– Creo que lo comprenderán -dijo Emma-. Mamá parecía preocupada, pero no creo que quisiera verme casada sólo para no desperdiciar la langosta que habíamos encargado.
Caley miró a ambos lados y sacó el coche a la carretera en dirección a North Lake. Había accedido a llevar a Emma al aeropuerto, con la condición de que Emma fuese primero a la casa del lago y le explicara lo sucedido a la familia. Había cumplido con la tarea y ahora quedaba por hacer otro pequeño rodeo.
– ¿No crees que te estás precipitando un poco, Emma? Anoche habías bebido mucho, y Sam y tú ni siquiera habéis intentado arreglarlo.
– Sam es un idiota -espetó ella-. Y yo tengo que volver a Boston. No sé por qué pensaba que estábamos hechos el uno para el otro. Soy muy joven. Debería explorar otras opciones, no atarme a un hombre que tontea con bailarinas de striptease.
– Sam también había bebido mucho. Y me parece absurdo acabar con vuestra relación sólo por una tontería semejante -hizo una pausa-. Sam no te engañó. Sólo estaba siendo amable con esa chica. En vez de huir de vuestros problemas, deberíais pensar seriamente en lo que ambos esperáis del matrimonio. Pero para eso hay que hablar, no pelearse en un bar ni salir huyendo.
– No quiero hablar con él -dijo Emma testarudamente.
– ¿Aún lo quieres?
Emma giró la cabeza hacia la ventanilla.
– No lo sé.
Atravesaron el pueblo en silencio y siguieron por East Shore Road, buscando la indicación de Havenwoods. Apenas habían pasado unos minutos cuando Emma se dio cuenta de que no iban en dirección hacia la interestatal.
– ¿Adónde vamos?
– Quiero enseñarte algo -respondió Caley-. Jake me lo enseñó hace unos días -giró en el desvío y condujo con cuidado por el sinuoso camino.
– ¿De qué se trata?
– Ya lo verás.
Detuvo el coche frente a la cabaña. Jake salió de la casa y esperó en el porche. Momentos después, Sam aparecía en la puerta. Emma miró a Caley y luego a su ex novio.
– ¿Qué está pasando aquí?
– Sam y tú tenéis que hablar. Jake y yo pensamos que necesitabais un lugar tranquilo donde pudierais estar a solas.
– Tengo que tomar un avión -insistió Emma.
– Eso puede esperar.
– ¿Qué lugar es éste? ¿Una especie de casa encantada?
– No está tan mal como parece. Es muy tranquila y romántica -salió del coche y no le dejó a Emma otra opción que seguirla. En el porche, Jake le entregó la bolsa con la ropa interior.
– No pude resistirme a comprar el liguero -le dijo en voz baja.
Emma se unió a ellos y Caley le tendió la bolsa.
– Puede que necesites esto -le dijo. Su hermana miró el contenido y extrajo un picardías negro y unas braguitas, además de un liguero y unas medias negras.
– Creía que habías dicho que teníamos que hablar.
– Esto puede ayudar a la conversación.
– Hola, Emma -la saludó Sam.
– Hola, estúpido -masculló ella sin mirarlo siquiera.
– Regla número uno -dijo Jake-. Nada de insultos.
Echó a andar por el porche y les hizo un gesto a Sam y Emma para que lo siguieran. Rodearon la casa y bajaron por el camino hacia la cocina de verano.
– Muy bien. Ahora vais a quedaros aquí hasta que hayáis resuelto vuestras diferencias. Cuando hayáis tomado una decisión racional sobre vuestro futuro, podéis colocar una lámpara junto a la ventana y vendremos a por vosotros. Hay comida y leña en abundancia, y un cuarto de baño junto a la chimenea. Quiero que entréis ahí, os quitéis la ropa y los zapatos y lo dejéis todo en el porche. Os lo devolveré cuando sea hora de salir.
– ¿Qué? -preguntó Sam.
– No voy a darte mi ropa -declaró Emma.
– ¿De verdad crees que es necesario? -preguntó Caley.
– Sin ropa no podrán huir -explicó Jake-. A menos que quieran trotar descalzos por la nieve, no irán a ninguna parte.
– No voy a casarme con él -dijo Emma-. Aunque me encerréis de por vida, no cambiaré de opinión.
– No me casaría con ella ni aunque fuera la última mujer de la Tierra -replicó Sam.
– Estupendo -dijo Jake-. Si ésa es vuestra decisión final, habrá que respetarla. Pero al menos acabaréis como personas civilizadas. Nuestras familias han sido amigas durante muchos años, y no vais a romper esa relación por culpa de una pelea absurda. Los dos empezasteis esto, y si vais a acabarlo, tenéis que hacerlo bien. O salís de aquí como amigos o como novios. Vosotros decidís.
