Meggie abrió la puerta de su apartamento, situado en el sur de la ciudad, y entró rápidamente. Lana entró detrás de ella, gruñendo y quejándose.
– Todavía no sé para qué me necesitas. Nos quedan un montón de cosas por hacer en la tienda todavía. Tengo que repasar los menús para entregárselos a la imprenta y la segunda caja registradora sigue sin funcionar.
Meggie se quitó los zapatos, tiró el bolso sobre el sofá y se quitó el jersey.
– Este plan ha sido idea tuya y quiero asegurarme que está todo bien. Se supone que tendría que reunirme con Dylan dentro de una hora, pero voy a llegar un cuarto de hora tarde. No entiendo por qué no he podido salir un poco antes. Las últimas tres horas las hemos pasado tomando un café tras otro y charlando.
Lana fue a la cocina y sacó un zumo de la nevera.
– Te he retenido en la tienda porque no quería que te pusieras histérica con la cita. Y me alegro de haberlo hecho. Mírate. Estás hecha un desastre -se dejó caer en el sofá-. ¿No has aprendido nada?
– No estoy nerviosa por la cita -replicó Meggie, apartándose el pelo de la cara-. He tomado tanta cafeína, que podría estar despierta hasta el próximo martes -se quitó los pantalones y los dejó en el suelo. Luego se miró las piernas-. ¡Oh, no me lo puedo creer!
– ¿El qué?
Meggie elevó una pierna para enseñársela a Lana.
– ¡Llevo un mes sin depilarme!
– ¿Y qué?
– No puedo ir a una cita con las piernas llenas de pelos.
Lana se inclinó y observó su pierna.
– Claro que puedes. Las piernas con pelos son el equivalente moderno a los cinturones de castidad. Con esas piernas, no te atreverás a irte a la cama con un hombre tan pronto. Considéralo una bendición.
– ¿Y mis cejas? Si no me depilo, voy a parecer una mona -dijo, dejándose caer al lado de Lana-. Esto no es modo de prepararse para una cita. Voy a llamar para cancelarla.
Lana se levantó y agarró la mano de Meggie para obligarla a ponerse delante del espejo.
– Tus cejas están bien y tu pelo también. Solo tienes que ponerte un poco de colorete y pintarte los labios. Y echarte colonia, claro. Y recuerda, no te lo tomes demasiado en serio. Solo vas a cenar con él y luego te vendrás a casa. Además, no se te olvide que no debes demostrar en ningún momento que te lo estás pasando bien.
Meggie comenzó a maquillarse en el cuarto de baño mientras Lana iba al armario a buscar la ropa adecuada. Poco después, se la llevó al baño. Meggie se estaba aplicando rímel en los ojos y Lana, al entrar, le dio un codazo. Meggie se manchó de rímel el párpado y, al intentar quitárselo, se lo extendió por todo el ojo.
– Este vestido me parece bien. Es bonito, pero no demasiado sexy. Y el color es discreto. El rojo me parece demasiado evidente y el negro demasiado severo. Por otro lado, si tiene muchos dibujos, no le dejará fijarse en tu belleza natural.
Meggie agarró el vestido.
– A lo mejor puedes venir conmigo. Puedes esconderte debajo de la mesa y hablar mientras que yo muevo los labios.
Lana hizo un gesto hacia el techo.
– Tú arréglate mientras te repito todo lo que tienes que recordar.
Meggie salió del baño para ir en busca de una muda limpia. Si no iba con las piernas depiladas, por lo menos podría ir con ropa interior decente, pensó.
– Lo hemos repasado ya diez veces por lo menos. Me lo sé de memoria: mantener un aire de misterio, no hablar demasiado, evitar mirarlo a los ojos más de cinco segundos, hablar de cosas tópicas y superficiales y…
Sabía que había un punto más, pero no lo recordaba y trató de hacerlo mientras se metía rápidamente en el cuarto de baño.
– ¡Y no beber más café!
