Capítulo 4

Dylan agarró la manguera y roció de agua la escalera del camión. Al poco rato, se dio cuenta de que ya había limpiado esa zona antes. Dio un suspiro y movió la cabeza resignado. Afortunadamente, no habían tenido ninguna alarma durante su turno, porque lo cierto era que no había dejado de pensar en Meggie desde que había abierto los ojos aquella mañana.

Todavía no había descubierto qué lo atraía de ella. Habían pasado diez días desde que la había sacado gritando de su cafetería. Ese momento había marcado un antes y un después en su vida. Si hubiera sido otra mujer, ya habrían hecho el amor y en ese momento estarían en la recta final de la relación. Con Meggie, sin embargo, lo mejor estaba por llegar.

Dylan frunció el ceño mientras agarraba un paño y comenzaba a secar el parachoques. Le gustaría haber conocido mejor a Meggie cuando eran adolescentes, aunque quizá eso no le hubiera servido de nada. Ella no era la misma chica que él recordaba. Se había convertido en una bella mujer y la transformación era evidente. Pero igual que él llevaba dentro las cicatrices de su infancia, ella también conservaba el rastro de la adolescente tímida que había sido. La niña que se quedaba siempre al margen y observaba a los demás en silencio.

– ¡Quinn!

Vio a Artie Winton de pie en la entrada.

– ¿Qué pasa?

– Tienes visita.

Dylan se apartó del camión y, un instante después, Meggie aparecía en la entrada. Iba con una chaqueta clara que resaltaba el color caoba de su pelo y el verde de sus ojos. Tenía las mejillas sonrosadas por el aire fresco. Y llevaba la chaqueta suya que le había dejado prestada. Dylan se secó las manos en el pantalón.

– Meggie, ¿qué estás haciendo aquí?

– ¿Hay algún lugar donde podamos hablar?

Dylan la condujo hasta un banco que había al fondo de la nave.

– Siéntate.

– Gracias por las flores. Son preciosas y huelen maravillosamente. Dylan sonrió.

– No hay de qué. Me lo pasé muy bien eligiéndolas.

– ¿Las elegiste tú? -preguntó sorprendida.

– Sí.

– No debería haber venido -dijo tímidamente-. Sé que va contra las normas, pero tenía que hablar contigo.

– ¿Las normas?

– Sí, las del departamento de bomberos. Dylan le quitó la chaqueta de las manos, se levantó y la ayudó a que también se levantara ella.

– No, en realidad tratamos de tener una buena relación con la gente, así que no pasa nada porque hayas venido. De todas maneras, pasamos mucho tiempo sin hacer nada, esperando -Dylan buscó una excusa para que no se fuera-. ¿Quieres que te enseñe esto?

He venido solo a decirte una cosa y a devolverte tu…

– ¿Has estado alguna vez en un parque de bomberos?

Ella se encogió de hombros.

– No, pero es que…

– Pues mira, este es el camión con la cisterna -la interrumpió, intentado ganar tiempo-. Y esa es la escalera. Estos son los depósitos de agua, ¿quieres sentarte dentro?

Dylan la ayudó a subirse a la cabina y luego se subió él. Las manos de ella jugaron sobre el volante y él recordó lo que aquellas manos habían provocado en él.

– Debe de resultar difícil aparcar el camión.

Dylan soltó una carcajada.

– Yo no tengo que conducir. Además, podemos aparcar donde queramos.

Dylan la agarró por la cintura y la bajó al suelo. Al hacerlo, el cuerpo de ella se rozó con el suyo. Sus caderas se encontraron, encendiendo el deseo en el cuerpo de Dylan. Cuando finalmente dejó a Meggie en el suelo, estuvo tentado de besarla allí mismo, pero se dio cuenta de que había algunos compañeros observándolos desde las ventanas.

– Podemos guardar la chaqueta.

Meggie lo siguió hasta un gran cuarto donde los bomberos dejaban sus uniformes y, en cuanto estuvieron solos, Dylan la abrazó. La giró y la puso contra las chaquetas. Luego, tomó su rostro entre las manos y le dio un beso suave en los labios. Lo hizo jugando con ella para tratar de animarla.

