Prólogo

La nieve del invierno se había derretido ya. Desde el Atlántico, soplaba un viento húmedo y salado que envolvía la parte sur de Boston y la calle Kilgore Street. Dylan Quinn subió un poco más al árbol, abriéndose camino entre las ramas, que ya empezaban a llenarse de flores. Esas ramas apenas podrían sostener el peso de una ardilla y mucho menos el del chaval de once años. Pero Dylan solo pensaba que, si pudiera subir un poco más, podría ver el océano. Su padre volvía ese día a casa tras haber estado casi tres meses fuera.

El invierno siempre era un tiempo difícil para los seis chicos de la familia Quinn. Cuando el viento se volvía demasiado fuerte y frío en el Atlántico Norte, los peces espada se desplazaban al sur, buscando aguas más cálidas. Y, al igual que los demás pescadores, El Poderoso Quinn, la barca de su padre, seguía a los peces allá donde fueran. La llegada del invierno iba acompañada para Dylan del temor de que a su padre se le olvidara mandarles dinero. Y también se preguntaba si Conor sería capaz de mantener a la familia unida y alejada de los asistentes sociales.

– ¿Puedes verlo?

Dylan miró hacia abajo para contestar a su hermano Brendan, que lo esperaba al pie del árbol. Llevaba un abrigo lleno de rotos y una gorra de lana de su padre. Al hablar, su aliento rodeó su cabeza en medio del aire helado. Como todos los Quinn, tenía el pelo prácticamente negro y los ojos de un color entre dorado y verde. Eran unos ojos tan extraños, que le llamaban la atención a todo el mundo.

– Vete -le gritó Dylan.

Porque aunque Brendan y él eran más o menos de la misma edad, a Dylan últimamente le fastidiaba la presencia constante de su hermano. Después de todo, tenía once y Brendan solo diez. Su hermano pequeño no tenía por qué seguirlo a todas partes.

Tú tenías que estar cuidando a Liam y los gemelos -protestó Brendan-. Si Conor viene y te encuentra aquí, te va a matar.

Su hermano mayor, Conor, los había dejado a los dos encargados de todo mientras él se iba a hacer la compra al mercado. Ya apenas les quedaba dinero y, si el padre no llegaba ese día, Conor se vería obligado a birlar cualquier cosa de la tienda para la comida del fin de semana. A diario, desayunaban y comían en la escuela, así que no había problema. Pero los fines de semana eran más complicados.

– ¡Calla la boca, gusano! -gritó Dylan con el estómago revuelto por el hambre.

Odiaba la sensación de tener hambre y, cuando se hacía demasiado fuerte, trataba de pensar en el futuro. Le gustaba imaginarse cómo sería de mayor. Entonces tendría control sobre su propia vida y de lo primero que se ocuparía sería de tener los armarios de la cocina llenos de comida.

Al ver el dolor en los ojos de Brendan, se arrepintió de sus palabras. Siempre habían sido muy amigos, pero últimamente algo en su interior había cambiado. Sentía la necesidad de alejarse de él, de rebelarse contra todo. Quizá habría sido diferente si su madre se hubiera quedado. En ese caso, puede que vivieran en una casa acogedora, con ropa nueva y comida en la mesa todas las noches. Pero los sueños se terminaron seis años antes cuando Fiona Quinn se había ido de la casa de la calle Kilgore Street para no volver jamás.

Todavía había huellas de ella en la casa. En las cortinas de encaje que en ese momento colgaban sin gracia delante de la ventana de la cocina y en las alfombras que había llevado desde la casa de Irlanda. Dylan no recordaba casi nada de Irlanda, de donde habían partido cuando él tenía cuatro años. Pero su padre, Seamus, seguía hablando de su tierra natal a menudo.

Dylan se tumbaba a veces en la cama, cerraba los ojos y trataba de recordar el pelo oscuro y el precioso rostro de su madre. Pero la imagen era siempre vaga y ambigua. Lo que sí recordaba era su voz, el acento irlandés con que pronunciaba cada palabra. Dylan quería sentirse seguro de nuevo, pero sabía que ella era la única persona que podía conseguir eso. Y se había ido… para siempre.

– Si te caes del árbol y te rompes la pierna, las brujas de los servicios sociales vendrán por nosotros -le aseguró Brendan.