Lana se asomó al cuarto de baño e hizo una mueca con los labios.
– De acuerdo -respondió Meggie-. Y nada de besos -continuó.
Meggie le había hablado a Lana del beso que se habían dado en la calle. De hecho, no podía dejar de pensar en aquel beso.
En ese momento, se oyó un sonido penetrante y Meggie se asomó al salón.
– ¿Has puesto algo en el horno?
– No, es la puerta de la calle. ¿Será uno de tus admiradores? Meggie no dijo nada.
– Iré a ver.
Meggie se alegró de quedarse unos momentos a solas. Se puso el vestido y se miró al espejo. Lana tenía razón: el color era perfecto para una cita informal. También la forma del vestido, que no era muy ceñido, pero tampoco demasiado holgado. Luego tomó un par de medias. Comprobó el color en el puño y, sin sentarse, se las metió en un pie y luego en el otro. Pero cuando intentó subírselas, no pudo. Así que fue al dormitorio y se apoyó en la cama. Sin saber cómo, perdió el equilibrio y acabó en el suelo con las medias enrolladas en los tobillos.
Miró hacia arriba, y se encontró con Lana, que la estaba mirando asombrada.
– ¿Qué estás haciendo? Meggie se quitó las medias.
– Estoy intentando vestirme para mi cita -dijo, maldiciendo y frotándose la cabeza-. ¿Quién era?
– Dylan.
– ¿Dylan? -repitió Meggie, levantándose de un salto.
– Ha decidido venir a recogerte, en lugar de que os encontréis allí -le explicó Lana, tirando de la falda de Meggie hacia abajo-. ¿No es un detalle? Es un verdadero caballero.
Meggie fue tambaleándose hacia la puerta del dormitorio y la abrió. Pero cuando vio un trozo de la cabeza de Dylan, la cerró corriendo. Incluso la imagen de su cabeza por detrás la ponía nerviosa.
– ¡No tenía que haber venido! Esto no es lo acordado. Me dijiste que tenía que reunirme con él en el restaurante. ¿Qué voy a hacer ahora? Todo el plan se nos ha estropeado y ni siquiera ha empezado la tarde.
– No creo que puedas hacer mucho. A no ser que le digas que se vaya. Solo tienes que ser diplomática y decirle que ha metido la pata.
– Para ti es fácil decirlo. No tienes un ojo manchado de negro como si fueras un mapache, ni las cejas sin depilar, ni las piernas llenas de pelos -Meggie gimió y se apoyó en la puerta-. Y por si fuera poco, no me puedo poner las medias derechas.
Lana se acercó y le quitó las medias, estirándolas para que se las volviera a poner.
– ¿Cómo está? -preguntó Meggie mientras Lana le subía las medias-. ¿Está guapo o moderadamente atractivo? Si está muy guapo, creo que no voy a poder hablar con él.
– Está guapísimo -contestó Lana sentándose en el suelo. Es evidente que se ha tomado la cita muy en serio. Lleva unos pantalones de lana y un jersey muy bonito, la cazadora es deportiva. Va con un estilo moderno y a la vez muy masculino. Si no fuera tu chico, coquetearía con él.
– No es mi chico. Creo que debería cambiarme.
– Puedes hacer lo que quieras -dijo Lana, levantándose y pasándose las manos por los muslos-. Yo me voy.
– ¡Espera! No puedes irte. Todavía no hemos repasado el plan.
– ¡Meggie, por favor! No es la primera vez que sales con un hombre. Trata de acordarte de lo que hemos hablado y diviértete… aunque no demasiado. Impresiónalo.
Lana, entonces, salió del dormitorio y se fue al salón. Dylan, que estaba de espaldas, se dio la vuelta.
– Meggie saldrá enseguida.
Meggie cerró la puerta del dormitorio, dispuesta a terminar de vestirse. Se limpió el rímel corrido, se pintó los labios y se recogió el pelo. Cuando terminó, se fue hacia la puerta y tomó aire antes de salir.