¿Cuánto tiempo podría soportarlo? ¿Cuánto tiempo seguiría anhelando sus besos y deseándola de esa manera? Había tratado de pensar en ella como la chica dulce y vulnerable que había sido, creyendo que con eso iba a mitigar su deseo, pero ya no le funcionaba. Ella era suave y delicada, y olía a flores. Él se perdería en su cuerpo sin dudarlo un momento.

– Así está mejor -murmuró sonriendo.

– Esto seguro que sí va contra las normas -dijo ella con la mirada fija en su boca.

Dylan dio un gemido y atrapó de nuevo los labios de ella, pero en aquella ocasión con más ardor. El sabor de sus labios fue directamente a su cabeza, haciéndole olvidarse de todo. La lengua de él jugó con la de ella, dulce y persuasiva, arrastrando a Meggie al calor del presente. Y cuando sus brazos le rodearon el cuello, se apretó contra sus caderas, acorralándola contra la pared.

Ella se estaba ofreciendo a él y Dylan no podía rechazarlo. Ninguno de los dos podía controlar la pasión que los había invadido. Y aunque sabía que debería reprimirse y tomarse las cosas con calma, el modo de responder de ella a sus besos le volvía loco.

Le acarició el rostro y luego bajó las manos por su cuerpo. Le apartó la chaqueta y agarró su cintura. Ella gimió suavemente. El jersey que llevaba se pegaba a sus senos y él tocó la delicada lana como si estuviera tocando la piel de ella.

A continuación, metió las manos debajo del jersey y acarició su piel desnuda, suave y delicada. Sintió que se le encendía la sangre, pero justo entonces sonó la alarma. Dylan se apartó despacio sin dejar de mirarla. Contempló sus labios todavía mojados y sus mejillas, encendidas por el deseo.

– Meggie, tengo que irme.

– ¿Irte?

En ese momento, dijeron a través de los altavoces la dirección del lugar de la emergencia.

– Tenemos que salir. Hay un fuego. Dylan murmuró entre dientes que, en realidad, había más de uno y luego se puso la chaqueta, ocultando así la evidencia de su deseo. Agarró de la mano a Meggie y salieron del cuarto. Dylan fue hacia el camión y se apoyó al lado del panel donde estaban los botones que hacían funcionar las cisternas de agua.

– Y así es cómo conseguimos la increíble presión de agua para apagar los fuegos en Boston -dijo con una sonrisa.

Meggie observó la actividad que se desarrollaba a su alrededor. Los hombres se ponían las chaquetas sin detenerse, se chocaban con ella al pasar, se ponían las botas… Dylan le dio un beso breve.

– Por cierto, ¿qué querías decirme?

– No es importante, puede esperar.

– Entonces te recogeré el miércoles a la hora de comer. Ve abrigada -gritó, yendo por su casco y sus botas.

Meggie permaneció allí, con expresión turbada. Los camiones empezaron a salir y Dylan se subió a la cabina de uno de ellos.

– ¡Gracias por traerme la chaqueta! -gritó por encima del sonido de las sirenas.

Meggie le dijo adiós con la mano mientras salía a la calle. Dylan sacó la cabeza por la ventanilla y no dejó de mirar hacia Meggie hasta que el camión se perdió a lo lejos. Tenía la boca todavía húmeda por los besos compartidos y no podía sacarse de la cabeza el aroma de Meggie. Metió finalmente la cabeza dentro de la cabina y sonrió para sí.

Oye, Quinn, ya veo que has recuperado la chaqueta -le comentó Artie-. ¿Te la vas a olvidar hoy también?

Dylan movió la cabeza y soltó una carcajada.

– No, es una mala costumbre que voy a abandonar. Desde ahora, no me voy a dejar ninguna chaqueta más.


– ¿Vamos a montar en barco? -quiso saber Meggie mientras miraba fijamente el enorme barco que se balanceaba en el agua.

Aunque El Poderoso Quinn parecía estar en buenas condiciones de navegación, Meggie tenía miedo.

– Nunca he montado antes en barco. En el océano, quiero decir. Fui una vez a remar a un sitio, pero la barca estuvo a punto de darse la vuelta y yo me caí al agua. Porque pretendes que salgamos a navegar por el océano, ¿verdad?

