CAPÍTULO 9

CON la cabeza apoyada en la mano, Hassan yacía de costado y observaba el suave subir y bajar de sus pechos. Rose dormía como una niña, boca arriba, indefensa, como convencida de que nada en el mundo podía lastimarla.

Sus pestañas se movieron y suspiró, se estiró y sonrió en su sueño. Para un hombre acostumbrado a la idea del amor, los últimos días habían sido una revelación, un despertar, y ese era el momento de romper los vínculos, de obligarse a alejarse de ella, de su calor, de su amor.

Todo había cambiado pero, al mismo tiempo, nada lo había hecho. Eran dos personas muy distintas y, sin embargo, permanecían encerradas en sus propias culturas, en sus propias expectativas.

Ella seguiría marchándose, porque su vida verdadera estaba en otra parte. El seguiría en Ras al Hajar, porque a pesar de todo aún era su hogar.

Los recuerdos que tenían de esos últimos días y noches juntos tendrían que bastar para toda una vida, ya que su situación carecía de solución, solo les esperaba el inevitable dolor de corazón por un sueño imposible.

– ¿Hassan?

Se volvió a regañadientes. Rose, envuelta en la túnica azul, el pelo bendecido por la luz de las estrellas, era todo lo que un hombre podía desear.

– Lo siento, espero no haberte perturbado.

– Es demasiado tarde para sentirlo -rió en voz baja-. Me perturbaste en cuanto te vi -apoyó la mano en su mejilla y la acarició.

Era una invitación que solo podría resistir un hombre sin corazón, y si algo había aprendido en los maravillosos días que pasó con ella, era que tenía corazón.

Pero quizá ella percibió la distancia que él tanto se afanaba por establecer, porque al rato se apartó un poco y lo miró.

– Has encontrado a Faisal, ¿verdad? -preguntó.

Directa al grano, sin rodeos. Ya era capaz de leerlo como si fuera un libro abierto. Costaría engañarla.

– Sí. Viene de camino a casa -no pudo evitar mirarla y ver el efecto que surtía en ella el reconocimiento de que el idilio se hallaba próximo a su fin.

– Debe ser un alivio para ti -le acarició la manga en un gesto de consuelo.

– Sí -y no. Había comenzado a sufrir la loca ilusión de que podrían quedarse donde estaban para siempre. Aunque no hubiera podido encontrar a Faisal, en algún momento tendría que haber llevado a Rose a su casa. Su madre había llegado con el equipo de noticias de la cadena de televisión y no esperaba con paciencia mientras Abdullah se retorcía las manos y afirmaba que sus hombres hacían todo lo posible por encontrarla. Según Nadim, Pam Fenton le hacía la vida bastante difícil a Su Alteza. Después de conocer tan bien a su hija, no habría esperado menos.

– ¿Y qué pasó con la chica con la que se encontraba? -preguntó Rose.

– ¿La chica? -no se le había ocurrido preguntarlo, y Simon, dominado por la prisa, no lo había mencionado-. Estoy seguro de que Partridge se ocupará de que regrese sana y salva a su casa… -hizo una pausa y añadió-: Con una compensación adecuada por las vacaciones interrumpidas.

– Sí, no me cabe duda de ello -se preguntó qué compensación se consideraría adecuada para la interrupción de sus vacaciones. Sangre, oro u honor. Lo primero resultaba impensable. Lo segundo, insultante. Se apartó de él y salió al exterior.

– ¿Adónde vas? -alargó la mano para detenerla.

– Allí arriba -señaló hacia la elevación que había más allá del campamento-. Ven conmigo. Quiero estar de pie allí y mirar el cielo -lo observó, le quitó la mano del hombro y no la soltó-. Parece tan cerca aquí en el desierto, como si pudieras tocar las estrellas.

– ¿Quieres tocar las estrellas?

– La luna. Las estrellas…

– ¿Eso es todo? De paso, ¿por qué no un par de planetas?

– ¿Por qué no? Contigo alzándome sé que podría hacer cualquier cosa.

La sonrisa de él se desvaneció.

– Hay algo en ti, Rose, que casi hace que crea que es posible.

«No dejes ese pensamiento, Hassan», pensó mientras caminaban juntos hasta la cima de la elevación, donde el cielo era una cúpula enorme llena de estrellas. «No abandones ese pensamiento».

Rose se detuvo cuando lejos, hacia el oeste, un meteorito surcó el horizonte en una lluvia de estrellas fugaces.

– Mira… ¡Mira eso! -susurró-. Es tan hermoso. ¿Has realizado un deseo?

