Capítulo 2

Desde el lago soplaba un viento frío, que hacía volar las hojas secas. El cielo grisáceo oscurecía el sol de noviembre y una lluvia fría brillaba en las aceras. Cerca ululó una sirena. Will se apretó más la gabardina en torno al cuerpo y cruzó la calle deprisa.

Después de lo ocurrido en su despacho dos días atrás, había sido una sorpresa volver a tener noticias de Jane. Había llevado mal la reunión, en parte porque le había sorprendido que ella lo creyera capaz de obligarla a casarse con él. El contrato sólo había sido un medio para conseguir que fuera a cenar con él. Maldijo en silencio. Nunca había obligado a una mujer a salir con él. ¿Por qué estaba tan decidido a hacerlo con ella?

Tal vez volver a verla lo ayudara a aclararse. Sí, era muy atractiva y, sí, habían tenido una amistad bonita en el pasado, pero ahora eran personas diferentes con vidas distintas. ¿Significaba eso que no podían volver a empezar? Entró en el parque pequeño situado enfrente de la biblioteca Newberry y echó a andar por el camino mirando a los transeúntes en busca de Jane.

Esa mañana le había dejado un mensaje pidiéndole que fuera a verla pero sin darle más explicaciones. Y Will había decidido aprovechar la oportunidad para explicarle su comportamiento y buscar el modo de arreglar las cosas con ella. En el mejor de los casos, quizá accedería al fin a cenar con él. En el peor, le diría dónde podía meterse el contrato.

No era la misma que había conocido en la universidad. La chica tímida se había convertido en una mujer segura de sí misma que probablemente tenía todos los hombres que necesitaba, hombres que habrían reconocido su belleza cuando la habían conocido, hombres que habían sido más listos que él.

Will había estado con muchas mujeres, y aunque en ocasiones había habido mucha pasión, nunca había conectado de verdad a nivel sentimientos, nunca había confundido aquello con amor y ni siquiera con un afecto profundo; siempre había sido cuestión de deseo físico y nada más.

Lo que sentía por Jane era diferente. Era una mujer hermosa, sexy e interesante, pero él no quería seducirla. Antes que nada eran amigos y, si se convertían en amantes, sería porque lo hicieran como un paso lógico dentro de su relación, no por el deseo abrumador de arrancarse mutuamente la ropa.

Jane no era la clase de mujer a la que pudiera seducir y luego dejar. Ocupaba un lugar diferente en su vida a todas las demás mujeres, a pesar de lo cual no podía ignorar los chispazos de atracción que brotaban entre ellos cuando estaban juntos ni podía negar que había pensado a menudo en ella en los últimos días.

Se volvió despacio y volvió a mirar de nuevo el parque. Por un instante creyó verla sentada en un banco, pero enseguida se dio cuenta de que no era ella. Se sentó a esperar y observó a un anciano lanzar una pelota de tenis a su perro. Diez minutos después, empezaba a preguntarse si le habían dado plantón cuando la vio andar hacia él. Se puso en pie y ella se detuvo y lo miró largo rato.

Se acercaron despacio uno a otro y se encontraron en el centro de la plazuela.

– Pensaba que ya no venías -dijo él.

– He estado a punto -repuso ella.

Se produjo un silencio y Will reprimió el impulso de tender la mano y apartarle un mechón de pelo de los ojos. Si podía tocarla, todo iría bien. Pero se metió las manos en los bolsillos de la gabardina para resistir la tentación.

– ¿Quieres ir a tomar un café? -preguntó-. Hay un sitio justo en…

Jane negó con la cabeza.

– No, estamos bien aquí. Sólo voy a hacerte una pregunta y quiero que seas sincero conmigo.

– De acuerdo.

– ¿Por qué haces esto? Puedes tener todas las mujeres que quieras. ¿Por qué yo?

– Eso son dos preguntas -dijo él-. Con respuestas muy distintas.

– Dime la verdad -insistió ella.

