Hacía un calor asfixiante cuando Brendan Quinn subía los escalones de la entrada a su casa, en la calle Kilgore. Era una vivienda de dos pisos y las ventanas estaban todas abiertas para mantener fresca la casa. Desde fuera, se veían las viejas cortinas mecidas por la ligera brisa. Esperaba oír las voces de sus hermanos, así que, cuando comprobó que estaba en silencio, dio un suspiro de alivio.
Aunque una tormenta ocasional había refrescado el ambiente, los seis hermanos Quinn habían decidido dormir en el desvencijado porche trasero de la casa, convirtiendo la necesidad en otra aventura más. La noche anterior, incluso habían encendido un fuego en el jardín y habían hecho en él perritos calientes, como si estuvieran de vacaciones en el Gran Cañón o en las Montañas Rocosas, en lugar de en la sofocante Boston.
Ese año, la familia Quinn no iba a marcharse de vacaciones. Su padre, Seamus, llevaba fuera casi un mes, pescando. Llegaría en poco tiempo y se quedaría lo suficiente para emborracharse cuatro o cinco veces, jugarse casi todo el dinero que hubiera ganado con la pesca y charlar un poco con sus hijos. Luego volvería a marcharse.
Brendan se sentó en el último escalón, haciendo un gesto de dolor. No quería entrar en la casa. Después de una semana con días de casi cuarenta grados, estaba convencido de que sería más agradable entrar en un horno que en la casa. Además, sabía que sus hermanos le preguntarían por qué tenía el ojo morado, le sangraba la nariz y tenía un corte en los labios. Y en esos momentos, no le apetecía charlar de aquello.
Si tenía suerte, su hermano mayor, Conor, de dieciséis años, estaría en la tienda del barrio, donde trabajaba como chico de los recados. Y quizá Dylan, dos años menor, estaría lavando coches con Tommy Flanagan.
Pero no quería trabajar. Había demasiadas posibles aventuras en verano, demasiados sitios donde ir. La semana anterior, había tomado sin pagar un tren de ida y vuelta hasta Nueva York, y las imágenes de los rascacielos seguían en su mente. Otro día, se había colado en un autobús que tenía como destino el exótico nombre de Nueva Escocia. El conductor no se dio cuenta de que llevaba un polizón hasta que llegaron a la frontera con Canadá. Y al cabo de unas semanas, se daría una vuelta en el barco de su padre. Pero ese día, se quedaría cerca de casa.
– Algún día tendré suficiente dinero para dar la vuelta al mundo -murmuró, mirándose las viejas zapatillas de tenis-. Y nada me atará a este lugar.
Unos segundos después, su hermano Liam salió de la casa, dando un portazo. Al verlo, se detuvo en seco.
– ¿Qué demonios te ha pasado?
– A ti no te importa, Liam. Tienes solo nueve años, así que no te lo puedo contar.
Liam se dio la vuelta y entró de nuevo en la casa.
– ¡Venid! ¡Venid rápido! A Brendan le han dado una buena zurra.
Brendan hizo una mueca y, al poco, Liam apareció en la puerta seguido de Conor, que le dio un cachete en la cabeza al primero.
– Deja de gritar, Liam Quinn, o serás tú quien se lleve una buena zurra.
El hermano mayor salió al porche y miró a Brendan.
– Parece como si te hubiera pasado un camión por encima, chico.
Conor se sentó a su lado y comenzó a examinar los moratones y rasguños de su hermano. Este, a pesar de las heridas y de algunas costillas doloridas, se sentía estupendamente.
– ¿Quién te lo ha hecho?
– Angus Murphy. Él y dos de sus amigotes me han atacado a pocas manzanas de aquí.
Angus, con su altura y sus casi ochenta kilos, era famoso en la zona. Además, siempre había tenido especial predilección por la familia Quinn. Había intentado pegar a Conor hacía unos años, pero había perdido. Así que lo intentó con Dylan con el mismo resultado. Brendan había sabido que en cualquier momento le tocaría también a él.
– Te juro que Angus Murphy es enorme. Cuando le di el primer puñetazo, se me hundió el puño en la barriga como si fuera un saco y él ni siquiera parpadeó. Pero luego le di un buen golpe por sorpresa.
– Dime una cosa, Bren. ¿Ha quedado él peor que tú? -preguntó Dylan.
Brendan sonrió a su hermano, que salía justo en ese momento de la casa con una toalla vieja y hielo. Se lo dio a su hermano y se sentó al otro lado. Unos segundos después, los gemelos, Brian y Sean, aparecieron también, con la ropa llena de polvo.
Brendan se puso un hielo en el labio.
– Ya estaba peor antes de la pelea -aseguró-. Ese chico es más feo que… ¡Detesto las peleas! La verdad es que estaba ganando hasta que le di un puñetazo que lo dejó inconsciente -soltó una carcajada-. Entonces se me cayó encima como un árbol gigante. Cuando dio en el suelo, noté que la tierra se movía. ¡Os lo juro! Como el gigante de la historia de Odran.
Los ojos de Liam brillaron al mencionar a Odran. A Liam le encantaban las leyendas, y más las de los antepasados de la familia Quinn. Eran cuentos y personajes que habían estado en sus vidas desde que su madre se había ido. En aquel momento, Brendan no se había dado cuenta, pero luego, al hacerse más mayor, descubrió que su padre les había empezado a contar esas historias para advertirles de los peligros del amor.
Después de que Fiona Quinn se hubiera a ser la misma. Aunque Conor y Dylan se acordaban de ella, él tenía cuatro años y solo tenía imágenes vagas de una mujer morena que cantaba y hacía galletas. También recordaba una tarta con la forma de un coche y un collar precioso que ella siempre llevaba.
