La alarma sonó justo a las tres y diecisiete minutos. Dylan dejó de dar brillo al camión y alzó la vista. La mayoría de los hombres de la Compañía Ladder 14 y de la Engine 22 estaban arriba, relajándose después de la comida. Pero algunos ya estaban empezando a bajar. Dylan dejó a un lado el paño del polvo y fue hacia el cuarto donde tenía las botas, la chaqueta y el casco.
Una voz les habló por los altavoces y repitió varias veces la dirección del incendio. En cuanto Dylan oyó la dirección, se quedó quieto. ¡Pero si era muy cerca de donde estaban! Dylan salió de la nave y miró hacia la calle Boyiston.
No se veía humo. Quizá el fuego no se hubiera descontrolado todavía. Lo que sería un alivio, ya que los edificios de las zonas antiguas de Boston estaban construidos muy cerca unos de otros y eso hacía difícil evitar que los incendios se extendieran.
La sirena comenzó a sonar y Dylan se volvió, haciéndole una seña a Ken Carmichael, el conductor del camión. Este salió de la nave y Dylan se subió en marcha a la parte delantera. Su corazón comenzó a latir a toda velocidad y sus sentidos se agudizaron, como siempre que salían a apagar un incendio.
Mientras se abrían paso entre el tráfico de la calle Boyiston, Dylan recordó el momento en que había decidido hacerse bombero. Cuando era pequeño, él quería ser de mayor un Caballero de la Mesa Redonda o un Robin Hood moderno. Cuando terminó la escuela, ninguno de esos puestos estaban disponibles, pero en cualquier caso tenía claro que no le interesaba seguir estudiando una carrera. Su hermano mayor, Conor, acababa de ingresar en la academia de policía, así que Dylan decidió entrar en la de bomberos. Y en cuanto ingresó en ella, se sintió como en casa.
No se lo tomó como la escuela, en donde no le importaba faltar un día o dos. En la academia, había trabajado mucho para convertirse en el mejor de su clase, el más rápido, el más fuerte, el más inteligente y el más valiente. La Brigada de Bomberos de Boston tenía fama de ser una de las mejores del país.
Tiempo después, Dylan Quinn se había convertido en parte de su historia. Como bombero, tenía fama de ser prudente y valiente al mismo tiempo. El tipo de hombre en quien sus compañeros podían confiar.
En la historia del departamento solo había habido dos hombres que se habían hecho tenientes antes que él. Y sería capitán en pocos años, en cuanto se sacara el título en la escuela nocturna. Pero no era la gloria, ni la excitación, ni siquiera las mujeres bellas que se acercaban a los bomberos, lo que atraía a Dylan. Era más bien la idea de salvar la vida de alguien, de arrancar a un completo desconocido de las garras de la muerte y darle otra oportunidad.
Cuando el camión se detuvo en medio del tráfico, Dylan agarró el hacha y dio un salto. Comprobó la dirección y entonces vio un hilo de humo gris que salía de la puerta de una tienda. Un momento después, una mujer delgada con la cara sucia salió de ella.
– Gracias a Dios que han llegado. Dense prisa.
La mujer corrió al interior y Dylan me tras ella.
– ¡No entre!
Lo último que quería era que una ciudadana se pusiera deliberadamente en peligro. Aunque a primera vista el incendio no parecía peligroso, Dylan sabía que no había que fiarse nunca del fuego. El interior de la tienda estaba lleno de humo. Este no era más denso que el que había en el pub de su padre cualquier sábado por la noche, pero sabía que podía haber en cualquier momento una explosión. De pronto, notó un olor a goma quemada y comenzaron a picarle los ojos.
Encontró a la mujer detrás de una gran barra, dando golpes al fuego con una toalla medio chamuscada. La agarró de un brazo y la atrajo hacia sí.
– Señorita, tiene que marcharse. Déjenos que lo hagamos nosotros, o puede hacerse daño.
– ¡No! -gritó la mujer, tratando de liberarse-. Hay que apagarlo antes de que pase algo grave.
