CAPÍTULO 5

ROSE se movió. Se sentía cálida y maravillosamente cómoda; se arrebujó más bajo la manta. Era tan agradable. El peso que tenía contra la espalda también se movió, adaptándose a la curva de su columna vertebral. También eso fue agradable. Había necesitado tanto tiempo para acostumbrarse a despertar sola.

Se quedó helada y abrió despacio los ojos con los sentidos en alerta máxima.

No estaba sola.

El sol se filtraba suavemente a través de la cortina negra de la tienda de Hassan. La sensación somnolienta de confort se evaporó al recordar con terrible claridad los acontecimientos de la noche anterior. ¿Qué podía hacer una chica? ¿Debía volverse y dejar que su captor la tomara en brazos para concluir lo iniciado entonces? O debería decantarse por la indignación?

Se decidió por eso último y antes de correr el peligro de debilitarse se incorporó dominada por la indignación. Su acompañante también se levantó de un salto y ladró excitado.

Era el perro. Solo el perro.

Volvió a dejarse caer sobre la almohada y permitió que su corazón desbocado se relajara un poco. No se trataba de Hassan. El alivio luchó con la decepción. Era evidente que llevaba sola demasiado tiempo.

El perro bostezó, luego se acomodó con la cabeza en su estómago.

– De modo que duermes en la cama, ¿eh? -comentó en cuanto recuperó el aire-. A mi madre le daría un ataque si pudiera verte -le acarició la cabeza-. No aprueba que los perros se suban a la cama -tampoco aprobaba demasiado a los maridos. Solo los amantes recibían su beneplácito Era uno de esos desacuerdos entre madre e hija que aún no había sanado entre ellas, mucho después de que ya no tuviera marido.

Un movimiento que captó por el rabillo del ojo hizo que alzara la cabeza. Hassan, atraído sin duda por el ruido, había abierto las cortinas.

– ¿Ha dormido bien?

Asombrosamente bien, mientras que él daba la impresión de haber pasado una noche mala. Pero antes de poder formular una respuesta sensata, los interrumpieron.

– ¡Lo sabía! -una mujer pequeña, cubierta con una capa y un velo, apareció a su lado y, sin aguardar una invitación, entró. Después de confirmar sus peores sospechas, se volvió hacia él-. ¡Por el amor del cielo, Hassan! -exclamó entre indignada y exasperada-. ¿En qué diablos estás pensando?

¿Sería su esposa? Rose ni siquiera había pensado que tuviera una. Hacía tiempo que no se ruborizaba, pero enfrentada a un bochorno casi constante, descubrió que aún recordaba cómo se hacía.

Hassan no contesto en el acto ni intentó defenderse. Al parecer ella tampoco esperaba que lo hiciera, ya que se acercó a la cama. Retiró la capa y el velo y se reveló como una mujer joven y hermosa vestida con una pesada camisa de seda y una falda de corte bonito que se detenía justo encima de las rodillas.

– Nadim al Rashid -dijo al tiempo que extendía una mano pequeña hacia Rose-. Me disculpo por la conducta de mi hermano. Su corazón está en el lugar adecuado, pero, como la mayoría de los hombres, tiene el cerebro de una mula. Ahora mismo vendrás conmigo a casa; allí estarás a salvo hasta que regrese Faisal. Y, mientras tanto, podremos pensar en algún modo de explicar tu desaparición.

¿Faisal? La mente de Rose se puso a trabajar. Esa joven no podía ser más que la hermanastra de Hassan. Eso la convertiría en la hermana de Faisal y, sin embargo, tenía toda la intención de arreglar el lío de Hassan. La acción directa parecía ser una característica de la familia.

Rose lo miró, pero él daba la impresión de querer evitarla; se mordió el labio. No era conveniente reír de forma muy obvia. Observaría la diversión mientras Nadim lo reprendía.

– ¿En qué estabas pensando, Hassan? -repitió, pero no le dio oportunidad de responder-. No, no me lo digas, lo adivino. ¿Has hablado con Faisal? -Hassan le lanzó una mirada de advertencia, que ella soslayó-. ¿Y bien?

Al ver que no había manera de detenerla, se encogió de hombros y le concedió el punto.

– Envié a Partridge a los Estados Unidos a buscarlo, pero eludió a sus guardaespaldas y se marchó a alguna parte.

