CAPÍTULO 6

HASSAN rió, disfrutando del súbito cambio de introspección a ataque directo.

– ¿Quién dijo que alguna vez llevé alguna? No se trata de una compulsión -ella enarcó las cejas y le recordó que no era una joven ingenua-. Es usted como un terrier con un hueso -se quejó.

– Los cumplidos no me impresionan, Hassan. Los he oído todos ya. ¿Por qué? -insistió, queriendo conocer qué lo motivaba.

– Quizá soy un rebelde nato.

– ¿La típica oveja negra de la familia? -aunque no lo creía-. ¿No es un poco obvio?

– Con veintiún años -repuso él-. No es una edad para la sutileza. Y cuando algo funciona, ¿por qué cambiarlo? -se dirigió hacia una roca baja y plana, ató los caballos a un árbol, la invitó a sentarse y le ofreció la cantimplora.

Ella se apartó el keffiyeh y agradecida bebió un sorbo del agua fría. El la imitó y se sentó a su lado.

Ante ellos la tierra caía por una ladera rocosa hasta la llanura costera y, en la distancia, Rose pudo ver el resplandor del sol sobre un mar tan azul que se fundía con el cielo. Era un paisaje desolado en el que las sombras de las piedras y los ocasionales árboles se extendían hasta el infinito -

«Muy distinto del fresco verdor de casa»; sin embargo, notaba la atracción. Había algo magnético, atemporal. Poseía una extraña belleza.

Nadim había comentado que a Hassan le encantaba. Percibía que era un lugar que podía penetrar en el corazón de una persona. Lo miró, todavía a la espera.

Él se encogió de hombros y se pasó la mano por la cara afeitada.

– Mi abuelo llegó a la conclusión de que yo no sería capaz de mantener unidas a las tribus -explicó-. Era una época difícil. Entraba mucho dinero por el petróleo y él sabía que las familias rivales aprovecharían el hecho de que mi padre era un extranjero para causarme problemas.

– ¿No tenía hijos propios para que lo sucedieran?

– No. Media docena de hijas, pero ningún varón. Yo era su nieto mayor, pero llegado el momento hizo lo que haría cualquier gobernante y antepuso el país a los deseos de su corazón.

– ¿Cuando nombró heredero a Faisal?

– Mi madre se volvió a casar muy pronto tras el fallecimiento de mi padre. Una unión política. Tuvo un par de hijas; Nadim es una de ellas. Luego tuvo a Faisal. El posee el pedigrí perfecto para gobernar.

– Aún es muy joven.

– Lo sé, pero todos tenemos que crecer. Es la hora de él. Solo espero que lo lleve mejor que yo.

Ella percibió su dolor; aunque estaba enterrado hondo, se hallaba presente.

– Debió ser duro que usted lo aceptara -no supo si era la periodista o la mujer quien lo quería saber.

Hassan recogió una piedra y la apretó.

– Sí, lo fue. Solo tenía esto -sopesó la piedra un instante y luego la arrojó lejos-. Después me quedé sin nada. Lo que lo empeoró fue tener que soportar que nombrara a Abdullah Emir Regente para apaciguar a sus enemigos -alzó la mano en un gesto de aceptación-. No tuvo otra elección; lo sé. Me estaba protegiendo. Si yo hubiera sido diez años mayor, quizá hubiera podido desafiarlos. Pero se moría y probablemente tenía razón; yo era demasiado joven para manejar ese tipo de problemas. Ahora el único problema que tenemos es Abdullah y sus seguidores, con sus manos sucias metidas en la tesorería mientras la gente anhela educación, cuidados médicos y todas las ventajas de vivir en el siglo veintiuno.

Rose pensó en el lujoso centro médico que le habían enseñado. Todo era nuevo. Como el elegante centro comercial a rebosar de tiendas exclusivas, el fabuloso club de gimnasia en el que al instante la habían hecho socia honorífica… todo irradiaba privilegios. Había sospechado que existía un lado oscuro y había tomado nota para investigarlo. Y al parecer así era. Cruzó las manos sobre las rodillas y apoyó el mentón en ellas.

– Nadie podría culparlo por no tomárselo bien.

