Brendan estaba en la cocina de El Poderoso Quinn, sentado a la mesa, tratando de concentrarse en las correcciones de su libro. Había estado toda la mañana tratando de corregir un capítulo que no le convencía. Para acabarlo, necesitaba entrevistar a la viuda de un capitán de barco que había desaparecido hacía dos años. Pero la mujer se negaba a hablar con él.
Miró a Amy, que estaba sentada en un sofá del pequeño salón. Estaba pasando a máquina las correcciones que él había hecho.
Durante los últimos días, la tensión entre ellos había aumentado. No era una tensión nacida de la rabia o la frustración. Era la tensión provocada por la incertidumbre de cuándo sería el próximo beso. Y aunque Amy no había ido de nuevo a la cama de él, tampoco había mantenido una distancia profesional.
De vez en cuando, mientras trabajaban juntos, le tocaba la mano, el brazo o el hombro. En algunos momentos, Brendan había sentido el mismo deseo que cuando la había tenido en sus brazos. ¿Cómo era posible que reaccionara así cuando ella seguía siendo un enigma para él?
¿Quién era? ¿Y de qué estaría escapando? Había intentado una y otra vez adivinar su pasado y se le ocurrían todo tipo de ideas descabelladas. Pero, a pesar de sus dudas y reservas, seguía fantaseando con ella. Por la noche, permanecía despierto, imaginándola en su cama, segura bajo las mantas… el pelo esparcido por la almohada como una madeja dorada, su piel caliente y suave. Era en esos momentos cuando más echaba de menos su cuerpo. Era entonces cuando tenía que luchar contra la tentación de levantarse e ir a su cama.
– Esto está bien -dijo ella, sacándolo de sus pensamientos.
– ¿El qué? -preguntó Brendan.
– Este capítulo -contestó, levantando varios folios.
– ¿Pero?
Brendan sabía que siempre había un inconveniente. Ella era una juez implacable. En realidad, Amy podría llegar a ser una buena editora.
– No hay peros.
– Tú siempre tienes alguno.
– De acuerdo. Pero sería mejor si pudieras añadir la opinión de la esposa.
Brendan sonrió. Algunas veces se preguntaba si Amy podía adivinarle el pensamiento.
– He intentado entrevistarla, pero se niega a hablar conmigo.
– Podría intentarlo yo también -sugirió Amy-. A lo mejor estaría dispuesta a hablar con una mujer. Además, conozco a muchas de esas mujeres del Longliner y quizá una amiga pueda presentármela.
Brendan se levantó de la mesa, medio molesto. Pero lo que le había enfadado no era la sinceridad de Amy. Lo que le irritaba era que cada vez que ella se ponía a criticarle un libro, quería tomarla en sus brazos y besarla hasta que perdiera el sentido. Trazar un sendero de besos entre su boca y su cuello, y luego hasta su hombro, hasta que Amy se rindiera en sus brazos.
– Voy a dar un paseo. Necesito despejarme.
Amy se levantó.
– Voy contigo -afirmó alegremente-. Llevo encerrada todo el día y me apetece dar una vuelta.
Aunque a Brendan no le apetecía su compañía, no tenía ninguna excusa para disuadirla. Sabía que cuando Amy Aldrich tomaba una decisión, era imposible hacerle cambiar de opinión.
Así que la vio ponerse las botas y la chaqueta y salió detrás de ella. Saltó él primero al muelle y luego la ayudó a saltar a ella. Amy colocó las manos en sus hombros y él la agarró por la cintura. Así permanecieron un rato, mirándose.
Sería tan sencillo inclinarse y besarla… y retirarse después. Pero Brendan sabía que no se conformaría con tan poco. Así que esbozó una sonrisa incómoda y bajó las manos que tenía en su cintura.
– Vamos.
Ella asintió y se pusieron a caminar. Gloucester era una ciudad extraña. Los pescadores que vivían en el muelle contrastaban con el ambiente turístico del verano. Pero en invierno, todo estaba más tranquilo, casi sereno. Los barcos de pesca se dirigían hacia aguas más cálidas y los turistas también iban a otros climas más benignos. A Brendan le gustaba mucho la calma y muchas veces salía a pasear por la noche cuando se sentía inquieto.
