Lo que Bryan había pretendido que fuese sólo un beso amistoso, un beso de «no tienes que tenerme miedo», se convirtió pronto en algo más.
Sin que se diese cuenta, Lucy le había rodeado el cuello con los brazos, y por el modo en que estaba respondiendo al beso, era evidente que la palabra «miedo» no estaba en su vocabulario y que no era una virgen sin experiencia alguna, como había creído.
O quizá… quizá había despertado en ella un talento innato que tenía y que ella misma desconocía. Sí, esa idea le gustaba más. No quería ni imaginarla besando a otros hombres; acostándose con otros hombres.
Bueno, no era que él fuese a acostarse con ella, claro. Eso sería llevar la pantomima demasiado lejos, pero no había nada de malo en que se besaran por el bien de la misión.
No, nada de malo, se repitió mentalmente, dejando escapar un gemido al tiempo que enredaba los dedos en los cortos mechones de su cabello. Scarlett se lo había alisado y tenía un tacto increíblemente sedoso.
Le faltó poco para atraer las caderas de Lucy hacia las suyas y hacerle notar lo excitado que estaba. Sin embargo, no pudo reprimir el impulso de hacer el beso más profundo, e inhaló el aroma embriagador a cosméticos, champú, y ropa nueva que emanaba de la joven.
¿Quién hubiera dicho que la ropa nueva pudiera tener un olor tan sexy?
De pronto Lucy despegó sus labios de los de él y se quedó mirándolo con los ojos muy abiertos.
– ¿Qué estás haciendo?
Ésa era una buena pregunta. Bryan carraspeó y apartó las manos de su cabello.
– Creía que estábamos ensayando… para sentirnos más cómodos el uno con el otro.
– Bueno, pues… ya es suficiente; creo que ya hemos ensayado bastante.
Una sonrisa traviesa acudió a los labios de Bryan.
– ¿Estás segura?
– Sí, muy segura.
Lucy se peinó el cabello con las manos y se puso bien la ropa. Su respiración se había tornado agitada, y su pecho subía y bajaba de tal modo que a Bryan le parecía que en cualquier momento sus senos se saldrían de la minúscula camiseta de tirantes que llevaba.
Y hablando de su pecho… ¿De dónde habían salido esos senos que se marcaban bajo la estrecha prenda? Hacía un par de horas habría jurado que la joven estaba más plana que una tabla de planchar. Sin embargo, era imposible que Scarlett le hubiese puesto unos implantes de silicona, así que esos senos debían haber estado ahí antes. Probablemente no se había fijado en ellos por la ropa amplia con que la había visto antes.
– Me voy a la cama -murmuró Lucy-. Oh, recuérdame mañana que te cuente lo que le he dicho a Scarlett. Tenía curiosidad por saber más de mí y me temo que le solté lo primero que se me pasó por la cabeza.
– ¿Como qué?
Lucy inspiró.
– Pues que nos conocimos en París, que yo volví a Kansas, quemé toda mi ropa, y me vine desnuda a Nueva York.
– ¿Qué?
– Mm… Hablaremos de eso mañana, ¿de acuerdo? De verdad que necesito irme a la cama; estoy muy cansada. Buenas noches, Bryan, y gracias por todo -le dijo Lucy precipitadamente.
Recogió el montón de ropa que había dejado encima del sofá y se alejó a toda prisa hacia su habitación.
¿Que había viajado a Nueva York desnuda?, repitió Bryan para sus adentros, anonadado. ¿Cómo se le habría ocurrido decir algo así?
De pronto, sin poder remediarlo, se encontró imaginándosela subiendo al avión desnuda, caminando por el aeropuerto sin nada encima, montándose en un taxi… No, no podía seguir por ahí; ya estaba bastante excitado como para continuar dando rienda suelta a esa clase de fantasías.