– Bueno, me imagino que también podríamos atarlo al coche de Liam y luego montarnos e ir por la carretera, pero creo que sería más fácil navegar por el océano -replicó Dylan, riéndose y besándola en la mejilla-. Además, técnicamente no se trata del océano, sino de la bahía de Massachusetts.

¿Y para qué tienes que ir a Gloucester?

– Porque Brendan conoce allí a un tipo, que tiene un cobertizo donde poder dejar el barco para repararlo durante el invierno. Por otro lado, como está escribiendo un libro sobre la pesca del pez espada en el Atlántico Norte, aprovechará para quedarse y conocer los alrededores.

– Te repito que no sé nada de barcos.

La muchacha miró nerviosamente al coche que el hermano de Dylan les había dejado y al barco. Meggie tenía pensado romper su relación con Dylan aquel mismo día. No había tenido oportunidad de hacerlo en el parque de bomberos, pero después de dos días de darle vueltas al asunto, se había convencido de que lo mejor era romper con él cuanto antes.

¡Pero en un barco no podía hacerlo! ¿Y si se enfadaba? En un barco, no había sitio para correr. ¿Y si trataba de convencerla de que estaba equivocada? En un barco, no podría esquivar a Dylan. Lo único que él tenía que hacer era tocarla del mismo modo como lo había hecho en el parque para que ella cambiara de parecer.

Dio un suspiro profundo, pensando en que tenía que tomar una decisión rápida. O se iba a Boston en ese momento y se olvidaba para siempre de Dylan, o se pasaba el día en un barco con un hombre que tenía la capacidad de volverla loca con un simple beso. Parpadeó indecisa.

– ¡Oh, qué diablos!

¿Por qué tenía que resistirse a Dylan? ¿Por qué no aprovechar las cosas buenas de la vida? Ya podría romper con él al día siguiente, o al otro, cuando se cansara de cómo sabía su boca o del calor de sus manos en su cuerpo.

– Mi hermano Brendan hará la mayor parte del trabajo -explicó Dylan-. Conor y yo solo tenemos que ayudar en el muelle. Y la novia de Conor, Olivia, también vendrá con nosotros. Entre todos nos ocuparemos de llevar el barco, así que no tienes por qué preocuparte. Te lo pasarás bien, te lo prometo.

– ¿Me prometes que no te enfadarás si me mareo y vomito?

– No te marearás. El barco es muy grande y el mar está en calma. Además, no vamos a alejarnos mucho de la orilla. Pero si no te apetece, no tenemos por qué ir.

Pero ella había decidido relajarse y disfrutar del presente. Dylan la había invitado para que conociera a sus hermanos y ella no podía evitar cierta curiosidad. Los había conocido en el instituto, pero no los había tratado personalmente. Quizá, conociéndolos a ellos, entendería mejor a Dylan. ¿Qué mal podía haber en ello?

– ¡Eh, Brendan! Hay alguien merodeando en tu zona del muelle. ¿Quieres que lo arroje al mar?

Meggie se volvió y vio a un hombre alto y moreno en la cubierta del barco. Era tan guapo como Dylan y tenía los mismos ojos dorados que él. Al ver a Meggie, puso cara de sorpresa.

– ¿Quién es? -preguntó el hombre. Dylan agarró a Meggie de la mano.

– Meggie, este es mi hermano mayor, Conor. No sé si te acuerdas de él. Conor, esta es Meggie Flanagan… la hermana pequeña de Tommy Flanagan.

Conor esbozó una amable sonrisa y le dio la mano para ayudarla a subir a bordo.

– Me alegro de que hayas venido. Dylan señaló hacia la cabina del piloto, donde había otro hombre igual de guapo que los otros dos.

– Y ese es Brendan.

Brendan hizo un gesto con la mano a Meggie. Se quedó mirándola extrañado durante un rato y luego continuó con lo que estaba haciendo. Conor saltó al muelle y, segundos después, los motores comenzaron a sonar. Como un equipo bien organizado, Dylan fue a quitar las amarras de proa mientras Conor hacía lo propio con las de popa. En el último momento, ambos saltaron a bordo y el barco salió del puerto de Hull.