Pasaron al lado de las tabernas y las tiendas, bajo las farolas decoradas para la navidad. Amy levantó la cara y dejó que la nieve se le posara en el cabello y las pestañas. Brendan la miró, convencido de que era la mujer más guapa que había conocido jamás.
– Me encanta la navidad. Es mi época favorita del año -aseguró Amy.
Era la primera vez que hablaba de algo personal.
– ¿Por qué?
– Porque es mágica. Siempre recuerdo cuando de pequeña me despertaba, bajaba las escaleras y me encontraba con un gran árbol de navidad que habían dejado por la noche, completamente decorado con bolitas y luces. Luego, debajo, estaban los regalos, envueltos en papeles preciosos. Mi corazón empezaba a latir a toda velocidad y seguía así hasta la mañana de navidad.
– ¿Sabes? Es la primera vez que has hablado de tu niñez. Estaba empezando a preguntarme si habías sido niña alguna vez.
Amy soltó una carcajada y le dio un golpe en el hombro.
– Claro que tuve infancia. Y fue estupenda.
– ¿Entonces qué ha cambiado?
– ¿Cambiado?
– Me dijiste que no hablabas con tu familia apenas. Me pareció que os habíais peleado o algo así. ¿Por qué?
– En realidad, por nada -contestó, mirando al cielo-. Creo que esta noche va a caer una buena nevada. Huele a nieve.
Caminaron otro rato en silencio y la rabia de Brendan fue en aumento. Pero entonces a Amy le llamó la atención algo de un escaparate y agarró de la mano a Brendan.
– Mira -gritó, señalando unas cajas de adornos navideños-. Llevémonos algo para el barco.
– Yo no soy muy navideño -contestó Brendan.
– ¡Será divertido! Como si fuera una noche veneciana. Recuerdo unas navidades que mis padres y yo pasamos en… -se detuvo bruscamente-. Ya sabes lo que quiero decir, cuando decoran las barcas con luces y hacen un desfile.
Brendan la miró durante un rato y notó en ella un gesto de preocupación. Como si hubiera dicho algo que no quería y quisiera poder borrarlo. Él sabía que no había barcas decoradas con luces en el sur de Boston ni en Gloucester en diciembre. Ese tipo de cosas solo se podían ver en Palm Beach, o en Santa Bárbara, o claro está, en Venecia.
– No sé si voy a quedarme en navidad – dijo Brendan.
– ¿Dónde vas a estar?
– No lo sé. El libro estará terminado para entonces. Probablemente las pasaré en Boston con mi familia y luego me tomaré unas vacaciones. ¿Tú dónde vas a pasarlas?
Ella se dio la vuelta y volvió a mirar los adornos navideños apilados en la tienda.
– Me imaginaba que seguiría trabajando para ti. No tienes que entregar el libro hasta enero y pensé que después… no importa. Sí, lo mejor será que vayas a pasarlas con tu familia -añadió sin dejar de mirar el escaparate.
Brendan se quedó pensativo.
– A lo mejor me quedo aquí. Mi familia nunca ha celebrado demasiado la navidad. Quizá por eso soy así. ¿Y quién sabe? Quizá no haya terminado el libro todavía para entonces.
– Creía que todo el mundo celebraba la navidad.
– Todos menos la familia Quinn. Cuando era pequeño, mi padre nunca estaba y nosotros éramos muy pobres para creer en Santa Claus. Aunque eso sí, Conor siempre nos llevaba a la Misa del Gallo, que nos encantaba. Allí nos daban un regalo a cada uno y lo abríamos en casa. Cuando crecimos, dejamos de ir. Nos parecía ridículo.
– ¿Y tu madre?
– Ella tampoco estaba -hizo una pausa y le vino una imagen vaga de su madre-. Fiona McClain Quinn nos dejó cuando yo tenía cuatro o cinco años. No me acuerdo de ella. Aunque sí recuerdo que una vez nos puso un árbol de navidad con luces y un ángel en lo alto. O quizá solo sean imaginaciones mías.
– Pues este año sí vas a celebrar la navidad. Podemos hacer pastas y cocer mazorcas de maíz. También podemos comprar música navideña. Ya verás como eso despierta en ti el espíritu navideño.