– Nadie lo hizo. Y nadie trató de detenerme. Desheredado, me afeité la barba, me dediqué a vestir de negro y me comporté muy mal. Puede que me quitara el derecho al trono, pero mi abuelo compensó la pérdida de otras maneras. Me vi con demasiado dinero y muy poco sentido común y me dediqué a demostrarle al mundo que el abuelo había tomado la decisión correcta, mientras Abdullah y sus partidarios se mantenían al margen, prácticamente animándome, con la esperanza de que me autodestruyera. Yo era inmaduro, malcriado y estúpido. Lo sé porque mi madre, que haría casi cualquier cosa antes que subir a un avión, voló a Londres con el único propósito de decírmelo a la cara.

– Sin embargo, no volvió a dejarse la barba. Ni adoptó una forma más conservadora de vestir. Tampoco moderó mucho su comportamiento.

– ¿El rebelde arrepentido como un perro apaleado? Cuánto habría disfrutado Abdullah con eso. Habría hecho correr rumores de que intentaba recuperar el favor perdido y que planeaba apoderarme del trono, una excusa perfecta para actuar en contra de Faisal y de mí. No, estoy dispuesto a soportar mi conducta hasta que mi hermano se encuentre instalado a salvo en el lugar que por derecho es suyo -la miró-. Y mientras mi primo menos predilecto esté ocupado buscándola a usted, Rose Fenton, aún hay tiempo.

Con la cabeza señaló hacia la costa, donde había aparecido un par de helicópteros de búsqueda. Se apoyó sobre un codo sin mostrar señal alguna de preocupación.

– ¿Qué hará si se presentan en el campamento?

– Dispararle al primer hombre que intente entrar en los alojamientos de las mujeres.

– ¿Alojamientos de las mujeres? ¡Vaya!

– ¿Qué tiene de malo?

– Bueno, para empezar, solo estoy yo, y no soy una de sus mujeres.

– Se halla bajo mi protección. Una mujer o cien, ¿qué diferencia hay?

– Pero matar a alguien… -lo observó.

– No he dicho matar. Solo disparar. Una bala en la pierna del más valiente por lo general basta para desanimar al resto -se encogió de hombros-. No esperarían nada menos -al ver que seguía sin estar convencida, añadió-: Me harían lo mismo si la situación fuera al revés.

– Pero… -tembló-… eso es tan primitivo.

– ¿Se lo parece? -los ojos grises brillaron bajo el sol-. Puede que tenga razón. Lo primitivo se encuentra más próximo de la superficie de lo que la mayoría está dispuesta a reconocer, Rose, como casi descubrió usted en persona anoche.

Hablaba del momento en que ambos habían estado a punto de abandonar cualquier atisbo de comportamiento civilizado, de lanzarse al abismo.

Claro que solo se había debido a la tensión. Captor y cautiva unidos en una atmósfera precaria y cargada, una olla de emociones combustibles que, bajo presión, alcanzó una temperatura increíble…

Apartó rápidamente la vista. Los helicópteros habían bajado en dirección a la costa.

– Creo que será mejor que volvamos mientras aún puedo moverme. Hace semanas que no realizo ningún ejercicio serio y después de esto quedaré rígida como una tabla de madera.

– ¿De verdad? -se levantó y le ofreció la mano. Tras una fugaz vacilación, ella la aceptó y Hassan la ayudó a incorporarse. Durante un momento retuvo sus dedos-. ¿No me diga que ha estado perdiendo el tiempo en el club de gimnasia?

– Si me ha vigilado con tanta atención, sabrá qué he estado haciendo -una tabla ligera de ejercicios durante la mañana para recuperar el tono muscular después de semanas de forzado ocio. Poca preparación para montar uno de los caballos de Hassan.

El no confirmó ni negó la acusación.

– Cuando me lo diga, será un placer darle un masaje con linimento.

Durante un instante fugaz ella permitió que su imaginación se desbocara para pensar en sus manos frotándole un ungüento por los hombros y la espalda, a lo largo de los tensos músculos de las piernas. No dudó de que sería capaz de hacer que se sintiera mucho mejor. Pero retiró la mano, hizo una mueca y comenzó a reír.

– Gracias, Hassan, pero creo que será mejor que sufra. Usted ya representa suficientes problemas.


Suficientes problemas. ¿Cuántos eran suficientes? ¿Hasta dónde tenía que llegar un hombre antes de alcanzar el límite de los problemas en que podía me- terse y, aun así, encontrar la salida al final?

Siempre que diera por hecho que deseara salir.

