Capítulo 9

– ¿Las manchas verdes le produjeron alguna incomodidad al bebé?

– No, y no gracias a su tinte -resopló McGregor Ross-. Se lo lavé de inmediato y le pasé loción por el pecho.

Aquella mujer se había teñido el pelo con el producto defectuoso. Al mirarse en el espejo y ver que su pelo estaba verde había agitado las manos y dejado caer tinte en el pecho del bebé.

Carter jugó con la pluma entre los dedos. Pensó que podría ser una mujer bonita si no tuviera esa expresión de mal genio.

– ¿Cuánto tiempo persistieron las manchas?

– El tiempo suficiente para que se perdiera una audición importante, que podría haber lanzado su carrera de modelo.

– Pero ahora puede presentarse a las audiciones -Carter sonrió con gesto de ánimo.

– ¡Está creciendo! ¡Perdió seis meses cruciales de oportunidades!

– ¿Tuvo algún encargo en los meses anteriores al incidente del tinte?

– No, pero… -la señora Ross reaccionó como una gallina enfadada.

– ¿Tuvo algún encargo después de que desaparecieran las manchas verdes?

– Bueno, no, pero…

– Me opongo a esta línea de interrogatorio -intervino Phoebe.

Carter necesitaba un descanso… un descanso de la avariciosa señora Ross, un descanso de los ojos invitadores de Phoebe y del modo en que los contradecía con sus protestas y comentarios agudos, y por encima de todo, necesitaba un descanso de la presión que le producía tener a Mallory sentada al lado, tan cerca, que casi podía sentir cómo el calor de los cuerpos de ambos se combinaban en una reacción química explosiva.

La oportunidad le llegó en forma de llamada telefónica. Se excusó y siguió al pasante que le había llevado el mensaje, que lo guió a un despacho vacío.

– Carter. Bill Decker.

– Hola, Bill. ¿Qué sucede? -Mallory y él informaban al jefe tres veces al día, de modo que debía de haber tenido una idea lo bastante buena como para no poder esperar a que uno de los dos lo llamara.

– He estado pensando -se detuvo.

– Pensando… -empleó el mismo tono de impaciencia que con la señora Ross.

– Bueno, odio sacar el tema.

Carter controló su impaciencia.

– ¿Cómo os lleváis Phoebe Angell y tú?

– Bien, creo. ¿Se ha quejado de algo que haya dicho o hecho?

– No, no se apresuró a decir-. Bueno, sólo quiso saber qué clase de relación teníais Mallory y tú, lo que hizo que me preguntara…

En ese momento Carter simplemente esperó. Tenía el mal presentimiento de que sabía lo que se avecinaba.

– Le aseguré que Mallory y tú sólo erais compañeros. Quiero decir, Mallory es Mallory.

«Ya no». Apretó la pluma entre los dedos. Sin analizar las alternativas, Bill descartaba cualquier posibilidad de que pudiera sentir algún interés físico en Mallory.

– Mi relación con Mallory no es asunto de Phoebe -manifestó, sonando tan tenso como se sentía.

– Desde luego que no -se apresuró a corroborar Bill-, pero…

Carter suspiró.

– ¿Pero qué, Bill? Suéltalo.

– Me preguntaba si un poco de atención personal a Phoebe podía facilitar el camino, suavizar la atmósfera, recanalizar sus intereses. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?

«¿Cómo no entenderlo? Lo has explicado de tres maneras»

– ¿Por eso me asignaste el caso? -preguntó. Era directo y no lo idóneo para decirle al hombre que, en ese momento, era su jefe, pero tenía que saberlo-. ¿Quieres que me prostituya para sacar a Sensuous del apuro?

– Por supuesto que no -exclamó; luego continuó con suavidad-: Te quería en este caso porque estaba seguro de que podrías alcanzar un acuerdo… -titubeó- empleando todos los medios a tu disposición.

Sonó tan conmocionado, que le confirmó que ésa era precisamente la causa por la que le había dado el caso.

– Yo también tengo la certeza de que puedo alcanzar un acuerdo, Bill -afirmó, llegando a la conclusión de que la indignación no iba a aportarle nada-. Sin embargo, prefiero llevarlo de una forma más directa.

– ¿Se te ha ocurrido alguna idea directa? -preguntó Bill con sequedad.

– Mallory y yo estamos llenos de ideas -mintió-. Es sólo cuestión de elegir la que mejor funcione.

