Capítulo 10

Adam tuvo mucho tiempo a lo largo del día y de la noche para lamentar su reacción. Tate pasó el resto del día en el despacho y luego se retiró a su propia habitación para dormir. Adam decidió que sería mejor que volvieran a verse durante el desayuno para tratar de hacer las paces, con María como intermediaria.

Pero el malestar del embarazo volvió a llevar a Tate temprano a la cocina. En lugar de esperar a tomar el café con Adam, salió de la casa para dar un paseo, esperando que así se asentara su estómago. Buck la saludó con la mano desde lo alto del establo, donde estaba amontonando heno. Tras echar una mirada a la casa, Tate se encaminó al establo a hablar con él; convenía que le advirtiera que Adam estaba en pie de guerra.

El humor de Adam no mejoró al ver que Tate no acudía a desayunar. Contestó a María de mala manera cuando ésta le empezó a hacer preguntas sobre Tate y ahora ella tampoco le hablaba. Se puso el sombrero y se encaminó al establo para tratar de quitarse el malhumor limpiando algunas casillas.

Apenas acababan de ajustarse sus ojos a las sombras cuando vio a Tate junto a la escalera que daba al pajar. Su corazón dio un salto gigante y luego empezó a palpitar con adrenalina al darse cuenta de que Buck estaba junto a ella. Y aquel descarado vaquero tenía una mano sobres sus hombros.

Adam se acercó a Buck y ordenó:

– Aparta tus manos de mi esposa. Buck sonrió.

– ¿Estás celoso? No hay razón para…

Adam pensó que tenía muy buenas razones para estarlo. Después de todo, su mujer llevaba dentro un hijo de Buck. Su puño salió disparado con fuerza, estrellándose contra la nariz del vaquero.

Buck cayó hacia atrás como una piedra, echando sangre por la nariz. Tate se arrodilló rápidamente junto a él y sacó un pañuelo del bolsillo trasero de su pantalón para contener la hemorragia.

– ¡Idiota! -exclamó, mirando a Adam-. ¡Vete a meter la cabeza el un cubo de agua fría para calmarte!

Adam quería apartar a Tate de Buck, pero estaba claro que tendrían una pelea silo intentaba. Y su orgullo no le permitía pedirle amablemente que se fuera con él.

– Haz lo que quieras -gruñó-. Siempre lo has hecho.

A continuación, se volvió y salió del granero. Un instante después oyeron su camioneta alejándose.

– ¿Qué le pasa? -preguntó Buck, sujetando cuidadosamente el pañuelo contra su nariz.

– ¿Te ha gustado cómo te ha tratado? -preguntó Tate.

– No me ha gustado nada -replicó Buck.

– Pues piensa en ello la próxima vez que veas a Velma con otro hombre y decidas golpearlo. Porque ése es el aspecto de un irrazonable y desconfiado paranoico en acción.

Buck hizo una mueca de desagrado.

– ¿Estáis diciendo que así es como me comporto cuando estoy con Velma?

– Bingo.

Buck palpó su nariz para comprobar si estaba rota.

– A fin de cuentas, puede que este puñetazo en la nariz no me haya venido tan mal.

– ¿Oh?

– Puede que Adam me haya hecho entrar en razón. Sé muy bien que no tiene motivos para estar celoso, aunque él crea que sí. Debería haber confiado en ti -Buck se puso en pie-. Creo que voy a volver a ver a Velma.

– ¿Hay alguna probabilidad de que quiera volver a hablarte?

– Si se ha sentido tan desgraciada como yo durante las pasadas semanas, lo hará -dijo Buck con determinación.

– Te deseo suerte.

– No creo que vaya a necesitar suerte. Creo que tengo algo mejor.

– ¿A qué te refieres?

– Creo que acabo de obtener una buena dosis de confianza.

Tate dio un abrazo a Buck, del que éste escapó rápidamente con la excusa de frotarse la paja de los pantalones.

