Dylan aparcó al lado del pub Quinn's, pero no se decidió a salir. No sabía si quería ir al pub, a pesar de que el sábado por la noche solía tocar un grupo de música irlandés y había sandwiches típicos de maíz y carne. También solía haber mujeres guapas dispuestas a ser seducidas por uno de los hermanos Quinn.
Él no podía quejarse. Desde niño, había usado su encanto y su físico para hacerse un lugar en el mundo. Con los profesores, con sus amigos y con el sexo opuesto. Todos querían a Dylan Quinn. Aunque nadie conocía al verdadero Dylan, al niño cuya vida familiar había sido un caos. Nadie sabría nunca el miedo que habían ocultado entonces sus sonrisas y comentarios inteligentes.
Pero ya no tenía miedo, aunque eso sí, todavía seguía utilizando su encanto con cada mujer con la que se cruzaba. Sin embargo, desde que Conor se había enamorado, se había dado cuenta de que él quería algo más que una sucesión de mujeres bellas. Quería algo verdadero y sincero. ¿Por qué no podía encontrar una mujer a la que amar? ¿Y por qué una mujer no podía quererle lo suficiente como para corresponder a su amor?
– Debería ir a un psiquiatra. Apagó el motor y salió del coche. Un hombre más débil habría pedido enseguida una cita, pero él era un Quinn. Si tenía un problema, no hablaba de ello, lo arreglaba. Y en ese momento, lo que tenía que hacer era arreglar esa extraña atracción que sentía por Meggie Flanagan. Así tendría todas las respuestas que necesitaba.
Dylan miró a ambos lados antes de cruzar la calle. Después del primer encuentro, no había pensado en ningún momento en quedar con ella. Aparte de que a ella no parecía caerle muy bien, estaba el hecho de que seguía siendo la hermana pequeña de su amigo. Pero después del segundo encuentro, todas sus reservas habían quedado a un lado. En el momento en que la agarró de la mano, algo en su interior cambió. Y por mucho que lo intentase, no podía dejar de pensar en que era una mujer guapa y atractiva… y que no quería nada con él.
Quizá estuviera empezando una nueva fase en su vida. Probablemente, se había cansado de las mujeres que se sentían atraídas por él y, para evitar el aburrimiento, había empezado a sentirse fascinado por las mujeres que lo rechazaban.
– No necesitas un psiquiatra, amigo, lo que necesitas son unas cuantas pintas de Guinness. Eso sí que te va a poner en forma.
Entró en el pub e inmediatamente se olvidó de sus problemas con las mujeres. Lo primero que hizo fue echar un vistazo, dispuesto a encontrar una chica guapa que le hiciera olvidarse de Meggie Flanagan. Luego se dirigió hacia un taburete vacío que había al lado de una morena que estaba tomando una cerveza.
Desde allí, les hizo una seña a Sean y a Brian, que estaban detrás de la barra. Seamus estaba jugando a los dardos y Brendan estaba cerca de él, hablando con uno de los amigos de su padre. Un poco más allá, estaba Liam con su actual novia. Para completar la familia, Conor estaba con Olivia, sentados al final de la barra, con las cabezas muy juntas.
Dylan miró a su padre una vez más y recordó los cuentos que les contaba acerca de los peligros del amor. Se preguntó si él sería así para complacer a su padre, quien nunca había aprobado nada de lo que él había hecho.
Él no había sido como Conor, que había mantenido unida a la familia. Ni como Brendan, al que le encantaba el barco de su padre. Tampoco era como Brian, Sean o Liam, que adoraban al padre sin cuestionar sus defectos. Él había sido Dylan, el hombre que seducía a cualquier mujer y luego se marchaba sin mirar atrás.
Pero dentro vivía una persona que rara vez se mostraba a los demás. Dylan, el rebelde, el niño que nunca había tenido un verdadero papel en la familia. El niño que culpaba a su padre por el hambre que habían pasado. Cuando su madre había estado en casa, él se había sentido seguro, pero cuando ella se fue, se llevó con ella su corazón.