– Qué desconsiderado -soltó ella-. Me pregunto quién le enseñaría ese truco.

– Yo llevo la situación -manifestó él con los dientes apretados-. Déjamela a mí.

– No lo creo.

– Nadie ha pedido saber qué crees, Nadim. Quiero que te marches ahora mismo. Este es mi problema y no quiero involucrar a nadie más.

No quería que su hermana se metiera en problemas e inesperadamente Rose estuvo de acuerdo con él.

– Estoy involucrada, idiota. Faisal también es mi hermano.

– Si sale mal…

– ¿Contigo al mando? ¿Cómo puede ser? -esa joven sabía cómo convertir una oración sencilla en un arma arrojadiza de sarcasmo-. No le hagas caso -Nadim centró su atención en Rose-. He traído otro abbeyah; nadie te verá llegar a mi casa -se volvió hacia su hermano-. Te has comportado de forma vergonzosa, Hassan. La señorita Fenton es una invitada de nuestro país… -habló en árabe y de forma manifiesta se puso a vilipendiar su carácter.

Rose observó la escena con un deseo creciente de reír. Entonces, por encima de los brazos gesticuladores de Nadim y de su lustroso pelo negro, sus ojos se encontraron con los de Hassan. Fue como si pudiera leerle la mente.

– Hmm, perdona -agitó una mano y Nadim frenó su discurso el tiempo suficiente para volverse a mirarla con ojos centelleantes-. Lamento interrumpirte cuando es evidente que realizas un magnífico trabajo en el análisis del carácter de Hassan, pero, ¿mi opinión cuenta para algo?

Los ojos de él se lo agradecieron por detrás de su hermana

Eso era estupendo, pero no lo hacía por Hassan. Se trataba de una decisión puramente profesional. Lo último que quería era ser rescatada por la princesa Nadim, sin importar lo bienintencionados que fueran sus motivos. La llevaría a la ciudad y perdería todo contacto. Al menos ahí se encontraba en el centro de la acción. Cerca de Hassan… donde todo acontecía.

Sin embargo, Nadim malinterpretó su actitud, ya que fue a sentarse en la cama y le tomó la mano. Era diminuta, cuidada con exquisitez. Hacía que Rose se sintiera como una gigante desaliñada.

– Comprendo que solo deseas regresar a la casa de tu hermano y reanudar tus vacaciones, pero tenemos una especie de problema. Abdullah está a punto de apoderarse del trono y Faisal, el muy tonto, ha elegido este momento para… ah, bueno… digamos que su sincronización deja un poco que desear. El revuelo causado por tu desaparición mantendrá ocupado a Abdullah unos días, y si te quedas conmigo hasta que todo se aclare, estoy convencida de que Hassan se encargará de que tu sacrificio reciba su adecuada recompensa.

– ¿Recompensa? -repitió. ¿Qué decía Nadim? ¿Recibiría el equivalente a la Orden del Mérito de Ras al Hajar?

– Bueno, Rose -musitó él. Se hallaba de pie detrás de su hermana-. Parece que puede establecer su propio precio. Un lakh de oro… un cordel lleno de perlas… Lo que desee.

– ¿Sabe cantar?

– Como un ruiseñor.

– La historia, Hassan -espetó Rose-. Eso es lo único que deseo. La historia, nada más que la historia. Y me quedo aquí.

– Pero no puedes… -Nadim se mostró momentáneamente sobresaltada.

– Puede y debe -Hassan, con su cooperación garantizada, recuperó el dominio de la situación-. Te aseguro que el sacrificio de la señorita Fenton no será mayor que el que ella elija.

– Oh, pero…

– ¿No tienes que ir a la clínica hoy, Nadim?

– Esta tarde -miró el reloj-. En realidad, ya que me encuentro aquí, ¿podría pedirte algunas incubadoras nuevas?

– Dile a Partridge lo que quieres. El se encargará.

– Gracias -sonrió-. Las madres y los bebés de Ras al Hajar te lo agradecen, Hassan. Y ahora, Rose… -durante un momento dio la impresión de que no había terminado. Luego esbozó un gesto muy femenino de resignación-. ¿Hay algo que pueda traerte? ¿Cualquier cosa que necesites?

