A CENAR? -repitió Hassan.
– Era usted, esta mañana, ¿no? -se apartó un mechón de pelo que amenazaba con hacerla estornudar-. «Simon Partridge solicita el placer…» ¿Sabe el señor Partridge que ha usado su nombre?
– Ah.
– ¿Y bien? – exigió saber-. ¿La cena se ha cancelado? Se lo advierto, no se me da muy bien eso de pan y agua. Voy a necesitar que me alimente…
– La cena se ha tomado en cuenta, señorita Fenton, pero me temo que tendrá que aceptar las disculpas del señor Partridge. En este momento se encuentra fuera del país y, en respuesta a su primera pregunta, no, no tiene ni idea de que he utilizado su nombre. De hecho, es completamente inocente de todo lo sucedido.
– Bueno -comentó pasado un momento-. Espero que le exprese con claridad su enfado cuando se entere.
– Puede contar con ello.
En realidad, ella misma había pensado en manifestarse, pero la voz de Hassan no fomentaba esas libertades y consideró que sería más inteligente dejarle esa tarea a Simon Partridge. Esperaba que no permaneciera mucho tiempo fuera, dondequiera que estuviese.
– ¿Sabe?, no tenía por qué envolverme de esa manera con la capa -tosió-. Me estoy recuperando de una enfermedad.
– Eso me han comentado -no pareció muy convencido de su actuación, y Rose comprendió que tratar de ganar su simpatía no la llevaría a ninguna parte-. Sin embargo, parece que se lo está pasando bien. Personalmente no habría considerado que una ajetreada agenda de cócteles, fiestas, recepciones y recorridos turísticos por la ciudad pudieran ser buenos para usted…
– Oh, comprendo. Me está haciendo un favor. Me ha secuestrado para que no me agote.
– Ese es un punto de vista -sonrió, aunque no fue una sonrisa tranquilizadora-. Me temo que mi primo solo ha pensado en su propio placer…
– Y en el mío. El mismo me lo dijo -pero eso tampoco la había convencido del todo. El príncipe Abdullah parecía demasiado ansioso de que ella proyectara una imagen muy positiva del país. Las cortinas de la limusina que la había llevado alrededor de la ciudad a alta velocidad sin duda habían ocultado multitud de pecados.
Había pensado en ponerse una de las abbayahs que lucían las mujeres nativas para, ocultado su pelo rojo y sus facciones, echar un vistazo por su propia cuenta. Desde luego, no se le había pasado por la cabeza hacer partícipe de ello a Tim; tenía la firme impresión de que él lo desaprobaría.
– Y en cuanto a permanecer al aire libre en la pista de carreras -continuó Hassan-, no habría sido muy adecuado. Sin duda la habría conducido a una recaída.
Salvo que hasta no haber hablado con él no pensaba asistir a las carreras. Pero no se molestó en mencionárselo. No quería que supiera que había influido en que cambiara de parecer.
– Su preocupación es muy conmovedora.
– Ha venido a Ras al Hajar a descansar y a relajarse, y será un placer encargarme de que así sea.
«¿Un placer?» No le gustó cómo sonó eso.
– El príncipe Hassan al Rashid, el perfecto anfitrión -respondió con sarcasmo, apartando el hombro del duro suelo del Land Rover como mejor pudo, teniendo en cuenta que prácticamente lo tenía sentado encima.
El gesto pasó desapercibido. Lo único que recibió de él fue una leve inclinación de cabeza en reconocimiento de su propio nombre.
– Usted ha venido a mi país en busca de placer, de unas vacaciones. ¿Tal vez de un poco de romance, si se puede juzgar por el libro que leía en el avión?
¡Santo cielo! Como pretendiera realizar sus fantasías, estaba metida en problemas. Tragó saliva.
– Al menos El Jeque tenía estilo.
– ¿Estilo?
– Un Land Rover no sustituye a un corcel -se dio cuenta de que hablaba de más. Sin duda debido a los nervios-. Negro como la noche, con el temperamento de un diablo -explicó-. Es el sistema habitual de transporte para los secuestradores del desierto. He de decirle que me siento engañada.
– ¿De verdad? -parecía sorprendido. ¿Quién podría culparlo?- Por desgracia, nuestro destino se halla demasiado lejos para que podamos hacerlo a caballo -sus ojos se mostraron divertidos, y eso tampoco la tranquilizó-. En particular estando usted convaleciente. No obstante, tomaré nota para el futuro.