La mano de él se apretó de forma imperceptible sobre la de ella.

– Nuestro destino está escrito, Rose -bajó la vista y la miró-. ¿Y tú?

– Creo que era mi destino estar aquí de pie contigo esta noche justo en el momento en que pasó esa estrella. Era mi destino realizar un deseo -él aguardó, sabiendo que se lo contaría-. No ha sido nada dramático. Siempre es el mismo. Que la gente a la que amo sea feliz y esté sana.

– ¿Nada para ti?

«¿Es que esperaba que dijera que deseaba quedarse allí para siempre? ¿Acaso lo esperaba, un poquito?»

– Era para mí. Si son felices y están sanos, no importa nada más -entonces sonrió-. Además, las cosas pequeñas, como el destino, puedo manejarlas por mí misma. Llegué aquí en el momento adecuado, ¿no?

– Eres tan… tan… -las palabras estallaron de su boca.

Rose pensó que no se sentía exactamente enfadado, sino que no conseguía entender su actitud directa hacia la vida, su decisión de adaptar los acontecimientos a su voluntad.

– ¿Tan… qué? -preguntó. No tendría que provocarlo, no estaba acostumbrado a eso-. ¿Tan confiada, quizá? -no pudo resistir la tentación. Al no obtener confirmación, suspiró de forma exagerada-. No, ya me lo parecía. Piensas que soy obstinada, ¿verdad?

– Decidida -contradijo con voz suave-. Integra -le apartó un mechón de la cara-. Bendecida con fuego y espíritu.

– Es lo mismo -musitó Rose.

– No del todo -en absoluto. Una enfurecía y la otra encantaba, y no tenía duda de cuál de esas palabras se aplicaban a Rose Fenton. Era encantadora y resultaba evidente que él estaba hechizado, porque en su cabeza otras palabras lucharon por salir y ser reconocidas. Inesperada, única, hermosa… como una rosa en el desierto. Y en ese momento supo cuál de sus posesiones le entregaría. Una muda declaración de su amor, algo que, siempre que la mirara, la tocara, le recordara ese momento-. ¿Has visto alguna vez una rosa del desierto? -inquirió.

– ¿Una rosa del desierto? ¿Nace entre las piedras? -miró alrededor, como si esperara ver una entre sus pies-. Mi madre tiene una amarilla que crece…

– No, no se trata de una flor, tampoco de una planta de ningún tipo. Es una formación de cristal. Selenita -inesperada, única, hermosa-. A veces son rosadas y los cristales parecen pétalos. Si sabes dónde buscar, las encuentras en el desierto.

– ¿Y?

«¿Y qué?» Su mente le jugaba trucos; se hallaba demasiado cerca de revelar su corazón ante esa mujer.

– Y nada, salvo la coincidencia con tu nombre. Se me acaba de ocurrir que te encontré en el desierto, eso es todo. Como una Rosa del desierto -pensó que quizá ella había sonreído, pero soltó un leve suspiro.

– Tendremos que irnos mañana, regresar a la ciudad, ¿verdad? Volver al mundo real.

– Ojalá las cosas fueran diferentes, pero no tenemos elección. Ambos sabíamos que esto no podía durar.

El había decidido que no podían durar; Rose prefería tomar sus propias decisiones. Siempre había elecciones, pero hacía falta un coraje especial para quebrar las dificultades que parecían insuperables; coraje, confianza y la convicción de que nada podía destruirte salvo tus propias dudas. Su madre le había enseñado eso. Su madre no había querido que se casara con Michael, pero le había dado la fortaleza para resistir los prejuicios de la gente mezquina que se había quejado por la diferencia de edad y declarado que todo terminaría en lágrimas.

Podía conseguirlo otra vez.

Ambos podían ceder un poco y sus pequeños sacrificios serían recompensados con creces. Ella lo sabía. Sospechaba que Hassan necesitaría que lo convencieran.

Sin embargo, él tenía razón sobre el día siguiente. Nada podía impedir que la vida real irrumpiera en su entorno, pero aún les quedaba el resto de la noche, unas pocas horas de magia antes de que el mundo los invadiera.

– No nos preocupemos por el mañana, mi amor -alzó la mano hacia sus labios-. Ahora mismo deberíamos aprovechar el poco tiempo de que disponemos.

Lo hicieron, y la ternura con que realizaron el amor casi provocó lágrimas en él. Pero aunque le rompería el corazón dejarla, le pondría fin allí mismo. Ese sería siempre su lugar especial y los recuerdos que habían establecido permanecerían inmaculados ante el inevitable choque de sus mundos.