Will pensó con cuidado la respuesta, sabedor de que lo que dijera podía influir mucho en la decisión de ella. Sintió deseos de mentir y ocultar sus verdaderos motivos, pero si quería que aquello funcionara, no podía empezarlo con una mentira.

– Tengo treinta años. Mi padre me está presionando para que me tome el futuro en serio. Quiere que me case y forme una familia, pero mi vida social hasta el momento no ha ido enfocada a ese objetivo concreto y, si quiero dirigir la compañía, tengo que probarle que me tomo en serio lo de busca esposa.

Esperó la reacción de ella, que se limitó a asentir con la cabeza.

– De acuerdo, eso puedo entenderlo. ¿Y por qué yo?

Will se encogió de hombros.

– Tiene sentido -repuso-. Para empezar, está el contrato. Y ya éramos buenos amigos -no le dijo que ella lo atraía mucho, que no dejaba de pensar en ella y la veía bajo una luz nueva.

– ¿O sea que esto es sólo cuestión de… eficiencia? -preguntó ella.

Will soltó una risita.

– He pasado años perfeccionando mis encantos, ¿y qué he conseguido? Todavía no he encontrado a la mujer perfecta.

– ¿Y estás dispuesto a conformarte con una imperfecta?

– ¡No! -protestó él-. Tú no eres imperfecta en absoluto. Nosotros empezamos como amigos, Jane. Quizá sea lo mejor -hizo una pausa-. Si quieres saber mi opinión, creo que nos han tomado el pelo. Nos dedicamos a buscar el amor y los finales felices y puede que la mayoría no los encontremos nunca. Yo tengo treinta años y he salido con mujeres suficientes para saber que es difícil encontrar algo especial.

Cerró los ojos y respiró hondo el aire húmedo.

– ¿Sería tan malo intentarlo? ¿Qué tenemos que perder?

La miró, vio que dudaba y resistió el impulso de presionarla más. No quería asustarla.

– Somos personas distintas. Tú ya no me conoces -dijo ella.

Will la miró a los ojos.

– Te conozco lo suficiente -contestó-. Sé que nos iría bien juntos. Dame una oportunidad de demostrártelo.

Ella se mordisqueó el labio inferior, pensativa, y Will se permitió sentir una cierta esperanza.

– De acuerdo -dijo ella al fin-. Pero tiene que ser según mis condiciones.

– Por supuesto -él hizo ademán de tomarle las manos, pero ella evitó el contacto y entrelazó los dedos-. Aceptó cualquier condición.

Jane lo miró a los ojos con una expresión que tenía algo de retadora.

– Quiero un anillo -dijo ella-. Uno muy grande. Tres quilates por lo menos.

Will reprimió un respingo de sorpresa.

– ¿Qué?

– Y no quiero perder el tiempo con un compromiso largo. Si después de tres meses, esto no funciona, seguimos cada uno nuestro camino y rompemos el contrato. Y por supuesto, yo me quedo el anillo. ¿Aceptas?

Ella no hablaba de una cena precisamente. Seguía pensando que quería obligarla a casarse y hablaba de algo mucho más serio. Su cerebro intentaba entender lo que ocurría. ¿Anillo? ¿Compromiso? Entendió entonces la mirada retadora de ella. Aquello era un farol porque quería asustarlo con la posibilidad del compromiso. La audacia de ella le dio ganas de reír. Pero a aquel juego podían jugar los dos.

– De acuerdo -dijo en tono mesurado-. Pero yo también tengo condiciones. Si vamos a intentarlo de verdad, tenemos que pasar más tiempo juntos. Creo que debes mudarte conmigo. Así podremos ver si somos compatibles.

Jane se puso tensa y Will pensó que iba a dar marcha atrás.

La joven se encogió de hombros.

– Supongo que eso estaría bien, pero con una condición. Tendremos habitaciones separadas.

Will admiró su sangre fría. Ni siquiera había parpadeado. Habían pasado de salir a vivir juntos en menos de un minuto.