– ¿Dónde vamos a dormir? -preguntó Sam.
– Hay una cama con mantas y sábanas.
– Llamaré a alguien para que venga a por nosotros.
– No hay teléfono -dijo Jake-. Y esta mañana me diste tu móvil, ¿recuerdas? Caley se quedará con el móvil de Emma. Vais a tener que hablar entre vosotros, queráis o no. Caley y yo volveremos mañana por la mañana.
– No puedes hacerme esto -protestó Sam-. Se supone que estás de mi parte.
Jake se encogió de hombros.
– Sí. Puedo hacerlo.
– Caley, no puedes dejarme aquí -dijo Emma.
– Quizá deberíamos dejarles algo de ropa -sugirió Caley-. Sin abrigos, pantalones ni zapatos, no podrán escapar.
– Yo no estaría tan seguro -murmuró Sam-. ¿Qué pasará cuando el dueño descubra que nos habéis encerrado aquí? Os puedo denunciar por… por secuestro. O por… por…
– Conozco al dueño y no le importará -dijo Jake-. Y ahora, entrad ahí y empezad a desnudaros.
Emma y Sam entraron a regañadientes en la pequeña cabaña. Unos minutos más tarde, arrojaban al porche sus abrigos, pantalones y zapatos. Caley le sonrió con optimismo a Jake.
– No ha ido tan mal.
– Quizá deberíamos esperar un poco, para asegurarnos de que no se maten el uno al otro.
– Buena idea.
Jake la agarró de la mano y volvieron a la cabaña. Una vez en el interior, Caley la miró desde una perspectiva muy diferente, ahora que sabía que era el hogar de Jake. Podía imaginarse a sí misma en un cálido día de verano, con las ventanas abiertas para dejar entrar la brisa y el canto de los pájaros. Cerró los ojos y olió la fragancia que impregnaba el aire, decidida a grabarla en su memoria.
– Me encanta este sitio, y me cuesta imaginar cómo era hace años, sin televisión, sin electricidad y sin lanchas motoras. Tuvo que ser maravilloso vivir de esa manera, dejándose llevar por el ritmo natural de las cosas.
– Había pensado en devolver la casa a su estado original -dijo Jake, colocándose tras ella y abrazándola por la cintura. Su tacto le aceleró los latidos del corazón y se echó hacia atrás.
– ¿En serio? ¿Podrías vivir así?
– No renunciaría a la electricidad ni a las cañerías. Sería muy difícil vivir sin esas comodidades, especialmente en invierno. Tendría que pasarme el día cortando leña para no morirme de frío. Aunque no estaría mal poder prescindir de todo.
– Tal vez por un día. Pero me encanta una ducha caliente por la mañana.
Él apoyó la barbilla en su hombro.
– ¿Qué ha sido de tu afán aventurero? ¿No te has vuelto muy exigente?
Caley se giró en sus brazos.
– Me sigue gustando la aventura. Y en una ducha puedes hacer cosas que no podrías hacer en un lavabo.
Él gruñó suavemente, recordando cómo habían hecho el amor en la ducha.
– Sí, tienes razón. Pero bañarse desnudos en el lago también podría ser muy divertido.
– Bueno, ¿qué vamos a hacer aquí? Les hemos dejado a Sam y Emma la única cama disponible.
Jake la besó en el cuello.
– Pensaba subir al desván a buscar las puertas del solárium. O podríamos hacer algo más interesante. Hay que limpiar la grasa del fregadero. Y creo que hay un ratón muerto en el armario.
– Subamos al desván -dijo Caley.
– Puede que haya arañas. O murciélagos.
– Será una aventura -bromeó ella.
Jake agarró una linterna de la cocina y condujo a Caley al dormitorio del fondo. Allí abrió una puerta que daba a una escalera. Habían explorado cada palmo de aquella casa cuando eran niños, pero Caley no recordaba haber subido jamás al desván.
– ¿Has estado ahí arriba?
– Un par de veces -respondió él-. Ten cuidado. La escalera es muy empinada. Ve tú primero.
Caley miró los escalones y negó con la cabeza.
– Tú primero.
– Tú eres la aventurera.
– Es tu casa.
– Te doy cien dólares si vas tú primero.
Caley puso una mueca y escudriñó la oscuridad con ojos entornados.
– ¿Qué estás buscando?
– Puertas. Debería haber dos puertas en las entradas al solárium. Las puertas que hay ahora son nuevas, con cristales biselados. Quiero encontrar las originales ahí arriba.