Una mujer rubia y guapa salió del camarote y se acercó a Conor, que se la presentó a Meggie como su novia, Olivia Farrell. Meggie nunca se había sentido cómoda con desconocidos, pero Olivia la hizo sentirse arropada. En un momento dado, la agarró de la mano y la llevó al interior del camarote, que era acogedor y limpio.

– ¡Qué bonito!

– Sí -dijo Olivia, sonriéndole. Luego agarró una cesta de mimbre y la colocó sobre la mesa-. Me alegro de que hayas venido. Me preguntaba cuándo íbamos a conocerte.

– ¿Conocerme? -preguntó Meggie, sentándose en la mesa para evitar así tener que mantener el equilibrio.

– Por el modo en que Dylan habló de ti el otro día en el pub, me dio la impresión de que ibais a empezar a veros a menudo – Olivia comenzó a sacar el contenido de la cesta y a dejarlo sobre la mesa-. Es un chico estupendo. Me alegro de que haya encontrado a alguien.

Meggie aceptó la taza de café que le sirvió Olivia. El café le asentó el estómago y le calentó las manos.

– Bueno, lo cierto es que solo hemos salido un día. Además, Dylan no parece un hombre al que le gusten las relaciones serias.

– Pero nunca antes había traído a ninguna amiga a estas excursiones. O por lo menos, eso es lo que me ha contado Conor. Eso significará algo, ¿no crees?

Meggie se encogió de hombros.

– Quizá. Pero los hombres como Dylan no se enamoran. O por lo menos, no para siempre.

– Parece que te sabes las historias de Seamus Quinn sobre los Quinn.

– ¿Qué quieres decir?

– Después de que su madre se fuera, Seamus Quinn les contaba a sus hijos por la noche historias sobre sus antepasados. Las historias siempre contenían el mismo mensaje: el enamorarse era una debilidad. Y los chicos las repetían una y otra vez cuando Seamus estaba en el mar. Brendan es el que mejor las cuenta, pero he oído que Dylan también es bueno… Me imagino cómo sería la vida de ellos de niños sin su madre -añadió, dando un suspiro.

Dylan nunca menciona a su madre. ¿Tienen relación con ella?

– No. Seamus dice que se murió en un accidente de coche un año después de que los abandonara, pero Conor no se lo cree. No sé lo que pensará Dylan. Él oculta sus sentimientos bajo esa fachada simpática y cordial, pero creo que es al que más le afectan las cosas. Conor fue quien se encargó de criar a los chicos y Brendan ayudaba a su padre con el barco. Dylan no tenía ningún papel importante, así que aprendió a hacerse encantador.

– Sí, puede ser encantador. Algunas veces me atrapa ese encanto y hasta creo que me tiene un poco de cariño.

– ¿Y si fuera así? ¿Tú qué sientes por él? El rostro de Meggie se iluminó con una amplia sonrisa.

– Estoy enamorada de Dylan Quinn desde los trece años. Me gustó desde el primer día que vino a casa con mi hermano Tommy. Dylan era alto y muy guapo ya entonces y yo pensé que me moriría si él no me correspondía -de repente, se puso colorada-. No debería contarte esto.

Olivia se sentó a su lado y le ofreció galletas.

– No, no te preocupes. La primera vez que vi a Conor, sentí lo mismo. Me comporté como una colegiala. Todos los hermanos tienen algo irresistible. Son muy duros por fuera, pero por dentro son… frágiles.

– Algunas veces, no puedo pensar si él me mira. Y cuando me besa, yo… -Meggie se detuvo, pensando que quizá estaba hablando demasiado, pero Olivia la miró sonriendo.

– Lo sé. Yo intento resistirme a Conor, pero nunca lo consigo. Quizá los cuentos de Seamus sean verdad. A lo mejor esta familia tiene poderes mágicos.

Meggie asintió y luego dio un suspiro profundo.

– Algunas veces pienso que sigo enamorada de Dylan. Pero luego me enfado conmigo misma y trato de olvidarme de ello, porque sé cómo es él.

– La gente cambia y algunas veces merece la pena arriesgarse -se levantó y agarró a Meggie de la mano-. Vamos fuera; hace un día precioso.