Concluyeron la llamada en términos amistosos, pero Carter no se sentía bien consigo mismo. Era la gota que colmaba el vaso. Durante los últimos cinco minutos, había estado jugando en el bolsillo con la tarjeta de los Creadores de Imagen y en ese momento la sacó. Necesitaba cambiar su imagen… no sólo para que Mallory lo valorara, sino para conseguir también su propia aprobación. Emplearía un nombre falso, pagaría en efectivo, nadie tendría que saber que el prometedor Carter Compton tenía, a la avanzada edad de veintinueve años, una crisis de seguridad.

Una voz masculina respondió en el número de Creadores de Imagen.

– Me gustaría solicitar una cita -dijo Carter.

– Sí -ronroneó la voz-. ¿Su nombre?

Carter titubeó.

– Jack Wright.

– Señor Wright.

«Me gustaría ser el hombre perfecto para Mallory».

Ese pensamiento lo sobresaltó tanto, que soltó la pluma y a punto estuvo de aplastarla con el zapato antes de recordar que era una pluma Mont Blanc y no un cigarrillo encendido.

Se agachó para recogerla.

– Mmm, quizá no sea una buena idea -musitó, sintiendo que la frente se le perlaba de sudor.

– Cuando nuestros clientes dicen eso -comentó la voz-, por lo general indica una emergencia. ¿Puede venir ahora mismo?

– ¿Ahora? -graznó la palabra-. No, no, no puedo. Estoy trabajando.

– ¿A la hora de comer?

Tal como había pensado. Un fraude. No tenían clientes. Ni siquiera suficiente sofisticación como para fingir que M. Ewing se hallaba muy ocupado, aunque quizá lograrían hacerle un hueco. Pero empezaba a pensar que, tal como había dicho el hombre, podía tratarse de una emergencia, y jamás obtendría tan deprisa una cita con un psiquiatra. Tal vez sólo necesitaba hablar con alguien y cualquiera serviría.

– Podría estar a las doce y media -dijo.

– Ella lo recibirá entonces.

¿Ella?

– ¿Ella? -repitió en voz alta.

La voz se tornó helada.

– ¿Tiene algún problema por consultar su imagen con una mujer?

– No, no, no -se apresuró a repetir-. Di por hecho, ya sabe, con el nombre M. Ewing, que… -se recobró-. Estaré allí a las doce y media -prometió con tono más firme.

Pero primero tenía que escuchar a una mujer que estaba decidida a meter a su bebé en el juego de la moda. Pobre criatura.

A las doce y veinticinco, después de dejar a Mallory y a Phoebe en el bufete, ganándose sus miradas extrañadas al ver que las abandonaba, observó con aprobación la mansión que al parecer albergaba a los Creadores de Imagen.

Subió por los escalones limpios hasta la puerta, donde sus sensaciones positivas se desplomaron. Contempló la aldaba. Bajo ningún concepto iba a agarrar esa cosa para hacerla sonar contra las bolas. Con sólo pensar en ello, experimentaba un agarrotamiento en la entrepierna. Así que llamó con los nudillos. Un momento más tarde, la puerta se abrió.

– Señor Wright -dijo el hombre ante la puerta, pero sus ojos fueron directamente al llamador-. Oh, gracias al cielo, pensé que lo habían robado.

– ¿Alguna vez ha pensado en poner un timbre? -gruñó Carter.

El hombre sonrió.

– Soy Richard -se presentó-. Maybelle está lista para recibirlo.

– ¿Maybelle? -dijo, pero de todos modos lo siguió por el recibidor de mármol. Asimiló el despacho de esa tal Maybelle con un escrutinio rápido, observó que era poco usual, luego le dedicó un estudio a la mujer que había detrás del peculiar escritorio y llegó a la conclusión de que el pelo debía de haber pasado por varios tratamientos de choque. Se sentó, la miró con ojos centelleantes y dijo-: Su aldaba es obscena. Si está interesada en las imágenes de otros, me sorprende que no sea más cuidadosa con la suya.

También la mujer lo había estado estudiando, pero en ese instante centró su atención en la cara de él.

– ¿De qué está hablando?

Carter hizo una mueca por el simple hecho de oír la voz de ella. Era una farsante, no cabía duda, y pensaba largarse de allí en cuanto dejara clara su postura acerca de la aldaba.

– El llamador -explicó.

– Oh, eso. Le dije a Dickie que eligiera uno. Yo jamás uso la puerta delantera, así que no sé qué compró. ¿No le gusta? Desde luego, transmite un sonido bien claro.

Carter se puso de pie.

– Será mejor que le eche un vistazo y que decida por sí misma.