– Sé agradable, míralo con naturalidad y no te desmayes a la primera sonrisa. Creo que podré recordarlo.
Nunca se había puesto tan nerviosa por quedar con un hombre. Quizá fuera porque no sabía cómo manejar la situación, dado que tampoco era una cita con un novio o pretendiente. Era más bien una operación militar, se dijo. Pero en cuanto salió al comedor, su corazón comenzó a latirle a toda velocidad y sintió que le faltaba el aire.
Dylan estaba de espaldas y ella lo miró. Fue como una de esas escenas de las películas que ocurren a cámara lenta. Todo sucedía con lentitud. Dylan se volvió y ella creyó que iba a quedarse ciega ante la intensidad de su sonrisa mientras oía en su cabeza la canción Endless Love. Le habría gustado salir corriendo. ¿Cómo demonios iba a ser capaz de mantener un aire misterioso con ese hombre? Cuando la miraba, ella sentía como si la traspasara con sus ojos. Como si viera el manojo de nervios en el que en realidad se había convertido.
– Hola -lo saludó.
– Hola. Estás muy guapa.
Lo dijo de una manera que casi le pareció sincera y buscó rápidamente algo que decir. ¿Cómo le respondería una mujer misteriosa? «Olvídate del misterio», se dijo. ¿Cómo respondería cualquier mujer cuando Dylan la miraba como si quisiera desnudarla con los dientes?
– Gracias.
– Siento haber aparecido de repente, pero vivo muy cerca. He pensado que sería una tontería ir los dos por separado. Aparcar en Back Bay es siempre complicado.
Meggie tragó saliva.
– Yo normalmente tomo el metro. Luego fue por su abrigo y él la ayudó a ponérselo. -Gracias.
Meggie pensó que la educación no era algo que ella pudiera relacionar con los miembros de la familia Quinn. De adolescentes, siempre habían sido bastante salvajes. Pero, al parecer, en algún lugar del camino, las asperezas habían ido limándose. Meggie se preguntó si sería debido a una de sus muchas novias o a que había tomado conciencia él mismo.
– Tenía muchas ganas de volver a verte.
Lo que no sabía Meggie era de qué iban a hablar. Aunque siempre podrían hacerlo de lo que habían hecho durante los tres últimos días desde que él había pasado por la tienda y la había besado en mitad de la calle. Se había pasado los últimos días pensando en él… y preguntándose cuándo volvería a besarlo de nuevo.
– Sí, estoy impaciente por cenar contigo -añadió ella.
No se dio cuenta de lo que había dicho hasta que ya no tenía remedio.
– Quiero decir que tengo mucha hambre…
Dylan abrió la puerta y colocó una mano en la espalda de Meggie.
– Estupendo, yo también tengo hambre. Meggie se alegró de bajar ella la primera para así poder ocultar su rubor. Dylan tenía que pensar que estaba tranquila y dispuesta a pasar una velada agradable con un antiguo amigo.
Soltó un suspiro y deseó que aquello fuera cierto. Así sería capaz de terminar la velada sin hacer el ridículo.
– Prueba esto, son judías al requesón. Tienen un sabor muy original. Dylan arrugó la nariz y se apartó.
– No, gracias. Ya he tomado mi dosis diaria de requesón. Siempre tomo un poco en el desayuno con cereales. Es lo que desayunamos todos en el parque de bomberos.
Meggie soltó una risita y dejó el tenedor en el plato. Dylan dio un sorbo a su copa y miró a Meggie por encima del borde. Durante toda la cena no había apartado la vista de ella. Meggie tenía algo, una especie de luz que irradiaba a través de sus tímidas sonrisas y sus miradas discretas. Él estaba acostumbrado a mujeres más claras en cuanto a sus deseos. A esas horas, ya estarían rozándole la pierna con el pie por debajo de la mesa.
Pero Meggie era dulce y extrañamente sexy sin ser evidente.