Encontraron a Dylan y Conor en la cabina con Brendan. La vista desde la proa era espectacular. Meggie miró hacia la bahía y luego a la orilla, donde se veía el perfil de la ciudad de Boston, envuelta en una ligera bruma. El balanceo del barco era bastante pronunciado y Meggie se agarró al brazo de Dylan. Luego, cerró los ojos, dio un suspiro profundo y rezó para que no le entraran ganas de vomitar la galleta que acababa de tomarse junto con la taza de café.

Cuando abrió los ojos, Dylan la estaba mirando.

– Vamos abajo. Allí te sentirás mejor – dijo, ayudándola a bajar por la escalera-. ¿Qué tal?

– Mejor.

Dylan le pasó un brazo por los hombros.

– Estupendo.

Se quedaron en silencio un buen rato, ambos mirando el agua y respirando el aire salado. Las gaviotas volaban sobre ellos, sumergiéndose de vez en cuando en el agua en busca de la carroña que las barcas dejaban.

– Me gusta tu familia -dijo Meggie de repente-. Tus hermanos son muy simpáticos y Olivia es encantadora.

– Sí, lo es. Conor es un hombre con suerte. Y le estoy agradecido por ser el primero en demostrar que la leyenda de la familia es falsa. Al parecer, los miembros de la familia Quinn sí que pueden ser felices al lado de una mujer. Siempre que encuentren a la mujer adecuada.

Meggie se quedó un rato callada, pensando en si ella sería la mujer adecuada para él.

– Dylan, ¿por qué me has traído?

– No estoy seguro -contestó él, mirando al horizonte-. Solo sabía que, cuando estuviera en el mar, me gustaría tenerte a mi lado. Quería que vieras todo esto -añadió, mirándola de reojo-. Es parte de mí. Si no fuera por este barco, probablemente seguiría viviendo en Irlanda y sería una persona diferente -miró a su alrededor, como si estuviera hablando demasiado-. Cuando era pequeño, odiaba este barco.

– ¿Por qué?

Dylan se levantó y fue hacia la proa. Luego se volvió hacia Meggie y ella contuvo el aliento. Con el viento revolviéndole el cabello, Dylan parecía un dios antiguo. Era el hombre más guapo que había conocido y en ese barco, con el mar azul a su alrededor, parecía en su medio natural.

– Por este barco fue por lo que vinimos a América. Y también fue el culpable de que mi padre pasara semanas enteras fuera de casa -le explicó-. Este barco es el que hizo que mi madre se fuera y nos dejara. Este barco fue el culpable de todas las cosas malas que me pasaron de pequeño. Algunas veces, deseé que se hundiera en el fondo del mar para que nosotros pudiéramos ser una familia normal. Pero ahora que soy mayor, me doy cuenta de que no era el barco, sino lo que representaba: la soledad, el miedo y las privaciones.

Meggie se sorprendió de la repentina confesión de Dylan. ¿Qué pensaría Lana de ello? Tendrían que revisar su plan.

– ¿Qué le pasó a tu madre?

– No lo sé con seguridad. Conor cree que sigue viva, pero creo que a todos nos asusta un poco que sea cierto. Nos da miedo que la imagen que tenemos de ella no sea la real. Lo único que sabemos es que un día se fue y todo empezó a ir mal -esbozó una sonrisa-. Mi padre y sus historias sobre los Quinn… Lo único que tenía que hacer era mirar a sus hijos para darse cuenta de lo mucho que necesitábamos a nuestra madre. Por eso pasaba yo tanto tiempo en tu casa. Tu madre era siempre muy cariñosa conmigo y cocinaba mucho mejor que Conor.

– Y si un día apareciera, ¿qué haríais?

Dylan se quedó en silencio unos instantes, con la vista fija en ella. Meggie vio el dolor en sus ojos y, de repente, entendió al adolescente que una vez había sido él. Comprendió al muchacho que usaba su físico y su simpatía para hacerse un lugar en el mundo y para protegerse de los terrores de la vida.

Dylan volvió y se sentó junto a Meggie.

– La agarraría de la mano y no dejaría que se fuera nunca más.

Meggie sintió un nudo en la garganta. Por un momento, quiso creer que hablaba de ella. Se acercó y le dio un beso en los labios. Dylan puso cara de sorpresa y luego esbozó una sonrisa mientras apretaba su frente contra la de ella.

