Will terminó de introducir el último tornillo y colgó la barra de cortinas encima de la ventana. Retrocedió un paso y la miró con aire crítico. Estaba un poco torcida, pero, cuando Jane hiciera lo que quiera que pensara hacer con ella, no se notaría.
Sujetó el taladrador como si fuera una pistola y sonrió.
– Estoy hecho todo un manitas.
En la última semana, Jane se había convertido en una mujer obsesionada, que pasaba los días de compras y las tardes convirtiendo la casa en un hogar cálido y acogedor. Había renunciado al rosa e introducido colores que reflejaban su amor por el aire libre.
A Will le gustaba la nueva decoración, sencilla y cómoda. Había añadido cojines suaves a los sofás de cuero de la sala, comprado lámparas y sustituido la pequeña mesa cuadrada de él por una mesa de comedor gigantesca.
Pero lo mejor de todo eran las noches. De algún modo, tenía que eliminar toda la tensión que acumulaba durante el día, y lo hacía en la cama con él, atrapados los dos en un río de pasión tal, que cada vez se volvía más desinhibida.
Sin embargo, Jane no había eliminado todavía todas sus reservas. Todas las noches empezaban en camas separadas hasta que uno u otro cedía y se presentaba en silencio en el cuarto del otro. A veces dormían en la cama de él y a veces en la suya, pero, para satisfacción de Will, ella despertaba siempre en sus brazos.
Miró su reloj, dejó el taladrador en la mesa y se acercó a la puerta. Jane seguía donde la había dejado una hora atrás, trabajando en el pequeño jardín entre la acera y la casa. Bajó los escalones y se acuclilló a su lado.
_-¿Qué vas a plantar? -preguntó.
– Bulbos de invierno para animar un poco el día de Acción de Gracias -repuso ella-. Y también voy a plantar ya jacintos, que florecerán en primavera.
Will miró un momento los bulbos. Iba a plantar flores para la primavera, aunque no sabía si entonces estaría allí. Le hubiera gustado tomar eso como una señal esperanzadora, pero sabía que no debía hacerse ilusiones. Los sentimientos de ella parecían cambiar dependiendo de que saliera el sol o se pusiera.
Durante el día, apenas reconocía que fueran amantes y Will sentía la necesidad casi patológica de tocarla y besarla. Tenían pasión, pero quería algo más. Quería saber que los sentimientos que crecían en su interior tenían reciprocidad también en ella.
– Empieza a hacer frío dijo-. He encendido la chimenea. ¿Por qué no entras a calentarte mientras preparo la cena? -le levantó y le tendió la mano.
Jane se dejó levantar y recogió los útiles de jardinería, que Will se apresuró a quitarle de las manos.
– Tengo que recoger las copas de vino y pasar por la tienda a encargar el pavo – dijo ella-. Y necesito repasar las recetas para hacer la lista de la compra y…
Will la abrazó con un gemido y detuvo sus palabras con un beso.
– ¿Por qué haces esto? -preguntó cuando se apartó.
– ¿Besarte?
– No, todo este trabajo.
– Quiero que el día de Acción de Gracias resulte agradable -repuso ella-. Si vas a hacer algo, es mejor hacerlo bien – sonrió-. ¡Vaya! Me estoy convirtiendo en mi madre, ¿verdad?
Will cerró los ojos y le besó la frente.
– En absoluto -repuso-. Y a mí no tienes que probarme nada, sé lo que sientes. Si no fuera por nuestro acuerdo, pasarías ese día en otra parte -le apartó un mechón de pelo de la mejilla-. ¿Recuerdas las cenas que me preparabas en la universidad? Siempre me encantaba ir a tu apartamento.
– Porque nunca tenías comida en el tuyo -contestó ella-. Si no te daba yo de comer, ¿quién iba a hacerlo?
– No siempre iba por la comida. Tu apartamento era muy cálido y acogedor y allí me sentía cómodo -le tomó la mano y entrelazó sus dedos con los de ella-. Aunque la comida era buena, casi siempre iba porque quería estar contigo.
– ¿De verdad? -preguntó ella con voz suave.
Will se llevó la mano femenina a los labios y besó las yemas de los dedos una por una.
– Ya entonces eras buena cocinera, pero eras aún mejor amiga. Y no sé si me había dado cuenta hasta ahora de lo importante que era eso para mí.
Jane miró sus dedos.
– Deberíamos entrar -murmuró-. Empieza a hacer frío.