Su imagen de ella era la de una mujer guapa, cariñosa, y comprensiva. Algunas noches, Conor, Dylan y él solían hablar de ella. Se preguntaban si habría salido con vida del accidente de coche del que su padre les había hablado. A Brendan le gustaba creer que tenía amnesia y llevaba una nueva vida junto a otra familia. Entonces, algún día recordaría a sus hijos y volvería.
– ¡Detesto las peleas! -repitió-. Quiero decir, ¿para qué sirven? Angus seguirá siendo un matón y se meterá con otro -miró a los gemelos-. Vosotros seréis los siguientes, ya lo sabéis.
– Algunos solo reaccionan cuando les dan un puñetazo o les hacen sangre en el labio -añadió Conor.
– Si os interesa mi opinión -comentó Dylan-, alguien debería dar a ese chico un buen golpe en la cabeza con una tabla.
– Tú eres como Dermot -dijo Liam con admiración-. ¿Os acordáis de Dermot Quinn? ¿De cómo peleó contra todos los chicos de aquel pueblo?
Brendan tocó cariñosamente la cabeza de su hermano.
– No estoy seguro de si me acuerdo de él. ¿Por qué no me lo cuentas, Liam? Quizá así me ponga mejor.
Su hermano pequeño tomó aire profundamente y empezó a contar la historia.
– Algunos chicos estaban celosos de Dermot y decidieron ahogarlo. Fingieron que estaban nadando y…
– No empieza así, empieza cuando Dermot caza el ciervo -protestó Sean. Brian movió la cabeza negativamente.
– No, empieza cuando Dermot nace dentro del roble gigante.
Liam apoyó los codos en la pierna de Brendan.
– Cuéntalo tú. Tú lo haces mejor.
– Bueno, Dermot Quinn fue criado en el bosque por dos mujeres sabias y fuertes. Una era una druida y la otra una guerrera. Lo criaron porque su padre fue asesinado por un guerrero cruel. Al vivir en el bosque, Dermot se hizo cazador. Un día, iba hablando con las dos mujeres cuando vieron un grupo de ciervos. «Me encantaría comer venado esta noche», dijo la mujer druida. Pero ninguna de las dos había llevado armas.
Liam se incorporó y continuó hablando.
– “Yo puedo cazarte un ciervo”, aseguró Dermot. Y así lo hizo. Corrió tras la manada y capturó al más grande con sus manos.
– Eso es -continuó Brendan-. Y luego las dos mujeres le dijeron que, como ya era un gran cazador, tenía que convertirse en un gran guerrero. Así que le prepararon un gran viaje para que fuera en busca de un maestro.
Brendan miró a Conor, que asintió y continuó la historia, distrayendo así a Liam, que miraba asustado la nariz sangrante de Brendan.
– Un día, Dermot pasó al lado de un grupo de chicos que jugaban en el bosque. Le invitaron a jugar, pero le dijeron que tenía que jugar él solo contra ellos, que eran cinco. Dermot ganó. Al día siguiente, jugaron contra él diez, pero ganó de nuevo. Al siguiente, todos los chicos del pueblo fueron a jugar contra él, pero volvió a ganar. Los chicos, avergonzados, se fueron a quejar al cacique del pueblo, un hombre poderoso y vengativo. Este les dijo que, si no les gustaba, lo mataran.
Conor hizo una pausa y miró a los hermanos pequeños, que estaban completamente concentrados en la historia.
– Así que al día siguiente decidieron invitar a Dermot a nadar en el lago. En un momento dado, lo acorralaron y trataron de ahogarlo. Pero Dermot era muy fuerte y, al final, ahogó a nueve de los chicos en defensa propia. Cuando el jefe lo oyó, sospechó que Dermot era el hijo de su antiguo enemigo, el hombre al que había asesinado años antes. Así que ordenó que lo buscaran para que siguiera el mismo desuno que su padre. Pero como Dermot no quería luchar porque era una persona pacífica, decidió hacerse poeta, ya que los poetas eran muy queridos en Irlanda y, así, el malvado cacique no podría hacerle nada. De ese modo, Dermot volvió al bosque y encontró un maestro que vivía al lado de un gran río. Se llamaba Finney y hablaba todos los días con él mientras pescaba. Quería pescar un salmón mágico que vivía en aquellas aguas poco profundas.
– El salmón estaba encantado -explicó Liam-, y quien lo comiera podía tener… podía tener…
– El conocimiento de todas las cosas – dijo Brendan-. Finney quería pescarlo y lo intentó durante muchos años. Dermot lo observaba pacientemente y un día, por fin, lo pescó. Se lo dio a Dermot para que lo cocinara para él, pero le advirtió que no podía probarlo. Dermot hizo lo que el pescador le dijo, pero mientras lo cocinaba le saltó una gota de salsa en el dedo y, dando un grito, se metió el dedo en la boca para mitigar el dolor.
– Así que probó el pescado -dijo Liam.
– Eso es -replicó Brendan-, y cuando se lo sirvió a Finney, se lo confesó.
– Entonces tienes que comerlo -le aseguró el maestro-. El salmón te dará un regalo muy preciado entre los poetas… el don de las palabras. Y después de eso, la poesía de Dermot se hizo famosa en toda Irlanda.
– ¿Vas a pelear otra vez con Angus? -quiso saber Liam.
– No -aseguró Brendan-. No me gusta pelear. Creo que me voy a hacer poeta como Dermot Quinn. Porque Dermot demostró que las palabras podían ser tan poderosas como las armas.
Brendan continuó pensando en los Quinn, en todos aquellos antepasados que habían llegado a ser grandes hombres. Y no sabía por qué, pero estaba seguro de que el futuro también le tenía reservado algo especial a él. Pero no lo encontraría si se quedaba allí. Tenía que ir a buscarlo.