciar realmente este lugar hasta que me marché. Hay algo especial en North Lake… se respira paz -se encogió de hombros y tocó la ventanilla con el dedo-. Conduce con cuidado, Caley. Las carreteras están muy resbaladizas. Y si te vuelvo a pillar hablando por el móvil, tendré que ponerte una multa.
– Entendido -dijo Caley.
– Buenas noches.
Por un momento Caley pensó que iba a decirle algo más, pero él se dio la vuelta y volvió a su coche patrulla. Unos segundos después, las luces dejaron de girar y Caley volvió a la carretera. No tardó en ver la indicación de West Shore Road y tomó el desvío, seguida a cierta distancia por Jeff.
Las casas que se alineaban junto a la orilla estaban a oscuras, casi todas ellas deshabitadas durante los meses de invierno, y Caley escudriñó los buzones a través de la nieve. Pasó junto al camino de entrada de los Burton, vecinos de sus padres, y subió por la pequeña pendiente entre los árboles sin hojas, conteniendo la respiración hasta que detuvo finalmente el coche. Una luz brillaba débilmente al final del camino. El agente Jeff siguió por la carretera, aparentemente satisfecho de que Caley hubiera llegado a su destino.
Apagó el motor y contempló la casa a través del cristal helado del coche. En invierno ofrecía una imagen aún más pintoresca. El tejado cubierto de nieve, los carámbanos colgando de los canalones sobre la blanca fachada de madera… Mirándola, Caley supo que sería imposible trabajar mientras estuviera allí con su familia. Y aunque necesitaba un respiro laboral, sabía que no podía permitírselo. De modo que había reservado una habitación para la noche siguiente en el hotel del pueblo. Entre los tres niños de Evan y el escándalo de su ruidosa familia, Caley estaba convencida de que necesitaría un lugar donde refugiarse.
Salió del coche y agarró las bolsas del asiento trasero. No pudo evitar una mirada por encima del hombro hacia la casa de los Burton. Había una luz encendida en la cocina, pero el resto estaba a oscuras. Sin duda Ellis y Fran Burton estarían en la fiesta de aniversario, pero aunque no había ningún motivo para invitar también a sus hijos, Caley se preguntó si habría alguna posibilidad de ver a Jake… y qué ocurriría si así fuera. ¿Se acordaría Jake de aquella noche en la playa, o se comportaría como si nada hubiera sucedido?
Habían pasado once años, pensó Caley. Era hora de dejarlo atrás. Se había enamorado siendo una cría, y no había vuelto a ver a Jake desde la noche antes de marcharse a la Universidad de Nueva York. Hasta ahora, el recuerdo de aquella noche siempre la había sumido en el remordimiento y la humillación. Pero ahora eran adultos, y si él quería revivir aquella indiscreción adolescente, ella tendría que negarse. Jake había cometido muchos errores en su juventud y no querría sacarlos a la luz delante de su familia. Caley intentó recordar algunos de ellos por si acaso necesitaba algo con lo que atacar.
Se habían metido en toda clase de problemas. Incluso ahora, Caley seguía sorprendiéndose de no haber acabado siendo una delincuente juvenil. Pero Jake y ella habían formado una pareja y ella había sido la única de los Burtbert que había aceptado sus desafíos.
Sonrió. Una vez habían atrapado una ardilla y la habían soltado en el coche del jefe de policía. En otra ocasión le habían robado una bicicleta al abusón del pueblo. A la mañana siguiente, el chico encontró la bici balanceándose en el agua, junto a la playa pública. Aquella proeza les hizo ganarse la admiración de muchos, aunque nunca admitieron ser los responsables. Y otras muchas veces se refugiaban en su «fortaleza», una cabaña abandonada en la orilla oriental del lago.
La casa estaba oscura y en silencio. Nadie cerraba la puerta cuando la familia estaba en casa. Caley permaneció de pie en el amplio vestíbulo y respiró hondo para aspirar el olor familiar… agua, hojas, madera barnizada y velas de vainilla que a su madre le gustaba encender para contrarrestar la humedad del aire. Tiempo atrás Caley había conocido cada rincón de aquella casa. Había sido su castillo particular.