– Puede que me haya vuelto un alma confiada -dijo-, pero Adam sigue por ahí loco como una cabra. No se sabe cuándo aparecerá para buscarte. Creo que me sentiré más seguro si vuelves a casa.

Tate hizo lo que le pedía. Esperaba que la experiencia que acababa de tener Buck con Adam le enseñara de una vez por todas que era una estupidez mostrarse inútilmente celoso. Porque si Buck podía aprender a confiar en Velma, aún había alguna esperanza de que Adam llegara a confiar en ella algún día.

Entretanto, Adam había conducido hacia el norte, hacia Fredericksburg, y ya se encontraba casi en lo alto de la colina cuando se calmó lo suficiente como para mirar a su alrededor y ver dónde estaba. Giró en medio de la autopista y condujo de vuelta al rancho.

Celos. Hasta entonces, Adam no había tenido que enfrentarse nunca a aquel sentimiento, y de momento, no lo estaba haciendo precisamente bien. Podía malgastar el poco tiempo que le quedaba con Tate antes de que ésta le pidiera el divorcio condenándolo por algo sucedido en el pasado. O podía disfrutar de la maravillosa compañía de la encantadora mujer a la que había llegado a conocer y a amar. Entre aquellas dos opciones, la segunda parecía la más razonable.

Cuando llegó al rancho, primero fue al establo a buscar a Tate. Encontró a Buck dentro, trabajando.

El delgado vaquero se apoyó en la valla y dijo:

– ¿Has recuperado ya la razón?

Adam sonrió, arrepentido.

– Sí. Respecto al puñetazo…

– Olvídalo -Buck había estado pensando cómo utilizar su nariz hinchada para que Velma se apiadara de él. Después le explicaría la lección que había aprendido-. Créeme, entiendo cómo debes haberte sentido al verme con Tate.

– ¿Por Velma? -Adam recordó lo destrozado que se sintió Buck al descubrir que su esposa lo estaba engañando.

– Sí.

– Has visto a Tate? -preguntó Adam.

– Ha vuelto a casa. Escucha, Adam, no…

– No tienes por qué darme explicaciones, Buck. No importa -Adam se encaminó hacia la casa. Encontró a Tate en el despacho, trabajando con su ordenador.

– ¿Ocupada?

Tate dio un salto al oír la voz de Adam. Miró por encima del hombro y lo vio apoyado contra el marco de la puerta, jugueteando nerviosamente con el ala de su sombrero.

– No demasiado para hablar -Tate hizo girar la silla, apoyó los tobillos sobre el escritorio y colocó las manos tras su cabeza, tratando de aparentar una despreocupación que estaba muy lejos de sentir.

En su juventud, Adam había participado en algunos rodeos domando potros salvajes. En aquellos momentos sentía el estómago como si se hallara sobre uno y estuvieran a punto de abrir la puerta de la casilla para que saltara a la arena.

– Lo siento -dijo-. Reconozco que ayer me pasé diciendo lo que te dije, y hoy también pegando a Buck. No te estoy pidiendo que me perdones. Sólo me gustaría tener la oportunidad de empezar de nuevo.

Tate se quedó anonadada. ¿Adam disculpándose? Nunca había pensado que vería ese día.

– ¿Significa esto que estas rescindiendo el acuerdo al que llegamos?

Adam tragó con esfuerzo.

– No.

De manera que aún la deseaba, a pesar de que estaba convencido de que el bebé era de Buck. Y estaba dispuesto a mantener la boca cerrada sobre la supuesta «indiscreción» de Tate y a darle su apellido al bebé a cambio de favores en la cama.

Una mujer tenía que estar loca para aceptar un acuerdo como aquél.

– De acuerdo -dijo Tate-. Acepto tu disculpa. Y sigue pareciéndome bien el acuerdo al que llegamos ayer.

Adam notó que no lo había perdonado. Pero el tampoco le había pedido perdón.

