Prólogo

Los acordes de una balada de Celine Dion resonaban en el pequeño apartamento y el aroma de las velas de vainilla impregnaba el aire. Jane Singleton emergió del baño de burbujas, se envolvió en un albornoz y salió a la sala tarareando la canción de amor que sonaba.

Todo era perfecto. Las luces bajas, el champán en hielo… había ahuecado los cojines del sofá y las fresas cubiertas de chocolate se enfriaban en la nevera. Era el día de San Valentín y mientras otras chicas se afanaban con citas y vestidos, ella dedicaba. el día más romántico del año a mimarse. Después de un baño relajante, estaba preparada para disfrutar de una sesión de películas de Audrey Hepburn, empezando por su favorita: Desayuno con diamantes.

Siempre había preferido el romanticismo de las películas antiguas al de la vida real. En las películas clásicas, el amor era emocionante, arrebatador y perfecto. La pobre experiencia que había tenido en su vida en ese campo había resultado decepcionante. El amor real era incómodo, agotador y a veces aburrido. Sus fantasías eran mucho mejores. Y un día de San Valentín sola resultaba preferible a la otra alternativa, a pasar un montón de nervios y quedarse con expectativas sin cumplir.

Además, ¿qué otra cosa podía esperar una chica como ella? En el instituto había sido la empollona que nunca tenía novio y se pasaba el tiempo libre estudiando. Su vida social había consistido en visitas a ferias científicas, maratones académicos o citas con la ortodoncista. Así había conseguido una beca completa para la universidad de Northwestner, donde había decidido estudiar Botánica. Pero desde entonces habían cambiado pocas cosas, aparte de que le habían quitado el aparato de dientes. Y aunque había tenido algunas citas, no había encontrado al hombre de sus sueños.

Jane tomó su diario y se sentó en el sofá, con los pies debajo del trasero.

– Otro día de San Valentín sin un hombre -murmuró mientras escribía-. Procuro mantenerme optimista; sencillamente no he encontrado al hombre ideal, pero está en alguna parte y tengo que tener paciencia y esperar que me encuentre él, como encontró Paul a Holly.

Aunque sí que había un hombre casi perfecto, que era el rostro que veía cuando pensaba en su media naranja y que además vivía abajo, como el Paul de Desayuno con diamantes. En realidad Paul había vivido arriba, pero eso era un detalle insignificante, teniendo en cuenta que su hombre casi perfecto no la había mirado nunca como miraba Paul a Holly, con lujuria en los ojos.

Jane movió la cabeza y cerró el diario, que dejó en la mesita de café, decidida a no entregarse a la melancolía. Llorar no iba a servir de nada, aunque supiera que, en ese momento, Will McCaffrey, su príncipe de cuento, estaría vistiéndose para salir con una de sus muchas amigas.

Jane sabía que había preparado algo grande porque le había pedido consejos sobre flores y ella le había recomendado su floristería favorita y le había dado una lista de flores ideales para un ramo y sugerido unos cuantos restaurantes en los que podía reservar mesa. Incluso le había cosido un botón de la camisa y le había ayudado a elegir la corbata más apropiada.

– Buena chica -musitó para sí.

Will y ella eran amigos desde que él se mudó allí el año anterior. Se conocieron cuando la bañera de ella se salió y el agua cayó por el techo de él, que se ofreció a ayudarla a paliar el desastre, después de lo cual ella lo invito a galletas caseras y un vaso de leche con los que sellaron su amistad.

Jane no tardó mucho en comenzar a fantasear con él, y tardó menos aún en comprender que jamás se enamoraría de una chica corno ella. A Will le gustaban las rubias altas de sonrisa resplandeciente y cuerpo más hecho para la lencería fina que para los albornoces cómodos. Sus novias siempre eran seguras de sí mismas y sofisticadas y tenían aspecto de saber cómo complacer a un hombre. Jane era bajita y castaña, con un cuerpo que parecía más masculino que exuberante y mucha timidez. Lo único de ella que complacía a los hombres eran sus galletas de chocolate caseras.

