CAPÍTULO 2

QUÉ quieres decir con que no puedes encontrarlo? -Hassan apenas pudo contener su ira-. Tiene guardaespaldas que lo protegen día y noche…

– Los ha esquivado -la voz de Partridge tenía algo de eco a través del contacto vía satélite-. Al parecer hay una chica involucrada…

Claro que habría una chica. Maldito fuera el muchacho, y malditos esos cabezas huecas que se suponía que debían cuidar de él…

Pero él mismo había tenido veinticuatro años, una vez, siglos atrás, y recordaba demasiado bien lo que era vivir cada momento bajo ojos que te vigilaban. Recordó lo fácil que era despistarlos cuando había una chica…

– Encuéntralo, Partridge. Encuéntralo y tráelo a casa. Dile… -¿qué? ¿Que lo lamentaba? ¿Que lo entendía? ¿Para qué serviría eso?-. Dile que no queda mucho tiempo.

– Haré lo que sea necesario, Excelencia.

Hassan se hallaba ante la entrada de su tienda y las palabras de Partridge reverberaron en su cabeza. «Lo que sea necesario»… su abuelo moribundo había usado esas mismas palabras el día que nombró a su nieto menor, Faisal, su heredero, y a su sobrino, Abdullah, regente. «Lo que sea necesario por mi país».

Había sido una especie de disculpa, pero, dolido y enfadado por verse desposeído, se había negado a entenderlo y se había comportado como el joven necio que era.

Mayor y más sabio, entendía que para que un hombre gobernara, primero debía aceptar que los deseos del corazón siempre debían ser sacrificados ante la necesidad.

En unas pocas semanas Faisal cumpliría los veinticinco años, y si su joven hermanastro quería asumir el cargo de rey, también él debía aprender esa lección. Y rápidamente.

Mientras tanto, habría que hacer algo para frenar el intento de Abdullah de un golpe de estado a través de los medios de comunicación. Quizá su primo no fomentara que la prensa llamara a su puerta, pero comprendía su poder y no pasaría por alto la oportunidad de meterse a alguien como Rose Fenton en el bolsillo.

Ella ya había hecho el gran recorrido de las mejores partes de la ciudad, y sería muy fácil, si no estabas con los ojos muy abiertos, engañarla para que creyera que todo era maravilloso. Y estaba en poder de Abdullah distraerla de todas las maneras posibles.

Puede que no sucumbiera a los regalos, al oro y las perlas que caerían en torrente sobre ella. Hassan tenía poca fe en el periodista incorruptible y entregado, pero Abdullah jamás había sido un dictador con un solo plan. Si el dinero no funcionaba, tenía a su hermano como rehén para obtener su cooperación.

Bueno, dos podían jugar a ese juego, y aunque estaba convencido de que ella no albergaría el mismo punto de vista de la situación, llegó a la conclusión de que le haría un favor a la señorita Fenton si la sacaba de circulación durante una temporada.

Y ocuparse de su inquieta familia, del ministerio de Asuntos Exteriores británico y de los comentarios poco amables de los medios británicos le daría a su primo algo más acuciante de qué preocuparse que usurpar el trono de Faisal. Puede que incluso lo empujara a abandonar. Así como Abdullah disfrutaba del tributo que acompañaba a su papel de jefe de estado sustituto, no le gustaban demasiado las responsabilidades de dicho cargo.

Sin duda Partridge se mostraría indignado, pero como era evidente que su secretario tenía plena conciencia de la urgente necesidad de hacer lo que fuera necesario, podía contar con que no hablara. Si no en privado, sí en público.


– ¿Una carrera de caballos? -Rose tomó una tostada. Hacía seis años que no iba a una carrera de caballos-. ¿Por la noche?

– Bajo focos. Está más fresco a esa hora. En particular en verano -añadió Tim, luego sonrió-. También se celebrará una carrera de camellos. ¿Quieres perdértela?

– Déjame reflexionarlo… Sí -durante un momento pensó que él le iba a dar una charla, recordarle que ya habían pasado seis años. Pero fue evidente que lo pensó mejor, porque se encogió de hombros.