Tate pensó que debía ser una eterna optimista, porque interpretó la presencia de Adam en la puerta del despacho como un buen presagio. Aún rió había renunciado a convencerlo de la verdad sobre el bebé, ni a la posibilidad de llevar una vida feliz junto a él. Tal vez nunca llegara a suceder, pero al menos ahora vivirían amistosamente mientras trataban de resolver lo demás.

– Hace un día precioso -dijo Adam-. ¿Te gustaría tomarte un descanso y venir a ayudarme? Aún tengo que mover ese ganado de un pasto a otro -aquel trabajo había quedado pospuesto el día anterior debido a la repentina boda.

Una amplia sonrisa apareció en el rostro de Tate.

– Me encantaría. Déjame guardar lo último que he hecho en el ordenador.

Se volvió hacia la pantalla para pulsar unas teclas, pero se interrumpió al oír que Adam se aclaraba la garganta.

– Uh… No se me había ocurrido preguntar. ¿Te dijo la doctora Kowalski si todo iba bien con el bebé? ¿Hay algún motivo por el que no debas hacer ejercicio físico?

Tate se volvió y le dedicó una beatífica sonrisa.

– Estoy perfectamente. Al bebé le encantará montar a caballo.

A pesar de todo, Adam no le quitó ojo todo el día. Cuando vio que los párpados de Tate empezaban a cerrarse a última hora de la tarde, sugirió que echaran una siesta. La llevó hasta un roble gigante que se hallaba junto al riachuelo que cruzaba el rancho. Allí extendió una manta que tomó de su silla de montar y sacó la comida que llevaba en las alforjas.

Tate se quitó las botas y se tumbó en la manta con las manos tras la cabeza, contemplando el balanceo de las ramas del árbol, suavemente mecidas por la brisa.

– ¡Esto es maravilloso! ¡Un picnic! No sabía que tenías planeado algo así cuando me has sugerido venir.

De hecho, la responsable del picnic era María. Adam había pensado en la manta. Poco después de terminar los sándwiches y el té que María había preparado en un termo, Tate bostezó.

– No puedo creer lo cansada que me siento últimamente.

– Tu cuerpo está experimentando muchos cambios.

– ¿Es esa una opinión médica, doctor? -preguntó Tate, mirándolo a través de los párpados semi cerrados. Pero no escuchó su respuesta. En el instante en que cerró del todo los ojos, se quedó completamente dormida.

Adam recogió las cosas del picnic y se tumbó junto a ella para verla dormir. Nunca se había fijado en lo largas y oscuras que eran sus pestañas. Tenía un pequeño lunar junto a la oreja que no había detectado hasta entonces. Y unas oscuras ojeras en las que tampoco se había fijado.

Como médico, sabía la carga que suponía un embarazo para el cuerpo y las emociones de una mujer. Se prometió a sí mismo cuidar de Tate, asegurarse de que aquellas ojeras desaparecieran y de que la sonrisa permaneciera en su rostro.

Aunque estaba seguro de que ella se enfadaría si pensaba que había adoptado el papel de protector. Después de todo, había huido de sus hermanos porque estos la habían protegido excesivamente. Tendría que ser muy sutil para lograr hacerle descansar todo lo necesario. Como ese mismo día con el picnic. Estaba seguro de que Tate no sabía que estaba siendo manipulada por su propio bien.

Cuando Tate despertó, se estiró lánguidamente, sin recordar que tenía una apreciativa audiencia. Cuando abrió los ojos, comprobó que estaba a punto de anochecer. Se sentó abruptamente, marcándose un poco al hacerlo.

Adam se acercó a ella al instante, rodeándola con el brazo por los hombros.

– ¿Te encuentras bien?

– Sólo un poco mareada. Supongo que me he sentado demasiado deprisa. ¿Por qué me has dejado dormir tanto rato?

– Estabas cansada.

Tate apoyó la cabeza en su hombro.

– Supongo que sí. ¿No será mejor que volvamos?

Adam le acarició el cuello, buscando el lunar junto a su oreja.

– No tenía nada planeado para esta tarde, ¿y tú?