Una llamada a la puerta la sorprendió. Fue a abrir y se encontró con Lisa Harper, su mejor amiga, que llevaba una bolsa de ropa en la mano.

– Tienes que ayudarme -dijo-. No me decido entre el negro y el rojo. Creo que el rojo me hace un trasero tan grande como Montana y el negro enseña demasiado escote. Y necesito un abrigo decente. Una chaqueta quedaría fatal -miró a su alrededor-. ¿Esperas compañía?

Jane forzó una risita.

– No, espero una velada tranquila a solas con mis plantas, Audrey Hepburn y George Peppard.

Lisa soltó un gemido.

– ¡Oh, no! ¡Desayuno con diamantes otra vez no! ¿Cuántas veces puedes ver esa película?

– Incontables -repuso Jane-. Es la película más romántica del mundo.

– ¿Por qué no sales con Roy y conmigo? Comeremos bien, beberás demasiado champán y te sentirás una mujer nueva.

– Esta es vuestra tercera cita y no creo que a Roy le haga mucha gracia que vaya yo -Jane abrió la bolsa de ropa y examinó los dos vestidos-. Ponte el rojo y no te preocupes del trasero. Te presto mi abrigo de cachemira negro y elige un collar de mi joyero.

Lisa le dio un abrazo.

– Eres una joya.

Entró en el dormitorio y Jane volvió al sofá. Su amiga no parecía tener problemas para conseguir citas y había intentando ayudarla varias veces, pero Jane opinaba que las citas a ciegas eran para chicas desesperadas y hambrientas de amor que no podían conseguir un hombre por sí mismas… y ella no pensaba admitir la derrota tan pronto.

– Está bien -Lisa volvió corriendo del dormitorio-. ¿Seguro que no quieres venir? El compañero de cuarto de Roy no hace nada esta noche, podemos salir los cuatro. Es muy simpático.

– Otro día -repuso Jane.

Lisa se encogió de hombros.

– De acuerdo. Pero nos vemos mañana en la biblioteca. Tenemos que preparar el examen de Biología Celular.

Cuando Jane se quedó sola, suspiró con suavidad. Tenía que hacer algo para salir y conocer más chicos. Podía ir con Lisa a alguno de los muchos bares cercanos al campus o podía apuntarse a actividades extra escolares, o matricularse en alguna clase donde no hubiera tantos científicos empollones.

– ¿Ves? Esto ya se empieza a animar – dijo en voz alta. Buscó el mando a distancia-. Tienes un plan.

Acababan de pasar los títulos primeros cuando llamaron de nuevo a la puerta. Jane saltó del sofá.

– ¿Qué has olvidado? -preguntó.

Abrió la puerta, esperando encontrarse con Lisa y se quedó sin aliento al ver a Will McCaffrey.

Vestía un traje, pero tenía el cuello de la camisa abierto y la corbata torcida. Llevaba el pelo revuelto, lo que le daba aire de recién levantado. Sacó con un gesto elegante un ramo de rosas rojas que llevaba a la espalda y frunció el ceño al ver la habitación iluminada por velas.

– Perdona -dijo.

Interrumpo algo

– No, no, no pasa nada -ella tomó las flores y se hizo a un lado para dejarle entrar. Notó entonces que olía a whisky y que se tambaleaba un poco-. ¿Estás bien?

– No, no estoy bien -gruñó él. Se sentó en el sofá y se tapó los ojos con el brazo. Levantó la botella casi vacía que llevaba en la otra mano-. Casi se me ha acabado el whisky y aún no estoy borracho. ¿Tienes alguna botella?

– No. Tengo champán, vino y creo que algo de licor de menta. Sabe bien con el chocolate caliente y a veces cuando no puedo dormir…

– Trae el licor -gritó él levantando los brazos-. ¡Que empiece la fiesta!

– ¿Qué celebramos?