Hassan caminaba impaciente con el teléfono al oído a la espera de que Simon Partridge contestara. Mientras esperaba y se dijo que lo mejor era encarar la realidad.

Rose Fenton era una mujer con el mundo a punto de rendirse a sus pies. Dentro de una semana la prensa le suplicaría que contara su historia. Probablemente Hollywood querría hacer una película y su agente celebraría una subasta para colocar su libro.

Cada vez que se acercaba a ella le facilitaba todo. Solo tenía que mirarlo para que deseara contarle sus secretos más profundos, sus anhelos más íntimos, en los que siempre parecía estar el deseo de dedicar una vida a conocerla.

A cambio, se ofreció a darle un masaje. ¿Hasta dónde podía ser torpe un hombre? Aunque resultaba demasiado fácil imaginar la cálida seda de su piel deslizándose bajo sus manos.

Soltó un gemido sentido. Era imprescindible que la situación acabara cuanto antes.

– ¡Vamos, Partridge! ¿Dónde diablos estás?

Piel de seda, labios de seda. Se detuvo, cerró los ojos y durante un momento se permitió recurrir al recuerdo de sus labios cálidos abriéndose para él, al dulce sabor de Rose en su lengua.

Había tenido la intención de mantener todo de forma estrictamente impersonal. Guardar las distancias. Tendría que haber sido fácil. Ella era una reportera y, por principio, a él le desagradaban los periodistas. Pero desde el momento en que contestó al teléfono y su voz le llenó la cabeza, quedó cautivado.

Dejó de andar y se apoyé en el tronco de una antigua palmera. ¿A quién quería engañar? Rose tenía algo especial que hacía que la gente pusiera las noticias de la noche para ver el informe desde su último destino. Era algo especial que hacía que a la gente le importara, y ya había descubierto de qué se trataba.

Bajo su fachada de dureza era vulnerable. Reía con más presteza de la que lloraba, aun cuando lo que más deseaba fuera eso último.

Ese día había estado apunto de manifestar su dolor. Hassan había querido abrazarla, consolarla, saber qué clase de hombre podía provocar esa expresión en sus ojos… Querer ser ese hombre.

– Sí… Hola… -una voz aturdida irrumpió en sus pensamientos.

– ¿Partridge?

– ¿Excelencia? -se oyó un ruido-. ¿Qué sucede?

– Nada. Eso es lo que pasa -su irritación congeló la distancia que los separaba-. ¿Lo has encontrado?

– Excelencia, en cuanto lo haga se lo comunicaré. Pero aquí son las cuatro de la mañana…

– ¿Y? -espetó.

– Que no he podido acostarme hasta las dos -replicó Partridge de mal humor, plenamente despierto ya-. La mejor información de que dispongo es que Faisal se ha encerrado en una cabaña en las Adirondacks con una joven. Pero nadie sabe con quién ni en qué cabaña, y hay un montón. Como no están alineadas en orden a lo largo de un bonito camino, lleva tiempo comprobarlas -hizo una pausa-. Y mientras hablamos de personas perdidas, ¿cómo se encuentra la señorita Fenton? Imagino que se ha enterado de su desaparición. La CNN no para de hablar de ello.

Hassan sonrió con gesto sombrío ante el sarcasmo de su secretario. El secuestro de Rose explicaba su inusual malhumor.

– ¿Y quién sugieren que es el responsable?

– Parece que nadie tiene idea. O por lo menos no lo dicen. La explicación de Abdullah es que debió alejarse del coche de Tim mientras él perseguía al caballo y se perdió, o lo achaca a que quizá cayó en una hondonada.

– ¿Rose Fenton? No puede hablar en serio.

– Es mucho más agradable que reconocer que pueda haber sido secuestrada. Usted dijo que no haría nada… parecido.

«¿Como qué? ¿Qué pensaba Partridge que le estaba haciendo a su heroína de las ondas televisivas?»

– ¿De verdad? Yo recuerdo una conversación algo diferente. Sin embargo, puedes estar tranquilo de que la señorita Fenton se encuentra en perfecto estado y Contenta de ser mi invitada. Tu preocupación es injustificada, créeme. Es muy capaz de enfrentarse a la situación, De hecho, diría que se está aprovechando de ser el centro de una historia importante. Y prometo que no corre peligro.

– ¿No? -Partridge no quedó convencido, aunque ambos sabían que no le preocupaba el peligro físico.