– De acuerdo, pero tendrás que hacer un esfuerzo por realizar algunos deberes de esposa -repuso, convencido de que aquello sería demasiado para ella.

Tal y como esperaba, Jane abrió mucho los ojos.

– ¿Quieres que me acueste contigo?

Will se echó a reír.

– No, no me refería a eso, pero si quieres añadir eso a tu lista de responsabilidades diarias, no tengo nada que objetar.

– Esto no saldrá bien -murmuró ella.

– Yo me refería a cosas que suelen hacer las mujeres por sus maridos. Cocinar de vez en cuando, hacer la colada, arreglar la casa, escuchar mis problemas en el trabajo.

– ¿Y qué me dices de los deberes de los esposos? ¿Qué vas a hacer tú para contribuir a este acuerdo?

– Yo haré lo que quieras.

– Una cerradura en la puerta de mi dormitorio -musitó ella-. Y un cuarto de baño propio.

– Eso será un problema -repuso él-. En mi casa sólo hay uno y medio.

Jane suspiró y le lanzó una mirada recelosa.

– Supongo que puedo soportarlo. Podemos hacer turnos para el baño.

– De acuerdo.

– Bien. Tres meses -dijo ella-. Hasta el día de San Valentín. Y si no funciona, seguimos caminos separados.

– Tres meses -asintió él-. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir?

Jane le tendió la mano y él se la estrechó.

– Trato hecho -dijo ella-. Quizá deberíamos escribir otro contrato.

Will, sorprendido todavía por el giro de los acontecimientos, le retuvo la mano.

– Añadiremos una cláusula al viejo – comentó. ¿Cuándo quieres mudarte conmigo?

– ¿Este fin de semana?

– Está bien -no pudo reprimir una sonrisa-. ¿Qué te parece el sábado? Te ayudo a instalarte y luego podemos salir a cenar. Conozco un restaurante magnífico en…

– El sábado tengo que trabajar; sería mejor el domingo.

– La dirección es el 2234 de North Winston. Te espero el domingo.

La joven asintió y se volvió para marcharse, pero él se negó a soltarle la mano.

¿-Jane?

Ella miró los dedos enlazados de ambos.

– ¿Sí?

– Tú me has preguntado por qué; yo puedo preguntarte lo mismo. ¿Por qué?

– Yo no tengo que darte mis razones -contestó ella-. Eso no entra en el trato – se soltó y echó a andar por el camino. Will la contempló hasta que dobló un recodo y desapareció; se sentó en un banco del parque con la respiración formando nubes delante de su rostro.

Desde el comienzo había buscado sólo una cita y de pronto había acabado con una prometida. No sabía qué pensar, así que optó por no pensar en lo sucedido. Tendría tres meses para averiguar lo que sentía por ella… y lo que sentía ella por él.


El dormitorio de Jane estaba lleno de cajas. Miró el lado de armario donde guardaba la ropa de verano y pensó qué podía hacer con aquellas prendas.

– Las guardaré en un almacén -murmuró.

Lisa tomaba un café sentada en el borde de la cama y la observaba.

– Estás loca. ¿Se puede saber qué te ha dado? -levantó una mano-. Espera, no contestes. Yo sé lo que te ha dado. Un virus llamado Will McCaffrey. ¡Y yo que pensaba que al fin te habías curado!

– Lo que me ha entrado es sentido común -repuso Jane. Tomó un montón de jerséis bien doblados y los dejó en una caja vacía.

Había pasado dos noches dando vueltas en la cama, considerando sus alternativas, pero lo que al fin la forzó a decidirse fue una llamada del mecánico que le dijo que tenía que cambiar unas piezas de su coche de nueve años, reparación que ella no podía pagar, y menos si tenía que pagar a un abogado que la librara del ridículo contrato con Will.

– ¿Sentido común? -gruñó Lisa-. ¿Qué tiene de sensato irse a vivir con Will?

– No sólo me voy a vivir con él. Digamos que estoy prometida con él.

Lisa abrió mucho la boca.

– ¿Prometida?