Subió lentamente por la escalera y recorrió el pasillo hacia su dormitorio. Pero cuando empujó la puerta vio que la habitación ya estaba ocupada… por los hijos de Evan. Dos en la cama y el más pequeño en una cuna portátil. Cerró con cuidado la puerta y siguió por el pasillo. Seguramente Emma tendría espacio en su cama. Entró en la habitación de su hermana y cerró la puerta tras ella. Dejó la bolsa en el suelo y caminó hacia la cama. Hacía frío, y Emma estaba arropada con un edredón y con la cabeza bajo la almohada.
– Emma… -susurró Caley junto a la cama, quitándose la chaqueta y los zapatos. Emma siempre había tenido el sueño muy profundo.
Caley se sentó en el borde de la cama. Quizá hubiera un sofá vacío por alguna parte, pero estaba demasiado cansada para ponerse a buscar. Dormiría algunas horas y por la mañana iría al hotel.
Se quitó los vaqueros y se metió bajó el edredón, tapándose hasta la barbilla. Cerró los ojos y recordó el último verano que había pasado en la casa del lago. Jake había vuelto a casa por vacaciones después de su segundo año en la universidad, y nada más verlo, Caley había perdido la cabeza por él. Era tan guapo y sexy que no podía vivir sin él.
El verano pasó sin que Caley consiguiera que se fijase en ella. Finalmente, la noche que cumplía dieciocho años, decidió jugárselo el todo por el todo. Sólo quedaban unos días para que empezaran las clases y ella no quería ir a la universidad siendo virgen. De modo que hizo acopio de valor, llevó a Jake al lago, se quitó la camiseta y le pidió que la convirtiera en una mujer.
Ahogó un gemido y se subió el edredón hasta la nariz. Incluso después de tantos años, el recuerdo de su estúpida proposición bastaba para que le ardieran las mejillas. Cerró los ojos y rezó en silencio para que Jake no apareciera en North Lake hasta que ella se hubiera marchado.
Seguramente estaba a muchos kilómetros de allí, pensó. Compartiendo la cama con otra mujer, quizá. Frunció el ceño por la punzada de celos que la traspasó. La pasión que sentía por Jake se había consumido mucho tiempo atrás. No, no podían ser celos… Era algo más parecido a la envidia, por haberse imaginado a Jake feliz y enamorado.
Probablemente tendría todo lo que siempre había deseado en la vida, mientras que ella aún intentaba averiguar qué necesitaba para ser feliz.
Siempre había pensado que tendría las respuestas cuando llegara a los treinta. Pero estaba a punto de cumplir los veintinueve. El tiempo se agotaba.
Tal vez una semana lejos de Nueva York y de la vida que se había construido le diera un poco de perspectiva. Bostezó y se echó un brazo sobre los ojos. Tendría tiempo para pensarlo por la mañana. Ahora necesitaba dormir.
El sonido de un móvil despertó a Jake Burton de un sueño plácido y profundo. Gruñó y se dio cuenta de que la melodía electrónica no correspondía a su móvil. Y entonces sintió la presencia de un cuerpo cálido junto a él.
Al principio pensó que estaba soñando, pero el peso de la pierna sobre sus muslos era completamente real, así como el olor a cítricos de sus cabellos. Intentó mover el brazo y comprobó que ella tenía la cabeza acurrucada contra su hombro.
«Un nombre», se dijo a sí mismo. Estaba en la cama con una mujer de la que no podía recordar su nombre. Había tenido muchas aventuras de una sola noche en su vida, pero últimamente había renunciado a ellas.
El teléfono siguió sonando, hasta que la melodía cesó bruscamente. ¿Dónde se habían conocido? ¿Dónde había estado la noche anterior? Esperó que lo invadieran los síntomas de la resaca, pero estaba seguro de no haber bebido. Pero entonces, ¿por qué no recordaba a aquella mujer?
– Piensa -susurró mientras abría lentamente los ojos. Al principio no supo dónde estaba, pero entonces lo recordó. Estaba en casa de los Lambert. En el dormitorio de Emma. Pero entonces, ¿quién demonios estaba en la cama con él? ¡No podía ser su futura cuñada!
Se apoyó en el codo y miró el reloj. Eran las seis de la mañana. Bajó la mirada a su compañera de cama y con mucho cuidado le apartó el pelo ondulado del rostro.