– ¿Sabías que estuvo casada? ¿Por qué no llamas a tus contactos en Londres y averiguas todo lo que puedas sobre él? Con todo el interés que hay ahora en ella, no ha de resultarte difícil.

– ¿Es una orden o una sugerencia? -solo Partridge podía crisparse a larga distancia.

– Yo no hago sugerencias -repuso con sequedad-. Y mientras tanto, si tanto te preocupa el bienestar de Rose Fenton, te sugiero que encuentres a Faisal y lo traigas aquí sin demora. Luego tienes mi permiso para decirme a la cara lo que piensas en este momento.

– No necesito su permiso para eso -manifestó con rigidez-. Y cuando se lo haya dicho, tendrá mi dimisión.

– Puedes desafiarme a un duelo si eso te hace feliz, pero no hasta que no hayas localizado a Faisal.


Rose cruzó hasta la tienda y entró. Se quitó el keffiyeh, tiró a un lado la capa y se alisó el pelo, alzándolo del cuello.

Tenía calor, estaba polvorienta y la camisa se le pegaba a la espalda. Lo que necesitaba era una ducha, pero el depósito se hallaba vacío. Solo le quedaba el arroyo, aunque le daba la impresión de que lo tenía prohibido hasta que Hassan lo autorizara.

Echó un poco de agua en la jofaina y se lavó las manos y la cara. Luego se sirvió un vaso de té con hielo de un termo. Primero llamaría a su madre. Y comprobaría su buzón de voz.

Sin duda Gordon habría dejado un mensaje para ella. De hecho, varios mensajes. A nadie más se le habría ocurrido. Nadie más sabía que tenía el teléfono.

Permaneció durante un rato bajo la entrada, bebiendo té y contemplando el oasis. Reinaba tanta paz. En el calor hasta los perros tenían la sabiduría de no desperdiciar energía ladrando en vano.

«No estés de pie cuando puedas estar sentada; no estés sentada cuando puedas estar tumbada». En la soporífera quietud del mediodía, esa filosofía ejercía cierto atractivo. Se sentó en un sillón de loneta situado a la sombra del toldo.

El Saluki de Hassan se estiró a sus pies mientras que el desierto daba la impresión de que había todo el tiempo del mundo. Costaba pensar en otra cosa que no fuera el horizonte vacío. Solo quería estar ahí, cabalgar, charlar.

Hacer el amor.

«Junto a la corriente», pensó. Bajo las palmeras y los granados, donde quedarían ocultos al mundo por las adelfas. El haría que extendieran una alfombra de seda y cojines blandos.

Hassan era peligroso, representaba problemas, pero hacía que su sangre hirviera.

Hacer el amor.

Las palabras habían surgido en su cabeza sin que las invocara, pero ya no querían irse.

Hacía tiempo que el amor no figuraba en su lista de deseos. Desde que casi seis años atrás encontró a Michael muerto en el establo. Más tarde el médico la informó de que había sido rápido. Su corazón era una bomba de tiempo a la espera de activarse, y aunque hubiera estado con él no habría podido hacer nada para salvarlo.

Aunque los hijos de él la habían culpado por lo sucedido. Pero no tanto como se había culpado ella misma. No obstante, el doctor tenía razón. Michael había conocido los riesgos que corría al no querer compartir su estado y brindarle lo que necesitaba. Había sido tan gentil. Tan amable. Y ella lo había hecho feliz. No tenía nada que reprocharse.

Y en ese momento Hassan le había recordado que la vida continuaba. Era una mujer joven. Se juró que la próxima vez que él deseara jugar al salvaje, no escaparía con tanta facilidad. Al dejar el vaso se dio cuenta de que sonreía.


Hassan cortó, le arrojó el teléfono al hombre que sostenía las riendas de su caballo, montó y cabalgó de vuelta al oasis, con la esperanza de que el esfuerzo físico apaciguara la necesidad, las emociones encontradas que le provocaba Rose Fenton.

Venían de mundos distintos y se veía obligado a enfrentarse al abismo que los separaba. No era nada relacionado con la riqueza y el poder. Se trataba de algo básico, parte de quienes eran ellos.