– De acuerdo -asintió él-. Tengo que empezar con la cena. Estaba pensando en filetes de hígado.
Jane soltó una carcajada y entró con él en la cocina.
– Si no te gustaba mi comida, ¿por qué no lo decías? -preguntó.
Will la abrazó por la cintura y la sujetó contra el borde del mostrador.
– ¿Y de qué iba a quejarme si podía sentarme enfrente de ti?
Jane se soltó del abrazo.
– Tienes que dejar de decir esas cosas o puedo enamorarme de ti.
– ¿Y tan malo sería eso? Además, es la verdad. Me gusta tenerte aquí.
La joven se ruborizó, pero él sospechaba que no lo creía.
– Tengo que hacer la lista de la compra -dijo.
– No deberías cambiar de tema cada vez que intento hablar de nosotros -protestó él.
Jane suspiró.
– ¿Y por qué tenemos que hablar de nosotros? Esto es lo que es -repuso con impaciencia.
– Muy bien, pero yo no sé lo que es. A veces siento que estás aquí conmigo y a veces que te has marchado. Nunca sé qué esperar.
– Si no te gusta, dime que me vaya – contestó ella con frialdad.No es eso lo que quiero; lo que quiero es que te esfuerces -intentó tomarle las manos, pero ella las apartó.
– ¿Quieres que finja que siento algo que no siento? -preguntó.
– ¿Tienes que fingir conmigo? -replicó él, mirándola a los ojos-. No veo que finjas cuando estás en mis brazos por la noche ni cuando me muevo dentro de ti. ¿Finges entonces?
Jane apartó la vista y tardó en contestar.
– No.
– ¿Y qué sientes entonces?
– No sé qué quieres que diga. Eso es sexo y lo que tú pides es amor. Y aunque tus encantos pueden haber llevado mi cuerpo a tu cama, no tienen ningún efecto en mi corazón.
Will la miró fijamente, dolido.
– ¡Vaya! Tuviste que amarlo mucho para estar todavía tan afectada.
Jane parpadeó; frunció el ceño confusa.
– ¿De qué hablas? ¿A quién?
– De ese tipo, de P.C. ¿El que amabas en la universidad? Tuvo que darte muy fuerte.
Ella dio un respingo.
– ¿Qué sabes tú de P.C.?
– Eso no importa, lo que importa es que eso es pasado y tú tienes que pensar en el futuro. Pensar en un hombre al que no puedes tener sólo hará que te cierres al hombre que sí puedes tener.
– ¿Qué sabes tú de él? -repitió ella.
– Tu madre me dijo que te habías enamorado de alguien en Northwestern y que no lo has olvidado nunca.
– ¿Y cómo sabía ella eso? -gimió Jane-. No, no me lo digas. Por mis diarios. Tengo la madre más cotilla del mundo.
– Da igual cómo lo supiera, lo que importa ahora es que él no está aquí y yo sí. Y es hora de que olvides el pasado y sigas con tu vida.
Jane movió la cabeza con lentitud.
– Cuando mi madre y tú encontréis el modo de hacerme olvidar a aquel chico, avísame, porque no es tan fácil. La verdad es que me gustaría olvidarlo, pero no puedo.
Se volvió y Will la observó cruzar la estancia y salir por la puerta de atrás. La oyó entrar en el garaje y poner en marcha la camioneta.
– ¿Cómo demonios voy a hacer funcionar esto? -murmuró.
¿Cómo competir con el recuerdo de una relación perfecta?
Tenía que encontrar el modo. Se estaba enamorando de ella y no estaba dispuesto a perderla por ningún tipo de su pasado. Tenía que mostrarle lo que se perdería si se marchaba. Tenía que conquistarla a cualquier precio.
Tal vez hubiera amado a alguien en el pasado, pero ahora vivían en el presente y eso tenía que contar para algo.
Jane abrió la puerta del pequeño bufete de Wicker Park, donde tenía una cita con Andrea Schaefer, experta en derecho de familia y, con suerte, la respuesta a todos sus problemas.
Pensó en su conversación con Will de la noche anterior e hizo una mueca. Le había gustado la chispa de celos que sorprendió en él y la divirtió pensar que eran celos de sí mismo. P.C. eran las iniciales de Príncipe de Cuento, nombre con el que le gustaba referirse a él en otro tiempo.