– ¿Qué pasa, hermano? -le dijo a Sean-. ¿Por qué no invitas a una pinta a esta chica tan guapa?
La mujer se dio la vuelta como si le hubiera sorprendido que él se hubiera dado cuenta de que estaba allí. Al verla, le pareció que la conocía. Trató de situarla, de recordar el nombre, pero finalmente decidió que debía haberse equivocado y que no la conocía. Si fuera así, la recordaría, ya que era guapa y muy joven. Su rostro solo podía definirse como… inocente. Sus ojos eran además de un color bastante inusual. Estaba seguro de que recordaría aquellos ojos.
– ¿Qué estás bebiendo?
– Tengo que irme, pero gracias de todos modos -ella agarró su bolso y su chaqueta y salió por la puerta sin hacer ruido.
Dylan se volvió hacia Sean.
– Ya van dos en un mismo día. Está empezando a gustarme que me rechacen las mujeres.
– No te preocupes. He estado intentando hablar con ella un buen rato, pero ha sido imposible. Solo quería estar aquí, tomándose una cerveza sola. Al principio, me resultó familiar, pero creo que no la conozco.
– ¿A ti también te ha pasado? Yo también pensé que la conocía.
Dylan se encogió de hombros y dio un sorbo a su cerveza.
– Si voy a pasarme toda la noche llorando sobre mi cerveza, será mejor que lo haga acompañado.
Entonces se fue hacia donde estaba Olivia y se sentó a su lado.
– Hola, Dylan -la mujer le sonrió cariñosamente y le dio un beso-. ¿Qué tal te va?
En unas pocas semanas, Olivia se había convertido en un miembro más de la familia. A Dylan le gustaba hablar con ella.
– Parece que has tenido un mal día. ¿Quieres hablar de ello?
– ¿Un mal día? No, lo normal. Rescaté a varios cachorros de los árboles, apagué algunos pequeños fuegos, salvé a unas cuantas personas… lo de siempre.
– ¿Ah, sí? ¿Y a quién has salvado últimamente? -Brendan se sentó en un taburete que había al lado de Dylan y sonrió a Olivia.
– A Mary Margaret Flanagan.
Al decir su nombre, se le aparecieron un torrente de imágenes. Su cara, cubierta de hollín, y la huella de sus lágrimas. La belleza natural y fresca que había descubierto en ella una hora antes. ¿Cómo podía olvidarse de ella? Meggie tenía algo que le resultaba fascinante. Quizá fuera el contraste entre la niña que había sido y la mujer que había llegado a ser.
Conor frunció el ceño.
– ¿Mary Margaret qué?
– ¿Meggie Flanagan? -dijo Sean, soltando una carcajada-. La Meggie Flanagan de las gafas de cristales gruesos y la boca llena de metal -el chico miró hacia el final de la barra, donde estaba Brian-. Oye, Brian, ¿a qué no adivinas a quién ha salvado Dylan?
– Bueno, en realidad no la salvé -aclaró Dylan-. Fue un fuego pequeño. Ha abierto una cafetería en la calle Boyiston, cerca del parque de bomberos. Parece un sitio agradable. Bueno, pues ayer por la tarde la cafetera se incendió. Meggie no quería salir y tuve que sacarla yo.
– ¿La sacaste de la cafetería? -preguntó Conor.
– Sí, como a un saco de patatas.
– ¡Oh! -exclamó Olivia-. Así se empieza.
– ¿Qué?
– Así nos conocimos Olivia y yo -dijo Conor-. Me la eché al hombro y la metí en un lugar seguro. Ella me dio una patada en la espinilla y me llamó «hombre de Neanderthal». Después, hubo un verdadero flechazo -se encogió de hombros.
– Yo no voy a enamorarme de Meggie Flanagan -protestó Dylan-. La saqué porque era mi trabajo. No tenía otra elección. Además, ella me odia. Fue bastante hostil conmigo. Incluso me insultó.
– ¿Sí? ¡Pero si apenas la conoces! -comentó Brendan.