El desván no tenía tan mal aspecto como Caley temía. Estaba cubierto de polvo, pero todo estaba ordenado y recogido.
– Me pregunto qué hay en esos baúles.
Jake se encogió de hombros.
– Seguramente algo espeluznante.
– ¿Como qué? ¿Un cadáver? -Caley se arrodilló en el suelo-. Alumbra esta cerradura.
– Las puertas no pueden estar ahí. Son demasiado grandes.
– Lo sé. Pero ¿no sientes curiosidad? Puede que sea algo interesante -la cerradura se abrió con facilidad-. Si hay un esqueleto ahí dentro, me voy a poner a gritar…
– Yo también.
Pero cuando Caley abrió el baúl, lo encontró lleno de cartas y tarjetas, libros y discos viejos. Sacó uno de los libros y lo hojeó.
– Es un diario.
Agarró un libro de mayor tamaño, lleno de fotografías. Se lo tendió a Jake y miró alrededor.
– ¿Hay un gramófono por aquí?
Jake examinó el desván con la linterna y localizó una silueta cubierta sobre una mesa.
– Creo que está ahí. ¿Podemos buscar ahora mis puertas?
– Esto es más interesante que tus puertas -dijo ella, y señaló la pared del fondo-. ¿Son ésas?
Jake sonrió.
– Eso creo. Vamos. Veamos si podemos llevarlas abajo.
– Olvídate de las puertas -dijo, rodeando el baúl-. Si agarras ese extremo, creo que podríamos bajarlo.
Transportaron el baúl hasta el hueco de la escalera, pero cuando empezaron a bajar por los empinados escalones, Caley perdió el agarre del asa y el baúl cayó sobre su pie.
– ¡Ay! El asa está muy desgastada. Bájalo arrastrándolo.
Jake deslizó el baúl por los escalones y volvió a subir junto a Caley.
– ¿Cómo estás?
– Me ha aplastado el pie -dijo ella con los ojos llenos de lágrimas.
Jake le examinó el pie con la linterna y maldijo en voz baja.
– Vamos. Creo que tengo un botiquín en la cocina.
La ayudó a bajar y la levantó en brazos para llevarla a la encimera de la cocina.
– Había olvidado lo torpe que puedes llegar a ser.
– No lo soy -protestó ella-. Soy muy elegante.
– Recuerdo aquella vez que te paseaste por el muelle con aquel vestido de flores y aquellos zapatos de tacón -le quitó la bota y la arrojó al suelo-. El tacón se te quedó atrapado entre las tablas y caíste al agua de bruces. Tuve que saltar a por ti.
– Creí que me moría de vergüenza. Quería seducirte con aquel vestido, y acabé haciendo el ridículo.
– Puede, pero con el vestido empapado la tela era casi transparente. Y no llevas sujetador…
Ella retiró el pie de la mano y se quitó el calcetín. La uña había empezado a ponerse morada.
– Bésalo -le dijo, meneando los dedos delante de él.
Jake sonrió. Volvió a agarrarle el pie y empezó a masajearlo lentamente.
– ¿Te gusta así?
– Sí, pero siempre he querido que me besaras los pies -dijo, retándolo a que lo hiciera.
Jake se arrodilló delante de ella y la besó en el tobillo, y Caley no tardó en darse cuenta de que el pequeño juego se había convertido en una seducción real. Él le besó los dedos uno a uno y le pasó la lengua por el empeine. Empezó a lamerle los dedos y Caley cerró los ojos y se echó hacia atrás. Ningún hombre le había hecho eso antes. Y nunca había sabido que el pie fuera una zona erógena.
– ¿Te gusta? -le preguntó él.
– Sí -murmuró ella.
– ¿Te alivia el dolor?
– Mucho.
Jake se levantó, le acarició el labio con el pulgar y se inclinó para besarla.
– ¿Hay algo más que te duela?
– ¿Estás intentando seducirme?
– Tal vez. ¿Quieres que te seduzca?
– Sí -respondió ella con una sonrisa-. ¿Ves qué fácil? Piensa en lo que podría haber pasado si me hubieras dicho que sí la primera vez que te lo pregunté.
– Estuve tentado de hacerlo -admitió él, besándola en la palma de la mano-. Muy tentado. Estabas muy hermosa aquella noche, con aquella blusa de encaje con flores azules en el cuello.
– ¿Cómo puedes acordarte?
– Me acuerdo de todo de aquella noche. Durante los cinco años siguientes, me sentaba en el mismo lugar y me preguntaba si alguna vez volvería a tener una oportunidad semejante… Hasta ese momento había pensado que siempre te tendría cerca, pero cuando al verano siguiente no volviste al lago, pensé que lo había echado todo a perder. Y ahora que vuelvo a tenerte, será muy difícil dejarte marchar.