– Bueno, depende de ti-si la decisión de su hermana lo decepcionó, no lo mostró-. Yo debo asistir por motivos obvios, pero luego puedo venir a recogerte.

– ¿Recogerme? – dejó de untar mantequilla en la tostada y alzó la vista.

Tim indicó el sobre cuadrado que había apoyado contra el frasco de mermelada.

– Nos han invitado a cenar después de las carreras.

– ¿Otra vez? -¿es que en Ras al Hajar nadie se quedaba en casa a comer una pizza y ver una película en vídeo-. ¿Quién?

– Simon Partridge.

– ¿Lo he conocido? -inquirió, recogiendo el sobre para extraer una hoja de papel. La caligrafía era fuerte y con carácter. La nota extrañamente formal-. «Simon Partridge solicita el placer…»

– No, es el secretario del príncipe Hassan.

A punto de aducir cansancio, un dolor de cabeza o cualquier cosa para escapar de otra velada formal, de pronto la idea del vídeo perdió su atractivo. No había visto al príncipe playboy desde que bajó del avión. Había estado atenta, pero al parecer se había desvanecido de la faz de la tierra.

– Te gustará -indicó Tim-. Tenía muchos deseos de conocerte, pero ha estado fuera de la ciudad.

– ¿De verdad? -entonces rió-. Dime, Tim, ¿adónde vas cuando sales «fuera de la ciudad» en Ras al Hajar?

– A ninguna parte. Esa es la cuestión. Dejas la civilización detrás.

– He hecho eso -en los últimos años había estado en varios sitios muy poco civilizados-. Es algo sobrevalorado.

– El desierto es distinto. Razón por la que, si eres Hassan, lo primero que haces al llegar a casa es ¡levarte a tus sabuesos y halcones de caza al desierto. Y si eres su secretario, lo acompañas.

– Comprendo -lo que comprendía era que si Simon Partridge se hallaba de vuelta en la ciudad también lo estaría el príncipe Hassan-. Háblame de Simon Partridge. Es poco habitual que alguien como Hassan tenga un secretario británico, ¿no?

– Su abuelo tuvo uno y sobrevivió para contarlo.

– ¿De verdad?

– El padre de Hassan. Era escocés. ¿No te lo dije?

– Tim frunció el ceño.

– No. Eso explica muchas cosas.

– Quizá considera que puede confiar en Partridge para que sea su hombre de confianza en un cien por cien, sin que su lealtad se halle dividida por lazos tribales ni enemistades familiares que se interpongan en el camino.

– ¿Una espalda que se interponga en el camino por si alguien tiene el deseo de apuñalarlo? -reflexionó-. ¿Qué saca Simon Partridge de ello?

– Solo un trabajo. No es el guardaespaldas de Hassan. Partridge estuvo en el ejército, pero su Jeep se topó con una mina de tierra y tuvo que licenciarse por invalidez en una pierna. Su coronel y Hassan fueron al mismo colegio…

– Eton -murmuró Rose sin pensarlo.

– ¿A qué otro sitio podían ir? -Tim había dado por hecho que se trataba de una pregunta-. Partridge también. ¿Y bien? ¿Qué le contesto?

– Dile que… la señorita Fenton acepta… -una cosa eran las carreras, pero no pensaba perderse la oportunidad de conocer al secretario de Hassan.

– Estupendo -sonó el teléfono y Tim contestó, escuchó y luego repuso-: Iré de inmediato -estaba camino de la puerta cuando recordó a Rose-. El número de Simon viene en la invitación. ¿Puedes llamarlo tú?

– No hay problema -levantó el auricular, marcó y, mientras sonaba, observó otra vez la caligrafía decidida y llegó a la conclusión de que por una vez Tim tenía razón. No le cupo duda de que le caería bien el dueño de esa letra.

– ¿Sí?

– ¿El señor Partridge? Simon Partridge? -hubo una breve pausa.

– Creo que tengo el placer de hablar con la señorita Rose Fenton.