Dylan tomó aire. Meggie era tan auténtica como el deseo que lo atravesaba cada vez que la miraba a los ojos.
– Está muy bueno -dijo, bajando la vista a su plato.
– No sé si me lo dices de verdad. Imagino que la comida vegetariana no es tu favorita. No hay muchos hombres que se hubieran arriesgado a probarla.
– La comida no es lo más importante, sino la compañía.
En cuanto salieron las palabras de su boca, Dylan deseó no haberlas dicho. Se había hecho la promesa de no decir tópicos galantes, pero cuando no se sentía seguro, siempre caía en las mismas trampas. Meggie se merecía algo mejor.
– ¿Te apetece tomar algo de postre?
– Creo que hay un postre de la casa – aseguró Meggie, buscando a la camarera.
– Tengo otra idea mejor que la tarta de tofu -replicó Dylan, agarrándola de la mano.
Dylan notó la mano caliente de ella e hizo un repaso de las veces que había tocado a Meggie durante la cena. Lo había hecho tantas veces, que casi se había convertido en algo instintivo. Parecía incapaz de evitarlo y se preguntó si soportaría estar solo después de dejarla en su casa aquella noche.
Pero quería hacer algo más que tocarla. Después del beso que se habían dado a la puerta de su cafetería, había dejado de pensar en ella como en una niña frágil. Meggie no besaba como una niña, sino que había respondido a su beso con el deseo de una mujer segura de sí misma.
Dylan se dirigió a la camarera y, después de pagarle, le dejó una propina generosa en la mesa. Luego, se levantó y agarró la mano de Meggie, impaciente por salir del restaurante y quedarse a solas con ella.
– Vamos.
La ayudó a ponerse el abrigo y luego dejó la mano sobre su espalda. La noche estaba fresca y, cuando salieron a la calle, Meggie entrelazó su brazo al de él. Luego hizo ademán de ir hacia el coche, pero él le señaló una heladería que había en la cera opuesta.
– Me pregunto si tendrán helado de carne -bromeó-, o filetes helados con trocitos de beicon.
– De acuerdo, de acuerdo. La próxima vez, iremos al Boodle' s para que te comas un buen chuletón.
– Trato hecho -replicó él, contento de que fuera a haber una segunda vez.
Entraron en la heladería y Meggie pidió un helado de chocolate. Dylan eligió uno de trufa con nueces. Se sentaron a una mesa pequeña al lado de la ventana y Meggie se puso a mirar a la gente que pasaba mientras Dylan la observaba.
Meggie resultaba increíblemente sexy comiéndose un helado. Pasaba la lengua sobre el chocolate cremoso y luego se chupaba los labios hasta tenerlos totalmente mojados y brillantes. Dylan sintió un escalofrío y se preguntó cómo sabrían aquellos labios o cómo sería sentirlos sobre su cuello, sobre su pecho, o sobre su… Dylan tuvo que hacer un esfuerzo por controlarse para no quitar todo lo que había en la mesa y hacerla suya allí mismo.
Pero, en lugar de ello, volvió a concentrarse en su helado de trufa y nueces.
– Cuéntame, Dylan -dijo de repente ella-. ¿Por qué te hiciste bombero?
– Cuando era pequeño, quería ser un caballero de la Mesa Redonda o un aventurero -alzó la vista-. Pero no hay mucho trabajo de eso por aquí.
– Me imagino que no. Pero, ¿por qué un bombero?
– Siempre respondo lo mismo: Quise hacerme bombero para ayudar a la gente. Pero en realidad no es verdad. Creo que lo que quería era ser útil para algo y ser conocido como alguien en quien se puede confiar cuando hay problemas.
Dylan se quedó en silencio. Era la primera vez que decía aquello. Ni siquiera se lo había dicho a sí mismo. Pero con Meggie se sentía a salvo. Ella parecía no juzgarlo.
– ¿Tienes miedo alguna vez?