– Maldita sea… -masculló, retirando la mano. Habían pasado años… once, para ser exactos, pero jamás podría olvidar su hermoso perfil, su nariz pecosa y respingona, su piel perfecta y sus largas pestañas.
Seguía exactamente igual a como él la recordaba, sólo que Caley Lambert ya no era una adolescente desgarbada, sino una mujer adulta. Bajó la mirada a sus labios, suaves, carnosos y ligeramente entreabiertos. Una mujer adulta y muy, muy sexy. Pero ¿qué demonios hacía en su cama?
Reprimió el impulso de tocarle la cara. Dios, cómo recordaba aquellos impulsos… ¿Cuántas veces había sentido el deseo de besar a Caley Lambert? ¿Cien, doscientas? Cuando ella cumplió dieciocho años, Jake necesitó toda su fuerza de voluntad para contenerse, y la única forma de conseguirlo había sido evitándola deliberadamente.
Pero ahora que tenía la oportunidad… ¿por qué no aprovecharla? ¿Por qué no descubrir lo que se había estado perdiendo durante tantos años?
Le apartó un mechón y se inclinó hacia su rostro hasta rozarle los labios con los suyos. Al separarse, ella se removió y abrió los ojos. Se le escapó un débil suspiro y sonrió.
Jake la observó con recelo. Era obvio que buscaba algo, o de lo contrario no se habría metido en la cama con él. Era una actitud bastante descarada, teniendo en cuenta que los padres de Caley estaban durmiendo en el otro extremo del pasillo, pero Caley siempre había sido conocida por su descaro, y parecía que se había vuelto aún más audaz desde la última vez que la vio. Al fin y al cabo vivía en Manhattan… Jake había visto Sexo en Nueva York y sabía cómo eran las mujeres solteras de la Gran Manzana.
– ¿Quieres que vuelva a besarte? -le susurró.
– Umm… -murmuró ella, apoyando la cabeza en su pecho desnudo.
«Umm» podría interpretarse como una respuesta negativa, pero Jake decidió que, combinado con su adormilada sonrisa, sugería lo contrario.
Se estiró junto a ella, entrelazó las manos en sus cabellos y la besó suavemente en los labios. Ella pareció fundirse con él, apretándose contra su cuerpo mientras otro suspiro escapaba de su garganta. En su juventud, besar a Caley se había convertido en una obsesión, y ahora se hacía por fin realidad. Jake estaba fascinado por las sensaciones que recorrían sus venas.
¡Sólo era un beso! Pero era como si todo el deseo contenido desde su juventud hubiera sido liberado de repente. Y ahora podía imaginarse qué podría pasar entre ellos…
Su reacción al beso había sido tan inmediata como intensa. Había pasado mucho tiempo desde que había estado con una mujer. Durante el último año se había sorprendido buscando algo muy difícil de encontrar… una mujer fuerte e independiente que no tuviera miedo de ser ella misma. Estaba harto de aquellas mujeres que se adaptaban a sus gustos en un intento por agradarlo.
Sonrió. Había conocido a Caley desde muy joven, y sabía que era tal y como se mostraba. Seguro que seguía siendo tan cabezota y decidida como había sido de pequeña. Dios, cuánto la había admirado… Era la única chica que se había atrevido a desafiarlo.
La mano de Caley bajó por su espalda, y la palma cálida y suave se deslizó bajo el elástico de sus calzoncillos. Jake contuvo la respiración mientras ella avanzaba con los dedos hacia la cadera. No se había despertado con una erección, pero lo había remediado rápidamente al besarla.
La colocó debajo de él, con los dedos aún entrelazados en sus cabellos, y unió su boca a la suya. Sus caderas se frotaron y la erección de Jake quedó aprisionada entre los cuerpos. Había algo excitante y prohibido en aquellas caricias.
– Jake -susurró ella.
El sonido de su nombre en los labios de Caley fue como alimentar un fuego con gasolina. El deseo se avivó y el beso se hizo más voraz y apasionado.
Era Caley, la chica a la que había conocido desde siempre y a la que había procurado evitar a toda costa. Pero ahora podía ser suya, allí, en esa cama. No había nada que pudiera detenerlos. El momento nunca había sido el adecuado, pero su instinto le decía que la ocasión perfecta había llegado.