Era lo más cerca que Jake había estado nunca de una declaración de amor. A Caley se le encogió dolorosamente el corazón. Cuando era joven, intentaba sacar un significado más profundo a todas las cosas que él le decía. Pero ahora no había duda. El único problema era que no estaba segura de lo que podía hacer ella al respecto.
– Tengo un saco de dormir en el coche -dijo él-. Podríamos ponerlo frente a la chimenea. Es casi tan cómodo como una cama.
– Magnífico -dijo ella, y respiró hondo cuando él salió de la cocina-. Yo tampoco voy a poder dejarte marchar -murmuró para sí misma.
Jake estaba de pie en la puerta del salón, mirando a Caley. Ella estaba sentada frente a la chimenea, con el cuerpo desnudo envuelto en el saco de dormir. Habían hecho el amor dos veces delante del fuego, la primera con una pasión frenética, y la segunda con mucha más dulzura y sensualidad.
Tenían el día para ellos solos, ahora que la boda estaba en suspenso. Jake se había sentido tan mal por el dedo lastimado de Caley que le había llevado el álbum de fotos y algunas cartas del baúl. A pesar de la química sexual que ardía entre ellos, aquella tarde habían compartido una conexión más emocional que física. Cada vez que la miraba, Jake se daba cuenta de lo especial que era. Lista, divertida, sensual… Tiempo atrás le había robado una parte de su corazón, y no estaba seguro de querer recuperarla. Con Caley era feliz.
– ¿Estás cómoda? -le preguntó.
Ella se giró y le sonrió, con sus hermosos rasgos iluminados por las llamas.
– Mucho. Ven y échale un vistazo a esto. He encontrado una foto de la cocina de verano.
Jake se acercó a ella y tomó la foto.
– Mira esos fogones. No me extraña que tuvieran que hacer la cocina en un edificio aparte. Una chispa y todo hubiera ardido hasta los cimientos -levantó la vista hacia el techo-. Debería instalar un sistema de aspersores por si acaso. No quiero que esta casa se queme antes de que pueda acabarla.
– Deberías enviar estas cosas a la familia -dijo ella.
– No creo que la antigua dueña supiera que se dejaba algo en el desván. Haré un inventario y veré lo que quiere recuperar.
– ¿Cuál es su nombre? ¿Arlene?
– Sí.
– He estado leyendo estas cartas. Son de un chico al que ella conoció en un baile de verano. Tuvieron una relación amorosa. Él era del pueblo y ella vivía en Chicago. Parece que se estuvieron escribiendo durante años -frunció el ceño-. Las últimas son de cuando él estuvo en la guerra. ¿Quedan más cartas en el baúl?
– Puedo ir a mirar.
– ¿Crees que murió?
– No -dijo Jake-. Seguramente haya más cartas en el baúl. Voy por ellas.
Volvió al dormitorio, contento de tener a Caley en casa. Se imaginaba a ambos pasando los veranos juntos. Todo sería mucho más interesante si ella formara parte de su vida. Se despertarían y dormirían juntos, y durante el día nadarían en el lago, prepararían la comida y harían el amor a la luz de la luna.
Rebuscó entre los papeles y encontró otro fajo de cartas, mucho más pequeño que los anteriores y atado con una cinta negra. Se lo llevó a Caley y se sentó a su lado.
– ¿Lo ves? Había más cartas.
Ella miró el paquetito y desató lentamente el nudo. Leyó la primera de las cartas y sacudió la cabeza.
– No -miró a Jake y él vio lágrimas en sus ojos-. Es de la madre del chico. Murió en Francia en 1944 -hojeó el resto de las cartas-. Todas son de su madre.
Jake la abrazó por los hombros.
– Tranquila. ¿Por qué lloras?
– No lo sé. Es muy triste. Estaban enamorados y perdieron su oportunidad para estar juntos.
Él la besó en la cabeza, incapaz de consolarla.
– Supongo que hay que apreciar el momento presente -murmuró.
Caley asintió y se frotó los ojos con el extremo del saco de dormir.
– Yo lo aprecio -dijo, mirándolo fijamente-. Lo aprecio de verdad.
Jake sonrió y le dio un beso en los labios.
– ¿Qué te parece si nos vestimos y te llevo al hotel para que puedas darte un baño caliente? Podemos pedir una pizza y pasarnos la noche viendo películas.
Caley guardó la carta en el sobre y volvió a atar la cinta. Él la hizo ponerse en pie y la ayudó a vestirse, secándole las lágrimas que seguían asomando a sus ojos.