Dylan miró por encima del hombro de la mujer y vio entrar a dos miembros de su equipo con extintores.
– Parece que viene de esa máquina. Rompedla y buscad el origen -ordenó.
Entonces tiró de la mujer y la tumbó en el suelo, a su lado.
– ¿Romperla?
Al decir eso la mujer, los dos hombres se quedaron inmóviles.
A pesar del humo, Dylan pudo ver que era una mujer muy guapa. El pelo, de color castaño oscuro, le caía en ondas suaves alrededor de los hombros. Su perfil era perfecto y cada rasgo de su cara, equilibrado. Tenía los ojos verdes y sus labios resultaban muy sensuales. Dylan sacudió la cabeza, como queriendo evitar verse atrapado por aquellos labios.
– Señorita, si no se va ahora mismo, voy a tener que llevarla yo a la fuerza -la avisó Dylan, mirándola de arriba abajo, desde su ajustado suéter, pasando por su minifalda de cuero, hasta sus botas altas-. Y dado el tamaño de su falda, supongo que no querrá que la cargue al hombro.
La mujer pareció ofenderse, tanto por su actitud dominante, como por el comentario sobre su forma de vestir. Dylan la observó y vio que sus ojos verdes brillaban de indignación. Al aumentar el ritmo de su respiración, sus senos comenzaron a subir y bajar a un ritmo muy sensual.
– Esta es mi tienda -declaró-. Y no voy a dejar que lo rompan todo con sus hachas.
Dylan dijo algo entre dientes e hizo lo que había hecho cientos de veces. Se agachó, la agarró por las piernas y luego se la puso sobre el hombro.
– Volveré enseguida -les aseguró a sus compañeros.
La mujer gritó y pataleó, pero Dylan apenas se dio cuenta. En lugar de ello, se concentró en la forma de la pierna que tenía contra su oreja. La mujer tenía el cuerpo de una adolescente. Una vez había tenido que cargar con un hombre que pesaba casi cien kilos. Esa muchacha pesaría unos cincuenta y cuatro.
Cuando Dylan la sacó fuera, la dejó delicadamente al lado de uno de los camiones y luego tiró de la falda para abajo para restaurar su dignidad. Ella le apartó la mano, molesta.
– Quédese aquí -le ordenó él, apretando los dientes.
– ¡No! -respondió ella, dirigiéndose hacia la puerta.
La muchacha pasó a su lado y Dylan corrió tras ella y la alcanzó ya dentro de la tienda. La agarró por la cintura y la atrajo hacia sí de un modo que le hizo olvidarse de los peligros del fuego y concentrarse en los peligros del cuerpo femenino.
Los dos vieron cómo Artie Winton agarraba la máquina de la que salía el humo, la colocaba en mitad de la tienda e intentaba romperla con el hacha. Unos momentos después, Jeff Reilly cubría con la espuma de su extintor la masa de acero retorcido.
– Al parecer, este era el origen del fuego y no ha pasado de ahí -gritó Jeff.
– ¿Qué es? -quiso saber Dylan. Reilly se agachó para mirar la máquina de cerca.
– ¿Una de esas máquinas de yogures?
– No -contestó Winton-, es una de esas cafeteras modernas.
– Es una Espresso Master 8000 Deluxe.
Dylan bajó la vista hacia la mujer, que observaba con amargura la masa de acero. Una lágrima resbalaba por su mejilla y se estaba mordiendo el labio. Dylan murmuró algo entre dientes. Si había algo que le molestara en los incendios, eran las lágrimas. A pesar de que había tenido que dar malas noticias a las víctimas muchas veces, nunca sabía qué hacer cuando se echaban a llorar. Además, dijera lo que dijera, sus palabras siempre le resultaban un poco falsas. Se aclaró la garganta.
– Quiero que reviséis todo -le ordenó, dando un golpecito en el hombro de la muchacha-. Aseguraos de que no ha habido ningún cortocircuito ni nada. No sabemos qué tipo de cables habrá. Mirad también en la caja de fusibles para ver si ha saltado alguno.