– Tu hermano se ha esforzado en proporcionarme todas las comodidades. Salvo ropa -señaló el camisón-. Esto no es de mi estilo.

– No – durante un momento los ojos de Hassan se centraron en el subir y el bajar de los pechos detrás de la tela gruesa-. No -repitió con voz más suave. Luego carraspeó-. Lamento que mi elección no contara con su aprobación, pero hay un baúl lleno con ropa de su talla. Estoy seguro de que encontrará algo que le guste.

Rose, cuyo corazón ya latía con innecesario vigor, sintió un sobresalto cuando él levantó la tapa del baúl y alargó la mano para quitar la caja de toallitas de papel. El peso podría indicarle…

– Vete, Hassan -intervino Nadim-. No tienes nada que hacer aquí.

– Rose Fenton no es una de tus vírgenes marchitas, Nadim. Si quiere que me vaya, ella misma me lo dirá -la miró-. Te lo garantizo. Pero es verdad. Si las dos os vais a poner a rebuscar en la ropa, preferiría estar en otra parte. ¿Te quedarás a desayunar, Nadim?

– Solo tomaré café -aceptó, echándolo con un gesto de la mano. Aguardó hasta que se fue, luego salió a comprobar la habitación exterior antes de volverse hacia Rose-. Mira, no importa lo que diga Hassan. Si no quieres quedarte aquí, no tienes por qué hacerlo. Dilo y podrás marcharte conmigo ahora.

No. Pensaba quedarse hasta el final. Se lo había prometido a Hassan. Puede que no en voz alta, pero los dos lo sabían.

– No. Estaré bien. De verdad.

La sonrisa de Nadim fue comprensiva.

– ¿Qué es un lakh de oro? -preguntó Rose, con el fin de distraerla-. ¿Una especie de joya?

– ¿Un lakh? -la otra quedó sorprendida por su ignorancia de algo tan importante-. No. Es una medida de peso. Cien mil gramos -Rose intentó imaginar cuánto era, pero no lo consiguió-. No te preocupes por eso. Te quedes o te vayas a casa conmigo, Hassan tendrá que pagarle a tu hermano por llevarte del modo en que lo hizo.

– ¿Pagarle a mi hermano? -podía imaginar la reacción de Tim. Incluso Nadim aprendería una o dos cosas sobre la indignación. Si Hassan le ofrecía dinero por el honor de su hermana, era posible que Tim quebrantara la costumbre de toda una vida y lo golpeara. Pero Nadim hablaba en serio.

– Desde luego que debe pagar. Te ha deshonrado. ¿O existe la posibilidad de que tu hermano lo mate? -sugirió.

– Hmm… no lo creo -incluso indignado, no creía que Tim le diera más que un puñetazo en la mandíbula.

– ¿No? -Nadim se encogió de hombros-. Claro, es inglés. Los ingleses son tan… flemáticos. Hassan sin duda mataría a tu hermano si la situación fuera al revés. Pero si no quieres dinero o sangre, solo existe otra solución. Tendrá que casarse contigo. Déjamelo a mí. Yo lo arreglaré.

La situación se adentraba cada vez más en los reinos de la fantasía.

– Seguro que un hombre de su edad, de su riqueza… -comprendió que empezaba a pensar como Nadim-… ya debe estar casado.

– ¿Hassan? ¿Casado? -la otra rió-. Primero tendría que encontrar a alguien lo bastante fuerte como para que lo retenga.

– Pero, si aquí arregláis los matrimonios…

– Hassan es diferente. Es imposible. Contigo sería una cuestión de honor, de modo que no le quedaría otra alternativa, pero en ninguna otra circunstancia se detendría a considerarlo. Créeme, lo hemos intentado, pero ha viajado demasiado para aceptar a una joven buena y tradicional que quiera quedarse en casa a criar hijos. Sin embargo, es demasiado tradicional para casarse con una de esas actrices o modelos con las que pasa tiempo en público cuando está en Londres, París o Nueva York. Aunque si las trajera aquí no durarían ni cinco minutos.

– ¿Por qué?

– Las mujeres necesitan nacer para esta vida. Nuestros hombres son posesivos y las mujeres modernas no desean ser poseídas. Quieren lo que Hassan puede darles, pero se niegan a entregar lo que ya poseen -sonrió-. Me dan pena.

– Pero tú eres feliz.