Sabía que no ya no estaba llorando por las cartas. Pero no podía imaginarse el motivo. ¿Se había percatado Caley de que no les quedaba mucho tiempo por estar juntos? ¿Lamentaba tener que marcharse? ¿O habría algo más?
– Deberías ver cómo están Sam y Emma antes de que nos vayamos.
– Estarán bien -dijo Jake, tendiéndole el abrigo.
Ella se lo puso y miró a su alrededor.
– Me gusta este sitio, Jake. No importa cuánto pagaras por él, o cuánto te costará reformarlo. Ha merecido la pena.
Siguió a Jake en su coche hasta el pueblo y aparcaron en un pequeño restaurante italiano junto a la oficina de correos. Jake sobrevivía a base de pizzas cuando visitaba North Lake en invierno.
Mientras examinaban el menú, Jake miró a la camarera que estaba al fondo del local. Ella le sonrió y él la saludó con la mano.
– Hola, Jasmine -murmuró cuando ella se acercó.
– Jake -dijo ella con una radiante sonrisa-. Has vuelto al pueblo.
– Mi hermano va a casarse -explicó él, girándose hacia Caley-. Ésta es Caley Lambert. Mi hermano va casarse con su hermana, Emma. Ella es la dama de honor.
Jasmine asintió.
– Mucho gusto -dijo, dedicándole toda su atención a Jake-. ¿Por qué no me has llamado? Aún tengo tu chaqueta en mi casa. Y ese sacacorchos tan original. Deberías venir a recogerlos… con una botella de vino.
Jake había decidido renunciar a la chaqueta y el sacacorchos con tal de no tener que volver a Jasmine nunca más. Era una de las mujeres que resultaban formidables para una primera cita, pero que se iban haciendo más y más exigentes en los encuentros sucesivos. Jake había estado viéndola durante tres meses, y había decidido acabar con todo en cuanto ella empezó a hablar de niños y matrimonio.
Por desgracia, para Jasmine no había acabado del todo.
– ¿Qué quieres en la pizza? -le preguntó a Caley.
– Todo. Menos carne.
– Entonces no es todo.
– Todas las verduras.
– ¿Las aceitunas son verduras? ¿Y anchoas?
– Nada de anchoas… eso es pescado. Aceitunas verdes y negras, pimientos verdes y asados, champiñones y espinacas.
Jake arrugó la nariz y le repitió la lista a Jasmine.
– Y otra pizza con champiñones y pepperoni.
– ¿Para tomar aquí? -preguntó Jasmine.
– ¿Puedes hacer que nos las envíen?
La sonrisa de Jasmine se esfumó.
– Claro. ¿Adónde?
– Al Northlake Inn. Habitación 312 -dijo Jake. Sacó su cartera y pagó la cuenta, añadiendo una generosa propina. Al dirigirse hacia la salida pudo sentir los ojos de Jasmine fijos en ellos. Pero no le importaba. Ahora estaba con Caley.
– Así que salisteis juntos…
– El verano pasado. Y también durante el otoño. Pero ella vive aquí y yo en Chicago, así que no nos veíamos mucho.
– Es muy guapa -dijo Caley.
– Prefiero verte a ti -respondió él con una sonrisa.
– Pero yo no vivo aquí.
– Puede que tengamos que encontrar una solución a eso -sugirió Jake. Sabía que se estaba arriesgando, pero era hora de que Caley supiera en qué punto se encontraban. Su atracción por ella era demasiado fuerte y tenía que saber si ella sentía lo mismo.
– Jake, los dos sabemos cómo acabará. Mi trabajo está en Nueva York y hay mucha gente que depende de mí. No puedo trasladarme aquí. Si lo hiciera, perdería todo lo que me ha costado tanto conseguir.
– Lo sé -dijo él, asintiendo. Bajó la mirada a la mano de Caley, tan pequeña y delicada comparada con la suya.
Ahora lo sabía. Desde el principio, había sospechado que Caley elegiría seguir viviendo en Nueva York. Pero en los últimos días había empezado a imaginarse un futuro en común. ¿Por qué tenía que ser ella la que se mudara? Él podía trabajar en Nueva York igual que en Chicago.
Pero no se atrevería a sugerirlo hasta que supiera con certeza qué futuro los aguardaba.
– ¿Por qué no vuelves al hotel, mientras yo voy a por vino y cerveza? Nos veremos allí.
Mientras la veía alejarse, sintió cómo crecía la distancia entre ellos… física y emocionalmente. Caley había empezado a retirarse, como si se estuviera preparando para la despedida. Siempre lo hacía cuando se sentía dolida o temerosa de sus sentimientos hacia él. En esos casos, siempre había optado por la defensa en lugar del ataque, alejándose de él antes que admitir que sentía algo más.