Le provocaba ira. Inquietud. La deseaba tanto que le parecía que la piel era dos tallas más pequeñas para su cuerpo; peor era la certeza de que ella lo sabía. Por la expresión de sus ojos no haría falta mucho para tentarla a compartir la cama con él. Pero sería de acuerdo con los términos de Rose, no los suyos. En una o dos semanas ella se iría, reanudaría su carrera, proseguiría su vida. Sin embargo, lo habría marcado para siempre, mientras que Rose no tardaría en olvidarlo, su imagen quedaría borrosa por media docena de encuentros casuales.

Respiró hondo y se obligó a estirar los dedos, forzándose a desterrar ese pensamiento. No era una buena idea reflexionar en ello. Se negó. Se mantendría apartado de ella. Ya tenía suficientes problemas que requerían su atención.

Era más fácil decirlo que hacerlo. Lo único que había deseado era alejarla de Abdullah, crear suficiente confusión mientras traía a Faisal a casa y lo presentaba ante su pueblo con la prensa del mundo de testigo.

A cambio, ella se había apoderado de sus sentidos. El susurro ronco de su voz era un eco constante en su cabeza. Sabía que durante el resto de su vida lo único que tendría que hacer sería cerrar los ojos para verla. Un momento indignada, al siguiente riendo, luego mirándolo con ojos que eclipsaban el sol.

Lo habían educado para creer que un matrimonio pactado, en el que ambas partes reconocían un mismo objetivo, tenía más posibilidades de éxito que un encuentro fortuito con una desconocida. Lo había aceptado; sabía que podía funcionar. Nadim era feliz. Leila, su hermana menor, estaba satisfecha. Lo sabía, pero había resistido todos los intentos de su familia por convencerlo de que una mujer específica sería la esposa perfecta.

No obstante, jamás había creído en el amor sentimental. Nunca había creído en ese reconocimiento instantáneo cuando un hombre veía a la única mujer que tenía en su poder hacerlo feliz el resto de su vida.

Hasta ese momento, en que el vacío de un futuro sin Rose Fenton a su lado lo consternaba.

Era una locura. Ridículo. Imposible.

Abrió los ojos y dejó que la preciada imagen se desvaneciera. Del mismo modo en que tendría que dejarla partir. Rose pertenecía al mundo, mientras que él pertenecía a ese lugar. Quizá Nadim tenía razón. Era hora de tomar una esposa, tener hijos, asumir su sitio en el futuro de su país. Faisal necesitaría a alguien en quien pudiera confiar para que le cuidara la espalda.

Y mientras tanto mantendría la distancia con la hermosa Rose Fenton. Supuestamente había ido al desierto a cazar. Quizá era hora de llevar a los halcones y a los perros al desierto. Hora de establecer una lejanía entre la mujer que quizá pudiera tener pero nunca retener.y él.

Era una idea atractiva. Por desgracia, la vida no resultaba tan sencilla. Sabía que aunque ella protestara, no podía dejarla sin su protección.

Delante vio el campamento. Se desvió con la intención de llegar al borde del agua y meterse en ella para enfriar su encendida piel.

Un grito lo distrajo, y al volverse vio a uno de sus hombres correr a su encuentro.

Rose suspiró, miró el reloj y se dio cuenta de que llevaba sentada allí más tiempo del imaginado.

Su mente había estado vagando, desperdiciando un tiempo precioso. ¿Qué diablos le sucedía? Gimió al erguirse. Había olvidado lo duro que era para los músculos cabalgar después de tanto tiempo sin hacerlo.

El linimento aparecía cada vez más atractivo, O quizá solo era la idea de que se lo aplicara Hassan. No tendría que haberlo rechazado con tanta presteza. Con una mueca de dolor, alargó la mano hacia la caja de toallitas de papel. Entonces frunció el ceño.

La noche anterior lo había dejado todo revuelto, pero lo habían ordenado y limpiado. Miró alrededor. Alguien había estado allí. Alguien había doblado su camisón, se había llevado el shalwar kameez, había hecho la cama.

Dominada por un pánico súbito, aferró la caja, pero incluso al introducir la mano supo que era inútil.

– ¿Busca esto?

Giró en redondo. Hassan dejó que la cortina se cerrara detrás de él y se acercó con el teléfono móvil entre los dedos pulgar e índice de la mano.

Durante un instante a ella no se le ocurrió nada que decir; él sabía la respuesta y no tenía mucho sentido exponer lo obvio. Pero como era evidente que esperaba alguna respuesta, se encogió de hombros.

– No imaginé que tendría una criada en el desierto.

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