Tate rió son suavidad.

– No, yo tampoco.

Adam volvió a tumbarla lentamente sobre la manta y la besó. Mientras el sol se ponía, Adam hizo dulcemente el amor con su esposa. Volvieron cabalgando a casa bajo la luz de la luna y en cuanto llegaron al rancho, Adam se aseguró de que Tate se fuera directamente a la cama. A la suya.

– Haré que María traslade tus cosas aquí mañana -susurró junto a su oído-. Será lo más conveniente, ya que vas a dormir aquí.

Tate abrió la boca para protestar, pero volvió a cerrarla. Después de todo, quería que aquel matrimonio funcionara. Y cuanto más tiempo pasara en la cama con Adam, más posibilidades tendría de lograr que sucediera. Tenía intención de llegar a ser totalmente irreemplazable en su vida.

Pero mientras los días se convertían en semanas, y las semanas en meses, la invisible pared de desconfianza que se alzaba entre ellos no terminaba de caer. Aunque hacían el amor cada noche, las palabras «te amo» se atragantaban en la garganta de Tate cada vez que trataba de decirlas. Era demasiado doloroso exponer su necesidad ante él. Sobre todo porque no quería que él se sintiera obligado a decírselo también a ella. Cosa que temía que no haría.

Adam era igualmente consciente de cuánto había ganado con el traslado de Tate a su habitación, y de lo poco que habían cambiado las cosas entre ellos. Trató de sentirse tan encantado como ella con cada avance del embarazo. Casi lo consiguió.

Pero a veces, mientras la observaba, no podía evitar preguntarse si pensaría en Buck de vez en cuando. Últimamente, el vaquero no había parado en el rancho ni un momento durante su tiempo libre. Pero Adam había estado vigilante. Lo que significaba que aún no se fiaba del todo de Tate.

Entretanto, había esperado que Tate volviera a decirle que lo amaba. Pero no lo hizo. Y él sentía que necesitaba oír aquellas palabras.

Tate estaba en la cama con Adam cuando sintió que el bebé se movió por primera vez. Tomó su mano y la colocó sobre su vientre.

– ¿Puedes sentirlo? Ha sido como una especie de revoloteo.

– No -Adam trató de apartar la mano.

– Espera. Puede que vuelva a suceder.

– Apoya la tuya aquí -dijo Adam, colocando la mano de Tate sobre su excitación-. Creo que yo también tengo un revoloteo.

Tate no pudo evitar reír al sentir el cuerpo de Adam palpitando bajo su mano.

– Tienes una mente de ideas fijas, doctor.

– Sí, pero es una idea encantadora -murmuró él, deslizándose hacia abajo por el cuerpo de Tate. Tenía la cabeza apoyada en su vientre cuando sintió un ligero movimiento contra su mejilla. Se irguió como un gato escaldado.

– ¡Lo he sentido! ¡Lo he sentido! He sentido cómo se movía el bebé!

Tate sonrió triunfalmente.

– ¡Te lo había dicho!

Adam se sintió repentinamente incómodo. Como médico, había descrito el proceso del embarazo a sus pacientes cientos de veces. Sin embargo, se sentía apabullado ante la realidad misma. Aquel leve toque contra su mejilla había sido de un ser humano. Creciendo en el interior de Tate. Un bebé que llevaría su nombre. Un bebé que Tate pensaba llevarse cuando se divorciara de él.

Adam recordó porqué no debía dejarse llevar por la emoción respecto a Tate o al bebé. Ya iba a ser bastante malo que Tate se fuera. Sería terrible sentirse también apegado al bebé.

Adam no dijo nada sobre lo que estaba pensando, pero, a partir de esa noche, Tate notó una diferencia en su actitud cada vez que mencionaba al bebé. Adam parecía indiferente. Nada de lo que dijera lo excitaba o le hacía sonreír. Era como si el bebé se hubiera convertido en una carga demasiado pesada de soportar.