– Oh, por favor, no se moleste -intentó sentarse, pero él no se movió.
– El terreno es irregular y no quisiera que se viera zarandeada. Se encontrará más a salvo echada.
¿Con todo su cuerpo cubriéndole el suyo? ¿Disponía de alguna elección? Aunque seguro que tenía razón. Sería más seguro…
¿Qué? ¡No podía creer que pensara eso! Era posible que ese hombre cumpliera todos los requisitos de una fantasía, pero solo se trataba de eso, de una fantasía. La había secuestrado y distaba mucho de encontrarse a salvo.
El modo en que la miraba, cómo sus piernas se hallaban a horcajadas de ella, con las caderas apoyadas con firmeza sobre su abdomen, sugería que la consideraba una mujer. Más motivo para no dejar de hablar.
– Se ha tomado muchas molestias para conseguir mi compañía. Si quería hablar conmigo, ¿por qué no se acercó a mí en el avión? ¿O por qué no llamó a la casa de mi hermano…?
Quizá él también tenía los mismos pensamientos, porque sin previa advertencia se situó al lado de ella y la observó con cautela.
– Supo en seguida quién era yo, ¿verdad?
«Al instante». Pero no pensaba halagarlo.
– No creo que muchos de los bandidos locales hayan estudiado en Inglaterra. Y muy pocos tendrán los ojos grises -incluso en la oscuridad, sus ojos habían sido inconfundibles- Y, desde luego, estaba su voz. La oí apenas unas horas antes. Si quería mantener el anonimato, tendría que haber enviado a uno de sus secuaces a capturarme.
– Eso habría sido impensable.
– ¿Se refiere a que sus hombres no deben tocar la mercancía? Es muy posesivo.
– Es usted muy ecuánime, señorita Fenton -alzó la mano para soltarse el keffiyeh. La luz de la luna brillaba a través del parabrisas, llegando hasta la parte de atrás para hacer que su rostro fuera todo ángulos negros y blancos. Más duro de lo que ella recordaba-. Pero no se deje engañar por la educación que he recibido. Mi madre es árabe y mi padre era escocés de las Tierras Altas. No soy uno de sus caballeros ingleses.
No. En ese momento Rose experimentó el leve escalofrío de algo más próximo al temor de lo que le gustaba reconocer. Se humedeció los labios y se negó a retroceder.
– Bueno, supongo que eso es algo -indicó con imprudente temeridad.
En la oscuridad se vio el resplandor de dientes blancos.
– ¿De verdad es tan valiente?
Claro que sí. Todo el mundo lo sabía. Rose «Primera Línea» Fenton no conocía el significado de la palabra miedo. Pero eso no tenía nada que ver con el coraje. Había reconocido el peligro a metros de distancia en cuanto subió al avión. A centímetros sin duda su magnetismo resultaría fatal, aunque era muy posible que muriera feliz.
– ¿No tiene interés en saber adónde la llevo? -quiso saber él.
El traqueteo ruidoso había cesado un rato antes y en ese momento avanzaban por un camino bueno. Pero, ¿cuál? ¿En qué dirección?
– Si se lo preguntara, ¿me lo contaría?
– No -espetó Hassan. Era evidente que la temeridad de ella empezaba a irritarlo-. Pero tenga la certeza de que no la he traído por el placer de su conversación, aunque no me cabe duda de que será una bonificación inesperada.
¿Una bonificación? ¿De qué?
– Yo no contaría con ello -diablos, la regla dorada en situaciones semejantes era escuchar y averiguar cosas. Pero, a pesar de su farol, el corazón se le aceleró un poco. ¿Se habría equivocado? ¿Tendría por costumbre Hassan secuestrar a mujeres que visitaban su país?- Dígame, ¿utiliza a menudo esta estrategia? ¿Tiene un harén de mujeres como yo en algún campamento del desierto?
– ¿A cuántas mujeres como usted podría resistir un hombre? -inquirió, exasperado y en absoluto divertido porque a ella se le hubiera ocurrido esa idea.
Eso le gustó, ya que al menos deseaba ser original. Pero él esperaba una respuesta. Los ojos le brillaban mientras aguardaba que Rose le preguntara por qué la había secuestrado, qué pretendía hacer con ella. La curiosidad era uno de sus puntos fuertes, y también una de sus debilidades. Nunca sabía cuándo parar. Y la curiosidad sobre ese hombre había despertado mucho antes de que lo viera.