Dylan se quitó los guantes y tomó la mano de la mujer para llevarla fuera.
– No puede hacer nada aquí. Vamos a revisar todo y, si no hay peligro, podrá entrar cuando se despeje el humo.
Cuando salieron fuera, la llevó a la parte de atrás del camión y la hizo sentarse. Un médico con una bata blanca se acercó a ellos, pero Dylan le hizo una seña para que se fuera. Las lágrimas de la mujer se hicieron más abundantes y a Dylan le dio un vuelco el corazón mientras luchaba por contener el impulso de abrazarla. La mujer no tenía muchos motivos para llorar. Solo había perdido una cafetera.
– Está bien. Sé que ha tenido que pasar miedo, pero no le ha ocurrido nada y apenas ha habido daños materiales:
La mujer alzó la cabeza y lo miró enfadada.
– ¡Esa máquina costaba quince mil dólares! Es la mejor cafetera del mercado, hace cuatro cafés en quince segundos. Y sus hachas la han hecho añicos.
– Escuche, señorita, yo… -dijo Dylan, asombrado por la falta de gratitud de la mujer.
– ¡No me llame señorita!
– Bueno, pero debería estar contenta – contestó Dylan, que no pudo disimular su rabia-. No ha habido ningún muerto -Dylan dio un suspiro y trató de bajar el tono-, no ha habido heridos, no ha perdido a ningún familiar ni a ningún animal de compañía. Lo único que se ha roto ha sido una cafetera. Una cafetera que estaba defectuosa.
La mujer se quedó callada, mirándolo fijamente. Dylan vio otra lágrima bajar por su rostro y luchó por no secársela él mismo.
– No es una simple cafetera.
– Sí, lo sé. Es una Espresso Deluxe 5000 o como se llame. Una caja de acero con unos cuantos tornillos y muchos tubos. Señorita, he de decirle que…
– Le repito que no me llame señorita. Me llamo Meggie Flanagan.
Hasta ese momento, Dylan no la había reconocido. Ella había cambiado… bastante, pero todavía conservaba ciertas cosas de la niña que había conocido hacía mucho tiempo.-¿Meggie Flanagan? ¿Mary Margaret Flanagan? ¿La hermana pequeña de Tommy Flanagan?
– Puede ser.
Dylan, soltando una carcajada, se quitó el casco y se pasó una mano por el pelo.
– La pequeña Meggie Flanagan. ¿Cómo está tu hermano? Hace mucho que no lo veo.
La muchacha lo miró con suspicacia, pero luego reparó en el nombre que llevaba escrito él en la chaqueta, debajo de su hombro izquierdo. Inmediatamente, puso cara de asombro y se sonrojó.
– Quinn. ¡Oh, Dios mío! -exclamó, enterrando el rostro entre las manos-. Debería haberme figurado que aparecerías de nuevo y me arruinarías la vida.
– ¿Arruinarte la vida? ¡Te he salvado la vida!
Ella se puso muy seria.
– Te equivocas. Habría podido apagar el fuego yo sola.
Dylan se cruzó de brazos.
– ¿Entonces por qué llamaste a los bomberos?
– Yo no llamé, se disparó la alarma.
Dylan le quitó la toalla húmeda que todavía llevaba en la mano y la agitó delante de su cara.
– ¿Y lo pensabas hacer con esto? Apuesto a que ni siquiera tenías un extintor dentro, ¿a qué no? Si supieras cuantos fuegos se han apagado con un simple extintor. Yo…
Dylan no terminó la frase al ver la expresión de desafío de ella.
Era Meggie Flanagan, pensó Dylan, casi avergonzado por haberse sentido atraído por ella. Después de todo, era la hermana pequeña de uno de sus antiguos amigos y había una regla entre ellos que decía que nunca podías jugar con la hermana pequeña de un amigo. Pero Meggie ya no era la niña flacucha con un corrector en los dientes y gafas de cristales gruesos. Y él llevaba bastante tiempo sin ver a Tommy.
– Podría denunciarte por violar las normas.
