Capítulo 3

Tate se quedó asombrada cuando el misterioso vaquero reveló su identidad, pero también se sintió esperanzada. Salió de la camioneta tras Adam, segura de que no se habría molestado en llevarla hasta allí si no tuviera intención de considerar seriamente la posibilidad de darle un trabajo.

– Sígueme -dijo él, encaminándose a la casa.

Tate se detuvo sólo el tiempo suficiente para recoger su bolsa y colgársela del hombro antes de subir los escalones que llevaban a la puerta.

El cuarto de estar de la casa de Adam era masculino de principio a fin, lleno de mobiliario español de cuero tachonado de clavos de cobre. No había ningún detalle que suavizara el aspecto de la habitación. Tate decidió que allí no vivía una mujer desde hacía mucho tiempo.

La hacienda de adobe tenía forma de U y en el centro había un jardín con viejos robles, flores de brillantes colores y una fuente.

Finalmente llegaron al despacho de Adam, que estaba en un extremo de la casa. Por el inmaculado aspecto de la oficina, Tate dedujo que Adam debía ser una persona muy organizada. Cada cosa tenía un lugar y todo estaba en su lugar. Sintió que su corazón se encogía. Ella no sentía aversión al orden, pero se negaba a ser dominada por él. Esa fue una de las pequeñas rebeliones que fue capaz de llevar adelante en el espacio en que la confinaban sus hermanos.

En lugar de sentarse en la silla de cuero frente al escritorio, se sentó en una esquina del antiguo escritorio de roble. Adam no se sentó; caminó de un lado a otro de la habitación como un tigre enjaulado.

– Antes de que sigamos adelante quiero saber tu nombre real -dijo.

Tate frunció el ceño.

– En ese caso, quiero que me prometas que no te pondrás en contacto con mis hermanos.

Adam dejó de caminar y la miró. Tate le sostuvo la mirada.

– De acuerdo -dijo él-. Te lo prometo.

Tate suspiró profundamente y dijo:

– Mi apellido es Whitelaw.

Adam maldijo entre dientes y empezó a caminar de nuevo. Los Whitelaw eran conocidos en todo Tejas por los excelentes caballos que criaban y entrenaban. Una vez conoció a Garth Whitelaw en una feria de caballos. Y conocía íntimamente a Jess Whitelaw. Jess, el hermano que Tate no veía hacía años, se había casado recientemente con Money Farrel… la mujer que Adam amaba.

El rancho de Honey, el Flying Diamond, estaba junto al Lazy S. Afortunadamente, con las tensas relaciones que había entre Adam y Jesse Whitelaw, no había muchas probabilidades de que el hermano de Tate fuera a visitar pronto el Lazy S.

Adam volvió su atención hacia la joven que había rescatado en la carretera. Su pelo corto estaba revuelto por el viento en torno a su rostro, y tenía las mejillas ruborizadas de excitación. Se mordía inquieta el labio inferior… algo que le habría gustado hacer a él personalmente.

Adam sintió una reveladora tensión contra la cremallera de su pantalón. Metió las manos en los bolsillos para evitar la tentación de tocar a la chica.

Tate cruzó las piernas y entrelazó las manos sobre una rodilla. Podía sentir la tensión de Adam. Un escalofrío recorrió su espalda al ver la severidad de su gesto. Pero no fue de temor, sino de anticipación.

Estaba tan nerviosa que su voz se quebró cuando trató de hablar. Se aclaró la garganta y dijo:

– Entonces, ¿me das el trabajo o no?

– Aún no me he decidido.

Tate se puso en pie y fue hasta a Adam en un instante.

– Lo haré bien -le aseguró-. No te arrepentirás de haberme contratado.