Y precisamente porque lo había querido en otro tiempo, lo conocía bien y sabía que era un incapaz de comprometerse con ninguna mujer. Para él ella era un premio que estaba fuera de su alcance, y si alguna vez la tenía, dejaría de desearla.
Respiró hondo y abrió la puerta interior del bufete. Una recepcionista joven y guapa le sonrió.
– Soy Jane Singleton.
– Sí. La señora Schaefer la espera. Es la puerta del medio.
Jane asintió y caminó hacia el despacho. Antes de que llegara a la puerta, salió una rubia alta, vestida con falda a cuadros, jersey púrpura y zapatos de tacón.
– Hola, Jane. Soy Andrea Schaefer. Pasa y siéntate.
Jane obedeció y la abogada se sentó a su vez detrás de su mesa.
– Dices que tienes una disputa por un contrato. ¿Has traído una copia?
Jane asintió y le tendió una fotocopia del documento.
A medida que Andrea lo leía, su rostro iba adoptando una expresión de regocijo.
– Es un contrato de matrimonio; creo que nunca había visto ninguno.
– Lo firmé hace seis años. Sé que fue una estupidez, pero creía que era una broma. Nunca pensé que intentaría obligarme a cumplirlo.
– ¿Ese hombre te dio algo? ¿Dinero o un regalo caro? ¿Te dio algo para validar el contrato?
Jane intentó recordar.
– Sí, me dio cinco dólares. ¿Eso es importante?
Andrea miró el contrato pensativa.
– En esencia, el contrato es legal -explicó-. Aunque no creo que pueda sostenerse en un tribunal. Ningún juez te obligará a casarte con alguien si no quieres, pero si ese hombre insiste en llevar el caso adelante, tendrás que pactar con él -se detuvo de golpe-. ¡Oh, Dios mío! No puedo creerlo. ¿Will McCaffrey? ¿Facultad de Derecho de Nortwestern, promoción del 98?
– Sí.
Andrea soltó una risita y movió la cabeza.
– Me temo que aquí pueda haber un conflicto de intereses. Yo conozco a Will. Se licenció un año antes que yo -hizo una pausa-. Asistimos juntos a algunas clases y a mí me gustaba mucho. Gustaba a casi todas las chicas. Incluso salimos una vez.
Jane la miró fijamente. ¿Estaba destinada a encontrarse con muchas mujeres así por todo Chicago? Sabía que Will había salido con muchas estudiantes de Derecho, pero aquello era mucha coincidencia.
– ¿Cómo está Will? -preguntó Andrea-. Tiene que irle muy mal para que recurra a un contrato para buscar esposa. ¿Qué ha pasado? ¿Se ha quedado calvo? ¿Tiene barriga?
Jane negó con la cabeza.
– No, está casi igual que antes, tal vez más guapo todavía… o más sofisticado.
Andrea suspiró.
– Ese hombre ya era demasiado atractivo para su bien.
– Sí, y lo sigue siendo -admitió Jane con una sonrisa.
– ¿Y por qué no quieres casarte con él? ¿No lo amas?
– No -dijo Jane-. Sí -se miró las manos, que tenía enlazadas en el regazo-. Un poco. O puede que haya sucumbido a su encanto. Me hace olvidar lo que es y creer que puede ser lo que yo quiero que sea. Y cuando estamos juntos, siento que soy la única mujer del mundo que puede hacerle feliz.
– ¿Y qué crees que siente él por ti?
– Dice que le gusto. También creo que necesita casarse y que eso tiene mucho que ver con lo que siente.
– ¿Y qué crees que haría si le dices que te casarás con él?
– Ya lo he probado. Y creo que está dispuesto a casarse, pero no por las razones que importan. Will está acostumbrado a salirse con la suya.
– Bueno, si quieres casarte con él, yo te aconsejo que esperes a ver lo que ocurre. Si no quieres, díselo. Lo peor que puede hacer es llevarte a juicio, pero te apuesto lo que quieras a que no lo hace. Es un abogado listo y tiene que saber que tiene pocas posibilidades.
– ¿O sea que la decisión es mía?
– Sí. Y, si necesitas mi ayuda, llámame – Andrea se puso en pie-. Pero estoy segura de que puedes resolver este problema sola.
Jane le estrechó la mano, le dio las gracias y salió del despacho, sorprendida de que todos sus problemas se hubieran resuelto en menos de cinco minutos. Pero aunque tenía las respuestas, no estaba segura de su decisión. Podía marcharse de casa de Will y seguramente él no la obligaría a volver. ¿Pero deseaba hacerlo? ¿O seguía albergando la fantasía secreta de que los dos estaban destinados a estar juntos?