– Mi ignorancia absoluta de la mente femenina -tomó otro trago de whisky-. Tú eres mujer, ¿no?

Jane se sentó a su lado.

– Sí -repuso, aunque no le sorprendía que tuviera que preguntarlo. Cuando la miraba, veía a la chica tímida que vivía en el apartamento encima del suyo, la chica que tenía muchas plantas, el sofá lleno de cojines bordados y una colección de películas antiguas.

Pero ella sí se había fijado en él… en la luz de sus ojos cuando algo lo divertía, en sus hoyuelos cuando sonreía y en la belleza de sus manos. Will McCaffrey había sido el protagonista de sueños románticos incontables y detallados, sueños que incluían esas manos hermosas sobre su cuerpo desnudo.

– ¿Qué ha pasado? ¿Te has peleado con Amy?

– He ido a buscarla para cenar y me he encontrado con una nota pegada en su puerta. Ha conocido a un futbolista y tenía miedo de decírmelo y estropearme el día de San Valentín. ¿Te imaginas? Ayer estábamos juntos y hoy hemos terminado.

– Lo siento -mintió Jane.

– No tanto como yo -él frunció el ceño-. Creo que es la primera vez que me dejan tirado -estiró lo brazos por el respaldo del sofá y rozó la nuca de ella al hacerlo. Y no sabía lo que se sentía.

Jane acercó las rosas a la nariz, cerró los ojos e inhaló profundamente para ocultar una sonrisa de satisfacción. Había conocido a Amy y le parecía egoísta y demasiado obsesionada con su figura.

– Seguramente estás mejor sin ella.

– Eso seguro.

Jane miró su perfil, la mandíbula cincelada, la boca sensual y la nariz recta. Tenía los ojos cerrados y por un momento creyó que se había dormido, pero poco después se movió.

– Tu chica ideal está en alguna parte, Will. Sólo tienes que encontrarla. Puede estar más cerca de lo que crees.

– Amy era ideal.

– No es cierto. Porque no te quería tanto como yo… -Jane tragó saliva-. Como yo creo que merece que te quieran.

Will abrió los ojos y la miró.

– Eres un encanto. Siempre sabes lo que tienes que decir para que me sienta mejor.

Lo dijo como si se le acabara de ocurrir, y ella se ruborizó y bajó la vista a las flores.

– Es verdad -insistió él. Jugó con un mechón de pelo que le rozaba la mejilla-. Eres la chica más tierna que he conocido en mi vida.

Le dio un abrazo fuerte, alimentado más por el whisky que por la pasión, y el primer impulso de ella fue apartarse, pero se dio cuenta de que ésa podía ser la oportunidad que esperaba y le pasó los brazos por la cintura.

Cuando él se apartó, miró sus rasgos como en una caricia silenciosa y Jane contuvo el aliento y pidió en su interior que la besara. El corazón le latía con tanta fuerza, que estaba segura de que él podía oírlo.

Will sonrió y pasó el pulgar por el labio inferior de ella, con la mirada clavada en su boca. Pero algo cambió de repente en él.

– Nunca encontraré a nadie -dijo. Dejó caer las manos, se recostó en el sofá y tomó un trago de whisky-. Tengo veinticuatro años, mi padre espera cosas de mí, espera que termine Derecho este curso y que entre a trabajar en el negocio familiar. Tengo muchas ideas para la empresa y algún día quiero dirigirla yo -respiró hondo-. Y él espera que busque esposa y forme una familia.

– ¿Hoy? -preguntó Jane.

– No, pero pronto.

– Tienes mucho tiempo.

Will negó con la cabeza.

– He salido con muchas chicas, Jane. Y al principio siempre parece que he encontrado a mi media naranja, pero luego sucede algo y me doy cuenta de que no es lo que busco -terminó la botella de whisky y la dejó en la mesita de café-. ¿Sabes? Amy tiene unos pies horribles y, cuando se ríe, parece que tenga hipo.

– ¿Quieres beber algo más?