Tenía la cara encima de ella bajo la dura luz de la luna. Mostraba una expresión reservada. Rose no quería que se escondiera, no quería ninguna sombra, Y sin pensárselo levantó la mano hacia su rostro.
Sobresaltado por el contacto, él se apartó unos centímetros. Pero, ¿adónde podía ir? En la parte de atrás del Land Rover, era tan prisionero como ella y, atrevida, Rose plantó la palma contra su mejilla y sintió el áspero contacto de la barba de horas sin afeitarse. En esa ocasión él no se movió, se entregó a su exploración mientras con el pulgar recorría la línea de su mandíbula. No debería hacerlo, pero el peligro la excitaba y al pasar las yemas de los dedos por los labios de Hassan sintió que él tragaba saliva.
En ese breve momento ella fue la depredadora, no Hassan, y en la oscuridad sonrió y le brindó la respuesta.
– Si un hombre fuera lo bastante afortunado de tener a una mujer como yo, Su Alteza, dedicaría mi vida a garantizar que no deseara a otra -durante un instante dejó los dedos sobre su boca, luego los retiró.
Hassan contuvo una réplica cáustica. ¿Qué podía decir? La creyó. Y lo reconoció como una advertencia, no una invitación. ¡Qué mujer! No había gritado cuando podría haberlo hecho, sino que lo había desafiado y seguía haciéndolo con su cuerpo y sus palabras, a pesar de que no tenía ni idea de cuál podía ser su destino.
Era una suerte para Rose Fenton que él no fuera como el hombre amargado y retorcido de la novela que había estado leyendo, o se habría sentido muy tentado a poner a prueba su coraje.
Si era sincero consigo mismo, reconocería que de todos modos se sentía tentado. Era muy distinta de cualquier mujer a la que hubiera conocido. No era coqueta, no tenía miedo… o quizá tenía más práctica que la mayoría de las mujeres en ocultar su temor.
De repente tuvo deseos de tranquilizarla, pero sospechó que lo despreciaría por semejante deshonestidad. Y no se equivocaría. Se dio cuenta de que lo más oportuno sería poner algo de distancia entre ellos.
Se situó de rodillas, recogió la capa, la convirtió en una almohada 1uen titubeó reacio a tocarla a repetir el abrasador impacto de sus pieles al tocarse. Pero el Land Rover se bamboleó cuando volvieron a salir al desierto, sacudiéndolos a ambos; con los dientes apretados le tomó el cuello con la mano.
Los dedos de Hassan eran fríos, firmes, insistentes sobre su piel sensible, y por un momento Rose pensó que la tomaba al pie de la letra.
– Alce la cabeza- dijo él al ver que se resistía, con voz tan firme como su contacto-. Intente ponerse cómoda -colocó la capa debajo-. Nos queda un buen trecho todavía.
– ¿Cuánto? -preguntó en el momento en que él se apartaba para sentarse con las piernas cruzadas contra el costado del vehículo, entre ella y la puerta de atrás, impidiéndole toda posibilidad de fuga. ¿Es que la consideraba tonta? Estaría perdida, magullada y sería una noche larga y fría en el desierto-. ¿Cuánto? -repitió. La expresión de Hassan sugería que tentaba demasiado su suerte-. ¿No habrá gente buscándonos? -insistió.
– Tal vez -él miró la hora-. Su hermano no tiene teléfono, ningún modo de solicitar ayuda y además se ve frenado por el caballo favorito de Abdullah. ¿Qué pondrá primero, a su hermana o al caballo?
– Fue usted quien desconectó el teléfono del coche de Tim? -preguntó, evitando una respuesta directa-. ¿Quitó la bombilla de la iluminación interior?
– No con mis manos.
No. Solo había una persona que podría haberlo hecho. Khalil, que sonreía, inclinaba la cabeza y atendía a su hermano con tanta solicitud.
– Y dejó suelto e1 caballo de Abdullah -los preparativos de Hassan habían sido exhaustivos. Y emplear la estratagema del caballo había sido una maniobra inteligente. Tim jamás dejaría suelto a uno de los valiosos caballos del regente cuando podía hacerse daño. No llevaba mucho tiempo en Ras al Hajar, pero ya sabía que no habría nadie lo bastante tonto como para robarlo.
– Y solté el caballo de Abdullah -confirmó-. ¿Qué hará su hermano? -persistió.
– ¿Qué haría usted? -replicó.