Brendan hizo un gesto negativo.
– No creo. Pero si quieres irte a casa de tu familia, deberías hacerlo. Puedo prestarte dinero. Hasta puedo ayudarte a pagar el billete de avión.
– No, no es por el dinero, es… que no puedo y ya está -soltó un suspiro profundo-. Siento lo de tu madre.
– Yo siento ser tan serio.
– No creo que lo seas. Además, voy a hacer todo lo posible por cambiarlo. Ya verás. Para el veinticinco de diciembre, te sabrás de memoria la letra de varios villancicos.
Brendan se echó a reír y le pasó un brazo por los hombros.
Poco después, él se agachó y agarró un puñado de nieve. Hizo una bola y la tiró delante de él. Amy abrió los ojos de par en par y esbozó una sonrisa traviesa. Luego salió corriendo y gritando, resbalándose sobre el suelo cubierto de nieve fresca. Brendan le tiró una bola de nieve y le dio en el cuello. Ella gritó y corrió a esconderse detrás de una esquina.
Brendan se aproximó despacio. Sabía que ella lo estaba esperando con una bola de nieve, así que decidió sorprenderla. Contó hasta treinta, tomó aire y dio la vuelta a la esquina gritando al límite de sus pulmones.
Amy abrió mucho los ojos sorprendida, y gritó de nuevo. Se llevó las manos a la boca y se dio con la bola que había hecho en la cara. Brendan la agarró por la cintura riéndose y viendo cómo la nieve le caía por la cara. Pero su risa se apagó cuando vio los ojos de Amy.
Dando un gemido, se acercó a su boca, que Amy abrió para recibirlo. Sus lenguas se enredaron. Al principio vacilantes, pero luego con desesperación, como si llevaran mucho tiempo deseándose. Brendan la acorraló contra el muro de ladrillo del edificio.
– Tienes la cara mojada y fría.
Amy gimió y se limpió la cara con las manos. Él se las agarró y las apartó suavemente. Luego secó el agua con los labios y la lengua, explorando así su rostro. Se olvidó de la promesa que se había hecho de mantenerse alejado de ella.
Mientras acariciaba su cara con los labios, ella le abrió la chaqueta y metió las manos dentro para tocar su pecho. Luego le desabrochó los botones de la camisa y acarició su piel caliente con las palmas de las manos. Él entonces soltó un gemido. Ninguna mujer le había afectado hasta ese momento como lo hacía Amy. Ninguna mujer lo había excitado tanto como ella.
Brendan perdió la noción de dónde estaban y dejó de importarle, tanto los transeúntes que pasaban a su alrededor, como el viento helado que los golpeaba. De repente, era como si estuvieran solos. Brendan se inclinó hacia ella y la besó.
– ¿Por qué me haces esto? -susurró él, muy excitado, mientras seguían besándose.
– Me gusta torturarte -aseguró ella, mordisqueándole el labio inferior.
– Veo que te gusta torturarme en todos los sentidos.
Ella sonrió mientras pasaba la lengua por donde antes le había mordido.
– ¿Es que no te alegras de haberme contratado? Estoy trabajando mucho para hacerme indispensable para ti.
En ese momento, se oyó un silbido.
– ¡Eh, váyanse a una habitación! -les gritó alguien.
Amy miró por encima del hombro y vio a cuatro hombres detrás de ellos.
– Será mejor que nos vayamos antes de que nos arresten.
– No estamos haciendo nada ilegal -aseguró Brendan, hundiendo su cabeza en el cuello de ella.
O quizá sí lo fuera, pero en ese momento le daba igual.
– Quizá todavía no -bromeó ella, apartándose de él-, pero supongo que lo que podría pasar a continuación sí que es ilegal. Creo que se considera como escándalo público.
Así que siguieron paseando. Ella de vez en cuando le tiraba alguna bola de nieve, que él tenía que esquivar. De pronto, a Brendan le vino a la memoria la noche en que había sacado a Amy en volandas de aquel bar.
Entonces había pensado que aquel simple hecho cambiaría su vida para siempre. Y en ese momento, completamente cautivado por Amy Aldrich, estaba empezando a darse cuenta de que había estado en lo cierto.