Adam tenía sus dudas respecto a eso. Los latidos de su corazón se aceleraron al captar el suave aroma a lilas que desprendía el pelo de Tate. Ya estaba arrepentido de haberse detenido a recogerla. No podía estar cerca de ella sin sentirse tan excitado como un adolescente. Y eso no era lo más conveniente después de haberse erigido en guardián de la chica en sustitución de su hermano. Pero sospechaba que Tate no mentía al decir que volvería a escapar si sus hermanos trataban de llevarla de vuelta a casa. Sin duda, estaría mejor en el Lazy S, donde él podía tenerla vigilada.

Se apartó cuidadosamente de ella y rodeó el escritorio para sentarse tras él y utilizarlo como escudo.

– El trabajo que puedo ofrecer ahora no es el mismo que el del anuncio -dijo.

Tate apoyó las palmas de las manos sobre el escritorio y se inclino hacia él.

– ¿Oh? ¿Por que no?

Adam echó una mirada a lo que rebelaba la camiseta de Tate en la descuidada postura que había adoptado y tuvo que hacer un esfuerzo para alzar la vista hasta sus ojos color avellana.

– Es complicado.

– ¿Cómo?

¿Por qué no se movía? Adam sentía un irresistible deseo de alargar una mano y tocarla… Se levantó del asiento y empezó a caminar de nuevo.

– Tendrías que estar al tanto de lo sucedido en el rancho durante los últimos meses.

– Te escucho.

– El anterior administrador del Lazy S resultó ser un ladrón. Ahora está en la cárcel, pero además de robar el ganado de otras personas, hizo un desfalco en mi rancho. Dejó mis asuntos hechos un caos. En principio pretendía contratar a alguien para que reorganizara las cosas. Pero últimamente he decidido dejar de ejercer la medicina una temporada…

– ¡Un momento! -Tate se irguió, privando a Adam de la deliciosa vista que le estaba mostrando-. ¿Quieres decir que eres médico? -preguntó, incrédula.

El se encogió de hombros.

– Me temo que sí. Durante los últimos meses he cedido mi clientela a una médico que se ha trasladado a esta zona, la doctora Susan Kowalski. Ahora tengo tiempo de supervisar personalmente el trabajo en el Lazy S. Lo que necesito es a alguien en quien pueda confiar y que sea capaz de organizar el papeleo y llevar la contabilidad -Adam señaló el ordenador que se hallaba en una base cerca del escritorio-. Eso y yo no nos llevamos bien. No puedo pagar mucho -admitió-. Pero el trabajo incluye alojamiento y comida -así impediría que Tate durmiera en la camioneta, y Adam sospechaba que eso era todo lo que podía permitirse en esos momentos.

Tate arrugó la nariz. Sabía manejar un ordenador y podía llevar sin ningún problema una contabilidad. Pero aquella era la clase de trabajo que menos le gustaba de los que había hecho en el Hawk’s Way. A pesar de todo, un trabajo era un trabajo. Y hasta ese momento no había recibido una oferta mejor.

– De acuerdo. Acepto -dijo, alargando una mano hacia Adam para cerrar el trato.

Cuando Adam tocó la mano de Tate se quedó aturdido por la electricidad que chisporroteó entre ellos. Ya había comprobado lo atraído que se sentía por ella, pero no pudo evitar sorprenderse ante la intensidad de su reacción. Sin duda, la causa de ésta era que llevaba demasiado tiempo sin una mujer. Y eso que había muchas que estarían encantadas de poder satisfacer sus necesidades…

Pero no estaba dispuesto a verse envuelto en una relación con una virgen de veintitrés años. Especialmente con una virgen que buscaba un marido y una familia. El no podía darle ni lo uno ni lo otro.

Tate también se quedó asombrada por la descarga que recibió al tocar la mano de Adam. Miró sus ojos azules y vio un destello de deseo rápidamente ocultado. Apartó la mano rápidamente y dijo:

– Estoy seguro de que ambos vamos a disfrutar de esta relación -Tate se ruborizó al darse cuenta demasiado tarde de que aquellas palabras podían interpretarse de forma mucho más íntima.