– Adelante -contestó ella. Luego, después de soltar una maldición, se dio la vuelta y se metió en el interior de la tienda-. Conociéndote, no me extrañaría.
¿Conociéndolo?, pensó Dylan.
– Meggie Flanagan -dijo en voz alta. La recordaba como una chica tímida y nerviosa, pero esa mujer no parecía nada tímida. Tampoco era ya aquella muchacha flaca… y lisa como una tabla.
Él había pasado muchas horas en casa de Tommy Flanagan. Después del colegio, solían ir allí a escuchar música o a jugar con el ordenador. Y ella siempre los observaba en silencio a través de sus gafas de cristales gruesos. Dylan, cuando se hizo mayor, pasó prácticamente a vivir en casa de Tommy. Pero ya no eran los juegos los que le hacían ir allí. La madre de Tommy era una mujer alegre y cariñosa que lo invitaba a cenar con frecuencia. Algo que Dylan aceptaba gustosamente.
Meggie siempre se sentaba frente a él y, cada vez que miraba hacia ella, la sorprendía observándolo. Lo miraba fijamente, igual que siempre que se encontraban a la entrada del colegio. Ella tenía dos años menos que él y, aunque nunca fueron a la misma clase, solía verla en el comedor o por la entrada. Los chicos solían meterse con ella y Tommy tenía que salir en su ayuda continuamente. Poco después, él empezó también a defenderla, ya que era la hermana de su mejor amigo.
En ese momento, la observó ir de un lado para otro, muy nerviosa, frotándose los brazos. Debían de habérsele quedado helados con aquel viento frío de noviembre. Entonces volvió a sentir ganas de protegerla, pero no como en el pasado. En esos momentos, aquella sensación le llegó mezclada con una intensa e innegable atracción. Sentía la necesidad de tocarla de nuevo. Así que se quitó la chaqueta y fue hacia ella.
– Toma, vas a resfriarte.
Dylan, sin esperar a que ella asintiera, le puso la chaqueta por los hombros y dejó que sus manos se retrasaran unos instantes. El estremecimiento que le subió por los brazos al tocarla no le pasó inadvertido. Ella dejó de caminar y le dio las gracias de mala gana.
– ¿Qué querías decir con eso de que voy a arruinarte de nuevo la vida? -preguntó, apoyándose contra la pared de ladrillo del edificio.
Ella frunció el ceño.
– Nada, da igual.
Dylan sonrió en un intento de animarla.
– Me cuesta reconocerte, Meggie. Lo único que coincide con el recuerdo que guardo de ti es el nombre. Nunca nos conocimos de verdad, ¿no te parece?
Una extraña expresión asomó en la cara de ella. Dylan se quedó pensativo. Parecía haberla herido con sus palabras. Pero, ¿por qué?
Pero justo en ese momento el altavoz del camión de bomberos anunció otra alarma y el equipo se reunió para escuchar atentamente. Era en una fábrica.
– Tengo que irme -dijo Dylan, haciéndole una seña a Meggie y estrechándole la mano-. Es mejor que entres. Y siento lo de la cafetera.
Ella abrió la boca para decir algo, pero luego la cerró.
– Gracias -fue su única respuesta.
Dylan fue hacia el camión sin poderle quitar los ojos de encima a Meggie. Por un momento, le pareció la niña de antaño. Allí sola, insegura de sí misma y con las manos entrelazadas en el regazo.
– Saluda de mi parte a Tommy cuando lo veas.
– Lo haré-dijo ella, también mirándolo fijamente.
El camión arrancó y Ken Carmichael tocó el claxon.
– A lo mejor nos vemos pronto -añadió Dylan.
– ¡Tu chaqueta! -gritó ella de repente.
– Tenemos más en el camión.
Dylan se subió a la cabina y se sentó al lado del conductor. Mientras se alejaban del lugar, con la sirena encendida, Dylan se dio cuenta de que Artie y Jeff lo estaban mirando sonrientes.
– ¿Qué ha pasado con tu chaqueta? -le preguntó Artie-. ¿La perdiste en medio del incendio?
Dylan se encogió de hombros.