– No me quedaría otra alternativa. Iría en pos de usted. El caballo regresaría a la caballeriza en cuanto tuviera hambre.
– Entonces; espero que sea eso lo que haga Tim.
– Pero él es inglés.
– Un caballero inglés hasta la médula -convino ella-. Y eso impide una reacción apasionada.
– Yo preveo más razón que pasión, pero usted lo conoce. ¿Es su hermano un hombre apasionado?
Qué tentador sería afirmar que Tim iría en pos de ella y mataría al hombre que la había deshonrado. Aunque quizá sería una suerte que su hermano fuera la persona racional y sensata que imaginaba Hassan.
– No tengo ni idea de cuál será su reacción -repuso con sinceridad, acomodando la almohada improvisada-. Nunca antes me han secuestrado.
Cuando el vehículo al fin se detuvo, Rose tenía todo el cuerpo rígido. Hacía rato que habían dejado la lisa carretera, y el traquetear del chasis, unido al zumbido del poderoso motor diesel más la tensión que experimentaba, se combinaron para provocarle un fuerte dolor de cabeza. No se movió ni cuando se abrió la puerta de atrás.
– ¿Señorita Fenton? -Hassan había descendido y la invitaba a bajar por sus propios medios, lo que sugería que no había ninguna parte a la que ir a solicitar auxilio-. Hemos llegado.
– Gracias -repuso, sin moverse ni alzar la vista-, pero yo no pienso detenerme.
– Quédese ahí, entonces, mujer obstinada -exclamó exasperado-. Quédese para congelarse -hizo una breve pausa, mientras esperaba que en ella imperara el sentido común. En respuesta, Rose se quitó la capa de debajo de la cabeza y se cubrió con ella. El maldijo-. Está temblando.
El vehículo había dejado de sacudirse, pero no ella. Aunque no tenía nada que ver con el frío. Era el tipo de temblor incontrolable que surgía después de un accidente como resultado del shock.
Quizá si hubiera gritado o gimoteado cuando la secuestró, se lo hubiera pensado dos veces antes de llevársela, sin importar cuáles hubieran sido sus motivos. Por desgracia, ella no tenía demasiada experiencia con los ataques de histeria.
Sintió que el vehículo se movía cuando Hassan subió otra vez para situarse a su lado.
– Vamos -dijo-. Ya ha hecho más que suficiente para justificar su reputación -sin aguardar una respuesta, la alzó en brazos con la capa y, pegada a él, la llevó por la arena.
Ella pensó en protestar y afirmar que podía caminar por sí sola, pero al final decidió ahorrarse las palabras. Con un metro setenta y cinco de estatura, no era liviana. Quizá se lesionara la espalda; se lo merecería.
Vio el destello de una hoguera, las formas en sombras de hombres y palmeras contra el cielo nocturno Y luego se encontró dentro de una de esas tiendas enormes que había visto en algún documental de la televisión.
Vislumbró una estancia iluminada por una lámpara, con alfombras y un diván antes de que él apartara a un costado una cortina pesada y la depositara en una cama grande. ¡Una cama! Rose bajó los pies, se envolvió con la capa y se levantó con tanta precipitación que eso la mareó; él la estabilizó, la sostuvo un momento y volvió a dejarla en la cama, le alzó los pies y la descalzó.
Ya era suficiente. Con los zapatos bastaba.
– Váyase -soltó con los dientes apretados-. Váyase y déjeme en paz.
Hassan no le prestó atención y dejó los zapatos junto a la cama. Permaneció a su lado y la observó con ojos entrecerrados. Rose sintió que se ruborizaba. Al parecer satisfecho, él asintió y dio un paso atrás.
– Encontrará agua caliente y todo lo que necesite ahí -indicó otra habitación que había detrás de unos cortinajes gruesos-. Salga en cuanto se haya refrescado y cenaremos -dio media vuelta y desapareció.
¡Cenar! ¿Es que esperaba que se lavara dócilmente, que se peinara y que se sentara a compartir una comida civilizada con él?
Estaba indignada.
Pero también tenía hambre.
Se encogió de hombros resignada, se sentó y miró alrededor. Podía hallarse en una tienda, pero, al igual que con el avión privado, no se parecía en nada a las que ella conocía. La habitación ostentaba telas ricamente bordadas, muebles antiguos y un baúl grande que supuso que también se convertía en tocador.