Meggie dio un suspiro profundo y besó de nuevo a Dylan, dejando a un lado sus dudas y preocupaciones. Quería disfrutar del presente y las sensaciones que calentaban su sangre en esos momentos. Ya decidiría qué iba a hacer más tarde. De momento, quería seguir soñando un poco más de tiempo.

– Así que esta mujer es Meggie Flanagan -murmuró Brendan, mirando hacia la proa.

Dylan miró por la ventanilla de la cabina. Meggie y Olivia estaban sentadas en proa, tomando chocolate caliente y charlando animadamente. Habían llegado, ya por la tarde, a Gloucester y Conor había ido a comprar algo de cena en el muelle.

Desde luego, no es la Meggie Flanagan que yo recuerdo del instituto -añadió Brendan-. Era solo un año más pequeña que yo, pero no recuerdo haber visto nada en ella que sugiriera la belleza en que iba a convertirse.

– Es muy guapa, ¿verdad? Algunas veces pienso que podría mirarla durante horas y no aburrirme nunca.

Brendan le dio un golpecito a su hermano en el hombro.

– Parece que esa mujer te ha atrapado.

– Puede que sí, puede que no. Nos hemos visto varias veces desde lo del incendio, aunque solo hemos salido, oficialmente, una vez. Y todavía no puedo asegurar qué siente ella por mí.

– No puedes culparla. Ya sabes tu fama con las mujeres.

Dylan hizo un gesto de impaciencia. ¿Por qué siempre le hablaban de lo mismo?

– Espero quitarme esa fama durante la próxima década. Meggie es la primera chica especial en mi vida y no quiero que piense que estoy haciendo tiempo con ella hasta que aparezca otra.

– Esto no presagia nada bueno. Primero Conor y luego tú. Papá ha tenido que hacer un gran esfuerzo para aceptar lo de Conor. Cuando se entere de lo tuyo, le va a dar un infarto. Todos aquellos cuentos no han servido para nada.

– Te repito que es pronto para decir que lo mío vaya en serio.

Dylan volvió a mirar a Meggie, que en un momento lo vio observándola y lo saludó alegremente con la mano.

– Me doy cuenta de cómo la miras. Así que te diré lo mismo que le dije a Conor. No lo estropees, puede que solo tengas una oportunidad de hacer que salga bien.

Dylan asintió.

– ¿De qué estarán hablando?

– Ya conoces a las mujeres. Probablemente están haciendo comparaciones sobre la virilidad de los hermanos.

– ¿De veras? -preguntó Dylan-. ¿Hablan de eso? Pero si no se conocen apenas.

– Bueno, supongo que no estarán hablando de deportes y tampoco pueden estar tanto tiempo hablando de barras de labios y esmalte de uñas. Más tarde o más temprano, me imagino que se habrán puesto a hablar de hombres.

– Será mejor que vaya con ellas. No quiero que Olivia la asuste.

Hasta ese momento, no le había importado que sus hermanos conocieran a sus novias. Pero Meggie no era una conquista y quería que la conocieran como él la conocía. Que vieran lo simpática que era y entendieran por qué le hacía reír. Y quería demostrarles que no todas sus relaciones tenían por qué terminar en poco tiempo, que él también era capaz de enamorarse.

Después de todo los cuentos que su padre les había contado sobre los peligros del amor, había imaginado que nunca llegaría a querer a una mujer. Pero cada vez que pasaba un rato con Meggie, se daba cuenta de que sí era posible encontrar a la persona perfecta con la que compartir la vida. Sí, quizá esa persona fuera Meggie.

Bajó la escalera y, al torcer para dirigirse hacia donde estaban ellas, se chocó con Olivia. Esta sonrió y le dio un beso.

– Meggie es maravillosa. No lo estropees, ¿de acuerdo?

– ¿Por qué todo el mundo piensa que voy a estropearlo?

Encontró a Meggie apoyada en la barandilla de babor, mirando hacia el mar. La agarró por detrás y la apretó contra sí.

– ¿No tienes frío? Ella asintió.

– Sí, iba a entrar y… -en ese momento un pez apareció sobre el agua y volvió a sumergirse-… ¿Qué ha sido eso?