Los labios de Adam se curvaron en una cínica sonrisa. No había duda de que Tate era un corderito, y más valía que un viejo lobo como él se cuidara de mantenerla a distancia. No tenía intención de decirle a su hermano dónde estaba. Pero estaba seguro de que antes o después correría la voz sobre la presencia de Tate en el Lazy S, y sus hermanos la encontrarían. Y cuando lo hicieran, estallaría el infierno.

Adam movió la cabeza al pensar en el lío en que se estaba metiendo. Tate Whitelaw significaba problemas con P mayúscula.

– ¿Dónde voy a alojarme? -preguntó Tate.

Adam se quitó el sombrero y se pasó la mano por el pelo. No había pensado en aquello. El anterior administrador había ocupado una habitación en un extremo del barracón de los vaqueros. Pero, evidentemente, Tate no podía quedarse allí.

– Supongo que tendrás que quedarte en la casa -dijo-. Hay una habitación de invitados en el otro lado. Ven conmigo y te enseñaré dónde está -mientras caminaban, fue indicándole la disposición de la casa-. Mi habitación está junto al despacho. El cuarto de estar, el comedor y la cocina están en el centro de la casa. La última habitación al final del pasillo de este lado estaba preparada como centro médico de emergencias, y aún no he tenido tiempo de redecorarla. La primera habitación de esta ala será la tuya.

Adam abrió la puerta de una habitación que tenía un típico ambiente del oeste. Una alfombra de cuadros cubría el centro del suelo, había una mecedora, una palangana y un barreño, un tocador y una cama con una colcha de brillantes colores. La habitación estaba limpia y aireada y sus puertas corredizas de cristal daban al patio.

Tate se sentó en la cama y botó un par de veces.

– Parece muy cómoda -se volvió y sonrió agradecida mirando a Adam.

La sonrisa quedó petrificada en su rostro.

La mirada de Adam era ávida y los agujeros de su nariz parecían haberse ensanchado. Tate fue repentinamente consciente de la suavidad de la cama. Del hecho de que estaban solos. Y de que no conocía a Adam Philip…

Sin embargo, la posible sensación de miedo quedó apagada por el descubrimiento del profundo efecto que podía tener sobre aquel hombre. Adam no se parecía a los hombres que sus hermanos habían echado tan a menudo del Hawk’s Way. Tate no habría sabido explicar con exactitud en qué forma era distinto, pero supo que sus besos y sus caricias serían distintas a las que había conocido hasta entonces.

Y tampoco se sentía ella misma estando cerca de él. Con aquel hombre era diferente. Ya no era la hermanita pequeña de sus hermanos. Era una mujer, con las necesidades de toda mujer de ser amada por un hombre en especial.

En lugar de levantarse rápidamente de la cama, permaneció donde estaba. Probó sus artes femeninas girando lánguidamente de lado a la vez que colocaba una mano tras su cabeza. Alzó una pierna ligeramente, imitando las posturas sexy que había visto en algunas de las revistas de sus hermanos… las que ellos creían tener bien ocultas.

La reacción de Adam fue todo lo que podría haber esperado. Todo su cuerpo se tensó. Una vena palpitó en su sien. Los músculos de su garganta se movieron espasmódicamente. Y sucedió algo más. Algo que, teniendo en cuenta la altura a la que se hallaba, Tate no pudo evitar observar.

Fue fascinante. De hecho, hasta entonces nunca había visto cómo le sucedía aquello a un hombre. La mayoría de los hombres con los que había salido ya estaban en ese estado antes de que tuviera la oportunidad de notarlo. La cambiante forma de la parte delantera de los vaqueros de Adam no dejaba lugar a dudas; su excitación era innegable.

Tate contuvo el aliento y lo miró al rostro, tratando de averiguar qué pensaba hacer al respecto.

