Brendan Quinn estaba sentado en un rincón en penumbra del Longliner Tap. Tenía una cerveza en la mano y estaba observando a los clientes típicos de un viernes por la noche. El Longliner era un lugar muy popular entre los pescadores y sus familias; estaba situado en los muelles de Gloucester, en Massachusetts.
El barco de Brendan, El Poderoso Quinn, estaba atado a unos metros del bar. Aunque estaban casi en diciembre y habían bajado las temperaturas, el barco de su padre era cómodo y acogedor. Así que había decidido terminar en él su último libro.
Había ido al Longliner para hablar una vez más con los familiares y amigos de los pescadores que iba a sacar en él, esperando encontrar algún detalle nuevo sobre los peligros a los que una persona se enfrentaba cuando vivía en pleno océano. Había entrevistado a seis personas aquella noche y tomado notas.
Ya había terminado, pero quería relajarse y empaparse del ambiente. La mayoría de los pescadores de Gloucester que frecuentaban el Longliner se habían ido ya hacia el sur para empezar la temporada, pero quedaban algunos rezagados que todavía no tenían trabajo. Eran hombres acostumbrados a trabajar duro y a vivir peligrosamente. También estaban las novias y las mujeres de los que se habían ido. Iban al bar para compartir su soledad con otras mujeres que entendían lo que tenían que superar año tras año.
La mirada de Brendan se detuvo en la pequeña camarera rubia que se movía entre la gente con una bandeja en la mano. La había mirado varias veces a lo largo de la noche porque notaba en ella algo raro. Aunque llevaba el uniforme habitual: un delantal, vaqueros ceñidos y una camiseta escotada, la ropa parecía rara en ella, como si no le pegara llevar algo así.
Y no era por el pelo, de un color rubio ceniza, ni por el maquillaje, ni por los ojos oscuros y los labios pintados de un color rojo brillante. Ni siquiera por los tres aros que llevaba en cada oreja. La observó durante un buen rato mientras servía una mesa de ruidosos clientes. Seguramente debía de ser por el modo en que andaba, que no se parecía en nada al de las otras camareras. Lo hacía moviendo las caderas y los senos de una manera bastante seductora, aunque a la vez elegante. Parecía deslizarse sobre el suelo como una bailarina. El largo cuello y la forma en que movía los brazos aumentaban la ilusión de que no estaba sirviendo bebidas a un grupo de ratas inmundas, sino flotando sobre un escenario acompañada de Baryshnikov.
Terminó con la mesa y Brendan levantó la mano para que se acercara. Pero justo cuando ella se dirigía hacia él, una de las ratas la agarró por detrás y la sentó sobre su regazo. En un segundo, tenía las zarpas sobre ella.
Brendan se dio cuenta de que la situación se estaba volviendo cada vez más complicada y a nadie parecía preocuparle lo más mínimo. Él sabía cuál era la única solución.
– ¡Detesto las peleas! -afirmó en voz baja.
Echó su silla hacia atrás, atravesó el salón y se puso al lado de la mesa.
– Quite las manos de encima de la señorita -le ordenó al otro, con los puños cerrados.
– ¿Qué has dicho, muchacho?
– He dicho que quites las manos de encima de la señorita.
La camarera le tocó el brazo. Brendan la miró e inmediatamente se quedó impresionado por su juventud. Por alguna razón, había esperado encontrar un rostro ajado por los años y el trabajo duro. Pero en lugar de eso, se encontró con un rostro tan joven, tan perfecto, que estuvo tentado de tocarlo para ver si era de verdad.
– Puedo solucionarlo yo sola. No hace falta que te metas. Se me dan bien las situaciones conflictivas y las relaciones personales. Hice un seminario al respecto.
Tenía una voz grave y sensual, que sedujo a Brendan por completo. Este, sin hacer caso de lo que ella había dicho, la agarró de la mano e hizo que se levantara.
– Vete, yo me encargaré de esto.
– No, de verdad, lo haré yo. No hace falta pelearse. La violencia nunca resuelve nada -repitió la chica, agarrándolo por la manga de la chaqueta.
– Por favor -insistió.
Brendan no estaba seguro de qué hacer.
No le gustaba abandonar a una mujer en apuros.