– Me esfuerzo por serlo. Tengo un marido amable, hijos hermosos y un trabajo provechoso en un país que quiero -la miró-. A Hassan también le gusta vivir aquí. No podría hacerlo en ninguna otra parte -entonces suspiró-. Habría sido un gran Emir. Es algo que siempre ha llevado dentro. Mientras que Faisal… bueno, Faisal no entiende los sacrificios que se requieren -lo pensó unos momentos-. O quizá sí…

– ¿Y Abdullah?

De pronto Nadim fue consciente de que había hablado demasiado; miró el reloj y soltó un gritito poco convincente.

– No dispongo de mucho tiempo. Echémosle un vistazo a la ropa. Me da la impresión de que no encontrarás gran cosa de tu gusto.


– ¿Y bien? -Hassan la observó por encima de lo que quedaba del desayuno-. ¿Qué averiguó?

– ¿Averiguar?

– Mi hermana tiene una boca muy generosa. Estoy seguro de que no le ha costado sonsacarle información.

– Nadim es encantadora, considerada y de gran ayuda.

– Si le ha causado tan buena impresión, es que debió ser demasiado locuaz, incluso para ella.

– En absoluto. Me contó muy poco que ya no supiera.

– Es ese «muy poco» lo que me molesta.

– ¿Por qué? Garantizar que Faisal retenga el trono no es algo de lo que haya que avergonzarse. Yo había pensado que su intención era apoderarse de él con fines personales -si había esperado provocar una reacción, no lo consiguió-. Y no pienso revelarle a nadie lo que está haciendo -sonrió. «Al menos todavía no»-. En realidad, la principal preocupación de Nadim parecía ser que tendría que pagarle a mi hermano por haberme deshonrado.

Hassan llegó a la conclusión de que se burlaba de él, de que se divertía a su costa. Bueno, mientras eso la mantuviera contenta, perfecto.

– Lo que usted considere apropiado -concedió. Un lakh de oro sería barato a cambio de su cooperación-. Aunque después de conocerla empiezo a dudar que tanto usted como su hermano acepten siquiera una tula de mi oro -al menos eso era verdad. Apostaría la vida a que no estaba al servicio de Abdullah. Su corazón se regocijó.

– Puede que no, pero eso lo deja con un problema -él esperó-. Según Nadim, la única alternativa a un acuerdo económico sería la muerte o el deshonor, y como Tim preferiría morir antes que matar a alguien… -hizo una pausa-. Incluso a usted… -Hassan rió-. Ella ha llegado a la conclusión de que la respuesta que queda es el matrimonio.

– Puede que tenga razón -corroboró. Luego bebió café, dejó la taza sobre el plato y se levantó-. Veo que se ha puesto unos pantalones de montar. ¿Es una insinuación de que le gustaría dar un paseo a caballo esta mañana?

¿Quería cabalgar con Hassan? ¿Por eso había insistido en ponerse esos pantalones ante las protestas de Nadim? De pronto se sintió muy confusa. Hacía tiempo desde que había montado a caballo en compañía del hombre al que amaba. Hacía tiempo que no sentía esa tentación. Pero los pantalones de montar le habían resultado tan familiares, cómodos… Sin mirarlo, estiró las piernas.

– Fueron los únicos pantalones que pudimos encontrar -repuso con actitud evasiva-. Siento aversión a ponerme vestidos largos de seda durante el día. Aunque sean de marcas exclusivas.

Sin embargo, la ropa interior había sido otra cosa. No ponía ninguna objeción a sentir la seda contra la piel. Pero hasta ahí llegaba. La camisa que llevaba era amplia y tuvo que sujetarse los pantalones con un cinturón, pero eran cómodos. Se frotó las palmas de las manos sobre la suave tela usada y al final levantó los ojos.

– ¿Eran suyos?

– Probablemente -él titubeó-. No lo recuerdo -se lo veía incómodo ante la idea de que llevara puesta su ropa, a pesar de que debía hacer años que no se la ponía. Había desarrollado muchos músculos desde que le fabricaron esos pantalones para montar-. Le habría proporcionado su propia ropa, pero entonces habrían deducido que se había marchado por su cuenta.

– Trajo mis botas -unos botines robustos con cordones y que llegaban hasta los tobillos.