Salió de la tienda temprano, y en esa ocasión, extenuada, ella no se movió, ni siquiera cuando le apartó un mechón de pelo de la mejilla. La besó con suavidad Le dijo adiós. Y depositó su pequeño regalo en la almohada junto a su cabeza.

No era algo valioso. La habría bailado con piedras preciosas, cualquier cosa que deseara el corazón de Rose, pero sabía que se sentiría insultada, ofendida por esas cosas. Si algo había descubierto de Rose Fenton, era que un regalo del corazón valía más que el oro. Y saber que tendría una parte de él lo consolaría en los años solitarios que le aguardaban.


Rose se movió, despertó y al instante supo que se hallaba sola. No le sorprendió. La noche anterior Hassan había sido tan delicado, pero, aun así, se había marchado.

Y la gente decía que ella era obstinada.

¿Qué haría falta para convencerlo? Quizá debería insistir, decirle a Tim que exigiera que se casara con ella, así no le quedaría más alternativa. Pero la idea de que Tim se plantara ante Hassan para recordarle su deber hizo que sonriera, y ese era un asunto serio.

Además, él tenía que tomar la decisión por sí solo. Alargó la mano para acercar la almohada y su mano se cerró en torno a algo áspero, duro. De inmediato supo qué era. Una rosa del desierto. Le había dejado una rosa del desierto… y una nota.


Esta es una parte de mí para que te lleves contigo, un pequeño intercambio por los recuerdos que dejas atrás.

Hassan


Alzó la rosa en la palma de la mano, pequeña, de forma exquisita, pero tan diferente de los capullos con los que la había inundado Abdullah. No tenía nada blando, nada que pudiera marchitarse y morir. Era algo inmutable.

¿Comprendía Hassan el mensaje que transmitía? ¿Que representaba una traición inconsciente de sus sentimientos? Sostuvo el cristal largo rato, y de pronto temió que nada de lo que pudiera hacer consiguiera que él cambiara de parecer. Temió que su voluntad fuera como la roca, que no le permitiera acercarse lo suficiente para intentarlo.

– ¿Señorita Fenton?

La figura que había al pie de su cama osciló ante sus ojos. ¿Lágrimas? ¿Qué sentido tenían? Jamás solucionaban nada.

– ¿Rose? -ella parpadeó y una mujer alta y esbelta, con el pelo negro veteado de plata adquirió nitidez-. Hassan me pidió que viniera a recogerla y la llevara a casa.

– ¿Casa? -¿a Londres, tan frío y desolado? No, esa era su casa. Con Hassan-. No entiendo -entonces lo comprendió. Estaba impaciente por sacarla de su país…

– Su madre la espera.

¿Su madre? Entonces comprendió quién era la mujer.

– Usted es la madre de Hassan, ¿verdad? Y de Nadim. Veo la semejanza.

– Hassan dijo que quería hablar conmigo.

– Ha sido muy amable al recordarlo… lo siento, lo siento, no sé cómo llamarla…

La mujer sonrió, se acercó y se sentó en la cama.

– Aisha. Me llamo Aisha.

– Aisha -no parecía suficiente para esa mujer de porte tan real-. Hassan debe tener cosas más importantes de las que preocuparse. Y usted también, con la llegada de Faisal.

– Ya he hablado con Faisal… Me llamó desde Londres. ¿Qué tiene ahí?

– Es un regalo de Hassan -abrió la mano para que ella lo viera.

– Vaya -la mujer mayor alargó la mano pero detuvo los dedos antes de tocar la rosa-. Hace tiempo que no la veo -levantó la vista y sorprendió a Rose con el poderoso impacto de su mirada, como la de Hassan.

– ¿La tenía hace mucho?

– Toda su vida -la sonrisa de Aisha surgió desde lo más hondo de su ser-. Su padre me la regaló… hace tanto tiempo. Antes de que nos casáramos…

– ¿Antes? -la madre de Hassan se llevó un dedo a unos labios que se curvaron en una sonrisa que contaba su propia historia. Era una sonrisa que lo sabía todo sobre el amor-. Y usted se la dio a Hassan… cuando se casó con su segundo marido.

– Le di todas las cosas de Alistair. Su ropa. Esta túnica -rozó la suave prenda que había sobre el pie de la cama-. Todas las cosas que él me había dado, todas las que yo le había dado. No se pueden llevar los recuerdos de un amor a la casa de otro hombre. Tengo entendido que usted ya ha estado casada, de modo que lo entenderá.

