CAPÍTULO 4

HASSAN estuvo a punto de reír en voz alta. Rose Fenton realizaba un buen trabajo al hacer que «Su Alteza» pareciera más un insulto.

– ¿Se me permite llamarla señorita Fenton con otro tono de voz? -preguntó con tanta cortesía como permitía la dignidad.

– Mejor que se ciña a Rose -aconsejó-. Será más seguro. Y ahora, con respecto a mi madre…

– Lamento profundamente la ansiedad que le provocará su desaparición. De verdad desearía poder permitirle que la llamara y la tranquilizara.

– ¿Y qué es exactamente lo que debería decirle?

– Que no se encuentra en peligro.

– Eso lo decido yo, Su Alteza, y he de informarle de que el jurado aún no ha terminado las deliberaciones -lo miró a los ojos y le dio a entender que no le interesaban sus consuelos falsos-. Y para su información, tampoco creo que eso impresionara mucho a mi madre.

– ¿Tienen una relación íntima?

– Sí -repuso sorprendida por la pregunta-. Supongo que sí -aunque él sospechaba que no; dos mujeres fuertes e independientes chocarían mucho. Como si se diera cuenta de que no lo había convencido, ella añadió-: Es muy protectora.

– Bien. Será mucho más útil a mi causa si está indignada.

– ¿Y cuál es su causa? -inquirió irritada-. ¿Qué es tan especial que cree que tiene derecho a hacer esto? ¿Qué hará si mi madre decide no intervenir de forma activa y deja todo el asunto en manos del ministerio de Relaciones Exteriores? Estoy segura de que Tim le aconsejará eso.

– Cuanto más la veo… -se contuvo-. Cuanto más la oigo, Rose, más convencido estoy de que hará exactamente lo que desee. Casi con certeza lo opuesto al consejo que reciba.

Rose no supo si se trataba de un cumplido.

– ¿Y si lo decepciona? ¿No habría resultado todo una pérdida de tiempo? Imagino que abochornar a Abdullah es el motivo principal de mi secuestro, ¿no?

– ¿De verdad?

Ni por un segundo lo creía. Había mucho más en juego que irritar a su primo. Pero con algo de suerte podría provocarlo para que le revelara el motivo.

Hassan se echó atrás en la silla y la observó. Había previsto que no tardaría en captar la tensión existente bajo la superficie engañosamente plácida de Ras al Hajar. Y no se equivocó.

– ¿Qué otra causa podría haber? -inquirió ella con voz demasiado inocente.

Impedir que Abdullah siguiera utilizándola, distraerlo, darle tiempo a Partridge para que llevara a Faisal a casa. Pero al tener a Rose Fenton delante, con un carácter tan encendido como su pelo, se le ocurrían varios motivos para retenerla. Todos personales.

– Abochornar a Abdullah no es mi motivo principal. Solo un feliz efecto secundario. Razón por la que no dejaré en sus manos el aspecto de las relaciones públicas -miró la hora-. Vamos tres horas por delante de Londres. Hay tiempo de sobra para que su desaparición aparezca en las noticias de la noche.

– ¿Quiere contarme que ha emitido un comunicado de prensa? -no podía creer lo arrogante que era.

– Todavía no -sonrió-. No hasta el último minuto. No quiero darle tiempo a su ministerio de Asuntos Exteriores para que compruebe los hechos y preste oídos a los acuciantes motivos de Abdullah para mantener la situación con absoluta discreción.

– ¿Y cómo la enviará?

– No desde aquí -volvió a sonreír ante su pregunta en apariencia casual.

– Bueno, valió la pena intentarlo -se encogió de hombros-. ¿Por qué no me cuenta de qué va todo esto? Parece pensar que tengo algo de influencia. Quizá podría ayudarlo.

– ¿Espera conseguir una exclusiva? -pareció divertirlo-. ¿No le basta con ser la historia?

– Empieza a ser una costumbre más bien peligrosa.

– Aquí no hay peligro -prometió él-. Solo un poco de celebridad. Hará maravillas para su posición profesional. Cuando negocie el próximo contrato podrá estipular su precio.