Apoyó los pies en el suelo y sintió la seda suave de la alfombra. Como hacía una temperatura agradable, se quitó la capa, se dirigió al baúl y lo abrió. Como había sospechado, había una bandeja que contenía un espejo, cepillos y peines. También otras cosas que le devolvieron el temblor a los dedos.
Vio el maquillaje que solía usar, un bote con su crema hidratante favorita, la crema de protección solar que se aplicaba. El hombre había hecho los deberes. Lo cual sugería que su estancia allí podría ser prolongada.
El cuarto de baño estaba bien equipado con el champú y el jabón a los que estaba acostumbrada. Vertió agua caliente en una jofaina, se lavó las manos y la cara, confirmadas todas sus sospechas acerca de Khalil. ¿Qué otro podría desconectar el teléfono del Range Rover y quitar la bombilla sin despertar sospechas? No es que culpara al joven. En un país donde lo primero, y siempre, era la lealtad a la tribu, el foráneo siempre se encontraba en desventaja.
Un hecho que el mismo Hassan había podido comprobar cuando pasaron por encima de él para la sucesión al trono.
Regresó al tocador, se retocó el maquillaje, se peinó y se cepilló el polvo del shalwar kameez. Luego recogió el largo pañuelo de seda. A punto de pasárselo en torno al cuello, cambió de parecer. Se lo enroscó alrededor de la cabeza, tapándose el pelo con modestia al estilo tradicional. Solo entonces se reunió con su insistente anfitrión.
Hassan se alisó el pelo mientras iba de un lado a otro de la alfombra. Había esperado lágrimas, histeria; había estado preparado para eso. Lo que no había esperado era el desafío, incluso cuando le castañeteaban los dientes por el shock.
¿Qué demonios iba hacer con ella? Habría que vigilarla día y noche o probablemente se mataría tratando de regresar a la ciudad.
Allí afuera, en el desierto, con unos pocos hombres escogidos, podría confiarles su vida, que no representaría ningún problema. Había esperado que la distancia y las dunas la mantuvieran prisionera, aunque su primer encuentro con Rose Fenton sugería que no iba a ser tan fácil. De modo que tendría que ofrecerle algo para que deseara quedarse. Algo importante.
Al volverse vio que las cortinas se hacían a un lado. Contuvo el aliento al observarla. En la oscuridad, no había visto lo que llevaba puesto cuando la capturó. Había dado por sentado que iría vestida como una mujer occidental moderna. El shalwar kameez era bonito, pero inesperadamente recatado. El largo pañuelo sobre los rizos rojos era exactamente el tipo de protección que sus hermanastras, sus tías y su madre se habrían puesto para una reunión familiar.
Lo sorprendió ver que lucía algo parecido. Hizo que sintiera como si de algún modo la hubiera violado y, pasado el primer momento de quietud, cruzó rápidamente la estancia para apartarle una silla.
Ella no la ocupó de inmediato, sino que miró alrededor, contemplando el baúl de mapas con los rebordes de latón, el escritorio plegable de viaje.
– Cuando sale de acampada -comentó-, desde luego lo hace con estilo.
– ¿Le molesta eso? -podía estar recatada, pero aún irradiaba fuego.
– ¿A mí? -se acercó para ocupar la silla que sostenía para ella y se sentó con todo el aplomo de su abuela escocesa ante un té en la vicaría-. Diablos, no, Su Alteza -desplegó la servilleta de algodón y la depositó sobre su regazo-. Si tengo que ser secuestrada, prefiero que lo haga un hombre con el buen sentido de instalar un cuarto de baño en su tienda.
– No soy Su Alteza -espetó-. Para usted ni para nadie. Llámeme Hassan.
– ¿Quiere que seamos amigos? -rió.
– No, señorita Fenton. Quiero comer.
Se dirigió a la entrada de la tienda y dio una orden antes de reunirse con ella. Llevaba el pelo al descubierto, lo cual revelaba una cabellera tupida, no tan negra como creía recordar. A la luz de la lámpara, un destello rojizo mostraba las raíces de su padre, de las Tierras Altas. Pero todo lo demás, desde la túnica negra sujeta con una faja hasta el khanjar que llevaba a la cintura, procedía de otro mundo. La delicada funda de plata tallada era antigua y muy hermosa, pero el cuchillo que contenía no era delicado, ni un adorno.
Sería fácil olvidar eso, pensar en Hassan como un hombre civilizado. Estaba convencida de que podía ser encantador. Pero no la engañaba. Había una yeta de acero, templada con el mismo fuego empleado en la daga. El sentido común le indicó que sería inteligente no avivar los rescoldos. Mas su naturaleza le sugería que no sabría resistir la tentación. Aunque todavía no.