– No, simplemente hago mi trabajo. Además, creo que pasé tanto miedo cuando era pequeño, que me volví inmune -tomó una cucharada de su helado y se la ofreció-. Ten, pruébalo. Está muy rico.
Ella se acercó y aceptó la cucharada. Luego, le sonrió y Dylan se dio cuenta de que se había equivocado. Sí que tenía miedo de una cosa. Temía hacer alguna tontería con Meggie y que ella no quisiera verlo de nuevo.
– ¿Por qué estamos hablando de mí? Hablemos de algo mucho más interesante.
– ¿De qué?
– De ti.
– Mi vida no es muy interesante. Fui a la Universidad de Massachusetts, luego hice un master empresarial y me hice economista.
– ¿Economista?
Dylan sabía que ella en el instituto sacaba buenas notas, pero no sabía por qué, no le pegaba que se hubiera hecho economista… o por lo menos no le pegaba a la Meggie que él estaba intentando conocer. Aunque era una persona prudente, presentía que había una mujer apasionada debajo de esa fachada serena. Una mujer que había salido al exterior cuando él la besó.
– No fue una buena elección, pero fue útil. Y se gana mucho dinero. Gracias a eso, Lana y yo pudimos ahorrar para abrir la cafetería. Siempre habíamos hablado de tener nuestro propio negocio, ya desde la universidad.
– ¿Por qué una cafetería?
– Queríamos tener un sitio donde la gente fuera a relajarse, donde pudieran hablar, leer el periódico y escuchar música. Donde no se mirara continuamente el reloj. La mayoría de las cafeterías no son así. Son más bien como los restaurantes de comida rápida. Nosotras queríamos crear un ambiente como el de los bares de los años cincuenta y sesenta. Vamos a organizar conciertos de música folk y lecturas de poesía por las noches y los fines de semana. La gente no vendrá solo por el café, ya verás. Tendrán una sensación de vuelta al pasado.
El brillo que tenían los ojos de Meggie era razón suficiente para despertar en Dylan un súbito interés por la música y la poesía. Ella sabía lo que quería e iba a conseguirlo, pero su determinación intrigaba a Dylan. No, no era la Meggie Flanagan que había conocido años atrás. Esa mujer era decidida y apasionada.
Dylan dejó lo que le quedaba del helado en la mesa. Lo que más deseaba en ese momento era besar a Meggie en algún lugar privado.
– ¿Has terminado?
Después de que asintiera, tomó la mano de ella para que se levantara. Salieron a la calle y, cuando se pararon a ver el escaparate de una tienda, Meggie se dio cuenta de que Dylan la estaba observando.
– ¿Qué pasa?
– Tienes helado en la cara.
Meggie fue a limpiarse, pero Dylan le agarró la mano y la metió a la sombra de un portal.
– Déjame hacerlo a mí.
Se acercó entonces y le limpió el labio con un dedo. El contacto fue como un cortocircuito. Fue sorprendente, pero increíblemente delicioso. Y cuando Dylan se chupó el dedo, fue un gesto tan íntimo, como si la hubiera besado a ella. Meggie dio un suspiro y él, incapaz de contenerse, se inclinó hacia ella y la besó.
Luego, mientras sus labios se tocaban, Dylan la abrazó. Ella parecía muy pequeña y delicada en sus brazos, suave y receptiva. La primera respuesta fue vacilante, pero luego Meggie le devolvió el beso. El pecho de Dylan dejó escapar entonces un gemido mientras agarraba el rostro femenino entre las manos. Dylan había besado a muchas mujeres en su vida, pero nunca había resultado una experiencia tan intensa.
A pesar de que el deseo le hacía hervir la sangre, Dylan sabía que no la estaba besando para seducirla. La estaba besando porque disfrutaba sintiendo su boca y saboreando su dulzura. Cuando finalmente se apartó, lo hizo porque estaba satisfecho. De momento, aquello era suficiente.
– Debo irme a casa -dijo, acariciando la mejilla de ella-. Tú seguramente también tienes muchas cosas que hacer mañana.