– El terreno aquí es agreste -se encogió de hombros.

– Y sería embarazoso que tuviera que llevarme al hospital con un tobillo roto.

– No sea tonta -sonrió ante su aparente ingenuidad-. Diría que la había encontrado en ese estado. Usted no me traicionaría, ¿verdad, Rose? Pensaría en la historia y mantendría la boca cerrada.

Era insufrible. Abandonó todo intento de superarlo y regresó al tema de la ropa.

– Claro que si Khalil le hubiera entregado mi ropa probablemente habría terminado en la cárcel como cómplice. No imagino a Abdullah siendo muy considerado con él.

– ¿Khalil?

– El criado de mi hermano. Alguien debió darle información sobre el maquillaje que uso. Y sobre el champú. A propósito, tiene una ducha muy ingeniosa

– se había llenado con agua un pequeño depósito y el primer sol de la mañana le había dado una temperatura agradable. Terminó el café-. ¿Quién más habría podido manipular el Range Rover sin atraer suspicacias? Khalil lo lava tan a menudo como su propia cara.

– Muy bien -no confirmó ni negó sus especulaciones-, ¿quiere dar un paseo a caballo?

– Es una de las atracciones prometidas.

– ¿Sabe montar?

– Sí -se puso de pie, cada vez más incómoda ante el escrutinio de Hassan.

– Para permanecer sobre uno de mis caballos necesitará algo más que un conocimiento pasajero con un pony dócil de alguna escuela para amazonas.

– No lo dudo, pero tuve un buen maestro. ¿No tiene miedo de que nos puedan ver? -preguntó-. ¿Qué empleen helicópteros en mi búsqueda? -se pasó la mano por el pelo-. Cuesta pasarme por alto.

– Es verdad que consigue que su presencia se note -convino con sonrisa irónica-. Pero su cabello no es problema. Con las ropas adecuadas, será casi invisible. Aguarde aquí.

Regresó unos minutos después con un keffiyeh a cuadros rojos y blancos que le entregó. Ella le quitó el envoltorio se lo puso sobre la cabeza, luego se quedo quieta Era mucho mas grande de lo que había esperado y no sabía bien cómo ajustarlo. Extendió los extremos y lo miró desconcertada.

Durante un instante ambos recordaron el pañuelo que Rose había lucido y lo que Hassan había hecho con él. Luego él respiró hondo.

– Mire -dijo-. Es así -con rapidez lo pasó alrededor de su cabeza y de la parte inferior de su cara, con los dedos muy cerca de sus mejillas aunque sin rozarla en ningún momento. Aun así, el estómago de ella se atenazó ante la proximidad-. Ya está.

– Gracias -apenas fue capaz de susurrar.

– No, gracias a usted, Rose. Por comprender a Nadim. Si Abdullah averiguara…

– Sí. Bueno, no obtendré una exclusiva escondida en el salón de Nadim, ¿verdad?

El sonrió y el gesto iluminó alguna parte detrás de sus ojos. Luego extendió una capa de pelo de camello con rebordes dorados que llevaba sobre el brazo.

Ella se volvió e introdujo los brazos en las amplias aberturas y dejó que colgara a su alrededor. Era holgada y ligera como una pluma, agitándose debido a la suave brisa que soplaba desde las montañas y que entraba en la tienda.

– Casi parece un beduino -musitó mientras se cubría la cabeza con su keffiyeh negro.

Rose se acarició el mentón por encima de la tela.

– Salvo por la barba -ladeó la cabeza-. Pero usted tampoco lleva barba, Hassan. ¿Por qué?

– Hace demasiadas preguntas -repuso apoyando la mano en la espalda de ella para conducirla hacia la brillante mañana.

– Es mi trabajo. Aunque usted es parco con sus respuestas.

La llevó hasta los caballos. Uno era un magnífico corcel negro. La otra montura era más pequeña pero de un tono almendrado de gran hermosura.

– ¿Cómo se llama? -preguntó mientras le acariciaba el cuello.

– Iram.

Rose susurró el nombre y el caballo movió las orejas y alzó la fina cabeza. Recogió las riendas y Hassan enlazó las manos para ayudarla a montar antes de ajustar los estribos. Hacía tiempo que no montaba a caballo, pero, con la cabeza inmovilizada por el mozo de cuadra, parecía un animal sereno.