Nada, pensó Adam. No iba a hacer nada respecto al hecho de que aquella jovencita le hubiera provocado en menos de diez segundos una fuerte excitación.

– Si ya has terminado de comprobar tus ardides femeninos, me gustaría terminar de enseñarte la casa -dijo.

Humillada por el tono sarcástico de su voz, Tate se levantó rápidamente de la cama. En esos momentos no tuvo dificultad para reconocer los sentimientos de Adam. Irritación. Frustración. Ella sentía lo mismo. Nunca había imaginado lo poderoso que podía ser el deseo. Había sido una lección que no olvidaría.

Se colocó frente a él, con la barbilla erguida, negándose a sentir vergüenza o arrepentimiento por lo que había hecho.

– Estoy lista.

«Entonces desnúdate y métete en la cama».

Adam apretó los puños para no decir lo que estaba pensando. No sabía cuándo había sentido antes un deseo tan incontrolable por una mujer. No era decente. ¡Pero no pensaba hacer nada al respecto!

– Vamos -gruñó-. Sígueme.

Tate siguió a Adam hasta la cocina, donde se encontraron con una mujer mejicana baja y gordita con ojos de un negro intenso y mejillas rosadas. Estaba cortando cebollas sobre el mostrador. Al ver a Tate, sonrió ampliamente, mostrando dos hileras de blanquísimos dientes.

– ¿A quién ha traído a conocerme, señor Adam? -preguntó la mujer.

– Esta es Tate Whitelaw, María. Va a ser mi nueva administradora. Se alojará en la habitación de invitados. Tate, te presento a mi asistenta, María Fuentes.

– Buenos días, María -saludó Tate en español.

– ¿Habla español? -preguntó María.

– Ya he dicho todo lo que sé -dijo Tate, sonriendo.

María se volvió hacia Adam y dijo en español:

– Es muy bonita. Y muy joven. ¿Quiere usted que me ocupe de ser su acompañanta?

– Soy muy consciente de su edad, María -contestó Adam en español, impaciente-. Pero no necesita una carabina.

La mujer mejicana arqueó una ceja con gesto incrédulo. Siguió hablando en español.

– Usted es un hombre, señor Adam. Y los ojos de la chica le sonríen. Sería duro para cualquier hombre rechazar su invitación, ¿no?

– ¡No! -replicó Adam, y añadió-. Quiero decir que no se me ocurriría aprovecharme de ella. No tiene idea de lo que dice con sus ojos.

María arqueó la ceja aún más.

– Si usted lo dice, señor Adam.

Tate había tratado de seguir la conversación en español, pero las únicas palabras que había reconocido eran «María», «señor Adam», «carabina» y «no». La expresión del rostro de María dejaba muy claro que desaprobaba el que Tate fuera a vivir en la casa con Adam. Pero ella no necesitaba ni carabinas ni vigilantes. Podía cuidar perfectamente de sí misma sin necesidad de nadie.

Afortunadamente, no tuvo necesidad de interrumpir la conversación. Una llamada a la puerta de la cocina lo hizo por ella. La puerta se abrió antes de que alguien contestara y un joven vaquero asomó la cabeza al interior. Tenía los ojos marrones, el pelo castaño y un rostro tan moreno que parecía de cuero.

– ¿Adam? Te necesitan en el establo para que eches un vistazo a la yegua Brake of Day. Está teniendo algunos problemas con el parto.

– De acuerdo, Buck. Iré dentro de un minuto.

En lugar de irse, el joven vaquero permaneció donde estaba, sin apartar la mirada de la agradable visión en ceñidos vaqueros y camiseta que se hallaba de pie en la cocina de Adam. Pasó al interior, se quitó el sombrero y dijo:

– Mi nombre es Buck, señorita.

Tate sonrió y alargó una mano.

– Tate Wh… Whatly.

El vaquero estrechó su mano y se quedó allí quieto, sonriéndole tontamente.

