– Sonríe.
Lana abrazó por la cintura a Meggie y sonrió a la cámara. Meggie levantó una taza de café del Cuppa Joe's hacia Kristine mientras esta les hacía la foto.
– Solo una más -dijo Kristine-. Meggie, tienes que sonreír más. Es un día muy especial.
Era cierto. Lana y ella llevaban esperando ese día desde que habían terminado la carrera. Al fin iban a inaugurar su propio negocio. Pero Meggie sentía que le faltaba algo. Y ese algo seguro que era Dylan.
Era el día más importante de su carrera profesional y le hubiera gustado compartirlo con Dylan. Desde que acudió por lo del incendio de la papelera, no había vuelto a saber de él. Había llegado a pensar en telefonearle, pero luego había decidido que era a él a quien le correspondía hacer el siguiente movimiento.
Lana se había pasado los últimos día tratando de animarla. Le había llevado donuts para desayunar, la había invitado a una deliciosa hamburguesa para comer, la había llevado una noche a que le hicieran la manicura… Y ella, a cambio, le había prometido que el día de la inauguración sería el último que pensaría en Dylan Quinn. Tenía que dejar de acordarse de los momentos de pasión que había vivido con él.
– Aleja un poco más la taza -le pidió Kristine, tirándole otra foto.
Habían contratado a ocho empleados, entre ellos a Kristine y, como era la que tenía más experiencia, iba a ser la encargada. Su novio era músico y había prometido que las ayudaría a conseguir cantantes cuando el negocio estuviera en marcha.
– Y ahora, creo que estaría bien una foto de las dos con el cartel.
Meggie y Lana entraron en la cafetería y salieron al rato con el cartel que pondrían en la acera para atraer clientes.
Después de que Kristine les hiciera otra foto, Lana consultó su reloj.
– Creo que ya es la hora.
– Bueno -dijo Meggie, contagiada por la alegría de su socia-, pues aquí está. Para esto hemos estado ahorrando tanto tiempo -un pequeño escalofrío le recorrió la espalda-. La verdad es que estoy un poco asustada.
Entraron en la tienda una del brazo de la otra y encendieron las luces de neón en forma de taza que adornaban la cristalera principal. Después, se metieron tras la barra y esperaron a que entrara el primer cliente.
Pasó una hora antes de que entrara un hombre, que llevaba un enorme paquete. Meggie se acercó a él sonriendo mientras Kristine se disponía a hacerle la foto como primer cliente.
– Bienvenido al Cuppa Joe's -dijo Meggie-. ¿En qué puedo atenderle?
– Solo firme aquí -dijo el hombre, acercándole una hoja-. Traigo un paquete para Meggie Flanagan. ¿Es usted?
Habían estado llegando regalos durante toda la semana. Les habían mandado plantas de adorno y varias placas de felicitación de diferentes asociaciones. Meggie agarró la caja y la puso encima de la barra. No llevaba remite y estaba envuelta con un papel marrón sencillo, y atada con una cuerda. Rasgó el envoltorio, abrió la tapa y quitó el papel de seda que cubría el regalo.
Dentro había un sobre y un vestido de color rosa satinado. Lo sacó de la caja y vio que era un vestido de fiesta.
– ¿Qué demonios es esto? -le preguntó Lana.
– No estoy segura -contestó Meggie-, pero parece… -se detuvo-. ¡Oh, Dios, no puede ser!
– ¿Qué pasa?
– Este vestido es el que llevé a la fiesta del instituto, cuando pensé que Dylan iba a acompañarme -le dio la vuelta y comprobó que el lazo de la espalda seguía donde había estado años atrás-. Es exactamente el mismo vestido. ¿De dónde habrá salido? Recuerdo que lo tenía guardado en un armario en casa de mis padres.
Meggie vio que en la caja había también un par de zapatos horribles, también de color rosa.
– No puedo creer que me pusiera esto.
– ¿Y para qué te habrá enviado tu madre todo esto?
– No sé.
Meggie abrió el sobre y vio que se trataba de una invitación escrita a mano.
– «El instituto de South Boston organiza esta noche una fiesta en el gimnasio. Queda usted formalmente invitada. Una limusina pasará a recogerla a las ocho de la tarde» -leyó en voz alta.
Lana le quitó la invitación y volvió a leerla.
– Es él -dijo, sonriendo.
– ¿Dylan? ¿Y por qué haría algo así? ¿Es una broma o qué?
– No, es un gesto romántico -le explicó Lana-. Quiere hacerte revivir aquella noche, pero esta vez sí será tu acompañante.
– Pero, ¿por qué?