– Si fuéramos a apagar un fuego a la luna, tú te encontrarías allí a una mujer a la que seducir -añadió Jeff, que se inclinó hacia el conductor-. Oye, Kenny, tenemos que volver. Quinn se ha olvidado la chaqueta otra vez.
Carmichael soltó una carcajada.
– Este chico tiene la mala costumbre de perder siempre la chaqueta. Le diré al jefe que se la descuente del sueldo.
Dylan tomó una de las chaquetas que había de repuesto en la parte de atrás y se la puso. En esa ocasión no estaba seguro de querer recuperar su chaqueta. Meggie Flanagan no era como las otras mujeres con las que el plan le había salido bien. Por una razón: ella no lo había mirado con adoración. De hecho, parecía odiarlo. Además, tampoco era el tipo de mujer a la que pudiera seducir y luego marcharse. Era la hermana pequeña de alguien que había sido su mejor amigo.
Tomó aire y lo dejó salir lentamente. No. Pasaría mucho tiempo hasta que recuperara esa chaqueta.
Una capa fina de hollín cubría todas las superficies de la tienda. La fiesta Cuppa Joe estaba prevista para el día después de Acción de Gracias y Meggie estaba agobiada por todo lo que le quedaba por hacer. Tenía que dar unas lecciones a los ocho empleados que habían contratado y terminar la decoración. Había hablado por teléfono con la compañía de seguros y le habían prometido mandarle un equipo de limpieza y una nueva máquina. Pero no tenía tiempo a que llegara el equipo de limpieza. Las mesas y las sillas llegarían al día siguiente y, si querían abrir a tiempo, su socia, Lana Richards, y ella tendrían que limpiarlo y ordenarlo todo solas.
Lo peor del incendio del día anterior no había sido el humo. Lo peor había sido la destrucción de la cafetera.
– Tres meses -musitó-. Tardarán tres meses en traer otra máquina. Incluso me he ofrecido a pagarles más para que la enviaran antes, pero me han dicho que no es posible. Todas las cafeterías les han pedido la misma máquina.
– ¿Puedes dejar de hablar de la maldita cafetera? -le preguntó Lana, metiendo la bayeta en un cubo de agua caliente-. Compraremos dos cafeteras Espresso Master 4000, o cuatro Espresso Master 2000, o lo que tú prefieras. Pero, por favor, deja de hablar de cafeteras.
En realidad, se había obligado a pensar en las cafeteras para no ponerse a fantasear con el bombero que había ordenado que la destruyeran. ¿Cuántas veces en las últimas veinticuatro horas se había acordado de Dylan Quinn?
– Es nuestro negocio -dijo Meggie con suavidad-. No nos hemos pasado los últimos cinco años ahorrando todo el dinero que sacábamos de trabajos que odiábamos hacer, ni hemos pedido un préstamo al banco para que vengan los bomberos y se líen a hachazos con nuestra cafetera.
Cualquier mujer se sentiría fascinada con Dylan Quinn. Después de todo, no todos los días te encontrabas con un héroe de carne y hueso, alto y guapo, y con uniforme de bombero. Parecía hecho para ese trabajo. Era decidido, fuerte, infatigable y… Meggie soltó un suspiro profundo. Probablemente cada mujer tendría su Dylan Quinn particular. Un hombre que fuera su prototipo, su ideal.
¿Y si ella en la escuela no hubiera sido tan tímida y él tan guapo? ¿Y si ella se hubiera quitado el corrector dental un año antes? ¿Y si hubiera sido capaz de hablar con él sin dejar escapar risitas tontas? Un gemido escapó de sus labios. A pesar de que hacía mucho tiempo de todo aquello, no podía evitar sentir la misma vergüenza que entonces.
Durante los últimos años, había pensado en Dylan Quinn de vez en cuando, preguntándose qué habría sido de su primer amor. Incluso alguna noche solitaria o en ciertas fechas, había imaginado que volvía a encontrárselo. Después de todo, ella había cambiado mucho. Ya no llevaba corrector dental y las gafas las había sustituido por lentillas. Además, se arreglaba el cabello en una de las mejores peluquerías de Boston y, lo más importante de todo, era que tenía curvas en las partes adecuadas del cuerpo.