Tate había olvidado convenientemente que le había prometido el divorcio en cuanto el bebé naciera. De manera que la única explicación para la actitud de Adam era que seguía creyendo que el bebé no era suyo. Decidió tratar de convencerlo una vez más de que era el padre del bebé.

Eligió bien el momento. Ella y Adam acababan de hacer el amor y estaban abrazados en la cama. El bebé estaba activo en aquellos momentos y Tate presionó su vientre contra Adam, sabiendo que así no podía evitar sentir sus movimientos.

– ¿Adam?

– Hmm.

– El bebé está dando muchas patadas esta noche.

– Hmm.

– Creo que va a parecerse mucho a su padre.

Tate sintió que Adam se puso rígido en cuanto le escuchó decir aquello.

– A ti, Adam. Se va a parecer mucho a ti.

Adam habló en tono cauteloso.

– No tienes por qué hacer esto, Tate. No tienes por qué tratar de hacerme creer que el bebé es mío. Me… -«me encantaría». Se mordió el labio antes de admitir aquello. No tenía sentido revelarle el dolor que le causaría llevándose al bebé.

– Pero este bebé es tuyo, Adam.

– Tate, ya hemos hablado antes de esto. Me hice pruebas…

– ¿Y tu ex-esposa? ¿Ella también se hizo pruebas? Tal vez era problema suyo, no tuyo.

– Anne se hizo todo tipo de pruebas. Ella no tenía ningún problema.

– Puede que los resultados de las tuyas se mezclaran con los de algún otro -insistió Tate-. Tú eres doctor. Sabes que esas cosas pasan. ¿Viste personalmente los resultados?

– Anne me llamó desde la consulta del médico.

– ¿Quieres decir que no estabas allí?

– Tuve que acudir a una urgencia. Yo…

– ¡Entonces ella pudo mentirte! -dijo Tate.

– ¿Por qué? Deseaba tener hijos tanto como yo. ¿Por qué iba mentirme?

– No lo sé -dijo Tate-. ¡Todo lo que sé es que un bebé está creciendo dentro de mí y que el único hombre que ha puesto su semilla en mi interior eres tú!

Por un instante, Adam se sintió esperanzado. Tal vez hubo alguna equivocación. Aunque Anne no le hubiera mentido, tal vez hubiera habido alguna clase de error. No podía creer que ella le hubiera mentido respecto a algo así. El había visto las pruebas de Anne. El problema no era de ella. De manera que él tenía que ser la causa de que se hubieran pasado ocho años sin lograr tener hijos.

Sintió que la esperanza moría en su interior con tanta rapidez como había nacido.

– Ojalá fuera cierto todo lo que estás diciendo, Tate -dijo, suspirando-. Ese bebé no es mío. Soy estéril.

Tate podría haber gritado de frustración.

– ¿Es por eso por lo que te niegas a verte implicado en nada relacionado con el bebé? ¿Porque piensas que no es tuyo?

– ¿Has olvidado que prometiste divorciarte de mí en cuanto el bebé naciera? -preguntó Adam.

– ¿Y si te dijera que no quiero divorciarme? ¿Te sentirías distinto respecto al bebé? -insistió Tate.

– ¿Qué quieres que diga, Tate? ¿Que seré como un padre para tu hijo? Lo seré. ¿Qué más quieres de mí? -las palabras de Adam parecían arrancadas con gran esfuerzo de algún profundo lugar en su interior.

Tate sintió un intenso frío en su corazón. Era evidente que Adam nunca llegaría a aceptar que el bebé era suyo. Y ella no estaba dispuesta a someter al niño a una vida de rechazo por parte de su padre, la persona que debía amarlo y protegerlo por encima de todos los demás. Desafortunadamente, lo mejor que podía hacer en aquellas circunstancias era irse.

Tate no dijo una palabra más. Simplemente dejó que Adam la abrazara por última vez. Cuando finalmente se quedó dormido, se apartó cuidadosamente de él. Luego se volvió y lo miró una vez más antes de salir de su habitación, y de su vida, para siempre.

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