Caminó hacia donde había dejado aparcada la camioneta. ¿Por qué había tenido que aceptar su oferta? Andaba mal de dinero, sí, sin embargo podía haber dormido en el sofá de Lisa o haber ido a casa de sus padres. Pero no, había caído en la misma trampa antigua con la esperanza de que esa vez Will pudiera ser el hombre que siempre había querido que fuera.
Entró en la camioneta, pero no puso el motor en marcha inmediatamente. ¡Era tan amable y considerado! Tal vez había dejado atrás su fase de playboy.
– No -murmuró.
Los hombres como Will no cambiaban nunca. Además, la había forzado a aceptar aquel acuerdo. No la amaba, sólo la necesitaba para conseguir lo que quería.
– Me marcharé -dijo.
Giró la llave de contacto. Después de añadir a Lisa y Roy a la lista, tenía que preparar una comida de Acción de Gracias para doce personas. Cuando todos se marcharan, se sentaría a hablar con Will y le diría que quería irse.
Y luego seguiría adelante con su vida.
– ¿Qué hora es?
Will miró el reflejo de Jane en el espejo del cuarto de baño.
– Dos minutos más tarde que la última vez -contestó-. Tienes tiempo de sobra. No llegarán hasta dentro de quince o veinte minutos.
– ¿Y cómo voy a prepararme contigo mirándome así?
– No te miro -echó la cabeza a un lado y pasó la cuchilla por su mejilla-. Me estoy afeitando -llevaba toda la mañana intentando animarla, pero sin resultado-. Podemos anular esto. Cuando lleguen, les diré que se marchen.
– ¿Tú harías eso? -sonrió ella.
Will empezó a aclarar la cuchilla.
– Haría cualquier cosa por verte sonreír -repuso, con su sonrisa más seductora.
Jane puso los ojos en blanco y tomó el pintalabios. Will se lo quitó de las manos con gentileza.
– No necesitas eso. Eres muy hermosa al natural.
Jane se lo arrebató y lo dejó en la encimera.
– Quieres animarme a base de halagos, ¿verdad?
Will la abrazó por la cintura y la atrajo hacia sí.
– No, tengo motivos ocultos. Cuando te beso, no quiero que nada se interponga entre nosotros, sobre todo pintalabios.
La sentó en la encimera y la besó. Comprobó con alivio que la indiferencia de ella desaparecía en cuanto sus labios se encontraban. Las manos femeninas apartaron la camisa y rozaron su pecho desnudo.
En los últimos días, había llegado a la conclusión de que no podía vivir sin Jane y aún no se había acostumbrado a esa revelación. Cuando decidió usar el contrato, no tenía intención de enamorarse y, ahora que había ocurrido, no sabía qué hacer. ¿Cómo revelar sus sentimientos sin espantarla? ¿Y cómo conseguir que ella le correspondiera?
Le besó el cuello, desabrochó su blusa y depositó una serie de besos en su hombro. Su olor hacía que le diera vueltas la cabeza. Apoyó los muslos de ella en sus caderas y la falda se subió y dejó al descubierto las piernas. Bajó con las manos hasta los tobillos y volvió a subir, sin dejar de besarla en la boca.
– No deberíamos hacer esto -murmuró ella-. No tenemos…
Will subió más las manos y le bajó el tanga, que sacó por los pies.
– … tiempo -terminó ella.
– Tenemos tiempo de sobra -deslizó las manos por los muslos de ella y empezó a acariciar su pubis húmedo. Jane lanzó un gemido y se arqueó sobre sus dedos.
¿Por qué era tan sencillo poseer su cuerpo y tan difícil atrapar su corazón? Cuando la besaba y acariciaba, había siempre un rincón de su corazón que no podía tocar.
– Dime que quieres que pare -susurró. Se inclinó para besarle el interior de los muslos-. Dímelo. Pararé si quieres.
– No -repuso ella sin aliento-. No pares.
Will la sujetó por la cintura y la acercó al borde de la encimera, donde le subió la falda hasta las caderas. Bajó la cabeza y prosiguió su asalto, ahora con la boca y la lengua.
Oyó acelerarse su respiración y notó que su cuerpo se tensaba. La deseaba, pero se centró en el placer de ella, complaciéndose en los gemidos y súplicas que precedían siempre a su clímax.