– Seguramente porque te quiere -comentó Kristine-. Los hombres solo hacen este tipo de cosas cuando están enamorados.
Lana y Meggie miraron a su encargada. Meggie, al oírselo decir a ella, que era una observadora imparcial, empezó a creer que podía ser verdad.
– Pero no puedo ir -protestó-. Hoy es la inauguración de la cafetería.
– Por supuesto que puedes ir -aseguró Lana-. Durante los primeros días no habrá mucho trabajo y, además, esto es más importante que el Cuppa Joe's.
Meggie se quedó mirando el vestido y pensó en todas las molestias que debía de haberse tomado Dylan para darle aquella sorpresa. Habría ido a ver a su madre para que le diera el vestido y habría alquilado el gimnasio del instituto. Luego, estaba lo de la limusina. Dio un suspiro y reconoció para sí que Lana estaba en lo cierto. Era un gesto muy romántico.
– Está bien, supongo que tendré que ir -dijo finalmente.
– Pruébate el vestido -le propuso Lana-. Me gustaría ver cómo te queda.
– Seguro que no me queda bien. Por aquella época parecía un esqueleto.
– Anda, pruébatelo -le insistió su socia, agarrándola por un brazo y llevándola al despacho-. Y si no te está bien, conozco a una costurera que podría arreglártelo.
Meggie entró en el despacho y cerró la puerta. Se quitó el uniforme del Cuppa Joe's y se puso el traje. Para su sorpresa, le quedaba bien. Pero al mirarse por detrás y ver el lazo, frunció el ceño.
– Está bien. Llevaré el vestido, pero lo que no estoy dispuesta es a ir con este lazo.
Agarró unas tijeras que había en un cajón del escritorio y salió del despacho.
Lana y Kristine la miraron fijamente en silencio. Meggie se miró de nuevo al espejo y pensó que, salvo el color y el lazo, no le quedaba nada mal.
– Ya lo sé. Parezco una de esas bolas de algodón dulce.
– Nada de eso -aseguró Lana-. De hecho, te está muy bien. Seguro que te sienta mejor ahora que cuando eras una adolescente. Entonces no debías llenarlo como ahora.
Meggie se fijó en el generoso escote que quedaba a la vista.
– Tengo unos pendientes de diamantes de imitación y una gargantilla en casa -dijo Kristine-. Puedo ir por ellos a la hora de comer.
– Y también necesitarás unos guantes – añadió Lana-. De esos largos tan sensuales.
– ¿Y por qué no también una tiara? -dijo Meggie-. Así pareceré una idiota integral.
– ¿Meggie?
Todas se volvieron hacia la puerta, comprobando que la voz era la de Olivia Farrell.
– ¡Olivia! -gritó Meggie, echando a correr en dirección a ella-. Me alegro de verte. ¿Qué te parece? -le preguntó, haciendo un gesto hacia el vestido.
– Es maravilloso -dijo Olivia-. Totalmente retro. Si llegas a decirme que ibas a vestirte así, podría haberte traído varios complementos que parecen de lo años cincuenta. De todas maneras, me resulta raro verte así vestida.
– Bueno, creo que es cosa de Dylan. Me parece que quiere recrear aquella fiesta de instituto a la que se suponía que debía llevarme.
– ¡Así que era eso lo que estaba tramando! -exclamó Olivia, sonriendo.
– ¿Qué?
– Últimamente no paraba de hacerme extrañas preguntas. Ayer mismo estuvo en la tienda buscando… -Olivia no terminó la frase-. No, no debo decírtelo. Seguro que quiere darte una sorpresa.
Dylan, ya frente al Cuppa Joe's, consultó su reloj.
– Las ocho menos cuarto -murmuró. De pronto, se preguntó si no habría cometido un error. Quizá debería haber solicitado respuesta al entregar la invitación. Así sabría con seguridad si Meggie pensaba acudir a la cita o no. Porque lo cierto era que todo aquello era bastante ridículo. Aunque, por otra parte, sabía que a las mujeres les gustaba que los hombres enamorados hicieran tonterías por ellas.
Debía de haber sido por ese mismo motivo por lo que había escogido el esmoquin más pasado de moda que había encontrado. Era de un horroroso color rojo oscuro, con unas cintas de terciopelo en las solapas.
Se acercó al chofer, que estaba de pie junto a la limusina.
– Volveré en seguida.
Se arregló la pajarita y se dirigió a la cafetería. Dentro había bastantes clientes, que se volvieron hacia él extrañados. Dylan se alegraba de que el negocio de Meggie empezara así de bien, pero al mismo tiempo se sentía incómodo por su aspecto.