– Me imagino que habrá sido una sirena.

– No existen las sirenas. Excepto en Disneylandia.

– Te equivocas. Un antepasado mío, Lorcan Quinn, conoció a una sirena que se llamaba Muriel.

– Entonces tu antepasado Lorcan estaba tan loco como tú.

– Lorcan fue un chico salvaje y se merece una historia mágica -comenzó Dylan, incapaz de resistir el reto de convencer a Meggie-. Un chico valiente e irresponsable. Un día, su padre le dijo que tenía que convertirse en una persona útil, así que Lorcan se ofreció a salir a pescar con la barca. Bueno, la verdad es que no tenía intención de pescar nada y lo único que hizo fue tumbarse a descansar. Se quedó dormido, pero al poco rato abrió los ojos y oyó una canción muy hermosa. Cuando se incorporó, estaba lejos de la orilla.

– Parece un cuento irlandés.

Dylan no se había dado cuenta de que contaba el cuento con el acento de su país natal, pero así tenían que contarse las historias, como si fueran música.

– Bien, pues se asomó al mar y vio a una sirena nadando alrededor de la barca. Se llamaba Muriel y vivía en un reino que había en el fondo del mar. Le habló a Lorcan de la belleza de su reino y de su riqueza, animándolo a que se fuera con ella. Pero Lorcan no confió en ella porque había oído muchos cuentos acerca de sirenas que arrastraban a los pescadores a morir. Así que remó hacia la orilla.

– ¿Y qué pasó? ¿Era una sirena buena o mala?

– Ya lo verás -replicó Dylan, besándola en la nariz-. Pero lo cierto era que Lorcan no podía olvidarse de ella. Y cada vez que salía al mar, la oía cantar. Un día, se dio cuenta de que se había enamorado de ella por su belleza y el sonido de su voz. Pero ella pertenecía al mar y él a la tierra, así que era imposible que pudieran estar juntos. De todos modos, eso no impidió que Lorcan saliera al mar todos los días para reunirse con ella, hiciera el tiempo que hiciera.

Meggie lo escuchaba, mirándolo fijamente a los ojos.

– Un día hubo una gran tormenta y la barca de Lorcan se vio arrastrada por una enorme ola. Muriel intentó salvarlo, pero la tormenta era muy fuerte y los arrastró a ambos contra las rocas. Estaban medio muertos y Muriel pidió a Lorcan que la devolviera al mar, porque sería el único modo de salvarse.

Lorcan sabía que eso significaría su muerte, pero como la amaba, saltó al mar con Muriel en brazos.

– ¿Y murió?

– En la historia que siempre cuento, se muere y se queda en el fondo del mar. Y todo por ser tan estúpido de creer a una sirena.

– Es terrible -gritó Meggie, dándole un codazo.

– Pero en la versión de Brendan, Lorcan devuelve a Muriel a su reino y su padre, que es quien gobierna el océano, se pone tan contento de volver a ver a su hija, que le concede un regalo a Lorcan. Le da el poder de vivir bajo el agua. Así que, al sacrificar su propia vida por el amor, consigue una nueva vida debajo del mar. Allí, vivirá feliz con Muriel el resto de sus días.

– Esa versión me gusta más.

– Cuando papá estaba fuera, Brendan siempre cambiaba el final de las historias y acababan teniendo seis o siete finales. Nunca sabíamos cuál iba a contarnos. Eso mantenía el interés. A mí, las versiones de Brendan, siempre me parecieron algo blandas, pero esta en concreto sí me gustaba.

Entonces agarró a Meggie, que se había girado hacia el mar, y la hizo volverse hacia él. Luego la besó dulcemente hasta que notó que su sangre comenzaba a arder. ¿Cuántas veces había tratado de descubrir lo que lo atraía a ella? ¿Sería su belleza o quizá su fragilidad? ¿O el hecho de conocerse hacía mucho tiempo?

Abrazó su cuerpo esbelto y se abandonó en él. Entonces se dio cuenta de que nada importaba, salvo el que se hubieran reencontrado y estuvieran juntos en ese momento. Ya tendría tiempo más adelante de analizar sus sentimientos.

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