– Hmm, sí -rió-. ¿Cómo lo sabía?

– ¿Qué le parece si le digo que soy adivino? -ofreció la voz.

– No lo creería.

– Y no se equivocaría. Su voz es inconfundible, señorita Fenton.

Así como Simon Partridge parecía algo mayor de lo que había imaginado por la descripción de Tim, su voz era ronca, con un matiz de profunda autoridad en ella, terciopelo sobre acero.

– Porque hablo mucho -repuso-. Tim ha tenido que ir a las caballerizas reales, pero me pidió que lo llamara para informarlo de que será un placer aceptar su invitación para cenar esta noche.

– No tengo duda de que el placer será mío.

Su formalidad era tan… extranjera. Se preguntó cuánto tiempo llevaba en Ras al Hajar. Había dado por hecho que era algo reciente, pero quizá no fuera así.

– Sabe que primero ha de asistir a las carreras, desde luego…

– Todo el mundo va a las carreras, señorita Fenton. No hay otra cosa que hacer en Ras al Hajar. ¿Asistirá usted?

– Bueno…

– Debe ir.

– Sí -aceptó, cambiando rápidamente de parecer. Razonó que si después de todo no faltaba nadie, Hassan estaría presente-. Sí, me apetece mucho ir -y de pronto así era.

– Hasta la noche, señorita Fenton.

– Hasta entonces, señor Partridge -colgó sintiéndose un poco jadeante.


Hassan cerró el teléfono móvil que había comprado esa mañana en el souk y registrado bajo un nombre ficticio y lo arrojó sobre el diván. Más allá de la entrada de la enorme tienda negra podía ver el exuberante palmeral regado por las pequeñas corrientes que atravesaban el agreste país fronterizo. En primavera era el paraíso en la tierra. Tuvo la impresión de que Rose Fenton quizá no lo viera de la misma manera.

– Vuelve pronto, Faisal -murmuró. Al oír su voz, el sabueso que había a SUS pies se levantó y apoyó una cabeza larga y sedosa en su mano.


Rose se hallaba completamente insatisfecha con su reducido guardarropa. Se había sentido desaliñada en la fiesta de la embajada. Había dado por hecho que sería elegante pero informal. Tim no había sido de ninguna ayuda y al final había recurrido a su vestido negro, apto para todas las ocasiones. Desde luego, el resto de las mujeres había aprovechado el acontecimiento para lucir sus últimos vestidos de marca, haciendo que el vestido negro diera la impresión de haber dado la vuelta al mundo. Bueno, y así era.

No había previsto tanta vida social y, además, no disponía de nada que pudiera servir para una velada al aire libre en las carreras, seguida de una cena privada.

Al final se decidió por el shalwar kameez que le regalaron en un viaje al Paquistán y que había llevado con la esperanza de realizar una entrevista con el regente, algo que había estado eludiendo desde su llegada, aunque ya empezaba a quedarse sin excusas.

Los pantalones eran de seda salvaje de una tonalidad verde apagada, la túnica un poco más clara y el pañuelo de seda aún más ligero. Tendría que habérselo puesto para ir a la fiesta de la embajada.

– ¡Vaya! -la reacción de Tim fue inesperada. Por lo general jamás notaba lo que se ponía nadie-. Estás deslumbrante.

– Eso me preocupa. De repente me da la impresión de que todos los demás lucirán vaqueros.

– ¿Importa? Vas a dejar boquiabierto a Simon.

– No estoy segura de que sea el efecto que busco, Tim -al recordar el efecto de la voz de él sobre su capacidad para respirar, pensó que quizá se engañaba-. Al menos no hasta que lo conozca mejor.

– Con ese traje no me cabe la menor duda de que querrá conocerte mejor -miró el reloj-. Será mejor que nos vayamos. ¿Lo tienes todo?

El teléfono móvil, la grabadora, el cuaderno de notas y el bolígrafo. Pero no dijo nada, porque tuvo la sensación de que a su hermano no le agradaría mucho. Tim la llevó por el codo y la ayudó a subir al Range Rover.

– ¿Está muy lejos?