– Pero ella sí conoce a Dylan -dijo Brian-. O por lo menos, conoce su fama. Tú hiciste mella en las chicas del instituto. Además, ¿no era ella una de las que se morían de amor por ti?
¿Por qué era eso lo que se recordaba siempre de él? Nadie mencionaba nunca que había sido un gran atleta, ni que era un amigo fiel o un chico simpático. Siempre se le relacionaba con las mujeres.
– Ella era la hermana pequeña de mi mejor amigo. Incluso cuidaba de ella. ¿No os acordáis que conseguí que Sean la acompañara a la fiesta de fin de curso?
Brian hizo un gesto negativo.
– No, fui yo. Fue mi primera cita con una chica y probablemente la experiencia más traumática con el sexo opuesto.
– Oh, cuéntame -lo animó Olivia, apoyando los codos sobre la barra.
– Era un poco más bajo que Meggie y aquel día tenía un grano en la nariz del tamaño del Everest. Estaba tan nervioso, que me tropezaba todo el rato. Después de aquello, estuve sin salir con ninguna otra chica durante dos años.
– ¿Crees que todavía está enfadada por aquel grano? -le preguntó Dylan-. ¿O hiciste alguna tontería? No intentarías hacer… -Dylan miró a Olivia y sonrió-… algo con ella, ¿verdad?
– No la toqué -aseguró Brian.
– ¿Por qué no le preguntas simplemente por qué te odia? -sugirió Olivia.
Todos los hermanos se miraron y sacudieron las cabezas.
– La familia Quinn nunca entra en discusiones de ese tipo -explicó Brendan-. ¿No has leído el manual? -se volvió hacia Conor-. Tienes que dárselo.
– Bueno, eso ya no importa -dijo Dylan-. No pienso volver a verla.
Pero incluso al decirlo Dylan sabía que estaba mintiendo. Tenía que verla otra vez, tenía que descubrir de dónde provenía aquella extraña e innegable atracción que sentía por ella.
– Está bien -dijo Olivia, apretándole el brazo-. Pero seguro que tiene una buena razón. Después de todo, ¿cómo puede haber una mujer que se resista al encanto de un miembro de la familia Quinn?
– Pareces una chica que acaba de descubrir que su vestido se ha enganchado por detrás durante el gran desfile -comentó Lana, mirando a Meggie de reojo.
Meggie estaba observando la foto que tenía de la fiesta de fin de curso. Iba con un vestido que parecía ya pasado de moda incluso entonces. Pero era rosa y brillante y, en aquel momento, le pareció el vestido más bonito que había visto nunca. Su acompañante y ella estaban de pie delante de una enorme planta.
– Me habría gustado que me tragara la tierra. Fue una experiencia increíblemente humillante. Pensé que no sería capaz de enamorarme nunca más.
– No creo que fuera una velada tan horrible. Es un chico guapo. Un poco bajo, pero guapo -agarró la foto para mirarla más de cerca-. ¿Y qué tiene Dylan en la nariz?
– No es Dylan -continuó Meggie-. Cuando tocaron Endiess Love, nuestra canción, creí que iba a echarme a llorar.
– ¿Pero no me estás diciendo que Dylan te ignoraba completamente? ¿Cómo teníais una canción?
Meggie metió la foto en el bolso y lo dejó detrás de la barra. Luego continuó trabajando.
– Créeme, teníamos una verdadera relación… aunque solo en mi mente fantasiosa.
Lana se sentó en un taburete al otro lado de la barra.
– Parece que lo pasaste muy mal. No me extraña que quieras vengarte.
– No quiero vengarme, pero tampoco puedo olvidar lo que pasó. Todo aquel asunto me persiguió hasta que acabé la carrera. Mis compañeros me recordaban por esa noche. Yo era la chica que estaba enamorada de Dylan Quinn y él me había dejado plantada. Éramos como la Bella y la Bestia.
Lana se encogió de hombros.
– Sería estupendo que pudieras seducirlo y dejarlo luego plantado, así estaríais empatados.
– Tú podrías hacerlo. Consigues lo que quieres de los hombres -Meggie agarró un frasco de sirope de avellana mientras daba vueltas a aquella idea.