Especialmente después de haber oído desde pequeño todas aquellas historias de los antepasados de su familia, que se habían comportado siempre de un modo caballeroso. Miró hacia el bar y vio que la gente lo miraba sin pestañear, esperando ver si se iba o se quedaba y peleaba.
Cuando se volvió de nuevo hacia la camarera, vio por el rabillo del ojo que algo se movía hacia él. Era una botella de cerveza, que iba directamente hacia su cabeza. La esquivó a tiempo; le pasó al lado de la oreja, dando a uno de los borrachos de la mesa en la sien. El hombre cayó inmediatamente al suelo.
La camarera derramó una jarra de cerveza sobre la cabeza de su agresor y luego comenzó a golpearlo con ella. Brendan esquivó otra botella y un puño antes de que aterrizara en su mandíbula. Decidido a marcharse antes de que él o la camarera salieran heridos, la agarró y la sacó de la pelea. Pero ella se soltó, volvió y le atizó a uno de los borrachos con los puños.
En ese momento, los demás clientes los rodearon y se metieron en la pelea, o comenzaron a gritar, animándolos.
– ¡Detesto las peleas! -musitó él.
Consideró la posibilidad de salir de allí corriendo, pero no podía dejar a la camarera en mitad de todo aquello. En ese momento, ella estaba golpeando la cabeza de uno de los borrachos con su bandeja. Luego le dio un golpe en la pierna a otro que vino a ayudar a su amigo herido.
Nadie parecía preocuparse por la seguridad de la mujer. Los clientes que no estaban metidos en la pelea, no paraban de animarla. El resto de las camareras se habían colocado en la barra para ver mejor la pelea. Uno de los camareros había ido a llamar teléfono, seguramente para avisar a la policía, mientras que otro había sacado un bate de béisbol y lo enarbolaba amenazadoramente. Conforme la pelea se hacía más violenta, Brendan comenzó a preguntarse si la policía llegaría a tiempo o no.
De repente, un fornido pescador agarró a la camarera y la levantó en volandas. Brendan dio un paso hacia delante. La chica dio una patada al hombre con el tacón de su bota y luego gritó pidiendo ayuda. Brendan no quería meterse, pero intuía que iba a acabar en medio de todo aquello.
En ese momento, el gamberro que había empezado la pelea se acercó a la camarera y le gritó algo. Luego alzó una mano para golpearla. Brendan, entonces, no pudo evitarlo. Golpear a una mujer era algo completamente inaceptable. Así que se puso entre el hombre y la camarera.
– Ni se te ocurra -le advirtió al hombre.
– ¿Vas a detenerme tú? ¿Con qué arma? Brendan maldijo entre dientes. ¡Dios, cómo detestaba las peleas! Pero algunas veces no podían evitarse.
– No llevo armas, solo mis puños. Y disparó el puño hacia la nariz de su contrincante. Este gritó de dolor y comenzó a salirle sangre de la nariz.
Seguidamente, Brendan se dio la vuelta hacia el hombre que estaba sujetando a la camarera. Un puñetazo directo al hígado fue suficiente para que la soltara. Brendan la agarró entonces del brazo, pero, para su sorpresa, la mujer se soltó enfadada.
– ¡Suéltame!
Brendan volvió a agarrarla.
– No me obligues a sacarte de aquí en brazos -la advirtió-. Porque te aseguro que preferiría no tener que hacerlo.
Así le pasó a Conor y luego a Dylan. No por la pelea, sino por el rescate. Exactamente así era como ambos habían terminado atrapados por los encantos de una mujer. Ambos habían salvado a una damisela en apuros y sus vidas nunca volvieron a ser las mismas. Así que él no iba a cometer el mismo error.
– ¡No me voy a ir! ¡Ya te he dicho que puedo cuidarme yo sola!
Y le dio una patada en la pierna. Brendan apretó los dientes e hizo un esfuerzo increíble por contener su lengua.
– Escucha, no voy a decírtelo otra vez – la agarró más fuerte que las veces anteriores y la arrastró hacia la puerta.
– ¡Socorro! ¡Socorro!
– No voy a hacerlo, no voy a ponerte sobre el hombro para sacarte de aquí -dijo Brendan en voz baja-. Porque si lo hago, será el fin.