– No estoy en el negocio del espectáculo.

– Oh, vamos, Rose. Los dos sabemos que las noticias son importantes. Televisión las veinticuatro horas del día. Y si puedes poner a una mujer bonita en primera línea, le añade un cierto toque de encanto. Créame, el mundo estará pegado a la pantalla, preocupado por la valiente y adorable Rose Fenton. Los reporteros irán en masa a la embajada a solicitar visa y el pobre Abdullah deberá dejarlos venir o se arriesgará a que lo crucifiquen en la prensa mundial. Sus compañeros se toman estas cosas de manera muy personal.

La diversión que le provocaba la enfurecía sobremanera. ¿Cómo se atrevía a estar ahí sentado, disfrutando de su café, mientras la familia de ella se veía carcomida por la preocupación? ¿Cómo se atrevía a tratarla como a un bombón sin otra cosa en la cabeza que el deseo de saber de dónde iba a venir el próximo diamante?

Era una periodista seria, y quería conocer toda la historia.

– Tengo derecho a saber por qué estoy aquí.

– Ya lo sabe. Ha venido a Ras al Hajar a relajase, a recuperarse. Puede hacerlo aquí cerca de las montañas de manera mucho más agradable que en la ciudad. Está más fresco, la atmósfera es más seca. Puede cabalgar, nadar, tomar el sol. La comida es buena y la hospitalidad legendaria -le ofreció una bandeja de plata finamente tallada-. Debería probar uno de estos dátiles. Son muy buenos.

Ella se levantó de golpe y apartó la bandeja de modo que la fruta voló por todas partes.

– Puede guardarse sus dátiles -salió de la tienda hacia la noche.

Fue un gesto ampuloso, pero vacío. Afuera no había nada más que desierto y oscuridad. Pero no pensaba dar media vuelta y regresar al interior.

Consciente de que los hombres de Hassan se hallaban congregados en torno a una hoguera a poca distancia de la tienda y de que habían dejado de hablar para ver qué haría ella, dio la vuelta y se dirigió hacia el Land Rover. Probó la puerta. Estaba abierta.

Se le cayó el pañuelo del pelo al sentarse ante el volante. Hassan tenía razón; hacía más fresco en el campamento. Había dicho ahí arriba. Tenían que encontrarse cerca de las montañas, en la frontera. Intentó imaginar el mapa, pero se hallaban a kilómetros de la carretera. Estaba convencida de que era al norte. Si seguía la Estrella Polar, terminaría por llegar a la costa. Tal vez.

Aunque nadie había olvidado las llaves puestas. La vida no era tan sencilla. Arrancó los cables y los juntó. El motor cobró vida, sobresaltándola tanto a ella como a los hombres, quienes hasta ese momento la habían vigilado con indiferencia, sonriendo estúpidamente junto al fuego.

Se levantaron de un salto y tropezaron entre ellos en su afán por ir tras ella. Habrían llegado con un retraso de unos veinte segundos, pero Hassan no fue tan lento. Cuando ponía la marcha atrás del vehículo, él abrió la puerta y, sin molestarse en preguntarle qué hacía, la levantó del asiento y el Land Rover se detuvo. Luego la acomodó bajo el brazo y regresó a la tienda.

En esa ocasión Rose gritó. Aulló y chilló y también lo habría golpeado, pero tenía los brazos inmovilizados, de modo que solo pudo agitar las manos. Él no dio la impresión de notarlo.

No es que esperara que su intento de fuga fructificara; de hecho, no sabía si quería avanzar por terreno desconocido. Pero sí sabía que eso era lo más humillante que le había sucedido jamás. El hecho de que Se lo provocara ella misma, no ayudaba en nada.

– ¡Suélteme! -exigió.