Si se pareciera un poco a Lana… Si fuera más agresiva con los hombres, más desinhibida…
– Puedes hacerlo -le aseguró Lana-. Solo tendrás que pensar en ello como si fuera un negocio. Lo resolverías utilizando las reglas de marketing que aprendimos en la escuela.
– ¿Cómo exactamente?
– Estamos tratando de vender un producto… que eres tú. Y tenemos que hacer que un consumidor, es decir, Dylan Quinn, quiera ese producto. Pero una vez se decida a ir por él, cerraremos las puertas de la fábrica y no podrá conseguirlo -dijo Lana-. Así podrás vengarte de él.
– Pero no quiero vengarme. «Venganza» es una palabra demasiado fuerte. Digamos que sencillamente quiero equilibrar la balanza de mi vida amorosa.
– Para abreviar lo llamaremos «venganza» -insistió Lana-. Lo primero que tenemos que hacer es conseguir que se enamore de ti.
– ¿Y cómo vamos a lograrlo? -preguntó Meggie-. Ya sabes que soy un verdadero desastre con los hombres. En cuanto digo o hago alguna estupidez, pierdo el control y ellos me toman por una desequilibrada:
– Estás exagerando. Lo único que sucede es que has tenido mala suerte. Además, tienes a tu favor que Dylan Quinn es un mujeriego empedernido, así que nos será fácil manipularlo.
Meggie soltó una carcajada.
– Si no consigo una cita cuando me lo propongo, ¿cómo voy a conseguirla con Dylan? Además, ni siquiera he mostrado ningún interés por él.
– Precisamente por eso, porque supondrás un reto para él. Los hombres como Dylan solo quieren lo que no pueden tener – afirmó Lana-. Así que, ahora mismo, vamos a diseñar el plan a seguir -añadió, sacando un cuaderno y un bolígrafo-. Confía en mí.
– Está bien -dijo Meggie, que, efectivamente, sabía que podía confiar en Lana en lo referente a los hombres.
Pero de lo que no estaba tan segura era de sus propios sentimientos. ¿Podría ser objetiva estando Dylan Quinn de por medio?
– Haré todo lo que me digas -añadió.
– Hay una serie de reglas que debes seguir. La primera es que deben pasar al menos cuatro días desde que un hombre te propone una cita hasta que sales con él – Lana fue apuntando en la hoja de papel los puntos básicos del plan-. Si aceptas una cita para el mismo día, parecerá que estás ansiosa.
– Muy bien -aseguró Meggie-. ¿Qué más?
– Si te llama, debes esperar un día entero para devolverle la llamada; y sólo puedes telefonearle una vez. Si no lo localizas, no vuelvas a llamarlo.
Meggie asintió.
– ¿Y la regla número tres?
– En las tres primeras citas, no debes permitirle que te recoja en tu casa. Debes quedar con él directamente donde vayáis a ir. Además, debes ser cortés y amable con él y darás por terminada la velada una hora antes de lo que en verdad te apetezca.
Meggie frunció el ceño.
– ¿Y esto se supone que es para conseguir que se enamore? Si fuese él, me pondría a buscar inmediatamente otra mujer.
– Recuerda que a los hombres les gusta conseguir lo que no pueden tener.
– Muy bien. ¿Eso es todo?
– Luego están las reglas concernientes a los besos -dijo Lana-. En la primera cita, nada de beso de buenas noches; en la segunda cita, puedes dejarle que te bese en la mejilla; y en la tercera, en los labios, pero sin lengua.
– Pensará que soy una remilgada.
– Recuerda el principio básico de la economía, la ley de la oferta y la demanda. Cuanto menos le ofrezcas, más querrá él. Debes darle lo justo para que quiera volver por más.
– Pero voy a comportarme como una manipuladora.
– Por supuesto que sí, pero lo bueno de los hombres es que resulta sencillo manipularlos.
– No estoy segura de poder hacer algo así -murmuró Meggie.
Lana hizo un ruido de burla.