– ¡Por favor, que alguien me ayude! ¡Me están secuestrando!
– Maldita sea.
Brendan se detuvo, se agachó, la agarró por las piernas y la puso sobre su hombro. Luego fue hacia la puerta. Unos cuantos clientes que no se habían metido en la pelea, comenzaron a dar gritos y a tirar palomitas de maíz como si fuera arroz en una boda. Brendan los saludó con la mano y salió a la calle.
Justo cuando salieron se oyó el ruido de las sirenas que se acercaban. Afortunadamente, habían salido a tiempo, pensó. También pensó que ya que él había sido quien había empezado la pelea era mejor no quedarse.
– Déjame en el suelo -gritó la camarera, moviendo las piernas.
– Todavía no.
Se dirigió hacia el muelle y, cuando estaban lo suficientemente lejos del bar, se agachó y la dejó en el suelo, pero no la soltó del todo.
– No vas a volver, ¿verdad? Porque me molestaría bastante pensar que he estado a punto de morir por salvar tu bonito trasero solo para que vuelvas allí.
– Ha venido la policía. Así que no pienso volver.
Brendan, satisfecho con su contestación, la soltó y se incorporó. Estaban bajo una farola encendida y Brendan contempló sus rasgos. A pesar de la luz brillante, Brendan se quedó atónito ante su belleza. No tenía los rasgos elegantes y sofisticados de Olivia, la mujer de Conor, ni tampoco la belleza natural de Meggie, la prometida de Dylan, aquella muchacha tenía una mirada salvaje e impredecible, rebelde y agresiva, como si no le importara lo que la gente opinara de ella.
Como evidentemente no le importaba lo que él pensara de ella.
En ese momento, lo miró como si quisiera asesinarlo.
– Si estás esperando que te dé las gracias, te estás equivocando -afirmó ella en tono desafiante.
Hacía frío y lo único que llevaba ella era una camiseta corta. Brendan se quitó su chaqueta y se la echó por los hombros.
– Tengo mi barco aquí cerca. ¿Por qué no vamos allí y tomamos un café? La policía tardará en irse una media hora.
– ¿Por qué iba a tomar un café contigo? – preguntó ella, mirándolo con desconfianza-. ¿Cómo sé que no eres como el bruto al que te has enfrentado?
– Muy bien, pues quédate aquí al fresco – se giró sobre sus talones y comenzó a alejarse.
Pero al poco oyó pasos detrás de él y sonrió.
– ¡Espera!
Brendan comenzó a andar más despacio hasta que ella lo alcanzó. Cuando llegaron a su barco, le dio la mano para ayudarla a saltar dentro. Ella tenía los dedos pequeños y delicados. De pronto, se dio cuenta de que estaba reteniendo su mano más tiempo del necesario y la soltó.
Entraron en El Poderoso Quinn y Brendan encendió las luces.
– No pensaba que fueras pescador -dijo ella.
– No lo soy -replicó Brendan, llevándola hacia el camarote-. Pero mi padre sí lo era. Cuando se jubiló, yo empecé a vivir en su barco. Lo he ido arreglando poco a poco, y he cambiado algunas cosas para convertirlo en un sitio acogedor. Sobre todo para el verano.
Ella se frotó los brazos, cubiertos por la chaqueta de Brendan.
– También para el invierno -dijo ella, volviéndose hacia él.
Brendan contempló sus rasgos hasta reparar en una mancha roja en su mejilla. Estiró la mano para tocarla y, nada más hacerlo, se dio cuenta de que había cometido un error. Una intensa atracción, tan fuerte como una corriente eléctrica, atravesó todo su cuerpo en cuanto tocó su delicada piel.
– Te has dado un golpe -murmuró. Se miraron y ella puso una mano sobre la de él.
– ¿Sí?
Brendan asintió, conteniendo las ganas de besarla, a pesar de que el sentido común le decía que sería algo totalmente incorrecto. Hacía diez minutos que se habían conocido, como mucho. ¡Si ni siquiera sabía cómo se llamaba! Y aun así, allí estaba, sin poderse quitar de la cabeza que lo que más le apetecía era tomarla en sus brazos y saborear su boca. Brendan tragó saliva al darse cuenta de lo que estaba pasando en realidad.