– ¿Y silo hiciera? ¿Adónde correría? -la depositó en el centro de la alfombra donde yacían esparcidos los dátiles, aferrándole las muñecas para que no pudiera golpearlo-. Deje de actuar como una estúpida y dígame qué planeaba hacer -sabía que ella no había albergado ningún plan, pero no quería dejar el tema-. Vamos, señorita Fenton, no sea tímida, no es su estilo reservarse lo que piensa. Ha demostrado recursos al realizar un puente a un Land Rover. Aplaudo su espíritu. Pero, ¿qué vendrá a continuación? ¿Adónde pensaba ir? ¿Qué es esto? ¿No sabe qué decir? Por lo general no es tan lenta para dar una respuesta -enarcó las cejas-. Mi interés es puramente práctico, señorita Fenton. Me gustaría saber qué pasa por su cabeza para que, ante la poco probable posibilidad de que logre ir más allá del perímetro del campamento, exista la alternativa de que podamos encontrarla antes de que el sol le reseque los huesos…

– ¡De acuerdo! Ya ha expuesto lo que deseaba. Soy una idiota, pero, ¿qué me dice de usted, Hassan? -había dejado de molestarse en resistir. Él era demasiado fuerte-. ¿Cómo puede hacer esto? -lo miró con ojos centelleantes-. Es un hombre cultivado. Sabe que esto no está bien, que incluso aquí, donde al parecer es una especie de señor de la guerra, no tiene derecho a lo que está haciendo.

– ¿Hacer qué? -la acercó a él de forma que su cara quedó lo bastante próxima como para sentir la ira que emanaba de sus ojos grises-. ¿Qué es exactamente lo que cree que voy a hacerle?

– ¿Qué es lo que cree que creo yo, Su Alteza Todopoderosa? -después de todo, el sarcasmo era un juego de dos-. Ya me ha secuestrado -soltó con furia-. Me retiene aquí en contra de mi voluntad… -peor aún, había conseguido que perdiera el control. Incluso al morir Michael, cuando realizaba reportajes en directo con bombas cayendo alrededor de su equipo y de ella, jamás había llegado a perder por completo la compostura. Notó lágrimas de furia y frustración a punto de aflorar-. Tiene una buena imaginación. ¡Póngase en mi lugar y úsela!

De algún modo las manos de Hassan, en vez de sujetarle las muñecas, comenzaron a acariciarle la espalda con el fin de sosegarla. Y Rose encontró la cara pegada a su pecho y halló alivio en el calor de sus brazos mientras sollozaba sobre la negrura de su túnica. Hacía tiempo que no lloraba. Cinco años. Casi seis. Y más aún desde que había dejado que un hombre la abrazara mientras le revelaba sus sentimientos.

No es que a Hassan le importara. Simplemente era mejor que la mayoría de los hombres para ocuparse de un ataque de histeria. Ese pensamiento le dio vigor, se apartó de él, levantó la cabeza y se obligó a sonreír.

– Lamento haber perdido el control, es tan… -se secó una lágrima-. Tan húmedo. En absoluto lo que a mí me gusta. Será mejor que lo achaque al día que he tenido. Si me perdona, iré a echarme durante un rato -dio la vuelta y se dirigió al dormitorio cuando él pronunció su nombre.

– Rose.

A ella no le gustaba mucho. Lo había abreviado de Rosemary, que detestaba. Pero Hassan lo dijo como si fuera la palabra más hermosa del mundo. Se detuvo, incapaz de hacer otra cosa, y aguardó con la espalda hacia él.

– Prométame que no repetirá algo así -ella dio la vuelta y vio que su expresión ya no era colérica. Se sintió confusa-. Por favor.

Rose sospecho que pedir algo, en vez de ordenarlo, no resultaba fácil para él.

– No puedo hacerlo, Hassan -repuso casi con pesar-. Si puedo escapar, lo haré.

– Está haciendo que las cosas sean un poco más difíciles de lo que deberían.

– Siempre podría dejarme ir -se encogió de hombros. Iba a tener que acostumbrarse al papel que él había escogido desempeñar. Aunque también era posible que se quedara por propia voluntad. No le molestaba su compañía, sino el modo en que había ocurrido.

– Esperaba poder convencerla de que se considerara mi huésped. De esta manera me obliga a hacerla mi prisionera.

– A un huésped se lo invita -manifestó tontamente decepcionada-. Podría haberme invitado.