Adam gruñó interiormente. Debería haber contado con aquella complicación, pero no lo había hecho. Tate iba a conquistar a todos los vaqueros del rancho. Pasó rápidamente junto a ella y puso una mano sobre el hombro de Buck para animarlo a salir.

– Vamos.

– ¿Puedo ir con vosotros? -preguntó Tate.

Buck habló antes de que Adam pudiera hacerlo.

– Por supuesto, señorita -dijo el vaquero-. Nos encantará.

Adam no pudo añadir nada, excepto:

– Puedes venir. Pero no te entrometas. ¿Qué clase de problema tiene la yegua? -preguntó, volviéndose hacia Buck mientras se encaminaban al establo.

– Está tumbada y le cuesta respirar

Nada más entrar en el establo, Tate se dio cuenta de que la yegua tenía problemas. Se agachó junto a ella con gesto preocupado y le acarició la cabeza.

– Tranquila, bonita. Sé que es duro. Tú relájate y verás como todo va bien.

Adam y Buck intercambiaron una mirada de grata sorpresa ante la tranquilidad con que Tate se había dirigido a la yegua. Esta alzó la cabeza y relinchó suavemente en respuesta al sonido de la voz de Tate. Luego volvió a tumbarse, dejando escapar un largo gruñido.

Tate sostuvo la cabeza de la yegua mientras Adam la examinaba.

– Son gemelos.

– ¡Qué maravilla! -exclamó Tate.

– Uno de los dos está mal colocado, bloqueando la salida -de hecho, asomaba un casco de cada uno de los potros.

– ¡Seguro que el veterinario conseguirá que salgan!

La expresión del rostro de Adam se ensombreció.

– Se ha ido para asistir a la boda de su hija -tal y como estaban los potros, no sabía si podría salvar a alguno.

La excitación de Tate desapareció para ser sustituida por un mal presentimiento. Se había encontrado una vez con aquel problema, y el resultado estuvo a punto de ser un desastre. Garth logró salvar a la yegua y los dos potros de milagro.

– Habrá qué sacrificar a uno para salvar al otro -dijo Adam con frialdad.

– ¿Te refieres a destruirlo? -preguntó Tate. No se animaba a decir «desmembrarlo», aunque eso era lo que Adam estaba sugiriendo.

– No puedo hacer otra cosa -Adam se volvió hacia el vaquero y dijo-. Trae un poco de cuerda, Buck.

Tate acarició el cuello de la yegua, tratando de mantenerla calmada. Alzó la mirada y vio el temor que había en los ojos de Adam. A pesar de que formaban parte de la vida cotidiana en un rancho, nunca era fácil tomar aquellas decisiones.

Tate no sabía si intervenir, pero existía una pequeña posibilidad de que el segundo potro se salvara.

– Mi hermano Garth pasó por esto hace no mucho. Pudo salvar a los dos potros…

Buck llegó en ese momento, interrumpiéndola.

– Aquí está la cuerda, Adam. ¿Necesitas que te ayude?

– No estoy seguro. Pero, por si acaso, te agradecería que te quedaras.

Buck apoyó el pie en el borde de una de las tablas del establo y los brazos en la barandilla, observando a Adam mientras éste se arrodillaba junto a la yegua y empezaba a hacer un nudo con la cuerda.

Adam se detuvo un momento y miró a Tate. Esta volvía a morderse el labio inferior mientras seguía acariciando el cuello de la yegua.

– Si sabes algo que pueda servir para salvar a los dos potros -dijo-, estoy dispuesto a intentarlo.

El rostro de Tate se iluminó al oírlo.

– ¡Sí! Sí se algo -dijo, explicándole a continuación a Adam cómo había recolocado Garth a los potros.

– No estoy seguro de que…

– ¡Puedes hacerlo! -exclamó Tate, animándolo-. ¡Sé que puedes!