Aunque ella seguía siendo una total desconocida para él y una pequeña voz en su interior le decía que debería alejarse, era totalmente incapaz de resistirse a ella.
El barco estaba en silencio y era mecido ligeramente por el viento que soplaba afuera. Amy observaba a través de los ojos de buey cómo la nieve caía sobre la cubierta. Brendan se había marchado temprano aquella mañana para ir a una entrevista en Boston. Ella se había acostumbrado tanto a estar con él, que no se sentía segura si Brendan no estaba cerca.
La noche anterior, cuando habían vuelto al barco, la situación había sido bastante tensa. Porque una cosa era un beso en medio de una calle nevada y otra muy distinta dar rienda suelta a su pasión en el barco.
Al principio, Amy había pensado que una o dos noches de pasión con Brendan podrían ser una experiencia emocionante. Pero eso era cuando él no era más que un hombre guapo, con un cuerpo irresistible.
En la actualidad sabía que no le sería difícil enamorarse de él. La atraía mucho su claridad de ideas y que estuviera tan centrado en su trabajo de escritor. Sí, tenía que admitir que Brendan le gustaba cada vez más.
Soltó un gemido y continuó observando la nieve caer. Brendan había quedado en volver antes de la hora de comer y esa misma tarde visitarían juntos una planta de procesado del pescado, como trabajo de investigación para el libro.
Hasta entonces no tenía nada que hacer. Así que, para matar el aburrimiento, decidió ir a la habitación de Brendan y echar un vistazo. Sabía que sería invadir su intimidad, pero sentía demasiada curiosidad y procuraría que Brendan no se enterara.
Fue directamente al cajón de la mesilla que había junto a la cama. Lo primero que vio rué una armónica. La sopló suavemente, preguntándose si él la sabría tocar. Luego descubrió una caja de preservativos. Cuando la abrió y descubrió que faltaban tres, no pudo evitar un ataque de celos.
Después de comprobar que no había nada interesante, se levantó y echó un vistazo a la estantería que había en una de las paredes. Allí encontró un cuaderno que llamó su atención. Se sentó en la cama y, al abrirlo y ver su letra, imaginó que era una especie de diario. Lo cerró inmediatamente. Pero, al poco, le pudo la curiosidad. ¿Habría escrito algo de ella?
Volvió a abrirlo y poco después de comenzar a leer, descubrió que no era ningún diario. Se trataba de una serie de cuentos sobre unos héroes irlandeses, que se llamaban los Poderosos Quinn. Él había mencionado algo al respecto después de haber salido en su ayuda en el Longliner.
– Hola.
Al levantar la vista, vio a Brendan en la puerta del camarote, con copos de nieve sobre el pelo y los hombros. Se quedó helada al ver la mirada de él clavada en el cuaderno que ella estaba leyendo.
– ¿Qué estás haciendo en mi camarote? – preguntó él, arqueando las cejas.
Ella sonrió mientras sentía que comenzaban a arderle las mejillas.
– Lo siento. Estaba aburrida y me puse a buscar algo para leer. Entonces encontré este cuaderno. Por cierto, estos relatos son fantásticos.
– ¿Dónde has encontrado el cuaderno?
– Estaba entre las revistas que tienes en esa estantería. Algunos relatos son del ciclo de Fenian, ¿verdad?
– Sí, son relatos tradicionales irlandeses.
– Pero no recordaba que todos los personajes se apellidaran Quinn.
– Bueno, es una tradición familiar tomar prestadas algunas leyendas irlandesas y contarlas como si los héroes fueran antepasados nuestros.
Brendan fue hacia ella y le quitó el cuaderno. Luego se sentó en la cama y comenzó a hojearlo.
– De niño, papá solía contarnos estos cuentos, que hablaban siempre de la valentía y el sacrificio. Pero en cuanto el héroe se enamorara de alguna mujer, la historia acababa mal. Papá debía pensar que aquel era un buen modo de enseñarnos que no debíamos confiar en las mujeres.
– ¿Por qué os quería enseñar eso?
– Porque mi madre lo abandonó y él nunca pudo superarlo -luego señaló al cuaderno-. He ido apuntando los relatos y tenía pensado pasarlos a máquina para darles una copia a mis hermanos.