– ¿Habría venido?

Tal vez. Probablemente. Pero no podía contárselo.

No en ese momento. Y ambos sabían que como invitada su presencia no serviría a los propósitos de Hassan. Extendió las muñecas con las palmas hacia arriba, ofreciéndolas para que las esposara.

– Quizá ya es hora de que ambos reconozcamos la verdad de la situación.

Durante un momento Hassan la miró con la cara pálida. Luego se acercó, aceptó las muñecas que le ofrecía y, sosteniéndolas con facilidad en una mano, le quitó el pañuelo que colgaba de su cuello. Sin decir una palabra, le ató las muñecas en un gesto simbólico que, sin embargo, eliminaba toda duda de la situación. Como si quisiera recalcarlo, aferró los extremos del pañuelo y la atrajo hacia él.

La protesta de ella se evaporó con un rápido jadeo cuando la tomó por los hombros y la pegó con fuerza a su cuerpo, de modo que la cabeza no tuvo otro sitio al que ir salvo atrás, dejándola vulnerable, expuesta.

– ¿Es esto lo que quiere?

Ella no podía creer que fuera a hacerlo. No se atrevería. Incluso al abrir la boca para advertirle de que cometía un gran error, lo hizo.

Sus labios eran duros, exigentes, y la castigaron por desafiarlo, por obligarlo a hacer eso. Pero así como la cabeza le decía que opusiera resistencia, que pateara, mordiera, que lo hiciera pagar con todos los medios limitados que tenía a su alcance, en ese instante entró en juego el instinto femenino con una ferocidad que le quitó el aire.

Le dijo que ese hombre era fuerte. Que podía protegerla contra lo peor que el mundo pudiera arrojar contra ella. Que le daría hijos sanos y ofrecería su vida para defenderlos.

Era algo primitivo, la mujer que elegía al varón más fuerte del grupo como pareja. Resultaba elemental y Salvaje. Pero bajo el calor insistente y provocador de su boca, de su lengua, Rose supo que de algún modo no terminaba de comprender, era ella quien había ganado.

Y con ese conocimiento se derritió, se disolvió, y durante unos segundos prolongados y benditos se entregó y le dio todo lo que tenía, yendo al encuentro invasor de su lengua de seda con toda la dulzura de sirena que tenía en su poder. Oh, sí, claro que quería eso. Lo deseaba a él. En más de cinco años jamás se había visto tentada, pero desde el momento en que lo Vio en el 747 de Abdullah, lo supo; ese era el momento que había estado esperando.

– Entonces, cuando yacía laxa en sus brazos, dispuesta a entregarse en cuanto lo solicitara, Hassan la soltó sin advertencia previa, y Rose se tambaleó.


Durante un instante él la miró como si no pudiera creer lo que había hecho. Luego retrocedió.

– Yo también odio perder el control -explicó, su rostro una máscara de contención-. Creo que ahora estamos empatados -giró en redondo y salió de la tienda.

Rose apenas podía respirar, apenas era capaz de mantenerse de pie, y tuvo que sujetarse al respaldo de una silla, sin apartar la vista del pañuelo de seda con el que Hassan le había inmovilizado las muñecas.

Aún temblaba, dominada por un anhelo no satisfecho. Se soltó las manos, tiró el pañuelo al suelo y corrió a la abertura de la tienda, pero Hassan había desaparecido en la noche. Un perro de caza estaba tendido ante la entrada, y un poco más lejos un hombre armado que, ante la mirada centelleante que le lanzó, hizo una inclinación respetuosa de cabeza.

Al menos notó que ya no sonreían con expresión boba. Oyó el encendido del motor del Land Rover y vio cómo se alejaba a toda velocidad. Retrasado por la necesidad de ponerla en su sitio, sin duda iba a contarle a los medios, su desaparición.

Alzó la barbilla y se dijo que se alegraba de verlo marchar. Sin embargo, el campamento parecía ridículamente vacío sin él; como si percibiera su soledad, el perro se levantó y plantó el hocico contra su mano. De forma automática le acarició la cabeza sedosa y luego se volvió para contemplar su prisión.