La brillante mirada de Tate hizo que Adam se sintiera capaz de mover montañas. En cuanto a salvar a los potros… Al menos merecía la pena intentarlo.

Media hora más tarde, el sudor había humedecido casi por completo la camisa de Adam. Sólo se había detenido un momento para ponerse un pañuelo en torno a la frente para impedir que la sal del sudor le llegara a los ojos. Trabajó en silencio, eficientemente, consciente de la delicadeza de su misión.

Tuvo un momento de esperanza cuando terminó. Pero una vez colocados los potrillos, la yegua parecía demasiado agotada como para empujar. Adam miró a Tate con gesto de pesar, sintiendo el peso del fracaso en cada centímetro de su cuerpo.

– Lo siento.

Tate no escuchó sus disculpas. Tomó la cabeza de la yegua en su regazo y empezó a canturrearle y a susurrarle cosas, probablemente brujerías, pensó Adam, hasta que, milagrosamente, la yegua parió al primer potrillo.

Adam supo que su sonrisa debía ser tan tonta como la de Tate, pero no le importó. Buck se encargó de limpiar al primer potrillo mientras Tate continuaba con sus canturreos hasta que salió el segundo. Buck también se hizo cargo de éste mientras Tate seguía con la yegua y Adam se hacía cargo del posparto.

Cuando terminó, fue a un fregadero que se hallaba en un extremo del establo a lavarse. Se secó las manos con una toalla antes de bajarse las mangas de la camisa.

Observó con admiración a Tate mientras ésta animaba a la yegua a levantarse para conocer a sus potrillos. La yegua chupó primero a uno y luego al otro. Unos minutos después ambos potrillos estaban bajo su vientre, mamando.

Los ojos de Tate se encontraron con los de Adam a través del establo. Este abrió los brazos y Tate se dirigió a él de inmediato. Adam la rodeó por la cintura con los brazos y Tate se agarró a él con fuerza mientras daba rienda suelta a las lágrimas que había contenido durante el difícil parto de la yegua.

– Todo está bien, cariño. Gracias a ti todo ha ido bien -dijo Adam, acariciándole el pelo-. No llores, cariño. Lo has hecho muy bien.

Adam no supo cuánto tiempo permanecieron allí. Cuando alzó la cabeza para decirle a Buck que podía irse, descubrió que éste ya no estaba en el establo. Los sollozos de Tate habían remitido y se hizo consciente por primera vez de la pequeña figura que tenía tan íntimamente presionada contra si.

Puede que Tate Whitelaw fuera joven, pero tenía el cuerpo de una mujer. Sentía la suave redondez de sus senos contra su pecho, y sus femeninas caderas estaban firmemente apoyadas contra su masculinidad. Su creciente masculinidad.

Adam trató de apartarse, pero ella se arrimó aún más.

– Tate -Adam no reconoció su propia voz. Se aclaró la garganta y lo intentó de nuevo-. Tate.

– ¿Hmm?

Si ella no se daba cuenta del peligro potencial de la situación, ¿debía indicárselo él? ¡Era tan agradable tenerla entre sus brazos!

Antes de darse cuenta exacta de lo que hacía, Adam entrelazó los dedos de una mano en el pelo de Tate. Tiró con suavidad y ella echó la cabeza atrás. Sus ojos eran dos transparentes lagos de color verde y dorado. Su rostro estaba ruborizado por el llanto. Sus labios estaban ligeramente inflamados. Adam vio que debía suavizarlos.

Inclinó la cabeza y tomó el labio inferior de Tate entre sus dientes, deslizando su lengua por él, saboreándolo.

Tate gimió y entonces él se sintió perdido.

Penetró con la lengua en su boca, saboreándola, buscando alivio para la desolación espiritual que sentía y que nunca había admitido ante sí mismo. El cuerpo entero de Tate se fundió con el suyo y Adam fue consciente de un agradable y creciente calor en su ingle, donde sus cuerpos se juntaban. Entreabrió ligeramente las piernas y la atrajo hacia sí, frotándose con suavidad contra ella.