Pero había ciertas cosas que no habían cambiado. Todavía no se le daban bien los hombres. Aunque había conseguido bastantes logros en el terreno profesional, en el terreno personal no le había ido tan bien como deseaba. Probablemente, podía explicarse por la clase de hombres que siempre elegía, pero seguía pensando que su mala suerte se debía a los muchos años de haber sido tímida y fea.
Dylan, por otro lado, había sido uno de los chicos más famosos de la escuela. Con su pelo negro, su aspecto agresivo y su poderoso encanto, había sido el sueño de todas las chicas. Al ver sus ojos el día del incendio, recordó inmediatamente la imagen del chico alto, delgado y con aquella sonrisa irresistible.
Todos los hermanos tenían aquellos ojos entre dorados y verdes. Un color único y extraño que no podía ser definido como marrón. Aquellos ojos tenían el poder de hacer temblar a las chicas a las que miraban. Meggie había recordado inmediatamente la vergüenza y humillación que aquel hombre la había hecho pasar al no llevarla al baile del instituto muchos años atrás.
– El incendio no ha sido tan grave -dijo Lana-. Además, gracias a él, has vuelto a ver a Dylan Quinn.
– Sí, justo lo que necesitaba.
Eran amigas desde la época de la universidad, así que había pocas cosas sobre Meggie que Lana no supiera. Pero la imagen de Dylan Quinn que tenía, por las cosas que le había contado su amiga, no era demasiado buena… ni demasiado verdadera. Si le preguntaran a Lana cómo era, habría contestado que Dylan era una mezcla de Hannibal Lecter y Bigfoot.
En ese momento, sonó la campanilla de la puerta y Meggie salió de la barra, confiando en que fuera el repartidor con la cafetera nueva. Pero no era Eddie, el repartidor de siempre, quien había llamado a la puerta, sino un hombre alto, guapo y… Meggie tragó saliva. ¡Era Dylan Quinn!
Meggie soltó un gemido, se metió de nuevo tras la barra y se agachó. Luego, tiró de la pernera del pantalón de Lana.
– ¿Quién es? -preguntó Lana, sacudiendo la pierna para que Meggie la soltara.
– Dylan Quinn. Dile que se vaya. Que no está abierto. Dile que hay otra cafetería en Newbury, muy cerca.
– ¡Oh, Dios! -exclamó Lana, mirando hacia la entrada-. ¿Ese es Dylan Quinn? Pero si no parece…
– ¡Deshazte de él ahora mismo! -le ordenó Meggie, dándole una patada a Lana. Esta dijo algo entre dientes y salió de la barra.
– Hola, apuesto a que ha venido a tomar una taza de café. Pues como ya ve, todavía no hemos abierto. La inauguración será dentro de tres semanas.
– Pues la verdad es que no he venido a tomar café.
El sonido de su voz, profunda y grave, pareció meterse en la sangre de Meggie, que seguía agachada detrás de la barra. Se preguntaba cómo se sentiría después de oír aquella voz durante una o dos horas. ¿Sería tan peligrosa, que no podría luego acostumbrarse a dejar de oírla?
– Pero estoy segura de que podré arreglarlo. Somos uno de los pocos sitios donde se hace Blue Mountain jamaicano. ¿Quiere una taza? Es un manjar de dioses. Yo diría que la bebida apropiada para usted.
Meggie gimió y agarró la pierna de Lana.
– No le sirvas un jamaicano -susurró-. Es lo más caro que tenemos. ¡Deshazte de él!
– Usted es Dylan Quinn, ¿verdad? -preguntó Lana, sacando una bolsa de plástico del frigorífico.
– ¿La conozco? -preguntó Dylan. Por el tono de su voz, Meggie imaginó que Dylan estaba utilizando todo su poderoso encanto y Lana respondía a él como un gatito delante de un plato de nata. Seguro que Dylan había sonreído de aquel modo irresistible. Lana se echaría el pelo hacia atrás y reiría con su risa profunda y gutural. Y antes de que Meggie pudiera hacer algo, se irían rápidamente a la farmacia de enfrente para comprar una caja de preservativos.