¡Era como una profecía! La había sacado del bar y ahora seguramente se enamoraría de ella… como le había pasado a Conor y a Dylan. Pues bien, no iba a suceder nada parecido. Le gustaba su vida tal como era en esos momentos… libre y sin compromisos. Brendan apartó la mano.
– Te daré un poco de hielo -afirmó-. Tú siéntate, no tardaré nada.
Ella se sentó a la mesa y comenzó a jugar distraídamente con un bolígrafo que encontró. Él retiró a un lado el ordenador portátil y también un montón de folios escritos a mano que metió en una carpeta.
– Entonces, si no eres un pescador, ¿qué eres?
– Soy escritor -contestó Brendan, sacando hielo del frigorífico.
Lo envolvió en un trozo de tela y luego se sentó al lado de ella para ponérselo sobre la marca roja que tenía en la cara. Sin pensarlo, le retiró un mechón de pelo que le caía sobre los ojos y se lo puso detrás de la oreja. Después, se dio cuenta de la intimidad del gesto.
– Debería irme -dijo ella, separándose de él.
Al principio, pensó que la había asustado. Pero luego se fijó en el deseo que brillaba en sus ojos mientras lo miraba de arriba abajo. Brendan se preguntó qué habría pasado si la hubiera besado. ¿Se habría retirado o habría respondido?
La muchacha se quitó la chaqueta y la dejó en la mesa.
– La policía posiblemente se haya ido ya y trabajo por horas. La gente quiere beber y a mí me pagan por servirles.
Se volvió hacia la entrada, pero Brendan la agarró del brazo y le ofreció su chaqueta.
– Tómala. Hace frío.
Ella hizo un gesto negativo.
– No te preocupes -vaciló unos segundos y esbozó una breve sonrisa. La primera sonrisa desde que se habían conocido-. Gracias. Por la chaqueta y por acudir en mi ayuda.
Entonces desapareció en la fría noche de diciembre, volviendo a aquel mundo extraño al que no parecía pertenecer. Brendan estuvo a punto de seguirla para preguntarle cómo se llamaba y qué estaba haciendo en aquel bar. ¿Por qué estaría ella allí? ¿Sería novia de algún pescador? ¿Habría nacido en Gloucester? También le gustaría saber por qué sus ojos le recordaban al cielo de un día de primavera.
Brendan sacudió la cabeza. Ya había sido un error sacarla del bar, así que se daba cuenta de que salir en ese momento detrás de ella sería una estupidez aún mayor. Esa chica no entraba en sus planes. En realidad, debería sentirse feliz por haberse librado de ella tan fácilmente.
Pero lo cierto era que, mientras se hacía un café para ponerse a trabajar, no podía olvidarse de ella. A cada momento, volvía a ver su sonrisa inteligente y aquel brillo travieso en sus ojos. Recordaba el aire misterioso que parecía envolverla y el modo en que se sintió al tocarla, como si hubiera entre ellos una conexión extraña y magnética.
Movió la cabeza y trató de concentrarse en su trabajo. La muchacha se había ido y aquello era sin duda lo mejor. Aunque Conor y Dylan habían encontrado un amor sincero y duradero, Brendan era lo suficientemente pragmático como para saber que a él no le sucedería lo mismo. Su trabajo exigía libertad de movimientos y tenía que proteger esa libertad a toda costa.
Aunque eso significara alejarse de la mujer más intrigante que había conocido en su vida.
– ¡No puedes despedirme! No ha sido culpa mía.
Amelia Aldrich Sloane estaba en la puerta del Longliner, mirando hacia el segundo piso. El propietario del bar estaba en la ventana de su pequeña habitación y le tiró una bolsa con sus cosas, que cayó a sus pies con un ruido sordo.
– Te lo advertí la última vez -aseguró el hombre-. Una pelea más y a la calle. ¿Sabes el daño que eso nos causa?
– No es culpa mía.
– ¿Cómo que no?
– ¿Qué he hecho yo?
– Ser demasiado guapa -contestó él, disponiéndose a tirar su maleta por la ventana-. Eres como un bombón para esa panda de brutos. Los hombres no pueden contenerse cuando te ven y así empiezan las peleas. Y las peleas me cuestan mucho dinero, cariño. Mucho más de lo que vales como camarera.