– Pero mira a tu alrededor. En el Cuppa Joe's también manipulamos a la gente. Les tentamos a comprar nuestros productos mediante el olfato y el gusto. Les vendemos un estimulante legal hecho casi totalmente con agua y donde el margen de beneficio es muy alto. Y es que, cuando se tiene un buen plan de marketing, no puedes fallar.
Meggie pensó que Lana tenía razón. Era un buen plan y, con cualquier otra mujer, seguro que daría resultado, pero ella siempre había sido un desastre con los hombres. Por otra parte, sería un buen ejercicio para ella y, de lograr su objetivo, podría olvidarse de Dylan Quinn para siempre.
– Está bien, lo haré -dijo ella, tomando el papel donde Lana le había detallado las reglas.
Lana sonrió y luego le dio un abrazo.
– Va a ser divertido. Ahora, lo que tenemos que hacer es rezar para que él vuelva a intentar contactar contigo. Como eres católica, puedes poner una vela a algún santo.
– Las velas no se utilizan para este tipo de cosas -aseguró Meggie-. Puedo telefonearle y…
– No.
– Bueno, pues entonces puedo pasar casualmente por el parque de bomberos y…
– No -volvió a decir Lana.
– ¿Y si no vuelve a llamarme?
– Pues no conseguiremos nada. Pero si eres tú quien lo llama, tampoco conseguiremos nada. Así que lo único que puedes hacer es esperar.
Justo en ese momento sonó el teléfono. Fue Lana quien contestó.
– Cuppa Joe's. ¿Dígame?
Meggie no hizo caso de la conversación hasta que, de repente, oyó que Lana pronunciaba su nombre.
– No, Meggie no está -miró hacia Meggie y comenzó a hacerle señas con una sonrisa en los labios-. Oh, no estoy segura de cuándo volverá. ¿Le digo que lo llame?
– ¿Es por lo de la Espresso Master 8000 Deluxe? -le susurró Meggie-. Si es Eddie, insístele en que, si nos traen una pronto, les daremos un dinero extra.
Lana sacudió la cabeza y le hizo una seña para que se callara.
– Muy bien, yo le daré el mensaje. De acuerdo. Le telefoneará lo antes posible.
Después de colgar el teléfono, respiró hondo.
– ¿Qué, van a traernos la cafetera o no?
– ¡Olvídate de la maldita cafetera! Era Dylan Quinn.
A Meggie empezó a latirle el corazón a toda velocidad.
– ¿Y qué quería? -preguntó, tratando de tranquilizarse.
– Quería hablar contigo.
– Pero, ¿por qué le dijiste que no estaba? -gritó Meggie.
– Porque es parte del plan, ¿recuerdas? Meggie se cruzó de brazos mientras miraba fijamente a su socia. No tenía ni idea de lo que quería decir.
– Si nuestro objetivo es concertar una cita, ¿por qué no me has dejado hablar con él?
– Es demasiado pronto.
– O sea, que debo esperar un día para llamarlo, ¿no?
Lana se quedó pensando un instante y luego sacudió la cabeza.
– No, esta vez vamos a hacer algo diferente. Esperarás a que te llame otra dos veces. Luego, le telefonearás.
Meggie dio un suspiro profundo y decidió que debía confiar en Lana.
Lo cierto era que tanto si conseguía su objetivo, como si no, su vida social iba a pasar a ser bastante más excitante de lo habitual.
El frío invernal que había hecho durante la última semana en Boston había dejado paso a unos días soleados. Dylan se paró a mirar el escaparate de una librería mientras paseaba por la calle Boyiston. Aunque no quería admitirlo, sabía perfectamente dónde se dirigía.
Era su día libre y, como hacía tan bueno, habría podido aprovechar para salir con El Poderoso Quinn. De hecho, Brendan le había llamado por la mañana temprano para ir con él en el barco a Gloucester, pero él tenía otros planes.