– ¿Sabes algo de tu madre? Brendan se encogió de hombros.
– Papá siempre cuenta que murió en un accidente de coche un año después de dejarnos. Pero Conor y Dylan nunca se lo creyeron. Yo era demasiado pequeño por aquel entonces y solo sé que un día mi madre desapareció.
– ¿Te acuerdas de cómo era?
– Sé que tenía el pelo negro y muy largo, pero no sé si es un recuerdo mío o si lo sé porque se lo he oído contar a Conor y a Dylan. No tenemos fotos de ella. Aunque sí me acuerdo de una cosa, de que ella solía llevar una cadena con un colgante.
Brendan se quedó pensativo unos instantes.
– Conor me contó cómo era el colgante -continuó diciendo-: dos manos entrelazadas, con una pequeña corona en medio.
– Un claddagh -dijo Amy-. Mi abuela también tenía un anillo así. Es un símbolo irlandés de amistad y amor.
– Eso es -asintió él con la mirada ausente-. Era un claddagh.
Amy se arrepintió inmediatamente de haber sacado aquel tema de conversación, que evidentemente era muy doloroso para él.
– ¿Sabes? Podría ayudarte a pasarlo a máquina -se ofreció.
– No te preocupes -dijo, dejando el cuaderno de vuelta en la estantería-, no creo que merezca la pena que malgastes tu tiempo en ello.
– ¿Por qué no me cuentas uno de los relatos?
Él se quedó un rato pensativo y finalmente asintió.
– Está bien -Brendan se reclinó en la cama y apoyó las manos detrás de la cabeza-. Te lo contaré con acento irlandés, porque así suena mejor.
– Muy bien -dijo ella, tumbándose boca abajo junto a él.
– Voy a contarte la historia de Tadleigh Quinn, un chico con mucha imaginación al que le gustaba contar a los demás que había visto gnomos o hadas en el bosque. A pesar de que la gente no le creía, él cada vez contaba historias más fantásticas.
Brendan hizo una pausa y sonrió a Amy.
– Un día, paseando por el bosque, pasó al lado de un roble, de cuya rama más alta colgaba una jaula de oro con una princesa dentro.
– Oh, me encantan este tipo de cuentos -aseguró Amy entusiasmada-. Se parecen al de La Bella Durmiente o Blancanieves. Me encanta cuando el príncipe aparece para rescatar a la doncella.
– Tadleigh se subió a lo más alto del árbol y se sentó junto a la jaula, tratando de imaginarse lo que le dirían sus amigos cuando les contara que había rescatado a una princesa y ella, como recompensa, le había dado una bolsa de monedas de oro. Eso era lo que le había prometido. Tadleigh trató desesperadamente de liberar a la princesa, pero el candado era muy grande y los barrotes de hierro.
Amy lo estaba mirando con los ojos muy abiertos.
– Cuando Tadleigh le dijo a la princesa que tenía que irse al pueblo en busca de ayuda, ella le advirtió que no debía hacerlo. Una poderosa hechicera había hecho un sortilegio por el cual, si alguien fuera del bosque se enteraba de su situación, ella se convertiría en un cuervo y quedaría atrapada en la jaula para siempre.
– ¿Y qué pasó entonces? -preguntó Amy, impaciente.
– Que él se marchó después de prometerle que no se lo contaría a nadie. Al principio consiguió cumplir su promesa, pero finalmente no pudo más y se lo contó al molinero. El molinero a su vez se lo contó al zapatero y este al herrero; de manera que poco después un grupo de personas se adentró en el bosque para rescatar a la princesa.
– ¿Y la rescataron?
– No exactamente. Después de abrir la cerradura de la jaula con un hacha y de sacarla, la muchacha se convirtió en una bruja con una nariz ganchuda como la de un cuervo. Luego se echó a reír, diciendo que desde el principio sabía que Tadleigh no iba a poder callarse. Finalmente, lanzó a todos los del pueblo un sortilegio, y quedaron convertidos en cuervos.
– ¿Y qué le pasó a Tadleigh?
– La bruja se volvió a él y le dijo que la belleza no era siempre lo que parecía. Luego desapareció en el bosque y no volvió a saberse de ella. Tadleigh volvió al pueblo muy triste y no volvió a contar sus historias a nadie, salvo a los cuervos que le escuchaban desde los árboles.