Hassan montó su corcel, la miró y, al parecer satisfecho con lo que veía, asintió. Los mozos retrocedieron y los caballos emprendieron la carrera.

Durante un instante Rose pensó que le habían arrancado los brazos de cuajo y agradeció que él fuera muy por delante para que no tuviera que presenciar su lucha con el animal engañosamente manso que le había dado.

Cuando Hassan frenó a su montura y se volvió para ver lo que le había sucedido, Rose ya lo tenía bajo control y pasó volando a su lado. El la persiguió, la dejó atrás y abrió la marcha con la capa ondeando al viento. Fue maravilloso, excitante y aterrador al mismo tiempo, y cuando al fin él tiró de las riendas ante el saliente de una colina, ella reía, jadeaba y temblaba por el esfuerzo de controlar a su caballo. Hassan también reía.

– Pensaba que sería demasiado para mí, ¿verdad?

– Ha estado a punto de serlo, pero es una excelente amazona

– Menos mal -rió-. Aunque hace tiempo que no monto.

Hassan desmontó y recogió las riendas.

– ¿Quién le enseñó?

– Un amigo.

– Es evidente -la miró-, ya que monta como un hombre.

– Sí, criaba caballos -fue consciente de su penetrante mirada-. Caballos hermosos -acarició el cuello de su animal-. Era mi marido.

Reinó una pausa momentánea mientras él digería la información.

– ¿,Era? -preguntó cuando Rose no se explayó-. ¿Está divorciada?

– No, murió. No fue un accidente de equitación -de lo contrario, jamás habría podido volver a montar-. Tenía el corazón débil. Lo sabía pero no me lo dijo -hacía más de cinco años que no hablaba de ello. Había continuado con su vida, intentando no pensar en ello. Sacó los pies de los estribos y se deslizó al suelo-. Un día se le detuvo. Y murió.

– Lo siento, Rose -Hassan se unió a ella y, conduciendo a los dos animales, comenzó a hacerlos pasear-. No tenía ni idea.

– Fue hace mucho tiempo.

– No tanto -la observó-. Usted es una mujer joven.

– Casi seis años -apenas veía el paisaje que se extendía ante ella. Veía la vida que podría haber sido. En ese entonces habrían tenido dos hijos. Michael le había preguntado si quería tenerlos, se los habría dado, pero ella se había resistido a la idea. Era joven y había anhelado toda su atención. Tampoco parecía que hubiera ninguna urgencia. Se le nublaron los ojos y tropezó con una piedra. Hassan la sostuvo con la mano en la cintura.

– Es afortunada de tener su carrera. Algo con que llenar el vacío.

– ¿Cree que un trabajo podría hacer eso? ¿,Que una carrera podría compensar lo que he perdido? Nos amábamos -incondicionalmente. Como mujer. No había tenido que competir por su atención, no había tenido que ser mejor ni demostrar nada. Solo ser ella misma.

El la observó pensativo.

– Dígame, ¿ganó su fama de periodista intrépida porque también esperaba morir?

Su respuesta inmediata fue la ira. ¿Cómo se atrevía a creer que podía psicoanalizarla? Su madre había dedicado años a ello. Pero supo que se equivocaba. Los ojos de Hassan no mostraban conocimiento de causa, sino comprensión y simpatía por lo que había tenido que sufrir.

– Tal vez -susurró, reconociéndolo por primera vez-. Tal vez. Durante un tiempo.

– No tenga prisa, Rose. Alá vendrá a buscarla cuando sea el momento.

– Lo sé -logró sonreír-. Pero es mucho más fácil ganar una reputación que perderla. Tengo una boca vehemente y eso también me mete en muchos problemas.

– Lo he notado -de repente también él sonrió.

Su voz, aunque bromista, exhibía una calidez que la devolvió al presente. Era el momento lo que importaba. Y durante un instante, con la mano de él en su cintura, los ojos más encendidos que el sol que calentaba su espalda, pensó que iba a volver a besarla. Pero no lo hizo. Notó el momento en que mentalmente retrocedió antes de bajar la mano y continuar.

Pues no iba a librarse con tanta facilidad. Ella tenía que escribir una historia y ya era hora de llevar a cabo una investigación seria.

– Entonces -caminó a su lado-, ¿por qué se afeitó la barba?

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