Pero esa vez, Jake vio su retirada como una buena señal. Caley estaba luchando contra sus propios sentimientos, y eso significaba que sentía algo. No era mucho para seguir adelante, pero sí lo suficiente.
Caley masticaba un trozo de pizza mientras cambiaba de un canal a otro. Se detuvo en una reposición de Star Trek y frunció el ceño. No veía mucha televisión y no podía creer que aún emitieran una serie con más de quince años.
– ¿Recuerdas cómo me obligabas a ver esta serie? La odiaba.
– Te encantaba esta serie -replicó Jake, abriendo una lata de cerveza.
– Te equivocas. No me enteraba de nada. Y el capitán Picard es un calvo pelón.
– Entonces, ¿por qué venías a verla conmigo todos los días?
Caley agarró un trozo de champiñón y se lo arrojó.
– ¿Tú qué crees? Porque tenía la esperanza de que algún día te abalanzaras sobre mí para besarme -tomó otro bocado de pizza-. Tenía una imaginación desbocada.
– ¿Nos imaginaste juntos alguna vez? -le preguntó Jake.
– Siempre.
– No. Quiero decir juntos para siempre.
Caley llevaba toda la tarde sintiendo la tensión de Jake. Era obvio que quería hacerle algunas preguntas embarazosas, pero ella había intentado mantener una conversación relajada y distendida. En el fondo, se sentía tan confusa como el día de su llegada. Pero la confusión actual obedecía a otros factores.
En los últimos días, se había dado cuenta de que Jeff Winslow tenía razón. Vivir en un pueblo pequeño tenía su encanto. En ningún momento había echado de menos el estrés laboral. Los ataques de pánico habían desaparecido y finalmente podía dormir sin despertarse en mitad de la noche empapada de sudor, preguntándose qué había olvidado hacer en el trabajo. Sólo se acordaba de sus agobios cuando sonaba su teléfono móvil. Respondía a la serenata de Mozart como el perro de Pavlov. Lo había vuelto a configurar para ver si una nueva melodía la afectaba menos, pero no servía de nada. En cuanto veía el número de la oficina en el identificador de llamada volvían a invadirla los nervios y los mareos.
Había sido muy feliz con Jake y no quería que se acabara, pero sabía que no había ningún futuro para ellos. Vivían en ciudades distintas, separados por más de mil kilómetros. Parecía una distancia muy larga, aunque sólo eran unas pocas horas en avión. Ella iba a Los Angeles al menos una vez al mes, y no le suponía el menor esfuerzo.
En realidad, si quisiera ver a Jake, podría llamarlo al mediodía y estar en Chicago para la hora de la cena. Era una posibilidad al alcance de la mano, y Caley pensaba cada vez más en lo que podría ser en vez de lo que podría haber sido.
– Debería ir a ver a Sam y Emma -dijo Jake-. ¿Quieres quedarte aquí o venir conmigo?
– Voy contigo. Quiero ver cómo está Emma. Me siento un poco culpable por haberla dejado allí sola. Está con Sam, de acuerdo, pero debe de estar muy furiosa.
Dejó la caja de la pizza en la mesa junto a la ventana y se volvió hacia Jake, que estaba tendido en la cama, descalzo y desnudo de cintura para arriba. Parecía sentirse muy cómodo, como si siempre hubieran estado juntos y aquélla fuese una noche cualquiera.
– ¿Qué? -preguntó él, mirándola.
– Nada -se puso el jersey sobre la cabeza y volvió a mirarlo. Entonces atravesó lentamente la habitación y le pasó la mano por el pelo-. Me gusta estar así contigo. No todo tiene que ser sexo y pasión… aunque eso también me gusta.
– ¿Quieres sexo y pasión? -le preguntó él-. Por mí estupendo…
– No. Quiero decir, me encanta cuando estamos… ya sabes.
– Sí, lo sé.
– Pero esto también es muy agradable. Nunca había estado así con un hombre. Podemos estar juntos sin presión alguna.
– Ahora empiezas a hacerme sentir mal -bromeó Jake-. No quiero ser aburrido…
– No lo eres.
Jake se levantó y se puso la camisa.
– Tienes razón. No lo soy. Y voy a demostrártelo en seguida. Vamos a salir.
– No vamos a tener sexo en un lugar público -le advirtió Caley.
– No, eso lo reservaremos para más tarde. Vamos a buscar un poco de diversión rural.
Cinco minutos después, se dirigían hacia el coche de Jake. La temperatura había descendido bastante y Caley se echó la capucha sobre la cabeza. Jake subió al máximo la calefacción del vehículo y tomaron Lake Street en dirección al embarcadero.