Will la miró y sonrió.

– Eres un encanto -levantó una mano y le acarició la mejilla-. ¿No te lo he dicho nunca?

– Sí.

– Pues es verdad. Siempre puedo contar contigo. Sé que me aprecias.

– Eres mi amigo -murmuró ella.

Él bajó la cabeza y, cuando sus labios se rozaron, Jane emitió un suspiro. Will tomó el sonido por uno de aquiescencia y la besó en la boca. Jane sintió el corazón henchido. Había recibido otros besos, besos torpes de chicos que no sabían lo que hacían, pero ninguno como aquél, que despertaba en ella deseos que no sabía que tenía.

Su mente se llenó de preguntas. ¿Aquello era el principio de algo o sólo se debía al alcohol? Se abrazó a su cuello y pensó que eso daba igual. Will McCaffrey la estaba besando y, si lo pensaba demasiado, corría el riesgo de despertar y que todo fuera un sueño.

Y de pronto el beso terminó tan rápidamente como había empezado. Will se enderezó y la miró.

– Tengo una idea maravillosa -dijo-.

Si a los treinta años no me he casado y tú sigues soltera, ¿te casarás conmigo?

Jane suspiró y el corazón se le subió a la garganta. Había imaginado aquello mil veces y de mil modos distintos, pero nunca así, con ella en albornoz y él bebido y sufriendo por otra mujer.

– No… no lo dices en serio -musitó con voz quebrada-. Estás borracho y enfadado con Amy.

– Lo digo en serio -insistió él con voz pastosa por el alcohol. Se levantó del sofá y se acercó al escritorio-. Necesito papel.

– En la bandeja de arriba -repuso Jane-. ¿Le vas a escribir una nota a Amy?

Will volvió a su lado con el papel y un bolígrafo.

– No. Voy a escribir un contrato. Un acuerdo entre tú y yo estableciendo que, si los dos estamos libres, nos casaremos.

– ¿Qué? ¿Lo escribes tú y ya es un contrato?

– Claro. Estudio Derecho y sé hacer contratos. Es muy sencillo. Si los dos estamos libres, nos casaremos.

– ¿No necesitamos testigos ni notarios ni nada?

– Sólo hay que buscar un testigo -murmuró Will. Levantó la botella de whisky y, al ver que estaba vacía, la dejó caer al suelo.

Jane se sentó a su lado en el sofá, con los pies debajo del trasero y lo observó escribir el contrato. Intentó leer su expresión, descubrir de dónde había salido aquella propuesta espontánea, pero cuanto más lo pensaba, más se daba cuenta de que era sólo una tontería para paliar la herida a su ego masculino.

Jane fue a la cocina a buscar la botella de champán que había metido en el cubo de hielo. Un contrato de matrimonio merecía una celebración. Abrió la botella, llenó una copa alta y la bebió de un trago para darse valor. Tenía que haber un modo de conseguir que volviera a besarla.

Al pasar por la ventana de la cocina, se vio en el reflejo del cristal e hizo una mueca. Con el albornoz, parecía una salchicha atada en el medio. Tal vez pudiera atraer a algunos alemanes vestida así, pero Will esperaba algo más. Se quitó el pasador del pelo y dejó que le cayera suelto en torno al rostro, se pellizcó las mejillas y aflojó el cinturón del albornoz para que se abriera más en el cuello.

Respiró hondo, buscó otra copa y volvió al sofá.

– ¿Quieres champán? O puedo traerte otra cosa.

Will levantó la vista y le sonrió, con los ojos clavados en el escote. Jane siguió su mirada y se dio cuenta de que no tenía nada que enseñar. Volvió a cerrarse el albornoz, avergonzada por su intento de seducción. Iba a sentarse al lado de él, pero la detuvo una llamada a la puerta.

– ¿Esperas a alguien? -preguntó Will.

Jane negó con la cabeza, frustrada por la interrupción. Abrió la puerta y se encontró con su casera, la señora Doheny, en el umbral con un plato lleno de galletas en forma de corazón en la mano.