– Así que la moraleja es que uno debe saber mantener la boca cerrada.
Él se quedó mirándola fijamente y le sonrió.
– No, la moraleja es que las princesas no son siempre lo que parecen y que la belleza puede esconder al mal en su interior.
Y después de decir aquello, se levantó de la cama y salió del camarote. Ella se quedó pensativa. Luego, abrió el cuaderno y buscó el relato de Tadleigh y la princesa, pero no lo encontró. Brendan se acababa de inventar el relato.
Desde luego, ella no era quien aparentaba ser. No era la princesa que Brendan había rescatado del Longliner. Pero si le dijera la verdad, ¿seguiría siendo su princesa? ¿O sus mentiras la convertirían en la bruja que había abandonado a Tadleigh a su suerte?
– ¿Has pasado ya a limpio esas notas? – preguntó Brendan mientras buscaba una hoja entre sus papeles.
Amy y él habían pasado todo el día trabajando.
– Te dije que las necesitaba para esta noche.
Amy levantó la vista del ordenador y suspiró con impaciencia.
– Estoy tratando de descifrar tu letra. Deberías haberlo grabado en una cinta.
– A algunas personas no les gusta que se las grabe mientras hablan -comentó Brendan-. ¿Cuándo crees que lo puedes tener terminado? Me gustaría acabar este capítulo esta misma noche.
Ella se lo quedó mirando fijamente.
– ¿Por qué no te vas a dar un paseo?
– No tengo ganas de darme ningún paseo -dijo él, enfadado.
Brendan cada vez estaba más irritado porque no podía sacarse a Amy de la cabeza. Y eso no le dejaba concentrarse en su libro. Por si fuera poco, aquel día iba vestida de un modo especialmente provocativo, con una falda corta, un jersey ajustado y unas medias que le llegaban por la rodilla. Parecía una colegiala.
– Pues échate una siesta, tómate una cerveza, o ponte a hacer punto. Pero deja de molestarme.
– Te recuerdo que soy tu jefe.
– Sí, pero hasta un jefe tiene que descansar -dijo ella, apagando el ordenador-. Ya está bien por esta noche.
– Eso lo tendré que decidir yo.
– De eso nada -respondió ella-, he decidido hacer huelga.
– Pues, si haces huelga, te despediré.
– Con lo que me pagas, no puedes despedirme. Más bien, soy yo la que presento mi renuncia -dijo, yendo por una botella de vino que tenían refrescándose-. Así que, ¿por qué no nos tomamos una copa de vino? Después de eso, podrás rogarme que vuelva a trabajar para ti. Aunque quizá deberías subirme el sueldo.
– ¿Y por qué crees que voy a pedirte que vuelvas? -dijo él, todavía enfadado, a pesar del intento de calmarlo de ella.
– Porque soy la mejor ayudante que has tenido nunca.
– De hecho, eres la única ayudante que he tenido. Y me las arreglaba muy bien sin ti.
– Conque sí, ¿eh? -Amy fue hacia el portátil-. ¿Y qué te parecería si lo tirara al mar con todas las notas que te he pasado a limpio?
Brendan se acercó hasta donde estaba ella.
– Si yo fuera tú, no lo haría.
– Ah, ¿no? Pues discúlpate ahora mismo por no reconocer que te estoy ayudando.
– No te debo ninguna disculpa. Has sido tú la que has empezado.
– Muy bien. Veo que no aprecias mi trabajo, así que me voy -dijo ella, agarrando su chaqueta y dirigiéndose a la puerta que daba a la cubierta.
Brendan, al ver que estaba hablando en serio, echó a correr y la alcanzó ya en la cubierta. La agarró por la muñeca.
– Está bien, lo siento. Sí que te estoy agradecido.
Ella se volvió hacia él, arqueando una ceja.
– ¿Qué has dicho? No te he oído bien.
– Que te estoy agradecido -afirmó, tirando de ella y besándola.
De inmediato, Brendan se sintió mucho mejor y se dio cuenta de que había estado aplazando lo que era inevitable. Amy y él estaban destinados, desde el principio, a tener una aventura.