– ¿Vamos a ver las carreras submarinas? -preguntó ella.
– No. Vamos a conducir sobre el hielo.
Caley sintió una punzada de pánico.
– ¿En este coche? ¡Oh, no!
– No te preocupes. La capa de hielo es muy gruesa en esta época del año. Sólo tendremos que tener cuidado con los agujeros para la pesca en el hielo.
Soltó un grito de horror cuando los neumáticos del todoterreno tocaron la superficie del lago, temiendo que la capa de hielo se resquebrajara bajo su peso.
– ¿Estás seguro de que estamos a salvo?
Jake se volvió hacia ella.
– Nunca haría nada que te pusiera en peligro -no era la primera vez que le decía algo así, pero Caley nunca se había dado cuenta de lo profundo que podía ser su significado-. Bueno. Ya te enseñé a conducir, y ahora voy a enseñarte a derrapar, como manda la tradición. Todos los conductores del instituto tienen que saber hacerlo. Primero, quita la tracción a las cuatro ruedas. Segundo, asegúrate de que tu cinturón está abrochado. Tercero, no gires el volante cuando el coche esté derrapando. ¿Entendido?
– No quiero hacer esto -dijo ella.
– Será divertido -le aseguró Jake. Pisó el acelerador y el coche salió disparado. Un momento después, giró bruscamente y empezaron a dar vueltas sobre el hielo. Caley chilló, aferrándose a la palanca de la puerta. Al principio tenía miedo de que fueran a hundirse en el agua, pero poco a poco descubrió que el miedo era muy estimulante.
Cuando Jake detuvo finalmente el coche en medio del lago, ella estaba sin aliento y con el corazón desbocado.
– Ha sido increíble. Casi mejor que el sexo.
Jake puso la palanca de cambio en punto muerto y se abalanzó sobre Caley, presionándola contra la puerta.
– Podríamos hacer una comparación ahora mismo… Un pequeño experimento.
– ¿Quieres hacerlo en un lago helado?
Jake asintió.
– Quiero seducirte en todos los lugares posibles. De esa manera, no podrás olvidarme cuando vuelvas a casa.
Lo dijo en tono jocoso, pero la nota de humor no alcanzó sus ojos. Caley levantó la mano y le tocó la mejilla con la palma.
– Nunca podré olvidar esto -susurró.
Lo besó suavemente en los labios, y un momento después estaban devorándose con pasión desatada. Caley sentía toda la fuerza del deseo, pero también una amarga resignación al saber que, de ahora en adelante, cada momento contaba como si fuese el último.
Mientras empezaban a desnudarse, se preguntó cómo había podido vivir sin aquella pasión. El sexo nunca había sido una parte muy importante de su vida, pero ahora que lo había vivido con Jake, no podía imaginarse renunciando a ello. ¿Podría pasar una semana sin tocarlo, sin besarlo, sin sentirlo en su interior?
– ¿Estás seguro de que debemos hacerlo? -le preguntó, acariciándole el pelo-. Si el hielo se rompe, encontrarán nuestros cuerpos congelados y en una postura muy comprometedora.
– Al menos sabrán que hemos muerto felices -dijo él, desabotonándole la blusa.
– Y puesto que nos congelaremos juntos, tendrán que enterrarnos juntos.
Jake gimió.
– ¿Quieres añadirle un poco de morbo al asunto?
Un crujido quebró el silencio y Caley dio un respingo.
– ¿Qué ha sido eso?
– El hielo -dijo él-. Siempre esta crujiendo, pero no se romperá.
Caley se incorporó y volvió a abrocharse la blusa.
– Puede que ésta fuera una historia encantadora para contarle a los amigos y vecinos, pero no creo que pueda relajarme lo suficiente para disfrutar aquí y ahora.
– ¿Quieres que volvamos?
– Sí, por favor. Si me sacas del hielo, te prometo que podrás hacer conmigo lo que quieras.
– ¿Y si te pido que hagas un striptease?
Caley lo pensó por un momento, y se dio cuenta de que les quedaban muchas fantasías por explorar.
– De acuerdo, pero tú también tendrás que hacerlo.
Jake se incorporó rápidamente, se arregló la ropa y puso el coche en marcha.
– ¿Quieres ver lo rápido que podemos ir sobre el hielo?
– No, gracias…
Jake pisó el acelerador.
– Lo único que tienes que recordar es que se tarda más tiempo en frenar.
Sacó el vehículo del hielo y en pocos minutos habían llegado a Havenwoods.
– Enseguida vuelvo -dijo él, saliendo del coche.