– Feliz día de San Valentín, Jane-dijo con una sonrisa.

– Ya casi he terminado -anunció Will-. ¿Quién ha llamado?

La señora Doheny se asomó por encima del hombro de Jane.

– ¿Ese es Will? Will, acabo de dejarte un plato de galletas de chocolate en la puerta. Creí que habías salido con una de tus amiguitas -lo saludó con la mano-. Feliz día de San Valentín.

– Gracias, encanto -sonrió él-. No puedo dejar pasar ese día sin un beso de mi mejor chica.

La señora Doheny entró en el apartamento con una risita. Will se levantó y la besó en la mejilla. La mujer se ruborizó y Jane pensó que aquel hombre podía seducir a cualquier mujer de cualquier edad.

– Llega justo a tiempo -declaró Will-. Puede ser nuestra testigo.

– ¿De qué? -la mujer dejó las galletas en la mesa.

– Se trata de un acuerdo entre Jane y yo -explicó él-. Sólo tiene que vernos firmar y luego firmar usted. Jane, tú primero -le tendió el bolígrafo y el papel, escrito con su caligrafía difícil.

Lo que había empezado como una broma parecía de pronto muy serio. ¿Aquello era un contrato de verdad? ¿Era legal? Miró el texto, pero decidió ignorar sus preocupaciones. Aquello era una broma. Además, una persona no podía firmar un contrato cuando estaba borracha y era imposible que Will apareciera de pronto seis años después para exigir que se casara con él. Después de todo, él era… bueno, él era

Will McCaffrey y ella Jane Singleton. No había que decir más.

– ¿Seguro que lo has hecho bien? -bromeó con ligereza-. No quiero que luego quieras librarte con alguna excusa legal.

– Está todo ahí -ella acercó el bolígrafo al papel-. ¿No vas a leerlo antes de firmar?

– No, me fío de ti -firmó y le devolvió el papel-. Ahora tú.

Will miró largo rato el contrato, lo firmó y se lo pasó a la señora Doheny. La casera firmó con una risita.

– ¿Qué es esto? -preguntó.

– Nada importante -repuso él-. Sólo un pequeño acuerdo entre Jane y yo.

La mujer asintió y se dirigió a la puerta.

– Bueno, tengo que entregar más galletas. Hasta la vista a los dos.

Cuando salió del apartamento, Jane suspiró con suavidad, casi temerosa de mirar a Will. Se llevó una mano a los labios y pensó en el beso. Podía actuar como si no hubiera ocurrido o podía… Bajó una mano al cinturón del albornoz. Podía quitarse aquella prenda y ver qué ocurría. Rozó el nudo con dedos nerviosos.

Will la miró y se levantó del sofá de golpe.

– Tengo que irme -murmuró.

Jane se quedó inmóvil, con los dedos todavía en el nudo del cinturón.

– Claro -repuso. Sí. Se hace tarde y tengo… -tragó saliva con fuerza-. Tengo planes -corrió a abrir la puerta.

Will dobló el contrato con una sonrisa y lo guardó en el bolsillo del pecho de la chaqueta. Sacó su cartera y le tendió un billete de cinco dólares.

– Es para que el contrato sea vinculante -explicó. La miró largo rato a los ojos-. Nos vemos pronto.

– Claro -repitió ella.

Cuando cerró la puerta tras él, se apoyó en la madera y se mordió el labio inferior para evitar que temblara. Si hubiera sido más lista, más guapa o más sexy, habría conseguido que se quedara. Lo habría metido en su cama y habrían hecho el amor toda la noche. Y por primera vez en su vida habría tenido un día de San Valentín que valiera la pena recordar.

Respiró hondo y volvió al sofá. Una lágrima rodó por su mejilla y se la secó con el dedo. Se obligó a sonreír.

– Bien, por lo menos puedo decir que me han besado en San Valentín -musitó-. Aunque él no se acuerde por la mañana.

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