Brendan le agarró el rostro entre las manos y comenzó a besarla en la barbilla. Luego, bajó por el cuello y continuó hacia la oreja. Ella no intentó resistirse y, cuando él se apartó, vio que estaba sonriendo.
– Creo que deberíamos volver dentro – aseguró él.
– No, tengo calor -murmuró, metiendo la mano en el interior de la chaqueta de él-. Y tú también. Así que, ¿por qué no nos quedamos aquí?
Brendan metió las manos bajo el jersey de ella y acarició su piel desnuda. Mientras tanto, Amy comenzó a desabrocharle los botones de la camisa. Luego acercó la cabeza y comenzó a lamerle los pezones.
Brendan siempre había sido bastante imaginativo en sus encuentros amorosos, pero lo cierto era que nunca se le hubiera ocurrido hacer el amor al aire libre en una noche de invierno. Aunque tampoco debería sorprenderle, ya que desde el principio Amy le había parecido una chica poco convencional. En ese momento, ella bajó la cabeza hasta su ombligo y comenzó a lamérselo. Él le agarró la cabeza y soltó un gemido.
Amy comenzó a subir poco a poco hasta su cuello y él volvió a besarla en la boca. Luego, metió las manos de nuevo bajo el jersey y le acarició los senos por encima del sujetador. Al jugar con sus pezones estos se pusieron duros.
– Tienes frío -murmuró él.
– No -dijo ella, desabrochándole el botón de los vaqueros-, estoy muy caliente.
Brendan le desabrochó el sujetador y comenzó a acariciar sus senos desnudos. El hecho de no poder ver su cuerpo y tener que imaginárselo le pareció de repente increíblemente excitante.
Como estaban apoyados en la pared exterior del camarote principal, la luz de este iluminaba la mitad del rostro de ella, dejando la otra mitad en sombra.
– Eres preciosa -murmuró él.
Entonces, se inclinó hacia delante y metió las manos bajo la falda. Las curvas de Amy se amoldaban perfectamente a sus manos. Cuando las metió en sus braguitas, Amy soltó un gemido.
Al mismo tiempo, ella bajó las manos hasta su miembro erecto. En ese momento él agradeció el frío, ya que estaba tan excitado que, en caso contrario, difícilmente podría haberse controlado. Se moría de ganas de hacerla suya.
– Creo que necesitamos… alguna protección -murmuró ella.
Él se sacó la cartera del bolsillo de atrás de los pantalones y extrajo un preservativo. Rasgó el envoltorio con los dedos entumecidos por el frío y le dio el contenido a Amy. Ella entonces se lo puso con delicadeza, excitándolo aún más.
– Hazme el amor -le dijo ella, mirándolo a los ojos.
– No hasta que me lo digas.
– ¿Que te diga el qué?
– Que no hay ningún otro -le susurró él al oído.
– No hay ningún otro -le aseguró ella.
Entonces él no pudo contenerse más. La levantó en brazos mientras ella le rodeaba la cintura con las piernas. Su miembro erecto quedó contra las braguitas de ella y, después de apartárselas, la penetró delicadamente.
Brendan sintió un calor exquisito y ella comenzó a moverse sinuosamente, haciéndole sentir un gran placer.
También él comenzó a moverse y, en cada acometida, estaba más y más cerca del climax. Nunca había sentido un deseo tan intenso. Y entonces se dio cuenta de que no solo deseaba el cuerpo de Amy, que había algo más allá de lo meramente físico.
A medida que sus movimientos se fueron haciendo más rápidos, fue perdiendo todo contacto con la realidad. Ella comenzó entonces a gemir y a gritar, y él se dio cuenta de que estaba cerca.
Y un momento después, ella se abandonó por completo mientras dejaba escapar un suspiro. Entonces él también se dejó ir y alcanzó el climax.
Después de haber luchado tanto para no enamorarse de ella, Brendan se dio cuenta que estaban destinados a estar juntos.
Se quedaron abrazados unos instantes, pero pronto empezaron a sentir frío.
– Será mejor que entremos -murmuró ella, besándolo en el cuello-. Me estoy helando.
Entonces él la llevó en brazos hasta su camarote. Amy ya no volvería a dormir en el camarote de la tripulación. De ahí en adelante, compartiría su cama.