– Pero necesito el trabajo -gritó Amy, corriendo por su maleta, que se abrió al golpear el suelo.
– He oído que hace falta gente en La Casa del Cangrejo.
Dicho lo cual, el hombre cerró la ventana y dejó a Amy en la silenciosa calle.
– Bueno, quería correr aventuras, ¿no? – dijo enfadada.
Eran más de las dos de la mañana y acababa de quedarse sin alojamiento y sin trabajo al mismo tiempo. Tenía que haberse imaginado algo al volver y notar que las demás camareras no querían hablar con ella. La policía había interrogado al propietario, y este, después de enterarse de toda la historia, había decidido prescindir de Amy.
Al principio, ella creyó que estaba de broma. Hasta que el hombre subió a su habitación y empezó a tirar sus cosas por la ventana. Ella había salido fuera corriendo para recoger sus cosas antes de que saliera algún cliente, ya camino de casa, y decidiera quedarse con algún recuerdo.
– ¿Y ahora qué hago?
El trabajo del Longliner había sido perfecto. Como trabajaba solo por las propinas, el dueño no le había pedido su carné de identidad, ni su número de la seguridad social.
Ella no había hechos muchos planes al irse de Boston. Lo único que buscaba era alejarse lo más posible de su pasado, de su autoritario padre y de su madre, preocupada únicamente por su vida social. Y sobre todo, había querido alejarse lo más posible de su prometido, el hombre que amaba más el dinero de los Aldrich que a ella por sí misma.
Su vida había sido programada desde su nacimiento, como hija única de Avery Aldrich Sloane y su bella mujer, Dinah. Y ella había cumplido ese programa durante la mayor parte de su vida. Pero, de repente, un día, justo una semana antes de su boda con Craig Atkinson Talbot, se había dado cuenta de que, si se quedaba, nunca llevaría una vida elegida por ella.
Llevaba fuera de casa casi seis meses, feliz de haber esquivado a los detectives que su padre había contratado. Había vivido en Salem, en Worcester y en Cambridge, eligiendo trabajos de camarera y pidiendo a viejos amigos que la dejaran dormir en sus sofás. Se imaginaba que podía continuar así otros seis meses y dar por terminada su vida de fugitiva. Entonces, la cuenta que su abuela había abierto para ella sería toda suya. El día que cumpliera veintiséis años, se convertiría en una mujer rica, lo que le daría la libertad suficiente para ir en pos de aventuras y disfrutar de las experiencias que nunca había tenido anteriormente.
Mientras ordenaba debidamente sus pertenencias sobre un banco frente al paseo marítimo comenzó a pensar en el verdadero valor del dinero. Ella siempre había rechazado la obsesión de sus padres por los asuntos económicos. Pero desde que tenía que vivir de lo que ganaba, se daba cuenta de lo necesario que era el dinero, aunque solo fuera una pequeña cantidad.
Ella se había criado en el lujo, pese a que siempre se había rebelado contra las decisiones de sus padres. Habría preferido estudiar en colegios públicos, pero fue obligada a asistir a una escuela privada. Sin embargo, cuando tuvo que matricularse en la universidad, después de muchas discusiones, consiguió que la dejaran entrar en la de Columbia, de Nueva York.
Fue allí donde conoció a su novio. Un hombre maravilloso de una familia rica de Boston, que había estudiado Derecho y pensaba abrir un bufete para gente sencilla. Cuando le presentó a su familia, sus padres se sintieron satisfechos por el nivel social y los contactos del muchacho, pero sus aspiraciones profesionales no les agradaron tanto. Era el hombre perfecto para que ella diera el siguiente paso contra sus padres.
Pero eso cambió enseguida cuando Craig cayó bajo el influjo del dinero de su padre. En pocos meses, su novio se puso a trabajar para el negocio de la familia. Unos meses antes de la boda, fue ascendido a un buen puesto con un sueldo estupendo. Fue en ese momento cuando Amy se dio cuenta de que Craig había dejado a un lado su sueño de trabajar para los necesitados. De manera que el hombre del que se había enamorado no era el mismo con el que se iba a casar.