Mientras la besaba, se vio atrapado en una fantasía mil veces revivida en sus sueños. Deslizó la mano bajo su camiseta y le acarició el pezón con el pulgar a través del sujetador. Ella se estremeció y se arqueó contra él, pero sin abrir los ojos. Un pensamiento inquietante asaltó a Jake, y por un momento temió que estuviera dormida y soñando. Se apartó y la observó atentamente mientras seguía acariciándole el pecho.
– ¿Caley?
– ¿Jake? -murmuró ella.
– Abre los ojos.
Ella los abrió y lo miró fijamente. Al principio con una expresión vacía, y enseguida con desconcierto.
– Buenos días -murmuró él.
Caley frunció el ceño y se frotó los ojos con los puños. Un grito de pánico salió de sus labios, se apartó de él con un empujón y se cayó de la cama, con las piernas desnudas enredadas en el edredón.
– ¿Qué… qué estás haciendo en mi cama?
– Creo que la pregunta apropiada sería… ¿qué estás haciendo tú en mi cama?
– No es tu cama. Es la habitación de Emma. Es su cama… -parpadeó frenéticamente-. Y tú no eres ella.
– Emma se está alojando en el hotel del pueblo para tener un poco de paz y tranquilidad. No quedaba sitio en nuestra casa, y tu madre me ofreció la última cama libre.
El móvil empezó a sonar de nuevo, y Caley miró a su alrededor. Se arrastró por el suelo hasta agarrar su bolso y miró a Jake con recelo mientras sacaba el móvil.
– ¿Diga?
Jake le sonrió, recorriendo con la mirada sus largas piernas desnudas hasta sus braguitas negras. Sí, la adolescente desgarbada había dejado paso a una mujer increíblemente sexy.
– Sí, John. Lo entiendo. No, me pondré a ello enseguida y lo tendrás hoy mismo… De acuerdo… Tú también. Adiós.
– ¿Tu novio?
– Mi jefe -murmuró ella-. ¿Has estado en esta cama toda la noche… conmigo?
Jake asintió, tragándose una maldición. Había estado dormida…
– Sí, pero no contigo. Quiero decir, que no hemos hecho nada. Tan sólo estábamos uno al lado del otro. Y luego… bueno, te despertaste -lo último que quería era que Caley saliera corriendo, acusándolo de ser un pervertido-. Eh, no pasa nada… Estaba oscuro. Me confundiste con tu hermana. ¿Cómo podrías haberlo sabido?
Ella lo miró con el ceño fruncido.
– Entonces no estábamos… no estaba… No ha pasado nada, ¿verdad?
Jake puso una mueca.
– Bueno, ha habido algo, pero también se debió a una confusión. Di por hecho que te habías metido en la cama conmigo por una razón, y…
Ella se tocó los labios.
– ¿Me has besado?
– Y tú me devolviste el beso. Luego nos tocamos un poco, pero sin desnudarnos… salvo cuando me metiste la mano por los calzoncillos.
El teléfono volvió a sonar. Caley abrió la boca, pero la volvió a cerrar sin articular palabra. Miró el identificador de llamada y esa vez decidió no responder. En vez de eso, agarró el extremo del edredón y tiró de él para cubrirse, dejando destapado a Jake. Lo miró con desconfianza, esperando su próximo movimiento.
– ¿Creías que era otra persona? -le preguntó él.
– Sí -espetó ella, pero por su expresión de culpa era obvio que estaba mintiendo.
– ¿Algún otro hombre llamado Jake?
– Sí. Conozco a tres o cuatro Jake.
Él agarró un extremo del edredón y se cubrió el regazo. No podía asegurar que «nada había pasado» con una erección delatora bajo los calzoncillos. Se aclaró la garganta y se obligó a sonreír.
– Bueno, ¿y cómo te ha ido en todo este tiempo? Ha pasado… ¿cuánto? ¿Once años?
Ella asintió, aferrándose el edredón contra el pecho. Tenía las mejillas coloradas, respiraba con dificultad, y el pelo le caía suelto y alborotado por los hombros. A Jake nunca le había parecido tan hermosa, y bajó la mirada hacia los dedos de los pies, cuyas uñas perfectamente pintadas asomaban bajo la manta. Se había pasado mucho tiempo mirándole los pies cuando eran jóvenes, simplemente para apartar la vista de sus pechos.