Comieron en silencio. Cordero asado al aire libre Y arroz con azafrán y piñones. Rose había creído que no tendría hambre, pero la comida era buena y no ganaría nada pasando hambre. Lo mejor era conservar todas las fuerzas.
Luego, uno de los hombres de Hassan llevó dátiles, almendras y café negro aromatizado con cardamomo.
Ella mordisqueó una almendra mientras Hassan bebía el café con la vista clavada en la oscuridad.
– ¿Va a decirme de qué va todo esto? -preguntó al final. El no se movió ni habló-. Lo pregunto porque mi hermano habrá estado muy preocupado las últimas horas, y sin duda ya lo sabrá mi madre -hizo una pausa-. Odiaría pensar que ello se debe a que solo deseaba irritar a su primo.
Entonces levantó la vista con rapidez. Era evidente que las palabras de Rose habían dado en un punto delicado.
– ¿Son las únicas personas que se preocuparán por usted? ¿Qué me dice de su padre?
– Mi padre es del tipo de los que desaparecen -se encogió de hombros-. Su único objetivo en la vida de mi madre era proporcionar el medio para la maternidad. Ella es una feminista de la vieja escuela. Y pionera de la maternidad soltera. Ha escrito libros sobre el tema.
– No habría imaginado que el tema fuera tan difícil como para que alguien necesitara comprar un libro para descubrir cómo se hacía.
«Vaya, el hombre tenía sentido del humor».
– No son manuales de hágalo usted mismo -informó-. Van más en la línea del comentario filosófico.
– ¿Quiere decir que sintió la necesidad de justificar sus actos?
Iba directo al grano. Eso le gustaba y no pudo evitar sonreír.
– Es posible. Tal vez cuando todo esto haya terminado, debería preguntárselo.
– Puede que lo haga -repuso-. ¿Le importa? Me refiero a no tener un padre.
– ¿Y a usted? -inquirió, y supo la respuesta antes de que las palabras salieran de boca de él.
Mostró una expresión reflexiva, y ella pensó que quizá había revelado más de lo que deseaba. «Harte la tonta, Rosie», se recordó. «Hazte la tonta». Pero Hassan dejó pasar el tema.
– ¿Por qué vino aquí?
– ¿A Ras al Hajar? Pensaba que eso ya lo sabía.
– Podría haber ido a las Indias Occidentales en busca de sol y diversión.
– Sí, pero mi hermano me invitó a venir aquí. Hacía tiempo que no lo veía.
– Abdullah la invitó a venir aquí. Abdullah cedió su 747 privado para traerla…
– No -cortó Rose-. Era para usted -él no parpadeó-. ¿De verdad? El no habría…
– Él no cruzaría la calle para estrecharme la mano. Yo solo me aproveché de la ventaja de un vuelo que ya estaba preparado. Había poco que ganar rechazando la extravagancia por una cuestión de principios.
– Oh -Hassan tenía razón. Tendría que haber aceptado una invitación para ir a visitar las Barbados.
– Mi primo planea utilizarla para potenciar sus ambiciones políticas, señorita Fenton. Lo que quiero saber es si usted es un peón inocente o si ha venido específicamente para ayudarlo.
– ¿Ayudarlo? -al parecer había mucho más que la intención de abochornar a su primo-. Creo que exagera mi influencia, Su Alteza -el destello de irritación que pasó por la cara de él ante la desobediencia en insistir en el empleo del título le resultó extrañamente placentero.
– No, señorita Fenton. En todo caso, la he subestimado a usted. Y le he pedido que no me llame Su Alteza. El título es de Abdullah. De momento.
Tan cerca del trono pero sin poder aspirar jamás a él. Tal vez. Se preguntó cómo se habría sentido Hassan cuando fue descartado por un hermanastro menor. Desheredado después de ser criado como un nieto predilecto. ¿Cuántos años tendría entonces? ¿Veinte? ¿Veintiuno? Era evidente que ahí se libraba una batalla por el poder, pero empezaba a creer que quienquiera que ganara, era poco probable que fuera el joven Faisal.
Rose apoyó los codos sobre la mesa y mordisqueó otra almendra.
– Haré un trato con usted. Si no vuelve a llamarme señorita Fenton con ese tono especialmente molesto, yo no lo llamaré Su Alteza. ¿Qué le parece?