Jane miró el montón de jerséis que tenía que empaquetar.

– Creía que podía obligarlo a renunciar a su estúpido contrato, pero las cosas no salieron como yo planeaba.

– Jane, no puedo creer que ese contrato sea vinculante. No puede obligarte a casarte con él.

– Esa no es la cuestión. Luchar con él me costará un dinero que no tengo. Además, esto me viene bien. Tendré un sitio para vivir mientras nos recuperamos y dentro de tres meses rompemos el contrato y no tendré que volver a pensar en Will McCaffrey -miró a su amiga-. Sólo son tres meses, Lisa. Nos esforzaremos con el negocio, haremos dinero suficiente para pasar el invierno y en marzo volveremos a empezar.

– Te dije que podías venir a vivir con Roy y conmigo. El sofá es muy cómodo.

– No, no podía.

– ¿Y con tus padres tampoco?

– Sería muy pesado ir y venir desde Lake Geneva a la ciudad. Y no quiero hablarle a mi madre de nuestros problemas. Siempre ha querido que renuncie a mi negocio y busque un marido. Si se entera de que estamos a punto de quebrar, tendrá a todos los médicos solteros de Chicago haciendo cola en mi puerta.

– Tiene que haber otra solución.

– ¿Qué alternativa tengo? Si me mudo con él, gano tiempo.

– Jane, éste no es un hombre con el que deberías vivir. Tú sabes cuánto te costó olvidarlo la otra vez. ¿Estás dispuesta a saltar de nuevo al fuego?

– Ahora soy una persona diferente. Lo veo como es en realidad.

– ¿Y cómo es? ¿Un hombre guapo, sexy y triunfador? -Lisa se llevó las manos a las mejillas con fingido horror-. ¡Oh! Comprendo que te vaya a repeler. ¡Qué pesadilla!

Jane sonrió.

– Sí, es sexy, pero nada a lo que no pueda resistirme.

– Nunca pudiste -dijo Lisa-. Pero seamos sinceras, Jane. Will McCaffrey siempre te hizo sentir como plato de segunda mesa. Él se dedicaba a conquistar a otras y tú esperabas las migajas que quisiera arrojarte.

Jane suspiró con suavidad. Sabía que su amiga tenía razón, su instinto le decía que estar cerca de Will era peligroso, pero sentía la necesidad de probarse que no era la misma chica de seis años atrás, que ahora era una mujer y sabía que las cosas habían cambiado. Los sentimientos fraternales que Will hubiera podido albergar por ella en el pasado ya no estaban allí. Se notaba en su modo de mirarla. Había algo más que amistad y ella quería saber qué era exactamente.

– Ya no soy aquella chica tonta -musitó.

– Y él no es el estudiante guapo que vive abajo. Imagínate esto. Te despiertas por la mañana, entras en el cuarto del baño y te lo encuentras saliendo de la ducha mojado y desnudo. O te levantas por la noche a por un vaso de agua y él está dormido en el sofá en calzoncillos con el pecho desnudo y brillando a la luz de la televisión. Sí, has madurado. Eres una mujer y él, un hombre. Y no me digas que no lo has imaginado desnudo y… excitado – Lisa se llevó una mano al corazón y suspiró-. La cercanía puede destruir hasta las resoluciones más firmes.

– Pero yo tengo un plan -dijo Jane.

– ¿Cuál? ¿Llevar una venda en los ojos y un cinturón de castidad durante tres meses?

– No. Me entregaré a mi papel de esposa y le demostraré que soy la última persona con la que quiere casarse. Tal vez ni siquiera necesite abogado. Después de tres meses, estará más que contento de enseñarme la puerta.

Lisa lanzó un gemido y se cubrió el rostro con las manos.

– Eso no funcionara. Te conozco y sé que serías una esposa excelente -se tumbó de espaldas en la cama y miró el techo-. Sabes cocinar y hornear y eres una buena decoradora. Hasta sabes hacer cortinas. No tengo dudas de que podrás preparar una cena para doce personas con sólo veinticuatro horas de aviso.