Comprobó el desorden de los dátiles sobre la alfombra cara y se agachó para recogerlos. Al comprender lo que hacía, se detuvo enfadada consigo misma, los rodeó y se retiró al refugio del dormitorio. El perro la siguió y se tumbó al pie de la cama.

Sin duda iba a esperar el regreso de su amo.

Bueno, solo había una cama, grande, pero ella había llegado primero y no tenía ganas de compartirla. Una voz la advirtió de que después del modo en que lo había besado apenas podía esperar disponer de alguna elección. Y una voz aún más suave le dijo que se engañaba si fingía desear ninguna.

Se tapó la boca con la mano. ¿Qué diablos había hecho? No tenía por costumbre meterse en la cama del primer hombre que la secuestraba. De hecho, de ningún hombre, punto. Estaba demasiado ocupada para prestarle atención a enamorarse. Ya sabía lo que era y lo había tachado de la lista.

No cabía duda de que Hassan sabía cómo volver a encender el fuego de una chica.

Sospechaba que sería capaz de encender lo que quisiera con esos ojos que pasaban del frío al calor en menos de un segundo. En cuanto lo vio lo reconoció por lo que era. Un hombre muy peligroso.

Se quitó los zapatos y se tiró sobre la cama. El teléfono móvil se le clavó en el muslo.


Hassan pisó con fuerza el acelerador y salió del campamento como si lo persiguieran los perros del infierno. ¿Sabía ella lo que acababa de hacer? ¿Por qué tenía que ser de esa manera? Ya dificultaba las cosas que fuera hermosa. Pero a eso podía resistirse. Ya había resistido los encantos de muchas mujeres a las que les habría encantado permanecer cautivas en Su campamento del desierto. Quizá ahí radicaba la diferencia. Rose Fenton era fuerte, disponía de recursos. Luchaba contra él.

Lo desdeñaba por lo que le había hecho, y luego alargaba las manos y lo retaba a hacer lo peor. En ese momento había eliminado la fachada civilizada que llevaba sobre su herencia desértica para desnudarlo hasta la médula, haciendo que fuera el hombre que su abuelo había sido en su juventud, un guerrero del desierto que había luchado para apoderarse de lo que quería, ya fueran tierras, caballos o una mujer.

Nunca lo había tenido que hacer, pero cuando surgió la posibilidad no lo pensó ni dos veces. Había trazado sus planes, convocado a los hombres que harían cualquier cosa que les ordenara y raptado a Rose Fenton bajo las mismas narices de su hermano.

Había pensado que sería difícil y que ella se opondría, pero no fue así. Que ella careciera de miedo se lo había facilitado. Quería la historia, O así había sido hasta que sus nervios la traicionaron momentáneamente y se asustó.

Incluso entonces lo desafió, se burló de él, lo instigó a sacar su faceta más primitiva. Y por todos los cielos que había estado a punto de conseguirlo. Le había atado las muñecas como si fuera una especie de presa que había capturado en una incursión, para hacer con ella lo que quisiera. Le había atado las muñecas, la había besado y a punto había estado de tomarlo todo.

Pero aun entonces ella había ganado. Al no oponerse, al no luchar por su honor, había conseguido que a él no le hirviera la sangre y saltara al abismo. Había sido mucho más inteligente y más fría de lo que le había acreditado. Aceptó su farol y le devolvió el beso, ardiente y dulce. Lava sobre nieve.

Menos mal que ella no sabía que no se trataba de un farol, de lo contrario uno de los dos se habría metido en serios problemas.

Tuvo la impresión de que habría sido él. Y aún podía ser así, si Partridge no encontraba pronto a Faisal.


Rose sacó el teléfono del bolsillo y por una vez en la vida le costó saber qué era lo mejor. Sabía que debía contactar con alguien, pero, ¿con quién?

Tim no. No quería involucrarlo. En esa enemistad familiar solo podrían aplastarlo.