– Lo comprendo -después de enterrar a Michael, abandonó su casa y todo lo que había en ella para que su familia se peleara por las pertenencias, se quitó los anillos que él le había puesto y reinició su vida tal como la dejó desde el día en que lo conoció. Se había casado con el hombre, no con sus posesiones. Entonces asimiló las palabras de Aisha-. ¿Cómo sabía que he estado casada?

– Su madre me lo contó cuando ayer almorcé con ella. Una mujer muy interesante…

– ¡Está aquí!

– Llegó hace dos días. ¿Sabía que Hassan le envió un mensaje? Ella no sabía que era de él, desde luego, y yo no se lo conté. Solo sabía que alguien la había llamado para informarla de que usted se hallaba a salvo y bien. Le pidió que no se lo revelara a nadie y ella no lo hizo.

– ¡Mi madre! -Rose intentó levantarse pero se dio cuenta de que estaba desnuda y, ruborizándose, se detuvo.

Aisha recogió la túnica azul y se la entregó.

– Tómese su tiempo, Rose. Daré un paseo. Hace mucho que no vengo al desierto.

En cuanto Aisha salió, Rose se levantó de la cama; no tenía tiempo que perder. ¿Su madre se hallaba en Ras al Hajar? ¿Había oído hablar de Hassan? ¿Por qué él no se lo había contado? Porque no quería que supiera que le importaba. Necesitaba pensar, relajarse, considerar todas las posibilidades.

Sin duda su intención al dejarle la rosa era la despedida. No había sido capaz de convencerlo. ¿Podría convencer a las mujeres de su vida… a su madre, a sus hermanas? ¿La ayudarían?

Se secó el pelo y luego, a diferencia de la Rose Fenton que se habría puesto los vaqueros más a mano para ir en pos de la historia, se sentó ante el espejo y con cuidado se aplicó maquillaje. Habían lavado su shalwar kameez, doblado con pulcritud en uno de los cajones de la cómoda. Se lo puso alrededor de la cabeza.

Cuando estuvo, lista, Aisha había regresado de su paseo y la esperaba sentada en el diván, bebiendo café. Se volvió la miro y sonrió.

– Se la ve encantadora, Rose. ¿Quiere un poco de café?

– Estupendo. Y, si disponemos de un poco de tiempo, me gustaría que me aconsejara.


El avión se dirigió hacia la Terminal del aeropuerto con la bandera del emirato ondeando en su morro. Hassan, de pie en segunda posición en la fila para recibir al emir que regresaba, miró a su primo. Abdullah tenía la mandíbula rígida, pero ante la cantidad de periodistas de todo el mundo allí presentes poco podía hacer salvo esperar para recibir a su joven sucesor.

Detrás de él era consciente de Rose, que sobresalía de entre todos los periodistas, no con la ropa informal que por lo general usaba en los lugares peligrosos desde los que informaba, sino parecida a una princesa con su atuendo de seda. Parecía dominar la situación. Incluso los periodistas más veteranos daban la impresión de cederle espacio. Solo se había permitido mirarla una vez, y eso había bastado para saber que nunca sería suficiente.

El avión se detuvo y se acomodó la escalerilla ante la puerta, que se abrió para que Faisal saliera ante una andanada de fogonazos de las cámaras. Llevaba unos vaqueros y una camiseta que declaraba su apoyo a su equipo favorito de fútbol americano. Hassan se sintió indignado. ¿Cómo podía tomarse el momento tan a la ligera? ¿Cómo lo había permitido Simon Partridge? Ambos sabían lo importante que sería ese momento.

Entonces, detrás de Faisal, apareció la figura esbelta de una mujer. Una rubia de California con una sonrisa tan ancha como el Pacífico. La siguió Simon Partridge, con una expresión que era una súplica muda que pedía comprensión.

Faisal descendió con agilidad y se dirigió hacia Abdullah, para realizar una inclinación de respeto sobre sus manos. Durante un instante Abdullah se mostró triunfal. Pero entonces Faisal, con toda la confianza de la juventud, extendió las manos y esperó que su primo le devolviera el honor, lo reconociera primero como su igual, luego como su señor.

Abdullah mostró unos instantes de vacilación y Hassan contuvo el aliento, pero Faisal no movió un músculo, sencillamente esperó, y tras un momento que pareció estirarse una eternidad, el regente terminó por ceder ante su rey.

Luego Faisal se situó ante Hassan y extendió las manos, pero en esa ocasión con una sonrisa irónica, como si fuera consciente de la reprimenda que le esperaba. La inclinación de Hassan ocultó una expresión pétrea, en la que se ocultaba un considerable grado de respeto. El niño se había convertido en un hombre. E incluso sin los atavíos de un príncipe para conferirle dignidad, había obligado a retroceder a Abdullah.