Dios, ¿qué estaba haciéndole aquella mujer? Lo tenía embrujado. A ese paso no le iba a resultar nada difícil fingir ante su familia que estaba obsesionado con ella. El problema más bien sería comportarse cuando estuviesen a solas.
Y tenía que comportarse; Lucy era una testigo clave en el caso; no debería estar pensando en besarla, ni en acostarse con ella. No más ensayos. Tenía que comportarse como un profesional. No iba a aprovecharse de una mujer cuya vida estaba patas arriba en esos momentos. Se había metido en problemas por ayudarles y no podía volver a su casa ni ponerse en contacto con su familia. Él era su ancla en esos momentos y si no tenía cuidado Lucy podía acabar sintiendo algo desproporcionado hacia él. No, no podía aprovecharse de su vulnerabilidad. Además, Lucy no era de esas chicas que sólo buscan un romance, y eso era lo único que él tenía que ofrecer.
A pesar de lo cansada que estaba, Lucy no lograba conciliar el sueño. No podía dejar de pensar en aquel beso, en la calidez de los labios de Bryan, en el modo posesivo en que había enredado los dedos en su cabello…
Se había sentido más viva que nunca; aquel beso había sido… Dios, no creía que hubiese siquiera una palabra para describirlo. Durante los dos últimos años había llevado una existencia gris, se había dejado llevar por la inercia de la rutina diaria… hasta que de repente se había visto envuelta en toda aquella historia de espías y terroristas.
Tenía que intentar mantener la cabeza fría y los pies en la tierra. No como cuando había estado trabajando para Cruz y su grupo. Si entonces se hubiese comportado de un modo racional, si se hubiese conformado con ser una observadora en aquel mundo de focos y escenarios que tanto la fascinaba, no habría tenido ningún problema. En vez de eso se había engañado a sí misma creyendo que de verdad un cantante de rock que ganaba millones quería casarse con ella.
Su situación actual no era muy diferente. De nuevo se encontraba en los límites de un mundo excitante, aunque esa vez no se trataba de sexo, drogas, y rock and roll, sino de espías, malversadores de fondos, y terroristas. No pertenecía a ninguno de esos dos mundos. Tenía que recordar eso y no engañarse con ideas tan ridículas como que Bryan pudiese sentirse atraído hacia ella, aunque la besara delante de su familia para hacerles creer que de verdad eran novios.
A la mañana siguiente, cuando Lucy se despertó, la luz del día entraba a raudales por la ventana, y en el aire flotaba un aroma delicioso. Se duchó, y escogió al azar uno de los conjuntos que Scarlett le había dejado el día anterior, una minifalda color canela y una blusa blanca sin mangas. No se molestó en maquillarse. No quería que Bryan pensase que quería agradarle, así que eso lo reservaría para cuando fuesen a ver a alguien de su familia.
Cuando entró en la cocina descubrió qué era aquello que olía tan bien. Bryan estaba haciendo gofres, y en la mesa había un bote de mermelada de fresa casera, y un bol de nata montada recién hecha.
– Como sigas dándome de comer así voy a acabar poniéndome como una ballena -le dijo.
– Buenos días a ti también -murmuró Bryan sin volverse siquiera para mirarla-. ¿Has dormido bien?
«No, por culpa de tu maldito beso no he podido pegar ojo apenas», pensó Lucy.
– Bien, gracias -le respondió, intentando no quedarse mirándolo.
Sabía que si lo hacía empezaría a pensar otra vez en el beso de la noche anterior. Sin embargo, no pudo resistirse a echarle una mirada a hurtadillas. Estaba endiabladamente guapo aun sin afeitar, con el cabello revuelto, unos pantalones de deporte cortos, y una camiseta gastada.
– Voy a salir a correr -le dijo Bryan, sacando dos tazas y sus platillos de una alacena-. Lo hago casi todas las mañanas. Puedes venirte si quieres. ¿Quieres el café solo o con leche?
– Solo. Y te agradezco la invitación, pero no tengo zapatillas ni ropa de deporte -replicó ella antes de sentarse a la mesa.