Entonces, Gordon. Sí, Gordon. Debería llamar a su editor de noticias. Pero gracias a Hassan no tardaría en recibir un comunicado de prensa. Lo único que podría hacer sería añadir el nombre de su secuestrador, y aún no estaba lista para eso. Significaría que tenía que escoger bandos, y aunque el cerebro le sugería que Abdullah, como regente y jefe de su hermano, merecía su lealtad, el corazón no se hallaba tan seguro. Pero, ¿Hassan no estaba haciendo lo mismo que había pretendido Abdullah, o sea, utilizarla?

Tal vez. Pero al menos era sincero al respecto. Estaba preparada para darle una oportunidad. Incluso varias.

Entonces, ¿qué había sido de la periodista imparcial?

Se encontraba a la espera. De los hechos, de que emergiera la verdad. Y como no le quedaba otra opción que permanecer allí, retrasaría la llamada a su oficina hasta que tuviera una historia. La verdadera. Después de todo, era inútil gastar la batería.

Su madre. Al menos podría tranquilizarla en persona. Tecleó el número pero comunicaba. Lo intentó varias veces sin éxito, hasta que le resultó obvio que llegaba demasiado tarde; probablemente su madre ya conocía la noticia por medio de Tim. Y ella sí que comprendía el poder de la prensa. Se habría olvidado del ministerio de Asuntos Exteriores y estaría hablando con Gordon. Hassan era afortunado.

Desconectó el aparato y miró a su alrededor. Tenía suerte de que él no la hubiera registrado. Hasta el beso había dado por hecho que se comportaba como un caballero. Pero lo más factible es que las mujeres a las que conocía llevaran un atuendo tan tradicional que no les permitía ocultar teléfonos.

No podía contar con que su suerte durara para siempre. Necesitaba un sitio seguro para su único vínculo con el mundo exterior.

Había una caja nueva de toallitas de papel en el tocador. Abrió la tapa, quitó algunas para hacer espacio y luego introdujo el teléfono en el fondo de la caja, la arregló y dejó el extremo de una toallita en la abertura para dar a entender que la había usado.

Bostezó. Los nervios, la tensión y el agotamiento de pronto se mezclaron y le provocaron necesidad de dormir. Pero la idea de quedarse en ropa interior la ponía un poco nerviosa. Sin duda un hombre que se había tomado tantas molestias de proporcionarle su maquillaje favorito no habría pasado por alto el hecho de que necesitaría cambiarse de ropa. Apartó la manta de la cama. No, no lo había olvidado.

Recogió el camisón y lo extendió. Era… Era… Contuvo una sonrisa. Era tan tranquilizador y respetable. El tipo de camisón con el que se sentiría segura una solterona victoriana. Ningún hombre que tuviera en mente segundas intenciones elegiría algo así, a menos que pensara abrirse paso entre metros y metros de algodón con encaje.

– De acuerdo -el perro alzó la cabeza-. Hassan no es tan malo -extendió el camisón-. Pero me gustaría saber dónde habrá encontrado algo así. Imagino que en el desván de su abuela. De su abuela escocesa -tembló. Aunque era ideal para una noche fría del desierto.

Se quitó la ropa y se lo puso. Se cepilló el cabello y cuando al fin se metió en la cama, acomodando los pliegues del voluminoso camisón a su alrededor, decidió que su madre lo habría aprobado.

Lo último que se preguntó antes de dormirse fue si Hassan habría recurrido al mismo guardarropa para las prendas de día.

¿Despertaría para encontrarse con una falda de tweed? ¿O un traje de chaqueta y falda de cachemir?


Hassan se sentó en la cama largo rato, sin dejar de mirarla. ¿Cómo una mujer que había creado tanto caos podía dormir de forma tan apacible? Resultaba tentador despertarla, perturbarla, pero algo le dijo que sería él quien sufriría.

Era tan hermosa, su piel tan pálida en contraste con el rojo de su pelo. No había cedido ni un ápice ante él, e incluso en su sueño tenía más poder para inquietarlo que cualquier mujer que hubiera conocido.

No era una sensación reconfortante. No le gustaba. Pero sospechaba que cuando Rose se marchara sería aun peor.

Загрузка...