Dylan maldijo entre dientes y se bajó del árbol. Normalmente, Conor era el sensato y Brendan el que daba problemas.

Dylan dio un salto y aterrizó al lado de Brendan. Luego, dando un grito, agarró a su hermano por detrás y lo inmovilizó.

– No necesito tus consejos.

Lo soltó enseguida y ambos echaron a correr hacia la casa. Cuando entraron, se quitaron las botas llenas de barro y los abrigos. En comparación con el frío de fuera, la casa parecía casi caliente, pero Dylan sabía que a los pocos minutos el frío comenzaría a meterse en sus huesos y tendría que ponerse de nuevo el abrigo.

Fue hacia el salón, donde Conor había acondicionado un pequeño rincón con mantas y almohadas, cerca de la chimenea. Los seis dormían allí, juntos, durante casi todo el invierno. Dylan llegó al rincón y dio una patada al jersey de Sean.

– No dejes tus cosas aquí -gritó-. ¡Cuántas veces tengo que decírtelo! Puede saltar una chispa de la chimenea y saldremos todos ardiendo.

Dylan se sentó en el centro de la habitación y agarró el oso de peluche de Liam. Hizo como que bailaba con él delante de su hermano pequeño. Brendan sacó una baraja y comenzó a repartir cartas a los gemelos, Sean y Brian, y a él mismo. A pesar de que eran casi las cinco, nadie había mencionado que se acercaba la hora de la cena. Era mejor no pensar en ella y rezar para que su padre llegara pronto con los bolsillos repletos de dinero.

De pronto, la puerta de la entrada se abrió y todos se volvieron con la esperanza de que fuera Seamus Quinn. Pero fue Conor el que entró, con una sola bolsa de comida en la mano. Aunque el chaval tenía solo trece años, para Dylan era ya un hombre. Alto y fuerte, ganaba a todos los chicos de su edad e incluso a los mayores en cualquier deporte. Y pasara lo que pasara, Conor siempre estaba allí con ellos, silencioso, pero protegiéndolos.

El muchacho los miró, sonriendo.

– Papá llegará pronto y he traído la cena -sacó algo de la bolsa-. Espaguetis y palitos de pescado. Dylan, ¿por qué no les cuentas un cuento mientras yo lo caliento?

– Sí, sí -gritó Brian-. Cuéntanos un cuento de El Poderoso Quinn.

– Que lo cuente Brendan, lo hace mejor que yo.

– No, te toca a ti -protestó Conor-. Tú lo haces igual de bien que él.

Refunfuñando, Dylan se sentó en el suelo.

Los gemelos se acercaron y Liam se sentó en su regazo y lo miró con los ojos muy abiertos. Los cuentos de Conor tenían elementos sobrenaturales: duendes, trolls, gnomos y hadas. Los de Brendan sucedían en lugares lejanos y reinos mágicos. Los de Dylan contaban las hazañas de hombres nobles que robaban a los ricos para dárselo a los pobres o de valientes caballeros que rescataban doncellas.

A todos los hermanos les había tocado contar cuentos a sus hermanos pequeños. Lo habían heredado del padre. Seamus Quinn siempre estaba listo para contar alguna historia especial de los legendarios Quinn, sus antepasados, que tenían una sola regla: no sucumbir al amor de ninguna mujer. Porque Seamus creía que, si uno de los Quinn entregara su corazón a una dama, su fuerza lo abandonaría y se convertiría en una persona débil.

– Os voy a contar la historia de Odran Quinn y cómo luchó contra un gigante por salvar la vida de una bella princesa -comenzó Dylan.

Brendan se tumbó boca abajo, dispuesto a escuchar la historia. Su padre les había contado el cuento en numerosas ocasiones y Dylan sabía que si se equivocaba, lo corregirían enseguida.

Ya sabéis la historia de cómo Finn envió a su hijo Odran Quinn a servir al gran rey de Tiranog. Odran era muy valiente y leal, de manera que el rey quería que viviera en su reino y lo ayudara a gobernar. Tiranog era un paraíso bajo el mar, donde los árboles estaban repletos de frutas y donde abundaban el vino y la comida. El rey envió a su hija más guapa, la princesa Nevé, a convencer a Odran de que fuera a verlo. Por supuesto, Odran no se enamoró de Nevé, pero decidió acompañarla para conocer Tiranog.