– ¿Ves? Todo el tiempo que pasó mi madre entrenándome sirvió para algo -se burló Jane. Se subió a la cama y cruzó las piernas ante sí-. Sé cómo ser la esposa perfecta, pero también sé cómo ser una mala esposa, un esposa horrible y gruñona que no cocina ni limpia y que cree que el rosa chillón es el mejor color para la decoración de interiores.

– ¿Qué? -Lisa frunció el ceño, pero no tardó en comprender lo que tramaba su amiga-. ¡Oh! -se sentó en la cama con una sonrisa-. ¡Oh, eso sí que es un plan!

Jane sonrió.

– Lo sé. Es sencillo y brillante, ¿verdad?

– Hazlo desgraciado y no tendrá más remedio que prescindir de ti. No sabía que fueras tan retorcida.

– Cree que me conoce, pero no es cierto. Seré una prometida infernal, la mujer que le haga la vida imposible. ¿Quieres que hagamos apuestas sobre el tiempo que tarda en echarme?

Lisa dejó de sonreír.

– Eso no es lo que me preocupa -contestó-. Me preocupa que, cuando veas lo que es vivir con Will McCaffrey, tú no quieras irte.


Will deambulaba delante de la puerta, con las manos en los bolsillos y la mirada clavada en el suelo. Esperar a que llegara Jane se había convertido en una agonía. Para pasar el tiempo, había decidido limpiar la casa, pero la tarea no había servido para tranquilizarlo.

Si alguien le hubiera dicho unas semanas atrás que le ocurriría aquello, se habría reído en su cara. Vivir con una mujer alteraría necesariamente sus costumbres, sin tener en cuenta lo que implicaba aceptar estar con la misma persona día tras día.

Sin embargo, estaba deseando tener cerca a Jane. Recordaba sus conversaciones del pasado, lo divertido que era hablar con ella, cómo valoraba sus consejos sensatos. Además, podía ser divertido discutir con ella. En los últimos días había percibido asomos de mal genio y sabía que era una mujer terca y… apasionada.

Apasionada y muy hermosa. Eso tampoco podía olvidarlo. No se cansaba nunca de mirarla. Su belleza no era obra de la química y la cirugía, era una belleza sencilla, natural, de las que mejoraban con el paso del tiempo.

Will estaba delante de la puerta cuando sonó el timbre de seguridad. Thurgood saltó desde el sofá de la sala, donde había estado durmiendo, y empezó a ladrar.

– Silencio -Will se secó las manos sudorosas en la camiseta y respiró hondo-. Y sé bueno con la señorita. No saltes sobre ella ni la chupes.

Hizo una pausa antes de abrir la puerta. Lo natural habría sido que sintiera más temor. Después de todo, la suya era una casa de soltero, cómoda y funcional, y ella querría hacer cambios.

– Por el rosa no pasamos -le dijo al perro-. Si trae algo rosa a esta casa, yo elevo una protesta formal y tú lo destrozas a mordiscos.

La casa tenía todo lo que un hombre podía desear: televisor de pantalla plana, una cadena de música de primera, una máquina de pesas y dos tumbonas de cuero. Y Will estaba dispuesto a añadir algunos toques femeninos… paños de cocina de colores, cortinas, algunos cojines…

– Que no se diga que no soy flexible – musitó.

Thurgood estaba sentado delante de la puerta y golpeaba el suelo con la cola.

El timbre volvió a sonar y Will abrió la puerta frontal. Jane estaba en el umbral con una maceta en la mano. Will la tomó y se hizo a un lado.

– Entra -dijo.

Dejó la palmera en el suelo y miró a la joven, que a pesar de ir vestida con vaqueros y un suéter y llevar el pelo recogido con un pañuelo, estaba extraordinariamente hermosa. Era increíble que hubiera cambiado tanto y siguiera pareciendo al mismo tiempo la chica de diecinueve años que había conocido.