Meggie parpadeó como si su comentario la hubiera sorprendido. Quizá ella quisiera seguir besándolo. Pero Dylan sabía que, si continuaban besándose, le sería imposible contenerse. Ese era el problema con Meggie.
– Sí, debería irme a casa.
Dylan le pasó el brazo por la cintura y fueron hacia el coche. Estaba satisfecho con la velada. Había demostrado a Meggie que no era tan mal tipo y, a juzgar por el modo en que había respondido a su beso, estaba seguro de que volverían a salir juntos.
Dylan sonrió. Sí, había sido una buena velada, considerando que se trataba de su primera cita.
– Fue horrible. No podía haber salido peor. Con todo ese café que tomamos, tuve que ir al baño antes de los entremeses. Luego, tuve que ir otra vez antes del plato principal y descubrí que tenía un trozo de ensalada entre los dientes.
Pero en realidad no había sido tan horrible. De hecho, había sido la mejor cena de su vida. Después de los nervios del primer momento, habían disfrutado hablando y bromeando como si se conocieran desde hacía mucho tiempo, lo cual, por otra parte, era cierto. Dylan parecía bastante interesado por lo que ella le había contado y más de una vez lo había descubierto observándola.
Lana la miró desde el otro lado de la barra del Cuppa Joe's. Meggie esperaba un interrogatorio más exhaustivo, parecido al de la Inquisición, pero, sorprendentemente, Lana no le pidió más detalles.
– Este plan nunca saldrá bien -terminó diciendo Meggie.
En realidad, Meggie no sabía si quería que el plan funcionara o no. Dylan no era el hombre que ella pensaba. Era dulce, atento y muy divertido. No era como el adolescente del instituto y no parecía tener la más mínima intención de herirla… ya no. No después de aquella noche.
– No empieces. Dime, ¿pareció interesarse por ti? -preguntó Lana.
¿Interesarse? A juzgar por el beso que se habían dado al salir de la heladería, ella diría que sí; y también por el beso que se habían dado en el coche, frente a su casa; o por el que le había dado ya en la puerta.
– Creo que sí.
– Eso está bien. ¿Intentó besarte?
– No.
No estaba mintiendo. Dylan no lo intentó, lo consiguió. Y ella había disfrutado con cada uno de sus besos. Se pasó los dedos por el labio inferior, imaginando que todavía podía sentir el calor de Dylan en él.
– No es para nada como el chico que yo recordaba -le explicó a su socia.
Y era cierto. Dylan le había parecido una persona muy distinta a la que esperaba.
Ella sabía muchas cosas de su dura infancia, porque, aunque sus padres nunca habían hablado de él en su presencia, ella había escuchado sus conversaciones muchas veces. De ese modo, se había enterado de que Seamus Quinn bebía y se gastaba en el juego el dinero que ganaba. También había oído que los chicos se quedaban solos durante semanas con una mujer a la que le gustaba demasiado el vodka. Pero ella siempre había creído que solo eran rumores.
Sin embargo, después de conocer mejor a Dylan, estaba empezando a creer que lo que había oído a sus padres sí era cierto. Dylan tenía algo en los ojos, una expresión extraña, que demostraba que ocultaba algo bajo su encantadora sonrisa y sus ingeniosos comentarios. El Dylan que se mostraba al público y el Dylan real eran dos personas totalmente diferentes.
– ¿Te pidió que salierais otra vez?
– Sí. El miércoles.
– ¿Y has aceptado?
Meggie frunció el ceño.
– Sí. ¿Tenía que decir que no? Eso no estaba en el plan.
– Para entonces solo habrán pasado tres días y te dije que tenían que ser cuatro -le recordó Lana.
– Bueno, me pareció que era suficiente y al final le dije que sí. Además, el miércoles es su día libre y tuve que tomar eso en cuenta.
– ¿Y te fuiste pronto a casa?