– A unos tres kilómetros de las caballerizas. Más allá de estas colinas bajas, hay un terreno llano perfecto para correr.

Un caballo claro sin jinete saltó de un barranco bajo y aterrizó delante de ellos, para levantarse sobre las patas traseras y hender el aire con los cascos delanteros. Tim giró para evitarlo, haciendo que el coche derrapara de costado sobre la grava suelta.

– Es uno de los caballos de Abdullah -explicó al controlar el Range Rover-. Alguien va a tener problemas… -en cuanto frenaron, abrió la puerta y bajó-. Lo siento, pero debo intentar atraparlo.

– ¿Puedo ayudarte? -se volvió cuando él abrió la parte de atrás del vehículo y sacó una cuerda.

– No. Sí. Usa el teléfono del coche para llamar a las caballerizas. Pídeles que envíen un remolque para caballos.

– ¿Adónde?

– Di entre la villa y las caballerizas; nos encontrarán.

La luz interior del coche no se había encendido; alargó el brazo y activó el interruptor del teléfono, pero no sucedió nada. Se encogió de hombros, alzó el auricular pero no había tono. Recogió su bolso y sacó el teléfono móvil nuevo que Gordon había incluido con los recortes de prensa y el libro. Era pequeño, muy potente y hacía prácticamente todo salvo tocar el himno nacional, pero no veía bien en la oscuridad, de modo que bajó para situarse ante los faros. Justo cuando sus pies tocaban el suelo los faros se apagaron.

Pudo oír a su hermano a cierta distancia tratando de calmar al caballo nervioso. Entonces también ese sonido se desvaneció cuando los cascos del caballo encontraron arena.

Reinaba un gran silencio y oscuridad. No había luna, aunque las estrellas brillaban en todo su esplendor por la falta de polución. Una sombra se separó de la oscuridad.

– ¿Tim?

Pero no se trataba de su hermano. Incluso antes de volverse supo que no era Tim. Este lucía una chaqueta de color crema y ese hombre llevaba de la cabeza a los pies una túnica de una oscuridad tan densa que absorbía la luz en vez de reflejarla. Hasta su cara estaba oculta con un keffiyeh negro que solo dejaba entrever los ojos.

Sus ojos eran lo único que necesitaba ver.

Era Hassan. A pesar de la descarga de miedo que la inmovilizó donde estaba, a pesar de la adrenalina que dominó su corazón, lo reconoció. Pero no era el príncipe urbano que subía a un avión privado con un caro traje italiano, no era Hassan en su papel de príncipe playboy.

Era el hombre prometido por los ojos grises como el granito, profundos, peligrosos y totalmente al control de la situación; algo le indicó que no iba a preguntarle si necesitaba ayuda.

Antes de que pudiera hacer algo más que girar a medias para correr, antes siquiera de pensar en gritar una advertencia a su hermano, le tapó la boca con la mano. Luego, rodeándola con el brazo libre, la alzó del suelo y la pegó con fuerza a su cuerpo. Tanto como para que la daga curva que llevaba a la cintura se le clavara en las costillas.

Le inmovilizó los codos y con los pies sin apoyo, no pudo propinarle ninguna patada. Pero se debatió con todas sus fuerzas. Él la sujetó con más fuerza y esperó; pasado un momento, Rose se detuvo. No tenía sentido agotarse de manera innecesaria.

Al quedar inmóvil a excepción de la rápida subida y bajada de sus pechos mientras trataba de recuperar el aliento, él se decidió a hablar.

– Le agradecería que no gritara, señorita Fenton -musitó-. No tengo ningún deseo de herir a su hermano -su voz era como su mano, como sus ojos, dura e intransigente.

Entonces sabía quién era ella. No se trataba de ningún secuestro fortuito. No. Claro que no. Puede que hubieran pasado algunos días desde que intercambiaron aquella mirada fugaz en el avión, pero había oído esa voz después. La oyó insistiéndole en que debía ir a las carreras. Y ella le había asegurado que asistiría. Esa había sido la causa de la invitación; había querido cerciorarse de que iría con el fin de planear el lugar y el momento exactos para secuestrarla.