Había telefoneado a Meggie en tres ocasiones durante los últimos tres días y ella no le había contestado. De manera que era consciente de que lo más sensato sería abandonar, pero no podía hacerlo. Quizá Olivia tuviera razón y lo más sensato era preguntarle directamente por qué lo odiaba. Así, al menos, sabría la respuesta y podría olvidarse de ella. Sin embargo, su orgullo no le había dejado telefonearle una cuarta vez y había decidido pasar a hacerle una visita.
Cuando ya casi había llegado al Cuppa Joe's, cruzó de acera para echar un vistazo antes de entrar. Desde allí, pudo ver a Meggie en la puerta. Dos hombres subidos a sendas escaleras estaban colocando un cartel.
Dylan pensó por un momento que lo mejor que podía hacer era marcharse inmediatamente de allí. Pero no, no iba a abandonar. La verdad era que no podía quitarse a aquella mujer de la cabeza. No podía dejar de pensar en acariciarla mientras olía el perfume de su cabello y contemplaba sus preciosos ojos verdes. Así que, después de mirar a ambos lados de la calle, cruzó de acera.
Ella no le oyó acercarse y siguió dando indicaciones a los hombres que estaban colocando el cartel.
– Bonito cartel -dijo Dylan.
Por un momento, pensó que Meggie no lo había oído, pero luego esta se dio la vuelta despacio. A juzgar por su expresión, no parecía muy contenta de verlo,
– Hola -lo saludó, forzando una sonrisa-. ¿Qué estás haciendo aquí?
Dylan se encogió de hombros, tratando de mostrarse indiferente.
– Nada, he salido a hacer algunas compras.
– ¿Por aquí?
– Sí -contestó él tratando de buscar una excusa convincente-. Mi hermano Conor y su prometida, Olivia Farrell, van a casarse a finales de noviembre y quiero hacerles un regalo de boda. ¿Se te ocurre algo?
– Hay una tienda de objetos de cocina cerca de Newbury. Quizá puedas comprarles una… licuadora o una vajilla.
– Sí.
Ambos se quedaron en silencio y él se dijo que lo mejor sería irse de allí inmediatamente. Pero, en lugar de ello, agarró a Meggie de un brazo y la obligó a girarse hacia él.
– Meggie, yo…
Justo en ese momento, los hombres empezaron a dar gritos. El viento había empezado a soplar más fuerte y las escaleras empezaron a balancearse peligrosamente hasta que, en un momento dado, no tuvieron más remedio que soltar el cartel.
Dylan apenas tuvo tiempo para pensar. Agarró a Meggie por la cintura y la empujó. Pero él no tuvo tiempo de apartarse y una esquina del cartel le rozó la frente antes de caer al suelo.
Sacudió la cabeza y se volvió para comprobar que no le había pasado nada a Meggie. Ella estaba apoyada contra un coche y lo miraba con cara de asombro.
– Me has salvado la vida.
Él se acercó y la agarró por los hombros.
– ¿Estás bien?
Ella asintió y él experimentó un gran alivio.
– ¿Estás segura? -insistió Dylan, agarrando su rostro entre las manos.
Ella volvió asentir y él, como si fuera la cosa más normal, se inclinó y la besó en los labios.
Ella soltó un gemido, pero él no se apartó. El sabor de sus labios resultaba demasiado tentador. Sacó la lengua y acarició con ella los labios de Meggie. Ella, entonces, abrió la boca y él introdujo la lengua.
Dylan notaba el latido de su corazón en la cabeza. Nunca antes había experimentado tanto deseo con un sencillo beso. De hecho, la necesidad de seguir besándola le resultó casi abrumadora y, si no hubieran estado en medio de la calle Boyiston con dos trabajadores mirándolos, habría seguido besando a Meggie hasta que ninguno de los dos hubiera podido soportarlo.
Pero, finalmente, se apartó y la miró a los ojos al tiempo que le pasaba un dedo por el labio inferior, todavía húmedo por sus besos.
– Siento haberte empujado, pero me temo que, si no lo hubiera hecho, en este momento estarías debajo de ese cartel.
– Lo sé, gracias. Creo que he tenido mucha suerte de que pasaras por aquí.