Rose observó todo desde cierta distancia, presentando a los personajes del acto como una voz de fondo incorpórea para las imágenes que eran transmitidas vía satélite a su cadena de televisión. Notó, sin expresarlo en voz alta, que la joven mujer que lo acompañaba fue desviada a una limusina mientras Faisal continuaba con la ceremoniosa llegada.

Entonces, mientras el emir se dirigía a su coche con Hassan a su lado, Rose preguntó:

– ¿Está contento de hallarse en casa, Su Alteza?

– Muy contento, señorita Fenton -se detuvo y se acercó a su micrófono. Hassan, desgarrado entre el deseo de dejar una distancia segura entre ellos y mantener las riendas firmes de su joven protegido, al final lo siguió, pero permaneció a dos metros de ella, con la vista clavada en algún punto encima de su cabeza-. Aunque como puede ver mi viaje fue bastante sorpresivo, de ahí mi atuendo informal. Todos hemos estado bastante preocupados por usted -hizo que sonara como si su súbita desaparición hubiera provocado su repentino regreso.

– Lamento haberlo importunado -había achacado su desaparición a la inesperada recaída de su enfermedad, sin recordar nada hasta que despertó bajo los amables cuidados de unas tribus nómadas que no hablaban inglés pero que al fin habían llegado hasta un poblado lejano en el que había un teléfono.

En ningún momento había titubeado al contar esa historia y nadie se mostró lo bastante indiscreto como para formular preguntas incómodas.

La sonrisa de Faisal era cálida.

– Me complace descubrir que su reciente aventura no ha tenido ningún efecto pernicioso en usted.

– Todo lo contrario. El desierto es un lugar maravilloso, señor, y la hospitalidad de su pueblo infinita.

– Entonces debemos ocuparnos de que vea más de ambos. Hassan organizará una fiesta; tenemos mucho que celebrar.

– Será un placer asistir -aunque no tuvo el valor de mirar a Hassan a la cara. Y no preguntó nada sobre la bonita rubia. Tampoco hacía falta. Aisha le había contado la historia.


***

Hassan observó cómo el coche de Faisal se alejaba del aeropuerto, luego se dirigió al coche que lo esperaba a él.

– En nombre del cielo, ¿en qué pensabas, Partridge? Sé que no figuro en tu lista de amigos, pero, ¿tenías que hacerme eso?

– Yo no…

– ¿No podrías haberle encontrado un traje para que se pusiera? Y en cuanto a traer a su amiga, las miradas se clavaron en ella con más rapidez que pistolas cuando salió del avión detrás de él. Si tenía que venir, podrías haberlo conseguido con un poco más de discreción… -contuvo las palabras. Con la fragancia de su amor en su piel no tenía derecho a darle lecciones de discreción a nadie-. ¿Quién es?

– Se llama Bonnie Hart. Parece que Faisal se casó con ella hace dos semanas.

– ¡Casado!

– Usted… nosotros…, interrumpimos su luna de miel.

– ¿Estaban de luna de miel? Disponiendo de todo el mundo para elegir, ¿tuvo que decidirse por una cabaña en las Catskills?

– Las Adirondacks.

– No importa dónde…

– Esa es la impresión que me causó a mí. Y no fueron lejos porque Bonnie debía regresar a la universidad a la semana siguiente.

– ¡Universidad! Por favor, que tenga fuerzas. ¿En qué planeta vive Faisal?

– Yo diría que tiene los pies firmemente plantados en este. Es una joven encantadora, brillante. Es ingeniero agrónomo…

– No me importa lo que es. Faisal no tendría que haberse casado con ella -se suponía que debía casarse con la mujer que le había sido cuidadosamente escogida. Alguien con todos los contactos políticos adecuados, que aportaría honor a su casa-. Por favor -suplicó-, por favor, Simon, dime que es un engaño.

– ¿Por qué iba a hacerle eso?

Por Rose… Se pasó las manos por la cara.

– No hay motivo. ¿Qué demonios vamos a hacer con ella?

– ¿Darle una amplia parcela de desierto con la que pueda jugar? -sugirió el otro-. Tiene unas ideas magníficas. Al parecer Faisal la conoció cuando fue a visitar la planta hidropónica que usted le pidió que viera.

– ¿Quieres decir que todo es por mi culpa?

– No, señor. Faisal ya no es un muchacho. Es un hombre. Y posee unas ideas muy claras sobre lo que quiere. Le sugerí que los vaqueros no recibirían su aprobación. Me contestó, con mucha educación, que me ocupara de mis cosas.

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