– No tuve que hacer nada. Después del postre, Dylan se ofreció a llevarme a casa. Lana frunció el ceño.
– ¿Y no te pidió entrar en tu casa?
– No -contestó Meggie, preocupada-. ¿Pasa algo?
– Creo que tenemos que hacer reajustes en el plan. Él no se está comportando de un modo normal. ¿Estás segura de que se lo pasó bien? ¿O tenía esa mirada impaciente que tienen los hombres cuando quieren irse a otra parte?
Meggie notó un nudo en el estómago.
¿Cómo iba a saber ella algo así? Lana era la experta en ese tipo de asuntos.
En ese momento, se abrió la puerta de la cafetería y ambas se volvieron. Un chico se acercó a ellas con un ramo de flores. Seguramente se las mandaba alguien para la inauguración.
Lana fue a firmar el acuse de recibo al chico y agarró el enorme ramo de rosas.
– ¿De quién son? -preguntó Meggie mientras Lana colocaba el ramo sobre el mostrador.
Lana tomó la tarjeta y se la dio a Meggie.
A esta el corazón le dio un vuelco.
Vi estas flores en el escaparate de la floristería y me recordaron a ti.
Dylan
– Son de Dylan -dijo Meggie con una sonrisa en los labios.
Las rosas desprendían un intenso olor y Meggie se acercó para aspirarlo. Sus brillantes colores le levantaron el ánimo inmediatamente.
– Son preciosas -comentó Lana, dando un suspiro-. De acuerdo, lo admito, no entiendo a ese tipo. Primero te deja pronto en casa, sin siquiera intentar darte un beso, y luego te envía flores a la mañana siguiente como si hubiera pasado contigo la noche más maravillosa de su vida. No es lógico.
– ¿Qué quieres decir?
– No habrá casos de esquizofrenia en su familia, ¿verdad?
– Quizá debamos olvidarnos del plan, ya que, al fin y al cabo, se basaba en que tú conocías a los hombres como él.
– No te preocupes, podemos continuar. Solo tienes que dejarme reflexionar sobre ello. Antes de nada, quiero que me cuentes todo lo que pasó ayer. No me ocultes ningún detalle. Ese hombre va a ser todo un reto, pero seguro que podemos con él.
Sin embargo, Meggie no estaba dispuesta a confesarle que había abandonado su meticuloso plan en cuanto Dylan la había mirado a los ojos. Así que le contó todo a su amiga, salvo lo de los besos.
– ¿Podemos hablar de todo esto después? -le preguntó Meggie después de contarle todo por tercera vez-. Tengo cosas que hacer. Y tú se supone que tenías que ir con los menús a la imprenta. Tenemos tres días para planificar la próxima cita.
– De acuerdo. Pero no quiero darlo por terminado. Necesitas prepararte y ser firme. Al final funcionará, ya lo verás.
Meggie asintió y se fue a la trastienda, donde tenían un pequeño despacho. Pero no podría ser firme, se dijo. Cada vez que Dylan la miraba, se le aflojaban las piernas. No podía resistirse a él. Aunque, por otra parte, sabía que, si no lo hacía, acabaría lamentándolo.
Encontró la chaqueta de Dylan colgada en la puerta del despacho. La agarró y se la puso. Cerró los ojos y se imaginó que estaba en sus brazos. El recuerdo de sus besos hizo que se le acelerase el corazón.
Poco después, abrió los ojos.
– Sabía que esto iba a ocurrir. Sales un día con él y te vuelves loca como cualquier adolescente.
Se quitó la chaqueta y se puso la suya. Se daba perfecta cuenta de que, si esperaba a que él se enamorase de ella para abandonarlo, no sería capaz de hacerlo. O quizá él la dejara a ella primero. Dio un suspiro. En ese momento, podía escapar con un poco de dignidad, ya que él todavía no le había roto el corazón.
Dylan Quinn la había hecho sufrir una vez, así que tenía que dejar de verlo inmediatamente antes de que volviera a hacerle daño.