– Bueno, en realidad no pasaba por aquí. Quería hablar contigo y confiaba en que estuvieras. Quería saber por qué no has contestado a mis llamadas.
– Pensaba llamarte.
– ¿De veras?
Ella asintió.
– Pero, mira, si te hubiera llamado, no habrías venido hoy y no me habrías salvado la vida. Así que creo que ha sido una suerte.
Meggie se frotó los brazos como si tuviera frío, pero Dylan sospechó que era simplemente una reacción nerviosa. Eso le dio cierta esperanza. Por lo menos, no se había enfadado con él en esa ocasión.
– Te he llamado varias veces para invitarte a cenar -al decirlo, la agarró de la mano-. Sé que no hemos tenido un buen comienzo, pero…
– Sí, sí. Me encantaría cenar contigo. Será estupendo. ¿Cuándo?
– ¿Te parece bien esta noche? -le sugirió Dylan.
La sonrisa de Meggie desapareció y se quedó pensativa.
– ¿Puedes… puedes esperar un momento? Enseguida vuelvo.
Dylan la vio subir las escaleras de la cafetería a toda prisa y desaparecer dentro. Se preguntó si volvería a salir. Aquella chica era bastante extraña, pensó. Se había puesto tan nerviosa, que pareció que iba a desmayarse allí mismo.
Dylan se volvió entonces hacia los dos trabajadores, que lo estaban mirando con admiración.
– Tranquilo -dijo uno de ellos.
Dylan señaló el cartel que todavía estaba en el suelo.
– Yo no puedo deciros lo mismo. Habéis estado a punto de matarla. Así que, si fuera vosotros, pondría el cartel en su sitio y me aseguraría que no volviera a caerse.
Los hombres obedecieron y, cuando Meggie salió de nuevo, el cartel estaba ya colocado. Dylan pensó que tenía el tamaño perfecto y que se vería desde toda la calle.
Meggie se puso a su lado y miró al cartel.
– Es bonito. Me costó elegir los colores y las letras, pero creo que va a verse desde lejos. Y el dibujo de la taza de café deja perfectamente claro que es una cafetería.
– Así es -contestó Dylan-. Entonces, ¿está todo bien?
– ¿Bien?
– Sí, dentro. Ella sonrió.
– Sí, solo que tenía que hablar con Lana un momento. Respecto a la cena… bueno, no he hablado con ella de nuestra cena. Quiero decir, que esta noche no me viene bien.
– ¿Y mañana por la noche?
– No, tampoco puedo mañana. Dylan la agarró de la barbilla y la obligó a que lo mirara.
– ¿Estás segura de que quieres salir a cenar conmigo?
– El domingo sí me viene bien.
– ¿Quieres ir a cenar el domingo? Ni el jueves, ni el viernes ni el sábado, ¿el domingo?
– Sí, el domingo.
– De acuerdo, el domingo entonces. ¿Qué te parece si te recojo a las siete? Podemos ir a Boodle's.
– Nos encontraremos allí. Y prefiero que sea a las seis -se quedó callada unos segundos-. Y no me gusta la carne.
– ¿Prefieres entonces que vayamos al café Atlantis?
A Meggie se le iluminó la cara.
– Sí, y ahora debo entrar a ayudar a Lana.
Dylan asintió y se inclinó para darle un beso breve en la mejilla, pero Meggie lo esquivó y salió corriendo hacia la cafetería. Antes de abrir la puerta, se dio la vuelta y le hizo una seña con la mano.
– Nos veremos en el café Atlantis el domingo a las seis.
Dylan se quedó allí un rato, observando cómo la puerta se cerraba. Había quedado con muchas mujeres en su vida y no sabía por qué, pero aquella cita era diferente. De hecho, no parecía una cita. ¿Un domingo por la tarde? ¿A las seis? ¿Y en un lugar especializado en judías y tofu?
Dylan dio un suspiro y trató de conformarse, pensando en que al menos habían quedado. En vez de comerse un chuletón en uno de los mejores sitios de Boston, tendría que conformarse con tomar proteínas vegetales, pero si estaba en compañía de Meggie, lo disfrutaría igual.