Lana estaba de pie junto a la barra, mirándolo con una enorme sonrisa en los latebios.
– Tienes aspecto de… idiota -dijo, yendo hacia él y dándole un abrazo-. Espero que Meggie sepa apreciar todo esto. Porque supongo que lo estarás haciendo por ella. ¿O es simplemente que tienes muy mal gusto para la ropa?
– Bueno, es más bien lo primero.
– Espera un momento, que voy a buscarla. Está escondida en el despacho.
– No, déjame ir a mí.
Dylan fue hasta el despacho y llamó a la puerta.
– ¿Ya ha llegado la limusina? -se oyó preguntar a Meggie.
Dylan no contestó nada, pero a los pocos segundos la puerta se abrió y apareció Meggie con el vestido rosa que él había pedido a su madre.
– Hola… Estás preciosa.
– Tú también estás muy guapo -contestó ella, sonriendo.
– ¿Estás lista?
Meggie asintió y él le ofreció el brazo. Fueron hacia la puerta bajo la mirada de todos los clientes, que rompieron a aplaudir cuando llegaron a la puerta. Entonces Meggie se volvió e hizo una reverencia.
Seguidamente fueron hasta la limusina y se sentaron atrás.
– Me sorprendió mucho tu invitación. Después de nuestro último encuentro pensé que…
Él puso un dedo sobre sus labios y contuvo el deseo de besarla apasionadamente.
– Nada de eso ha ocurrido todavía. Nuestra relación empieza en este preciso instante. Esta noche es como debería haber sido aquella noche, hace trece años -le dio una caja-. Ten, esto es para ti.
– Has pensado en todo, ¿verdad? -comentó ella al ver que era un ramo de flores.
El aroma de las gardenias impregnó el aire de la limusina.
– Pues te aseguro que es una experiencia nueva para mí -comentó él-. Esta es la primera vez que llevo a alguien a un baile de instituto.
– ¿De veras? Dylan asintió.
– Hasta ahora no había podido permitírmelo, pero ahora tengo un trabajo muy bien pagado -dijo, agarrando la botella de champán que había en una cubitera y sirviendo dos copas.
Después de beber un trago de champán, sintió que empezaba a relajarse. Y es que aquella cita y los preparativos le habían hecho sentirse como un adolescente inseguro y nervioso. Había estado preguntándose continuamente si saldría bien y si aquello les permitiría empezar de nuevo.
Se volvió hacia Meggie, que lo estaba mirando en silencio. Había preparado toda aquella velada romántica para ella, pero en esos momentos lo único que le apetecía era besarla. Sin embargo, sabía que no podía hacerlo hasta después de…
– Quería esperar un poco más para hacer esto -empezó, buscando algo en el bolsillo de la chaqueta-, pero no puedo. Toma, esto es para ti -añadió, mostrándole un anillo con la insignia del instituto South Boston.
– ¡Tu anillo del instituto!
– Sí, quiero dártelo para formalizar nuestra relación.
– ¿Para formalizarla?
– Sí, y espero que me digas que sí, porque no sabes lo que me ha costado encontrarlo. Tuve que revolver toda la casa de mi padre hasta que finalmente lo encontré en el desván.
– Pero, ¿qué quieres decir exactamente con formalizar nuestra relación?
– Te estoy pidiendo que salgas conmigo. Meggie se puso el anillo mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
– Eso suena bien. Pero creo que este anillo me está un poco grande -añadió, soltando una risita.
– Entonces tendré que darte otro que te quede mejor -comentó él, mostrándole otro anillo.
Meggie se quedó mirándolo con los ojos abiertos de par en par, incapaz decir nada. Una lágrima comenzó a correr por su mejilla. Dylan se la secó con el pulgar y luego le agarró el rostro entre las manos.
– Sé que es un poco pronto. De hecho, solo llevamos saliendo un minuto o dos, pero creo que este anillo te quedara mucho mejor que el otro.
– ¿Estás intentando…? -Meggie no acabó la frase-. Pero si hace muy poco que nos conocemos… Bueno, hace dieciséis años que nos conocemos, pero íntimamente hace solo unas pocas semanas.
Dylan le puso el anillo en la mano con un gesto tierno.
– Cuando decidas que estás lista, dímelo, y te lo pondré en el dedo.
Meggie asintió y luego se llevó la mano con el anillo al pecho mientras miraba a Dylan en silencio.
– Te quiero, Meggie -dijo Dylan, contemplando los labios de ella-. Ya te lo dije una vez, pero no fue en las circunstancias más adecuadas. Creo que he estado toda la vida esperándote y quiero pasar el resto de mi vida a tu lado.