– Tu madre dijo que no llegarías hasta esta mañana -comentó.
– Decidí venir directamente desde el aeropuerto. ¿Cuándo has llegado?
– Ayer. ¿Y bien? ¿Qué me puedes contar de tu vida?
– No mucho -respondió ella-. Nada más que trabajo. Sigo en la misma empresa de relaciones públicas en la que entré al acabar la universidad. Me hicieron socio el mes pasado. ¿Y tú?
– Tengo mi propia empresa de diseño. Me dedico a la arquitectura residencial. Mi especialidad son las casas de vacaciones, basándome en los diseños clásicos.
– Interesante -respiró hondo, como si estuviera cansada de aquella charla intrascendente-. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Qué se te ha perdido en la fiesta de aniversario de mis padres?
Entonces Jake se dio cuenta de que Emma no le había contado nada a su hermana. Se preguntó si debería ser él quien le diera las buenas noticias o si debería enterarse por su familia en el desayuno, y decidió que serviría para desviar la atención de lo que acababa de ocurrir.
– No es una fiesta de aniversario -dijo-. Se trata de Emma y de Sam.
Ella frunció el ceño al oír el nombre del hermano menor de Jake.
– ¿Emma y Sam?
– Van a casarse.
Caley ahogó una exclamación y lo miró con una expresión de absoluta incredulidad. Aquélla era la Caley que él recordaba. Siempre encontrando la manera de estar en desacuerdo con él, aunque estuvieran discutiendo por dónde salía el sol.
– No tiene gracia.
– Es la verdad -afirmó él-. Por eso estamos todos aquí. Va a ser una boda sencilla en la iglesia episcopal del pueblo, el Día de San Valentín. Emma ya tiene el vestido y han conseguido la licencia.
– Ni siquiera han salido juntos -observó Caley.
– Supongo que sí lo habrán hecho. Se han estado viendo en secreto durante los últimos tres veranos. No querían que nadie lo supiera. Ya sabes cómo son nuestras madres y cuánto deseaban que hubiera una unión entre los Lambert y los Burton. Se comprometieron en Año Nuevo y decidieron casarse enseguida, antes de que Fran y Jean pudieran planear una gran ceremonia.
– Pero sólo tienen veintiún años -dijo Caley-. Son muy jóvenes. ¿Qué saben del matrimonio? -respiró hondo y lo miró, como si necesitara tiempo para asimilar la noticia. Bajó lentamente la mirada al pecho y las piernas de Jake, y tiró del edredón hasta la barbilla-. ¿No podrías vestirte y…?
En ese momento se abrió la puerta del dormitorio y asomó la cabeza Teddy, el hermano menor de Caley.
– Hola, Jake. ¿Vas a querer…? -el resto de la frase murió en su garganta al ver la escena-. Hola, Caley. Estás en casa… -miró a Jake y esbozó una sonrisa forzada-. Bueno… el desayuno está listo -murmuró mientras cerraba la puerta.
– Oh, no -gimió Caley, poniéndose en pie-. No, no, no. Ahora será el tema de conversación durante el desayuno. Los dos juntos en ropa interior…
– Y en la misma cama -añadió él-. Podríamos volver bajo las mantas y darles algo en qué pensar… -sugirió, pero levantó las manos al recibir la mirada asesina de Caley-. Lo siento. Ha sido una broma.
Caley emitió un débil gruñido y apartó el edredón.
– No has cambiado nada, Jake Burton. Todo es una broma para ti. Nunca te tomas nada en serio.
Jake la miró mientras ella buscaba sus pantalones.
– No hace falta que te rasgues las vestiduras. Lo explicaré todo… aunque no les daré los detalles.
– Lo que haga con mis vestiduras no es asunto tuyo. Y no recuerdo ningún detalle. ¿Y por qué? Porque estaba dormida.
Jake se echó a reír. Y pensar que había tenido miedo de volver a verla, sabiendo lo incómodo que podría ser… Pero su relación volvía a ser la misma de siempre.