Jane se movió encima de él y Will levantó la vista hacia ella. Tenía los ojos cerrados y se mordía el labio inferior. Le introdujo la lengua y ella gritó de placer.
En ese momento, sonó el timbre de la puerta. Jane abrió mucho los ojos y su cuerpo se puso tenso. Bajó las manos para colocarse la falda, pero Will se las apartó.
– Déjame terminar.
– Están en la puerta.
Que esperen.
– No -ella lo empujó por los hombros y saltó al suelo.
Will se sentó en los talones y la observó poner su ropa en orden.
– Seguiremos más tarde -dijo.
Ella lo miró un momento. Movió la cabeza y salió del baño. Will se miró al espejo.
– ¿Qué demonios haces? -preguntó a su imagen-. No puedes obligarla a quererte. Si no te ama, tienes que dejarla marchar.
Se abrochó la camisa y terminó de vestirse. A continuación se echó agua fría en la cara y bajó las escaleras.
Jane había abierto la puerta. Sus padres y el padre de Will estaban en el umbral. La expresión de sus rostros indicaba que se habían conocido antes de entrar y que el encuentro no había ido bien. Selma ya estaba llorando.
Jane los invitó a entrar y lanzó una sonrisa temblorosa a Will. Tenías las mejillas sonrojadas y el pelo revuelto.
– ¿Quieres hacer las presentaciones? – preguntó.
Selma hizo caso omiso a su hija y continuó la conversación iniciada fuera.
– Yo sólo digo que tendrá usted que recortar su lista de invitados. En el salón de recepciones sólo caben trescientos y yo ya tengo doscientos cincuenta.
Jim lanzó una mirada de agravio a su hijo y se volvió hacia Jane. Will se apresuró a presentársela y su padre estrechó con firmeza la mano de la joven antes de seguir a Selma a la sala de estar.
– Tengo relaciones de trabajo, amigos y familia a los que no puedo dejar de invitar. Cincuenta es muy poco. Sugiero que busque un salón más grande. Si el problema es el dinero…
– El dinero no es problema -contestó la mujer-. Pero ese salón es perfecto. Es grande pero íntimo. Siempre he soñado que Jane celebraría su boda en nuestro club de campo.
La joven se acercó a Will.
– Tienes que impedir que mi madre hable de la boda -dijo-. Entra ahí y cambia el tema.
Will le dio un beso rápido en la mejilla.
– Y de paso envío mi solicitud de santidad, porque para hacer eso necesitaré un milagro -susurró.
Jane, ruborizada, besó a su padre y se fue a la cocina. Su padre soltó una risita y tendió la mano a Will.
– Hola. Edward Singleton. Es un placer conocerte por fin.
Will le estrechó la mano con calor.
– Lo mismo digo, señor.
– Llámame Edward. Bien, ¿dónde puedo beber algo? Llevo días oyendo hablar de esa boda y empiezo a sentir un dolor en la espalda que sólo se calma con whisky.
– Tengo justo lo que necesita.
– Bien.
Dejaron a Selma y a Jim discutiendo sobre el tamaño de las mesas y las bandas de música y se dirigieron al comedor.
– La señora Singleton están muy entusiasmada con la boda -comentó Will.
Edward miró la mesa, que Jane había colocado y adornado.
– Llevo casi treinta años casado con esa mujer y todavía no la comprendo. Se emplea a fondo en sus proyectos y no acepta nada que no sea la perfección. Y esa boda la lleva esperando desde que nació Jane – movió la cabeza-. Quiero a esa mujer, pero no la entiendo. Dime una cosa. ¿Tú entiendes a Jane?
– No del todo. No siempre sé lo que está pensando, pero puede que sea mejor así.
– ¿La quieres?
Will no esperaba aquella pregunta, pero se sintió impulsado a responder la verdad.
– Sí. Nunca había estado enamorado, pero estoy seguro de que uno se siente así.
Edward soltó una risita.
– ¿Y cómo te sientes?
– Confuso, frustrado, sin ningún control, pero en el buen sentido. Sé que sólo quiero que Jane sea feliz. Y creo que puedo conseguirlo.
– Espero que así sea. Porque si le haces daño a mi hijita, te perseguiré y te romperé todos los huesos de tu cuerpo.
Will forzó una sonrisa, pero miró a Edward a los ojos y comprendió que hablaba muy en serio.
– Procuraré recordarlo -musitó.