Entonces no había hablado con Simon Partridge, sino con Hassan. Se dio cuenta de que no estaba tan sorprendida como habría imaginado. La voz encajaba mucho mejor en él.

Pero, ¿qué quería? El hecho de haber leído unas páginas de El Jeque en un momento de ocio no significaba que suscribiera esa fantasía. En ningún momento pensó que iba a llevarla al desierto para aprovecharse de ella. Era una periodista y concedía poca atención a la fantasía. Además, ¿por qué iba a molestarse si con solo chasquear los dedos podía tener a su lado a la mujer que deseara?

– ¿Y bien? – al ver que no disponía de mucha elección, ella asintió, prometiendo su silencio-. Gracias -como si quisiera demostrarle que era un caballero,

Hassan quitó de inmediato la mano de su boca, la depositó en el suelo y la soltó.

Quizá estaba tan acostumbrado a la obediencia que no se le ocurrió que no se quedaría callada ni quieta. O quizá tampoco importaba mucho. Después de todo, solo la acompañaba Tim, y con súbito pavor recordó el silencio repentino que había reinado.

– ¿Dónde está Tim? ¿Qué le ha hecho? -exigió al girar en redondo para mirarlo, su propia voz apagada en la absoluta quietud de la noche desértica.

– Nada. Todavía va tras el caballo favorito de Abdullah -los ojos centellearon-. Imagino que permanecerá ausente un rato. Por aquí, señorita Fenton.

Los ojos de Rose, que se adaptaron con rapidez a la oscuridad, vieron la silueta de un Land Rover esperando en las sombras. No era el tipo de vehículo de moda que conducía su hermano, sino el modelo básico que dominaba el terreno duro como un pato el agua, de esos que usaban los militares de todo el mundo.

No dudó de que fuera mucho más práctico que un caballo. Hassan la condujo hacia el coche.

A pesar del miedo que le ponía la piel de gallina, su instinto de periodista se puso en alerta roja. Pero aunque su curiosidad era intensa, no quería que pensara que iba por propia voluntad.

– Debe estar bromeando -manifestó y plantó los pies en el suelo.

– ¿Bromeando? -repitió la palabra como si no entendiera. Luego levantó la cabeza para mirar más allá.

La luna salía y cuando Rose se dio la vuelta vio la silueta oscura de su hermano en la distancia. Había logrado lazar al caballo y lo conducía de vuelta al Range Rover, ajeno a la situación de ella y al peligro en el que iba a meterse.

Hassan había subestimado su habilidad, la empatía que lograba establecer incluso con el más difícil de los caballos, y al comprenderlo, juró en voz baja.

– No tengo tiempo para discutir.

No pensaba dejar que Tim se mezclara en problemas, pero cuando respiró hondo para lanzar un grito de advertencia, quedó envuelta en la oscuridad. Oscuridad real, de esa que hacía que una noche estrellada pareciera el día. El la inmovilizó y la subió a su hombro.

Demasiado tarde comprendió que tendría que haber dejado de ser la corresponsal ecuánime para gritar cuando tuvo la oportunidad. No pidiendo ayuda, ya que eso sería inútil, sino para que Tim llamara a su editor y le contara lo que había sucedido.

¡Si tan solo pudiera soltarse las manos! Pero las tenía sujetas a los costados… Bueno, no del todo inutilizadas. Una de ella aún sostenía el teléfono móvil. Tuvo ganas de sonreír. El móvil. Ella misma podría llamar a su editor…

Entonces fue arrojada sin ceremonias al suelo del vehículo y a través de la tela que la cubría oyó el ruido de un motor.

Apenas tres días atrás había bromeado con la idea de ser secuestrada por un príncipe del desierto. Craso error. No resultaba nada gracioso. Yacer en el suelo duro del Land Rover hacía que recibiera golpes y, como si se diera cuenta, su captor rodó hasta quedar debajo de ella, recibiendo la peor parte. Aunque no sabía si estar encima del hombre que pretendía secuestrarla podía considerarse una mejora… no le quedaba otra alternativa, va que él aún la sujetaba con el brazo.