Tate sólo era consciente de sensaciones. La suavidad de los labios de Adam, de su lengua… Del calor y la dureza de su cuerpo presionado contra el de ella. Del placer que le producía su masculinidad buscando su feminidad. La urgencia de la boca de Adam buscando su cuello le produjo un estremecimiento de placer.

– Por favor, Adam -gimió-. No pares, por favor. Adam alzó la cabeza y miró a la mujer que sostenía entres sus brazos. ¡Dios santo! ¿Qué estaba haciendo?

Tuvo que llevar las manos atrás para liberarse de los brazos de Tate. La apartó de sí, sujetándola con tal fuerza por las muñecas que Tate hizo una mueca de dolor. Adam aflojó el abrazo pero no la soltó. Si lo hacía, corría el peligro de volver a tomarla entre sus brazos y terminar lo que había empezado.

El rostro de Tate estaba ruborizado por el calor de la pasión. Su cuerpo estaba lánguido de deseo, y no habría sido difícil tumbarla de espaldas en esos momentos.

«¿Estás loco?», se dijo Adam. «¿Qué te pasa? ¡Se supone que quieres protegerla, no seducirla!»

Tate vio que Adam estaba muy turbado, pero no comprendía por qué.

– ¿Qué sucede? -preguntó.

Su voz aún estaba entrecortada por la falta de aliento, y sonaba muy sexy. El cuerpo de Adam palpitó de necesidad.

– ¡Voy a decirte qué sucede, niña! -replicó Adam-. ¡Puede que estés tan ardiente como un volcán a punto de estallar, pero no estoy interesado en iniciar vírgenes! ¿Me oyes? ¡No estoy interesado!

– ¡Pues no lo parece! -replicó Tate.

Adam se dio cuenta de que seguía sujetándola; de hecho, le estaba acariciando las palmas de las manos con los pulgares. Las dejó caer como si fueran dos patatas calientes.

– ¡Mantente alejada de mí, niña! Estás aquí por una sola razón; para llevar la contabilidad. ¿Lo has entendido?

– ¡Lo he entendido, niño!

Adam alargó de nuevo las manos hacia ella, pero se contuvo. Giró repentinamente sobre sus talones y se dirigió a la salida. Un momento después estaba fuera del establo.

Tate se cruzó de brazos, enfurruñada. ¿Qué había pasado para que las cosas cambiaran tan rápidamente? Un momento, Adam le estaba haciendo el amor con gran dulzura. Al siguiente se había convertido en un lunático. ¡Cómo le había dolido que la llamara «niña»! ¡Puede que fuera pequeña de estatura, pero estaba totalmente desarrollada en los demás aspectos!

Excepto porque era virgen.

Tate no tenía más remedio que admitir que era una novata en lo referente a la experiencia sexual. A pesar de todo, sabía que lo que acababa de pasar entre Adam y ella era algo especial. El la había deseado tanto como ella a él. No podía estar equivocada en eso. Pero su atracción había superado lo meramente sexual. Estar entre los brazos de Adam había sido como encontrar una parte de sí misma que le faltara. Y aunque era posible que Adam no diera importancia a lo sucedido porque ella era muy joven, no estaba dispuesta a permitir que negara lo que había pasado entre ellos… ni a ella ni a sí mismo.

Ella no era una «niña» de la que pudiera librarse con un gesto de la mano. Entre ellos habían entrado en juego poderosas fuerzas. Tate debía encontrar la forma de que Adam la viera como una mujer merecedora de su amor. ¿Pero cuál sería la mejor manera de conquistar esa meta?

Ya a que la atracción física entre ellos era tan poderosa, decidió que empezaría por ahí. Pondría la tentación en el camino de Adam y vería que pasaba.

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