Jane vaciló un momento antes de entrar. Thurgood se colocó ante ella, que lo miró nerviosa. Pero luego avanzó unos pasos y Will respiró aliviado.

– Te enseñaré esto -dijo-. Te presento a Thurgood.

– Es grande -musitó ella-. Muy… grande.

– ¿No te gustan los perros? ¿Nunca tuviste perro de pequeña?

– A mi madre no le gustaban los animales, decía que ensuciaban mucho. Yo tenía plantas -ella forzó un sonrisa y señaló la palmera-. Voy por el resto de mis cosas. Regina es sensible al frío y Anya está envuelta en plástico, pero seguro que sufre el efecto del shock.

– ¿Regina? ¿Anya?

– ¿No te acuerdas de ellas? Regina es una sedum morganíanum y Anya es una pellaea rotundifolia. Conocidas vulgarmente como cola de burro y helecho de botón.

Will le tomó la mano y la apretó con fuerza.

– ¿Sigues poniendo nombre a tus plantas?

– Son las mismas plantas.

Jane salió por la puerta y Will la siguió y bajó corriendo los escalones hasta la calle.

– Te ayudaré. Levantar peso es responsabilidad del marido.

– ¿Insinúas que no puedo llevar mis cosas?

– No. Sólo digo que será un placer hacerlo por ti.

– De acuerdo. Pero no quiero que me creas incapaz de llevar unas plantas y algunas cajas pesadas.

Will sonrió y se colocó delante para cortarle la retirada. Ella chocó con él, que la sujetó por la cintura.

– Creo que eres muy capaz de hacer todo lo que te propongas -por un instante pensó en besarla para romper la tensión, pero no quería espantarla antes de que se instalara en la casa. Tenía tres meses para conquistarla y podía ser paciente.

– Bien, vamos allá -murmuró ella.

Will asintió. Las plantas y las cajas estaban en la parte de atrás de una camioneta que llevaba el nombre de Windy City Gardens y que Jane había aparcado en doble fila delante de la casa. Will la ayudó a llevar todo hasta el vestíbulo y, cuando terminaron, la dejó entrar en casa y él llevó la camioneta a su garaje.

Cuando volvió, encontró a Jane en la cocina regando una planta que parecía algo marchita.

– ¿Se repondrá? -preguntó.

Jane se volvió a mirarlo con un sobresalto.

– Creo que sí. No es una buena época para mover plantas. Se acostumbran a un lugar y a veces se alteran cuando les cambias las condiciones de vida.

Will se colocó detrás de ella y miró la planta.

– ¿Quién es ésa? -preguntó.

– Sabrina. ¿No te acuerdas de ella?

– ¿De la universidad?

Jane asintió con la cabeza.

– Me la regalaste tú cuando te mecanografié un artículo para la revista de leyes. Es vieja, pero todavía está sana. Esta especie no es propensa a insectos o enfermedades y la he transplantado unas cuantas veces.

– ¿Y por qué la llamaste Sabrina?

– Por Audrey Hepburn y Humphrey Bogart.

– Ah, sí, esa película -retrocedió para reprimir el impulso de besarla en el cuello-. Supongo que debería enseñarte esto.

Jane se volvió hacia él.

– De acuerdo.

Will salió por la puerta y ella miró a su alrededor con curiosidad. Y él aprovechó la gira para tocarla una y otra vez, colocar la mano en la parte baja de la espalda de ella o tomarla por el codo al guiarla de habitación en habitación. Thurgood los seguía, ansioso por conocer a aquella visitante.

– Compré la casa por los techos altos – explicó Will-. Y por los detalles arquitectónicos. Las escayolas del techo son originales y la chimenea de la sala también. Cuando compré la casa, estaban cubiertas por capas de pintura.

Jane asintió.

– Es hermosa. Pero la decoración es muy moderna.

– Sí, me gustan las líneas limpias. Acero inoxidable, cristal y cuero.

– Muy masculino -murmuró ella.