Quizá lo más inteligente sería dejar de debatirse, soslayar la intimidad de sus piernas enredadas e intentar deducir qué diablos pretendía Hassan. Analizar por qué había corrido semejante riesgo.

Sería mucho más fácil pensar sin el sofocante peso de la capa que la privaba de sus sentidos, sin los brazos de él a su alrededor.

Supuso que debería tener miedo. El pobre Tim se volvería loco. Y estaba su madre. Cuando se enterara de que su hija había desaparecido, Pam Fenton no tardaría en llamar al ministerio de Asuntos Exteriores.

Siempre que le llegara la noticia. Rose tuvo la impresión de que su desaparición se mantendría fuera de los medios de comunicación si Abdullah podía arreglarlo. Y probablemente podría. No costaría convencer a Tim de que su seguridad dependía de ello. Y la embajada haría lo que considerara más viable para ponerla a salvo. «Menos mal que tengo el móvil», pensó; Gordon jamás la perdonaría por no darle esa exclusiva.

¡Cielos! ¿Qué le había pasado a su instinto de supervivencia? No tenía miedo; no planeaba escapar. Tendría que estar agradecida de que Hassan no le hubiera hecho daño, de que no la hubiera atado o amordazado. Bueno, no lo necesitó. Ella no había gritado cuando pudo, cuando tendría que haberlo hecho. Incluso en ese momento yacía quieta, sin dificultar en nada las intenciones de ese hombre. Eso era porque la curiosidad había podido con la indignación.

¿Qué quería Hassan?

En absoluto una, conversación íntima. De lo contrario, habría llamado a la puerta de la villa en cualquier momento, y Rose se habría mostrado encantada de ofrecerle una taza de té y una galleta de chocolate. Era como lo hacía en Chelsea. Quizá en Ras al Hajar las cosas eran diferentes.

O quizá había planeado otra cosa.

«¡Piensa, Rose, piensa!» ¿Qué motivo podía tener Hassan al Rashid para querer secuestrarla?

¿Pedir un rescate? Ridículo.

¿Sexo? Sintió un hormigueo extraño en el estómago al pensarlo, pero descartó la idea como una absoluta tontería.

¿Podía ser la noción de una broma que tenía el príncipe playboy? Después de todo, su primo, el regente, se sentiría muy irritado por el tipo de publicidad que generaría esa pequeña aventura, y los rumores sugerían que entre los dos hombres no había ningún afecto. Se imaginaba los titulares, los boletines de las agencias…

De pronto todo encajó en su sitio. Tenía que ser eso. Los titulares. No era ninguna broma. Hassan quería que Ras al Hajar saliera en las noticias. Más que eso, quería avergonzar a Abdullah…

De pronto perdió la ecuanimidad. ¡Al diablo la historia! Ahí estaba, cubierta como un fardo, con los huesos que le temblaban por el traqueteo, y todo porque Hassan pensaba que sería divertido irritar a su primo con malos titulares, usándola a ella para lograrlo.

Se sintió ofendida. Muy ofendida. Era una mujer. No una estrella de cine. Clavó las rodillas en la parte de la anatomía de él que las tuviera y se irguió, echándose hacia atrás.

La sorpresa, o quizá el dolor, junto con el bamboleo del Land Rover mientras recorría el terreno agreste, se combinaron para que Hassan aflojara las manos. Apenas dispuso de tiempo para quitarse la capa antes de que él se recobrara, la sujetara y la inmovilizara contra el suelo. Mientras aspiraba amplias bocanadas de aire, una vez más se encontró con esos peligrosos ojos grises.

A Rose no se le escapaba la situación en la que se hallaba. Era vulnerable y se encontraba a merced absoluta de un hombre al que no conocía, cuyos motivos resultaban poco claros. Era mejor que uno de los dos dijera algo. Y rápidamente.

– Cuando invita a una joven a cenar, Su Alteza, lo hace en serio, ¿verdad?

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