– Bueno, puedes comprarlas luego, cuando vayamos a ese optometrista que te recomendó Scarlett -le propuso Bryan mientras servía café en las dos tazas, todavía de espaldas a ella.
Lucy no estaba segura de cuánto dinero le quedaba en el monedero. Sesenta dólares a lo sumo.
– Pero no puedo usar mis tarjetas de crédito, ¿no? -inquirió.
– No puedes efectuar ninguna transacción con tu verdadero nombre. No sabes cómo de cerca te están vigilando esos tipos -respondió él, volviéndose con una taza en cada mano. Cuando sus ojos se posaron en Lucy, se quedó allí plantado, mirándola.
– ¿Qué? -le espetó ella irritada-. No esperarás que parezca una estrella de cine las veinticuatro horas del día. Tu prima me ha hecho un cambio de imagen, pero sigo siendo Lucy Miller.
– Pero si no he dicho nada -protestó Bryan poniendo las dos tazas sobre la mesa y sentándose.
– No, pero te has quedado mirándome.
– Me he quedado mirándote porque todavía no me he acostumbrado a ese color de pelo y a tu nueva forma de vestir, pero sí, es verdad, sigues siendo tú… y eso no tiene nada de malo -le dijo él inclinándose hacia delante-. Aunque te tiñeras el pelo de color azul y te pusieras una nariz postiza seguirías teniendo la misma sonrisa. Tienes una sonrisa muy bonita; deberías sonreír más a menudo.
– Me temo que no tengo muchos motivos por los que sonreír -murmuró Lucy.
Pero no era verdad. Sí, estaban persiguiéndola unos criminales, y no podría volver a su piso de alquiler ni a su trabajo, pero la verdad era que no se lamentaría de no volver a aquel piso en aquel barrio gris, ni echaría de menos su trabajo en el banco. Además, estaba ayudando a un espía de lo más sexy a resolver un caso, le habían regalado un montón de ropa increíble, y le habían hecho gratis un cambio de imagen que, por primera vez en su vida, la hacía sentirse atractiva.
– Eso está mejor -dijo Bryan, y Lucy se dio cuenta de que sin darse cuenta una sonrisa había aflorado a sus labios.
Un par de horas más tarde fueron al optometrista, que le hizo en el acto las lentes de contacto de color verde que quería, después a comprar ropa de deporte, y luego, como Lucy había tenido que dormir la noche anterior con uno de los pijamas de Bryan, éste la llevo a una tienda de la cadena de lencería Victoria's Secret.
Lucy, que se sentía un poco como Julia Roberts en Pretty Woman, le dijo cuando entraron:
– No hacía falta que fuera un sitio tan caro; ya te has gastado demasiado dinero en mí.
– Puedo permitírmelo. Además, eres mi huésped y quiero que estés cómoda. No iba a llevarte a comprar un pijama barato.
Lucy empezó a mirar, y vio que tenían unos camisones de seda preciosos en tonos pastel. Sin embargo, siendo la persona práctica que era, tomó uno de algodón.
– Oh, oh… -dijo Bryan de pronto.
– ¿Qué? -inquirió Lucy volviéndose preocupada, temiéndose que los hubieran seguido hasta allí.
Sin embargo, lo que Bryan estaba mirando era a una mujer de mediana edad, con el cabello de un rubio platino muy poco auténtico, y una figura demasiado perfecta que probablemente tampoco tendría nada de natural.
– Mi madrastra. De toda la gente con la que podíamos encontrarnos hemos tenido que encontrarnos con ella -masculló-. Suelta ese camisón, Lucy; un hombre no le compraría a su novia algo así -le dijo quitándoselo de las manos y dándole un par de camisones bastante menos recatados-. Ve y pruébate éstos. Así no tendré que presentaros. Maldita sea; demasiado tarde; nos ha visto.
– Bryan… ¿qué estás haciendo en una tienda de lencería?