– No, pero estoy segura de que podemos solucionar ese pequeño problema. Me llamo Lana Richards y soy la socia de Meggie. Meggie me contó que ayer le había salvado la vida. Le estamos muy agradecidos. Mucho. Espero que podamos… devolverle el favor de alguna manera.
Meggie soltó una maldición. Lana estaba haciendo aquello a propósito. Quería provocarla y ponerla celosa para que se levantara. Así que, finalmente y de mala gana, se levantó y se apartó el cabello de los ojos. Dylan, que estaba apoyado en la barra, retrocedió asombrado.
– ¡Meggie!
– Lo siento -dijo con una sonrisa forzada-. Es que estaba… tenía que hacer… tenía la cabeza dentro de la nevera y no te he oído entrar -se aclaró la garganta-. Me temo que no hemos abierto todavía -explicó, limpiándose las manos en los pantalones.
– El pobre habrá estado apagando fuegos todo el día. Creo que lo menos que podemos hacer es ofrecerle algo.
Meggie se cruzó de brazos y miró a Dylan con cautela. Este se había quitado su uniforme de trabajo y llevaba unos vaqueros, una camiseta y una chaqueta de cuero. Pero estaba tan guapo como siempre. Su cabello, espeso y negro, todavía estaba húmedo en la nuca y Meggie no pudo evitar preguntarse cuánto tiempo haría que había salido de la ducha… desnudo y mojado.
La muchacha tragó saliva y agarró un trapo con el que comenzó a limpiar la barra de cobre.
Lana pasó detrás de ella y le dio un pellizco en el brazo. Meggie la insultó en voz baja y se frotó el brazo. Luego, se volvió y miró a Lana.
– Sé amable con él -le aconsejó la amiga-. Voy a hacer cosas en el despacho.
– No tengo por qué ser amable. Odio a este hombre.
– Entonces ve tú al despacho a hacer el papeleo y yo me quedaré aquí con él. Es guapísimo. Y ya sabes lo que se dice de los bomberos.
– ¿El qué?
Lana se acercó y le habló al oído.
– Que no es el tamaño de la manguera, sino donde apuntan, lo que cuenta.
Meggie soltó una carcajada y dio un empujón cariñoso a Lana. Cuando finalmente se quedó a solas con Dylan, lo miró de reojo mientras preparaba un vaso de papel para echarle el café. Así podría llevárselo fuera.
Dylan la observó mientras preparaba el café. Sonreía relajadamente, como si estuviera seguro del poder que tenía sobre ella.
Meggie pensó que él era todavía más guapo de lo que recordaba. Todas sus amigas del instituto se habían enamorado de algún chico, pero ella se había enamorado del mejor: de Dylan Quinn. Aunque él era dos años mayor que ella, había fantaseado a menudo con la idea de que la atracción era mutua. Después de todo, cada vez que la veía, le sonreía e incluso alguna vez la había llamado por su nombre.
Un día, su hermano Tommy, le dijo que a Dylan le gustaría llevarla al baile del fin de curso. Era la primera gran fiesta desde que había empezado la escuela y ella había dado por sentado que iba a quedarse en casa, como las otras tímidas de la clase. Pero entonces Dylan, el chico más guapo del instituto, le había pedido que lo acompañara.
Ella no pudo guardar el secreto y se lo contó a todas sus amigas. Así que no tardó en correr la noticia y todo el instituto se enteró de que Meggie Flanagan tenía una cita con Dylan Quinn. Meggie se había comprado un vestido nuevo y unos zapatos a juego. Guando Dylan llegó aquella tarde, estaba tan nerviosa, que había estado a punto de echarse a llorar.
Dylan fue a recogerla en vaqueros y acompañado por Brian, su hermano pequeño, que iba con un esmoquin y tenía una sonrisa bobalicona en los labios.