– Así no es -gritó Conor desde la cocina.

– Sí que se enamoró de la princesa Nevé. Ella era muy guapa y tenía una dote de oro y plata -añadió Brendan.

– Bueno, quizá le gustara un poco, pero no se enamoró de ella -replicó Dylan.

– Le dijo a su padre que era la mujer más guapa que había visto en su vida -añadió Brendan.

– ¿Quién está contando la historia, tú o yo?

– Tú -contestó Liam.

– Así que Odran dejó con mucho dolor a su padre y se fue con la princesa Nevé. Atravesaron muchos países y, cuando llegaron al mar, sus caballos cabalgaron por encima de las olas. Luego el mar se separó en dos y Odran Quinn se encontró en un maravilloso reino, lleno de sol, flores y castillos.

– ¿Cuándo viene la parte del gigante? – quiso saber Liam.

Dylan le dio un beso.

– Muy pronto. Cuando iban hacia el castillo del padre de Nevé, se encontraron con una fortaleza. Odran le preguntó a Nevé quién vivía en ella y Nevé le contestó: aquí vive una doncella. Fue capturada por un gigante, que la tiene prisionera, porque no quiere casarse con él. Dylan se detuvo y miró hacia la fortaleza. Entonces vio a la doncella en la ventana de la torre más alta. Le brillaba una lágrima en la mejilla y Odran decidió que debía salvarla.

Esa era la parte que más le gustaba a Dylan, porque cuando la contaba, se imaginaba a su madre sentada en la ventana. La veía con un precioso vestido, nuevo y limpio, y llevaba recogido su pelo oscuro en una trenza. De su cuello, colgaba un collar de esmeraldas, rubíes y zafiros. En realidad, su madre había tenido un colgante así y él recordaba que siempre lo tocaba cuando estaba preocupada.

– El nombre del gigante era Fomor -lo interrumpió Sean-. Te has olvidado.

La imagen de la madre desapareció y Dylan miró de nuevo a sus hermanos.

El gigante era tan alto como dos casas y sus piernas parecían dos robles -continuó-. Tenía una espada tan afilada como una hoja de afeitar.

– ¡Háblanos de su pelo! -le suplicó Brian.

Dylan bajó la voz y se acercó a él.

– Era largo y negro, y estaba lleno de arañas y monstruos. La barba era muy rizada y le llegaba al suelo -los ojos de sus hermanos se abrieron horrorizados-. Y tenía la tripa enorme, porque cada día se comía tres niños o más. Con huesos y todo -cuando los hermanos estuvieron suficientemente asustados, Dylan se incorporó de nuevo-. Lucharon durante muchos días. El gigante utilizaba su fuerza y Odran, su inteligencia. Al décimo día, Odran le dio un golpe mortal con su espada y el gigante cayó al suelo. La tierra tembló a muchos kilómetros y el gigante se quedó duro y frío como una piedra.

Sean aplaudió.

– ¡Y luego le cortó la cabeza!

– Entonces, escaló la fortaleza y rescató a la prisionera -añadió Brian.

– Eso mismo -continuó Dylan. Y luego…

La puerta de la entrada se abrió y todos se volvieron. Era Seamus Quinn.

– ¿Dónde están mis niños?

Entre gritos de júbilo, Brian, Liam y Sean se levantaron y corrieron hacia él, olvidándose del cuento de Odran y Fomor. Brendan y Dylan se miraron y dieron un suspiro de alivio y resignación. Aunque se alegraban de verlo, era evidente que Seamus se había parado a tomar una pinta de cerveza antes de llegar a casa. Aunque, por lo menos, había llegado.

– En todos tus cuentos, hay siempre un rescate -comentó Brendan.

– No es verdad -replicó Dylan, encogiéndose de hombros.

Pero sabía que sí lo era.

Porque cada vez que contaba un cuento, él se imaginaba a sí mismo como el caballero que arriesgaba su vida para salvar a los demás y luego ser ensalzado como un héroe. La princesa a la que había que rescatar siempre se parecía a su madre. Dylan se puso en pie para dar un beso a su padre. Algún día, él sería un héroe. Algún día, cuando fuera mayor, viajaría para rescatar a los que tuvieran problemas.

Y quizá, a pesar de las advertencias de su padre, habría una maravillosa damisela que se lo agradecería, amándolo para siempre.

Загрузка...