– Hola, Sharon -la saludó él sin mucho entusiasmo-. Estoy comprando un regalo. Te presento a Lindsay Morgan. Lindsay, ella es mi madrastra, Sharon Elliott.
La mujer saludó a Lucy con un leve asentimiento de cabeza antes de mirarla de arriba abajo.
– Por poco tiempo; pronto volveré a tener mi apellido de soltera, gracias a Dios.
– Encantada -murmuró Lucy.
No se le antojaba muy apetecible quedarse allí a charlar con la palpable tensión que había entre Bryan y su madrastra, así que decidió que se excusaría, y dejaría que Bryan le explicase a su madrastra lo que creyese oportuno sobre ella. No quería volver a meter la pata como había hecho con aquella ridícula historia que le había contado a Scarlett.
– Bryan, voy a probarme esto y así mientras podéis hablar -le dijo.
Cuando estuvo dentro del probador se desvistió y se puso uno de los camisones. Bryan los había escogido al azar, pero, increíblemente había acertado con su talla, y tenía que admitir que tenía muy buen gusto.
De pronto, y sin saber por qué, se imaginó a sí misma con aquel camisón en el dormitorio de Bryan, y a él mirándola desde la cama con una sonrisa picara.
No había nadie allí, ni habrían podido adivinar lo que estaba pensando, pero se puso roja como una amapola.
Bueno, ¿y por qué no iba a comprarse un camisón sexy por una vez en su vida?, se dijo. Ya estaba cansada de ser tan poco atrevida.
– ¿Quién es? -le preguntó Sharon a Bryan en cuanto se quedaron a solas.
– La conocí en París, pero es de Kansas -contestó él, ajustándose a lo que Lucy le había dicho a su prima.
Su madrastra no tenía apenas contacto con su familia desde que había iniciado los trámites del divorcio, pero de vez en cuando hablaba con su padre porque ese asunto aún no estaba zanjado del todo.
– ¿Y le estás comprando lencería?
Bryan se encogió de hombros.
– ¿Hay algo de malo en que un hombre le compre lencería a su novia?
Su madrastra enarcó las cejas.
– Oooh… Así que es tu novia. En todo el tiempo que estuve casada con tu padre no recuerdo que tuvieras ninguna novia -comentó suspicaz.
– Lindsay es muy especial.
– Imagino que debe serlo. Parece una chica… encantadora -dijo Sharon con una sonrisa forzada-. Bueno, te dejo. Sólo he entrado porque pasaba por aquí. Estoy de tiendas, buscando un traje para una boda a la que me han invitado. Tú sabes cómo odio los compromisos sociales, pero celebran el banquete en el hotel Carlyle, y he oído que puede que haya un par de celebridades presentes, así que…
Que odiaba los compromisos sociales… ¡Ja! Sharon nunca había ocultado su interés por codearse con la gente famosa e influyente.
No era que Bryan tuviese nada contra ella. Después de todo a su hermano Cullen y a él no les había puesto jamás cortapisa alguna a pesar de que se habían mostrado bastante difíciles con ella. Sin embargo, no le daba precisamente buenas vibraciones, y además había intentado sacarle a su padre hasta el último centavo con el divorcio.
Se despidieron, y al poco salió Lucy de los probadores.
– ¿Se ha ido?
Bryan asintió, y se preguntó si su madrastra aprovecharía su fortuito encuentro como excusa para llamar a su padre e intentar sonsacarle algo más acerca de Lucy. Aunque se estuviesen divorciando, a Sharon le encantaban los cotilleos.
– Trae, colgaré esos camisones donde estaban mientras te pruebas el que querías -le dijo alargando la mano.
– No, he decidido que me llevaré estos; me gustan.
Bryan bajó la vista a los camisones, con sus transparencias y sus adornos de encaje, y sintió que cierta parte de su anatomía se excitaba. Dios, no quería ni imaginársela con uno de aquellos camisones. ¿Qué quería, matarlo?