Al principio, ella no lo había entendido, pero luego todo quedó claro. Ella tenía que ir con Brian, en vez de con Dylan. Aunque Brian era un Quinn, todavía no había alcanzado su máximo atractivo. Era un poco más bajo que ella y su idea de mostrarse encantador era mirarla con ojos soñadores mientras se tocaba la pajarita. Meggie habría preferido ir con su primo o incluso con su hermano Tommy.
– Me imagino que has venido a disculparte -dijo ella de espaldas a él.
– Pues no, he venido por la chaqueta, ¿recuerdas?
– Ah, sí.
Claro, no había ido a verla a ella. Simplemente había ido a recoger su chaqueta. Meggie se dio la vuelta despacio y fue hacia el fondo de la barra.
– Voy por ella, está en el despacho.
– No hay prisa, puedes dármela luego. Antes de nada, quiero invitarte a cenar.
El corazón de Meggie se detuvo al mismo tiempo que sus pies y, por un momento, hasta dejó de respirar. ¿Le había oído bien? ¿O estaría imaginándose cosas que no eran verdad, como ya le ocurrió en el pasado?
– ¿Qué?
– Que quiero invitarte a cenar. Tienes aspecto de necesitar un descanso y sería una buena oportunidad para recordar los viejos tiempos.
Meggie tragó saliva, pensando que aquello no podía ser cierto.
– Pues… no, yo… no puedo -murmuró, pasando un paño sobre la barra como si estuviera muy ocupada-. Esta noche no.
– ¿Y mañana? Yo salgo a las ocho. Podemos tomar algo y luego ir al cine.
– No. Tengo muchas cosas que hacer – aseguró ella.
Meggie tomó el vaso de papel y lo llenó de café. Pero echó más de la cuenta y se quemó la mano. Entonces dio un grito y se le cayó el vaso. En un momento, Dylan estaba a su lado. La agarró de la mano y la llevó hasta la pequeña pila que había debajo de la barra.
– ¿Tienes hielo?
Meggie señaló la máquina de hacer hielo que estaba a unos metros. Dylan tomó un puñado, lo envolvió en un trapo y se acercó de nuevo.
– ¿Te duele?
– Sí.
Dylan le metió la mano debajo del grifo y luego la puso sobre su pecho. Finalmente, le puso un trozo de hielo encima.
– Eso me alivia.
Dylan sonrió.
– Debes tener más cuidado -le aconsejó él, observando su rostro lentamente.
Se detuvo en sus labios y ella contuvo el aliento. Por un momento, pensó que, si cerraba los ojos, él la besaría.
Pero, de pronto, él le quitó el hielo.
– Veamos aquí -al decirlo, le giró la mano y miró la muñeca-. Esto está rojo, pero no se ha hinchado. Creo que se te pasará enseguida.
Se llevó la mano a los labios y le dio un beso.
Asombrada, Meggie retiró la mano como si hubiera vuelto a quemarse. Dylan la estaba provocando, se estaba aprovechando de que se ponía nerviosa cuando él estaba cerca.
– Por favor, no hagas eso -murmuró-. Iré por la chaqueta y luego te marcharás. Dylan se la quedó mirando un rato.
– Ya vendré otro día por ella. Así volveré a verte, Meggie Flanagan.
Dicho lo cual, salió por la puerta. A Meggie le entraron ganas de salir corriendo tras él y decirle que no volviera a ir por su bar. Pero, en lugar de ello, se quedó admirando sus anchos hombros y sus estrechas caderas.
– Soy una cobarde -murmuró. Habría deseado aceptar su invitación a cenar. Habría querido que el beso de la muñeca hubiera subido por el brazo hasta su boca. Ya no era la adolescente tonta y torpe de antes. Era una mujer de casi treinta años a la que los hombres consideraban guapa. Era inteligente y culta y sabía que, con el hombre adecuado, podía llegar a ser una brillante conversadora.
Pero la idea de intimar con Dylan Quinn la asustaba. Ella no era el tipo de mujer que pudiera manejar a un hombre como él. Así que lo mejor sería permanecer alejada de él.