Por eso se escapó. Una semana antes de la ceremonia, una noche, recogió sus cosas y se fue a la estación a tomar el último tren. Había sacado del banco todo su dinero, lo suficiente para vivir unos tres meses. Dinero que ya se le había acabado.
Amy se metió la mano en el bolsillo y sacó el puñado de billetes que le quedaban. Empezó a contar el dinero bajo la luz de la farola, preguntándose si tendría suficiente para alquilar una habitación donde pasar la noche. Entonces, oyó pasos y levantó la vista; escondió rápidamente el dinero en el bolsillo de la chaqueta. Enseguida, reconoció al hombre que se aproximaba, que no era otro que el que había empezado la pelea en el bar.
Era como si su héroe, de pelo negro y rasgos viriles, apareciera para rescatarla de nuevo. Amy tragó saliva y sintió un estremecimiento de deseo, que se negó a admitir. Era por el frío. Llevaba quince minutos en la calle y se había quedado fría, por eso se estremecía.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó al hombre, que se paró delante del banco.
– Quería dar un paseo para ordenar un poco las ideas. ¿Y tú? No deberías estar aquí sola. ¿Estás esperando a alguien para que te lleve a casa?
– Pues si te digo la verdad, aquella era mi casa -afirmó, señalando al Longliner-. Vivía encima del bar hasta hace quince minutos. Hasta que tú hiciste que me echaran del trabajo y de la habitación.
– ¿Yo?
– Lo que has oído. Por tu culpa, he perdido mi trabajo y mi habitación, sin mencionar dos comidas al día. Ya te dije que yo podría hacerme cargo de aquel hombre.
– ¡Pero te estaba manoseando! Amy se echó a reír.
– No vas mucho por el Longliner, ¿verdad? Eso es lo normal. Además, te tocan un poco aquí y otro poco allá, y eso hace que luego te den más propina. Además, conozco cuáles son mis límites.
– El dueño no tenía que haberte echado
– dijo Brendan, moviendo la cabeza-. Esa pelea no fue culpa tuya. Deja que hable con él. Yo…
– Era la tercera pelea que se organizaba por mi culpa. Me imagino que el hombre estaba un poco harto de tener que pagar los vasos y las mesas rotas.
Brendan se sentó a su lado.
– ¿No tienes familia o amigos a quien llamar?
Amy negó con la cabeza, conmovida por su expresión preocupada.
– No. Mi familia vive en la costa oeste – mintió-. Además, no tenemos mucha relación. Y como no llevo mucho tiempo aquí, no tengo amigos todavía.
– ¿Entonces dónde vas a ir?
– No lo sé. Ya se me ocurrirá algo.
– Me imagino que no tendrás dinero para pagar una habitación en un motel, ¿no?
La muchacha notó preocupación y remordimiento en la voz de él. El pobre creía de verdad que la habían echado por su culpa, cuando ella sabía que no era así en realidad. Se metió las manos en el bolsillo y sacó el dinero que había conseguido con las propinas, apenas treinta dólares.
– Es culpa tuya, lo sabes. Yo me estaba haciendo cargo de la situación. Si no te hubieras metido, no habría pasado nada. Pero me sacaste de ahí y todo se lió.
– Pero si no te hubiera sacado, te habrían hecho daño.
– Eso no podemos saberlo.
Se quedaron en el banco un rato largo, mirando hacia el puerto. Con cada respiración, se formaba una nube blanca delante de sus caras. Hasta que Brendan se levantó y agarró en una mano la bolsa y en otra la maleta.
– Ven, vamos.
Amy se levantó y le quitó la maleta.
– ¿Dónde vamos?
– Puedes dormir en mi barco. Hay otra habitación para la tripulación. Es limpia y caliente. Puedes pasar allí la noche y ya buscaras mañana trabajo y otra habitación.
Amy soltó un suspiro, completamente sorprendida por su ofrecimiento.
Ella había creído que lo que haría él sería darle unos cuantos dólares para pagarse una habitación.
– ¿Pasar la noche contigo? ¡Si ni siquiera sé cómo te llamas! ¿Cómo sé, además, que no eres un psicópata?