Sacó las piernas de la cama y reprimió el deseo de agarrarla por el brazo y tirar de ella para recordarle cuál había sido su reacción al beso.
Siempre había existido atracción entre ellos, pero Jake nunca la había manifestado. Caley siempre había sido demasiado inocente. Y además estaba enamorada de él. Si se hubieran dejado llevar por la pasión, habrían acabado muy mal. Por eso Jake creía haber hecho lo correcto la noche en que ella le ofreció su virginidad.
Era obvio que aquel rechazo aún dolía. De lo contrario, ¿por qué estaba tan furiosa?
– Si sigues enfadada por…
Caley soltó un grito ahogado y le arrojó un zapato.
– No estoy enfadada por eso. Olvídalo. Era joven y estúpida. Desde entonces me he acostado con muchos hombres, y todos ellos han sido mucho mejores amantes de lo que tú podrías haber sido. Algunas mujeres pueden encontrarte atractivo, pero yo no.
Su teléfono volvió a sonar por cuarta vez. Sin pensarlo, Jake saltó de la cama y la agarró del brazo, tiró de ella hacia él y la besó apasionadamente. Sintió cómo se debilitaba en sus brazos y la sujetó por la cintura cuando las rodillas le flaquearon. Cuando finalmente se retiró, Caley tenía el rostro encendido y los ojos cerrados. Jake volvió a tener una erección. Iba a ser una semana infernal si aquello era el comienzo… Quizá fuera el momento de satisfacer la curiosidad sexual que siempre habían sentido el uno por el otro.
– ¿Vas a contestar al teléfono? -le preguntó.
– Puede esperar -respondió ella sin aliento.
– Sí -murmuró él-. Es lo que pensaba…
Nada había cambiado. La deseaba igual que siempre.
Caley abrió los ojos y lo miró. Un suspiro se le escapó de los labios.
– Se… será mejor que me vista. Nos están esperando para desayunar -agarró rápidamente su bolsa y corrió al cuarto de baño, cerrando la puerta tras ella.
Jake se sentó en la cama y sonrió. Aquello era un comienzo, pero quizá fuera todo a lo que podría aspirar. Miró a su alrededor, se puso los vaqueros y sacó una camiseta limpia de su bolsa. Encontraría la manera de continuar lo que habían empezado…
Cuando bajó las escaleras, la cocina estaba llena de gente. La madre de Caley, Jean, estaba preparando las tortitas para la familia. Su hijo mayor, Evan, sólo era un año mayor que Jake, pero ya tenía esposa y tres hijos. Después de Caley venían Adam y Emma, y por último Teddy, quien se graduaría en el instituto en junio. Evan estaba leyendo las páginas de deportes y hablando de los Bulls con Brett, el hermano menor de Jake.
– Buenos días a todos -dijo Jake, sentándose a la mesa.
– ¿Salchichas o beicon, cariño? -le preguntó Jean.
– Beicon -respondió Jake, y un momento después tenía un plato frente a él. Alargó un brazo hacia la mantequilla y el sirope.
El hogar de los Lambert era tan parecido al suyo que se sentía como en casa. No podía recordar las veces que había comido en aquella cocina, normalmente con varios de sus hermanos. Ni Jean ni Fran, la madre de Jake, se molestaban en separar a sus respectivos hijos a la hora de la comida. Quienquiera que estuviera sentado a la mesa acababa comiendo allí, sin importar a qué familia perteneciera.
Apenas había empezado a comer, cuando Teddy entró por la puerta trasera, cubierto de nieve y con los brazos cargados de leña. Le dedicó una sonrisa de complicidad a Jake y soltó la leña junto a la puerta.
– Buenos días, Jake. ¿Cómo has dormido?
– Teddy, quiero que lleves un poco de leña a casa de Ellis y Fran -dijo Jean-. Nosotros tenemos de sobra. Jake puede ayudarte a cargarla en tu camioneta.
Teddy sonrió.
– Oh, creo que estará demasiado cansado para ponerse a cargar leña, mamá. ¿Has dormido poco, Jake?
– Quería buscar un colchón nuevo para esa cama -dijo Jean-. Ése está lleno de bultos, ¿verdad?
– De bultos no -dijo Teddy-. Quizá de personas…
La madre de Jake frunció el ceño.