Volvió enseguida con una sonrisa en el rostro.
– ¿Cómo están? -preguntó Caley.
– Muy bien, hasta donde he podido ver por la ventana. Creo que están durmiendo. He dejado el móvil de Sam en el porche, por si lo necesitan.
Caley asintió y le acarició los pelos de la nuca.
– A veces tengo la sensación de haber vivido muchos años en estos días. Cuando éramos pequeños todo transcurría mucho más despacio. Ahora apenas puedo seguir el ritmo.
– Eso es porque tenemos un tiempo asignado -dijo Jake, mirándola-. Aunque podríamos detener ese reloj… La boda está prevista para el jueves por la noche. Si finalmente se celebra, habremos cumplido con nuestro deber. Podríamos sacar unos billetes de avión y pasar el fin de semana en algún lugar cálido y soleado. O la semana próxima, si puedes librarte del trabajo.
La idea era muy tentadora. Caley tenía previsto volver a Nueva York el viernes por la mañana y dedicar el fin de semana a ponerse al día con el trabajo. Pero ahora era la jefa. Si no podía delegar unas cuantas responsabilidades, ¿qué sentido tenía estar al mando?
– Podríamos hacerlo -dijo, sorprendida por su cambio de actitud.
– ¿México? -sugirió él.
– O el Caribe. Un lugar con mucho sol, playas exóticas, habitaciones de lujo con inmensas bañeras… Y una enorme cama con mosquitera.
Jake le agarró la mano y la besó en la muñeca.
– Suena bien. Y si Sam y Emma no se casan, podríamos aprovechar su viaje de luna de miel…
Caley le echó una mirada severa.
– No digas eso. Quiero creer que acabarán reconciliándose. ¿Tú no?
Jake asintió.
– Claro que sí. Me encargaré de prepararlo todo. Podemos irnos justo después del banquete.
Llegaron al hotel y Jake aparcó detrás del edificio. Ayudó a Caley a bajar del coche y la besó apasionadamente, recorriéndole el cuerpo con las manos a través de la ropa de abrigo.
– Maldito sea el destino por volver a juntarnos en pleno invierno -masculló mientras le subía el jersey y le acariciaba el vientre con sus frías manos-. Demasiada ropa por medio.
Caley se echó a reír y lo apartó de un empujón.
– Estoy segura de que encontraremos un modo de remediarlo -agarró un puñado de nieve y se lo arrojó a la cara-. Quizá deberíamos buscar un lugar turístico donde no se necesite ropa…
– ¿Lo dices en serio?
Ella asintió.
– ¿Por qué no? Me encantaría pasar el día desnuda, en vez de llevar toda esta ropa.
Jake sacudió la cabeza.
– No lo creo.
– ¿Te da vergüenza? No tienes motivos… Estás muy bien dotado.
– ¿Ah, sí? -dijo él, riendo.
– Desde luego. No tengo muchos ejemplos con los que compararte, pero creo que la mayoría de las mujeres te encontrarían más que adecuado.
– Oh, perfecto -murmuró él-. Más que adecuado… Eso sí que me hace sentir bien.
– ¡Mírame! -exclamó ella, señalándose los pechos-. Debería ser yo quien sintiera complejos de inferioridad.
– Tienes los pechos más bonitos de la tierra -dijo él-. No podría imaginármelos más perfectos.
Caley sonrió.
– Entonces, ¿cuál es el problema?
– Oh, se me ocurren varios problemas. El primero es que, si vas a estar moviéndote desnuda por ahí, yo iría detrás con una erección permanente. No creo que sea el espectáculo más apropiado para un lugar público. Y tampoco creo que un montón de desconocidos deban mirarte como yo. Me gusta ser el único que disfrute con tu imagen.
– A mí también me gusta tu cuerpo -dijo ella-. Y me gustaría presumir ante otras mujeres.
– ¿Qué te parece si prometo exhibirme ante una señora vieja en el aeropuerto? ¿Quedarías satisfecha?
Caley le tendió la mano.
– Supongo que tendrá que bastar con eso. Fuiste tú quien puso mi osadía en tela de juicio, Jake. Pero ya veo que eres todo palabrería…
Jake la levantó y se la echó al hombro.
– ¿Quieres acción? Pues ahora vas a tenerla.
La llevó a cuestas hacia el vestíbulo del hotel, dejando perplejo al recepcionista. Caley se rió como una histérica y lo hizo girarse en el ascensor para poder presionar el botón de la tercera planta.
Si aún no estaba enamorada de Jake, se estaba enamorando a una velocidad vertiginosa. Y en esos momentos no tenía ninguna intención de hacer nada por impedirlo.