– Yo también estoy suponiendo que tú no lo eres.
– ¿Cómo te llamas?
– Brendan Quinn. ¿Y tú?
– Amy Aldrich -lo miró un rato en silencio-. Brendan Quinn. Me imagino que no parece el nombre de un asesino.
– Ya te lo he dicho. Soy escritor. La muchacha se acercó, lo agarró de la barbilla y movió su cara para que le diera la luz de la farola.
– Tienes cara de buena persona. Soy muy intuitiva y sé que estaré a salvo contigo.
– Te prometo que será así. Y me alegro de conocerte, Amy Aldrich.
Comenzaron a caminar hacia el muelle. Amy miraba a Brendan de vez en cuando. Era muy guapo. Se había fijado en él nada más verlo entrar en el bar. Llevaba el pelo más largo de lo normal y tenía barba de un día. Pero a ella le habían llamado la atención sus ojos. Eran una mezcla extraña de verde y dorado, verdaderamente raros.
Cuando llegaron al barco, Brendan tiró el equipaje a la cubierta y luego ayudó a Amy a subir. Ella, una vez a bordo, agarró la maleta y fue hacia el camarote. Al entrar, dio un suspiro de alivio. Aunque sería un lugar extraño para dormir, sabía que allí estaría a salvo. Y no solo eso, pensó que sería un lugar ideal para vivir unos meses.
– ¿Te apetece algo de comer? -le preguntó Brendan.
Amy asintió y miró a su alrededor, tratando de averiguar algo sobre la vida de aquel hombre. Desde luego, vivía cómodamente. Aunque el interior del camarote no era lujoso, sí era muy cómodo. Y muy ordenado. Las estanterías llenas de libros y el portátil demostraban que era escritor.
– ¿Dónde dormiré yo? -preguntó.
– En la primera puerta de la derecha según sales al pasillo. Hay una litera vacía.
– ¿Dónde está la proa?
– ¿Sabes algo sobre barcos? -preguntó Brendan.
Amy se encogió de hombros mientras iba hacia donde él había señalado.
– Mi padre tenía una pequeña embarcación.
En realidad, su padre tenía una embarcación enorme. Un yate en el que su madre se pasaba los veranos viajando por el Mediterráneo mientras su padre se quedaba en Boston. Tiró sus cosas sobre una de las camas inferiores y luego buscó ropa limpia en una de las bolsas. La que llevaba olía a tabaco y alcohol.
Salió del cuarto de baño después de haberse cambiado de ropa y refrescado la cara. Entonces se encontró con que Brendan la estaba esperando sentado a la mesa. Ella se sentó a su lado y se tomó un vaso de leche que Brendan le había servido.
– Te agradezco mucho todo esto -dijo, bebiendo un sorbo de leche y pasándose la lengua por los labios para limpiárselos.
– Es un placer -contestó él, mirándola fijamente a los labios.
Para distraerlo, Amy dio un mordisco al sandwich de jamón que también Brendan le había preparado.
Estaba tan acostumbrada a comer comida barata, que un simple sandwich de jamón le sabía a gloria.
– ¿Por qué te metiste en medio? Había un montón de hombres y tú fuiste el único que acudió en mi ayuda. ¿Por qué?
– No lo sé. Pensé que necesitabas que alguien te ayudara.
– Y ahora, ¿por qué me estás ayudando otra vez?
– Quizá porque, cuando era pequeño, mi padre nos contaba a mis hermanos y a mí historias sobre nuestros antepasados. Eran héroes. Caballeros valientes y fuertes.
Amy sonrió y se acercó para darle un beso breve en la mejilla.
– Me alegro de que fuera así -después de agarrar su sandwich y su vaso de leche, se levantó de la mesa-. Hasta mañana.
Cuando llegó al camarote, cerró la puerta y se apoyó en ella. Luego sonrió y dio otro mordisco al sandwich. Era bonito tener un héroe que cuidara de ella. Alguien a quien le importara más su seguridad que su dinero. Pero, ¿hasta dónde estaría dispuesto a llegar aquel desconocido para ayudarla?
Amy dio un suspiro, pensando que en realidad había una pregunta más importante que esa. ¿Cuánto tiempo podría resistirse a su guapo y encantador protector?