– ¿De qué estás hablando, Teddy?
Todos los presentes se giraron para oír la respuesta de Teddy.
– Caley estaba durmiendo con Jake.
Jean ahogó un gemido.
– ¿Caley está en casa? ¿Cuándo ha llegado?
– A las tres de la mañana.
Todos volvieron a girarse, esa vez hacia Caley, que estaba de pie en la puerta de la cocina. Iba vestida con un jersey de lana azul y unos vaqueros desteñidos.
– Creía que era Emma quien estaba en la cama -explicó-. Sólo fue un error. Y no pasó nada.
– Emma está en el hotel -dijo Jean, dándole un efusivo abrazo a su hija-. No te has enterado de la gran noticia, ¿verdad?
– Jack me lo ha dicho. Sam y Emma… ¿Quién lo hubiera imaginado? -se aclaró la garganta y miró las expresiones de curiosidad de sus hermano-. No pasó nada. Fue un error.
– Pues claro que no pasó nada -corroboró Jean-. Jake y tú sois como el agua y el aceite -besó a Caley en la mejilla y le sonrió a Jake-. ¿Cómo pudiste confundir a Jake con Emma?
– Tenía la cabeza bajo la almohada -explicó Caley.
– Bueno, como es evidente que no habéis estado incómodos, quizá debería haceros compartir cama el resto de la semana -bromeó Jean-. Oh, y Emma va a pedirte que seas su dama de honor, cariño, y espero que aceptes… ¿Beicon o salchichas?
– Tomaré sólo las tortitas -respondió Caley, mirando a Jake por encima de la mesa-. Y no tienes que preocuparte por mí. He reservado una habitación en el hotel -hizo una pausa-. Podré echarle una mano a Emma, y Jake puede quedarse con su habitación para él solo.
Buscó un sitio en la mesa y Adam le hizo espacio entre Jake y él. Caley apartó la silla de mala gana y se sentó. Su madre le puso un plato delante y Jake le sirvió un vaso de zumo de naranja. Se lo tendió y ella lo aceptó dubitativamente y lo dejó junto al plato.
Los dos comieron en silencio, fingiendo que escuchaban la conversación de los demás. Jake le rozó el pie con el suyo y ella casi se atragantó con el zumo.
Era delicioso poder tocarla, pensó Jake. Sintió cómo ella le apartaba la pierna con la mano y él metió el brazo por debajo de la mesa para agarrarla, entrelazando los dedos con los suyos. Los ojos de Caley se le abrieron como platos cuando el pulgar de Jake se posó en su muñeca, justo donde le latía el pulso.
– ¿Cuál es el plan para hoy? -preguntó Caley con la voz ligeramente entrecortada.
– Emma te ha elegido un vestido y tienes que ir a la tienda a probártelo. Está nevando mucho. Adam te llevará en su camioneta.
– Yo la llevaré -se ofreció Jake, apretando la mano de Caley-. Tengo que hacer algunos recados en el pueblo.
– Puedo ir yo sola -protestó Caley, apartando la mano.
Jean le sonrió a Jake.
– Gracias, cielo. Sabía que podía contar contigo -juntó las manos y miró a Jake y a Caley-. Es estupendo volver a veros a los dos juntos. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
– Once años -respondió Caley. Agarró su plato y se levantó-. Tengo que hacer unas llamadas. Y puedo ir yo sola al pueblo. Tengo que pasarme por el hotel antes de ir a probarme ropa -fulminó a Jake con la mirada y salió de la cocina.
Jake se levantó y llevó su plato al fregadero.
– Todo sigue igual… Vamos, Teddy, tenemos que cargar esa leña.
– Oh, yo creo que algo sí ha cambiado -dijo Teddy, riendo, mientras se ponían los abrigos.
– No creo que necesites ayuda con la leña -replicó Jake.
– Lo siento -murmuró Teddy.
Jake siempre había podido ocultar sus sentimientos hacia Caley. Pero desde que la encontró aquella mañana abrazada a él en la cama, supo que quería explorar esos sentimientos. Ya no eran jóvenes. Eran personas adultas y no había reglas para separarlos. Era el momento de poner a prueba la atracción que ardía entre ellos, y él estaba decidido a hacerlo.