– Te enseñaré tu dormitorio -le tomó la mano y tiró de ella escaleras arriba-. Ya has visto la cocina y la salita de atrás. Arriba hay tres dormitorios y un baño. El tercer piso es un espacio grande sin terminar Todavía no sé lo que haré con él.

Cuando llegaron al segundo piso, señaló la habitación más pequeña.

– Esa la uso como despacho. Y ésta es mi habitación -abrió una puerta y Jane vio una cama grande con un una cómoda sencilla de estilo danés y un armario.

Will cruzó el pasillo y abrió la puerta del cuarto de invitados.

– Y ésta es la tuya. No es gran cosa, pero seguro que tú tendrás objetos personales que la embellecerán.

Jane entró en la estancia y miró a su alrededor.

– No creo que esto sea buena idea – dijo-. Lo, siento, pero me parece que debería irme.

Will la sujetó por los brazos para cortarle la huida.

– No tienes nada que temer de mí – musitó. Le puso los dedos debajo de la barbilla para obligarla a mirarlo a los ojos-. Aquí estás segura. Te lo juro.

– Lo sé -susurró ella con expresión dudosa.

– Dale una oportunidad a esto -él se inclinó con la mirada clavada en sus labios. Su instinto le decía que no debía, vio la aprensión y la duda que expresaban sus ojos y supo que había cometido un error-. Perdona -murmuró. Voy a subir tus cosas, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

Will bajó corriendo las escaleras y entró en la cocina. Abrió el grifo del agua fría en el fregadero y se frotó el rostro con las manos mojadas. Lanzó una maldición, tomó un paño de cocina y se apoyó en el borde de la encimera con los ojos cerrados y la cara mojada.

Unos segundos más tarde, Thurgood entró en la cocina y se sentó al lado del fregadero.

– ¿Qué te parece? -preguntó el hombre-. Lo sé, lo sé, es una chica. Pero es muy guapa, ¿no crees?

El perro echó la cabeza a un lado y levantó una oreja, como si no aprobara a la nueva invitada.

Will le dio una palmadita en al cabeza.

– Sólo tienes que acostumbrarte a ella alejó el paño en la encimera y volvió al vestíbulo, donde levantó tres cajas para llevarlas al dormitorio.

Encontró a Jane sentada en la cama con Regina o Anya en las manos. Parecía a punto de echarse a llorar y Will dejó las cajas y se arrodilló ante ella.

– ¿Qué te pasa?

Jane forzó una sonrisa y movió la cabeza.

– Nada.

– Vamos, dime qué ocurre.

Ella miró a su alrededor.

– Esto no parece un hogar.

La mujer decidida y segura de sí había desaparecido, sustituida por la chica que había conocido en la universidad, la chica que lloraba al final de las películas románticas, la chica entregada. Si tan desgraciada se sentía con aquel acuerdo, ¿por qué había accedido? Will tuvo la impresión de haberla obligado a hacer algo que no quería.

Se maldijo e intentó pensar en el modo de hacerla sonreír de nuevo.

– Tendrás que arreglar eso -dijo-. Compra cortinas, cuadros o lo que quieras. Puedo conseguirte una televisión de pantalla plana si quieres para que veas películas antiguas aquí.

Jane sonrió y Will respiró aliviado.

– Creo que cambiaré la decoración – declaró ella.

– Hazlo. Qué narices, puedes pintar la casa de rosa si quieres -él se levantó y le tomó las manos-. ¿Qué te parece si termino de subir tus cosas y salimos a cenar?

– ¿Preparar la cena no entra en mis deberes de esposa?

– Sí. Y uno de mis deberes de marido es invitarte a cenar fuera. Me temo que en la cocina sólo hay crema de cacahuete, pan, leche y cerveza. Y no espero que cocines con eso.

– Tengo hambre.

Will sonrió y tiró de ella hacia la puerta. Sabía que la primera noche sería dura, pero él haría lo posible por que estuviera cómoda. La invitaría a cenar, calmaría sus miedos y procuraría contenerse y no besarla cada vez que la mirara.

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