Meggie trató de contener el llanto.
– Siempre había soñado con este momento, pero nunca había imaginado que sería tan… perfecto -dijo, acariciándole la mejilla-. Te quiero, Dylan. Y ya no es el amor de una adolescente, sino el de toda una mujer.
Dylan se inclinó hacia ella y la besó. Al principio, fue un beso leve, pero luego se fue haciendo más apasionado. Dylan se sintió el hombre más afortunado del mundo mientras se separaba de ella para mirarla a los ojos.
– O sea, que mi plan ha funcionado, ¿no?
– ¿Tu plan?
– Sí, he estado preparando concienzudamente todos los detalles de esta noche – aseguró él justo en el momento en que la limusina aparcaba frente a la puerta del instituto-. Y aún hay más.
El chofer les abrió la puerta y Dylan bajó el primero. Luego, ayudó a bajar a Meggie y se acercaron a la entrada del instituto, donde los esperaba el conserje.
– No había vuelto a estar aquí desde entonces -comentó ella en medio del vestíbulo tenuemente iluminado-. Pero el olor del instituto me sigue resultando familiar.
Dylan la condujo hasta el gimnasio, en el centro del cual había una mesa lista para cenar. Desde un altavoz, salía una música suave. De pronto, Dylan encendió un interruptor en la pared y el techo se llenó de pequeñas luces, que parpadeaban como si fueran estrellas.
– ¿Cómo has hecho esto?
– Es un secreto -respondió Dylan.
Lo cierto era que habían sido sus compañeros quienes lo habían ayudado a poner esas luces.
– Y ahora, ¿quieres bailar conmigo, Meggie Flanagan?
Meggie se volvió y lo abrazó. Luego, lo besó en los labios.
– Puedes bailar conmigo hoy y siempre que quieras -dijo ella, separándose.
Él contempló sus ojos. Entonces se dijo que los cuentos de los Quinn eran mentira. Que sí que era posible encontrar el amor. Y él lo había hallado con Meggie.
La pequeña iglesia de piedra estaba iluminada por cientos de velas, que daban un aire mágico a la ceremonia. Meggie estaba sentada junto a Dylan en uno de los viejos bancos de madera y ambos, de la mano, escuchaban las palabras del sacerdote. Estaba tan emocionada como debían estarlo Conor y Olivia.
Solo la familia y los amigos más cercanos habían acudido a la boda, que se estaba celebrando un viernes por la tarde en la costa de Maine. La iglesia estaba todavía decorada con los adornos del Día de Acción de Gracias y Olivia había añadido algunos ramos de flores.
Habían llegado todos por la mañana. Meggie, Dylan, Brendan, Sean, Brian y Liam. Incluso Seamus había asistido, pese a que hasta el último momento había intentado convencer a Conor de que estaba cometiendo un gran error. Por la noche, se hospedarían todos en una posada con vistas al Atlántico.
La ceremonia estaba siendo tan sofisticada y elegante, como había esperado de su futura cuñada. Olivia llevaba un traje de novia impresionante que remarcaba su perfecta figura. Y Conor, al igual que sus hermanos, estaba guapísimo con su esmoquin. Eso la hizo recordar la noche en que Dylan le había pedido que se casara con él.
Ella, desde entonces, llevaba siempre encima el anillo que le había dado, en espera del momento adecuado para aceptar su proposición de matrimonio. Seguramente sería aquella noche, después de la ceremonia, cuando se retiraran a la habitación.
Justo en ese momento se volvió hacia él y vio sus ojos llenos de amor. De pronto fue como si las palabras que estaba diciendo el sacerdote no fueran dirigidas a Conor y Meggie, sino a ellos. Dylan se llevó su mano a los labios y se la besó. Entonces ella decidió que el momento había llegado. Apartó la mano de él, sacó el anillo de su bolso y se lo dio sin decir nada.
Ambos se quedaron mirando un rato el diamante que centelleaba en el anillo. Finalmente, Dylan lo agarró y se lo puso sobre la punta del dedo. Luego levantó la vista hacia ella y la miró fijamente a los ojos; Ella asintió con los ojos llenos de lágrimas. Sí, aceptaba casarse con él y prometía amarlo siempre.
Mientras Dylan empujaba el anillo a lo largo de su dedo, el sacerdote declaró a Conor y Olivia marido y mujer. Cuando los recién casados se besaron, solo había dos personas en toda la iglesia que no tenían clavada la mirada en ellos. Dylan y Meggie estaban absortos el uno en el otro. Solo les importaba lo mucho que se amaban.