Si comentaba «Eh, es fantástico», o lo que fuera que dijera con ese acento tejano, sabría que no pintaba nada ahí. Pero cuando salieron al exterior juntos y echó un vistazo a la puerta, chilló:

– ¡Dickie!

El grito reverberó en las elegantes fachadas que alineaban la calle tranquila e invernal.

– ¿Señora? -Richard apareció con expresión tímida.

– ¿Qué es eso? -señaló Maybelle con dedo tembloroso.

– Bueno, es…

– No lo digas -espetó la mujer-. ¿Intentas arruinarme? ¿Qué va a pensar la gente? Yo te diré qué… que dirijo un servicio de acompañamiento masculino.

Dickie se irguió.

– Para mí, dice que tenemos sentido del humor.

– Bueno, pues no es eso lo que me dice a mí. Deshazte de ello. Compra alguna aldaba antigua y bonita que sólo parezca un llamador, ¿entendido?

– De acuerdo -aceptó con un suspiro.

– Y prepáranos un poco de café. ¿Le gusta normal o descafeinado? -le dedicó una mirada de evaluación.

– Normal, pero no… -se iba a ir, era lo que había decidido, en cuanto recuperara el abrigo.

La mirada expresó su aprobación.

– Por todos los santos. Le gusta normal, ¿has oído, Dickie? Prepáranos algo bien fuerte -añadió antes de conducir a Carter de vuelta por el recibidor-. No ha venido sólo para eso, ¿verdad? Me refiero a gritarme por la aldaba.

En vez de pedirle el abrigo, la miró, miró en unos ojos azules enormes que se ofrecían a escuchar lo que él tuviera que decir.

– No -reconoció.

– Entonces, siéntese -lo guió hacia el sillón que había del otro lado de su escritorio, que parecía el nido fosilizado de algún pterodáctilo ya desaparecido-. Ahora que nos hemos ocupado del llamador -indicó-, dígame qué le parece este escritorio. Quizá deba dedicar unos minutos a trabajar en mi propia imagen.


Había hecho todo lo que Maybelle le había indicado y, aun así, había invitado a otra a almorzar. Tampoco era a Phoebe Angell. Al menos a Phoebe ya la conocía.

Rechazó la poco entusiasta invitación de ésta para que comieran juntas y regresó al Hotel, ocupó una mesa para uno en el restaurante, pidió una ensalada y luego subió a la suite.

Abrió la puerta de la habitación y lo primero que vio fue el diminuto árbol de navidad… con el adorno que Carter había comprado en Bloomingdale's la primera noche que pasaron allí.

El mensaje no verbal de ese único adorno la aturdió. Ella era demasiado verbal como para saber lo que significaba, pero estaba segura de que su intención era comunicarle algo. «Me alegro de que compraras el muérdago o algo así». Fue consciente del peso que se había asentado en el tronco inferior de su cuerpo, y comprendió que no era nada nuevo, estaba allí cada segundo que pasaba con Carter, aunque parecía hacerse más pesado, más duro de soslayar.

Mientras contemplaba el adorno, una certeza se aposentó en sus huesos. «Esta noche o nunca».


Después de acabar con el interrogatorio de McGregor Ross a las cinco y media, él anunció que tenía que irse.

Con una hora vacía hasta el encuentro con Maybelle en Bergdorf s, Mallory decidió comprobar su correo electrónico.

La sorprendió tanto ver la dirección de Macon en la columna de recibidos, que prescindió de todos los mensajes de trabajo y abrió el de su hermano. Era mecánico, como de costumbre, pero el mensaje no era tan habitual.

«mallory ¿crees que alguien que ha sido educado como nosotros puede relajarse lo suficiente como para enamorarse de Macon?»

¿Macon? ¿Preguntaba sobre el amor? ¿ La Tierra seguía girando? ¿La luna había escapado de su órbita?

Le contestó:

«No lo sé, pero creo que debemos probarlo para averiguarlo», los dedos aminoraron el ritmo sobre el teclado, luego tecleó con celeridad. «¿Qué es lo que haces exactamente en Pennsylvania»

Se levantó del ordenador. La suite parecía vacía sin Carter. Sentía como si su vida hubiera estado vacía sin él, y que continuaría estándolo. Era un buen consejo el que le había dado a Macon. Ella tampoco lo sabría jamás hasta no intentarlo.


– Esta noche vamos a comprar ropa interior -le informó a Maybelle cuando se reunieron en la primera planta de Bergdorf's, en el departamento de joyería.

La miró a los ojos.

– Oh, cariño, esto empieza a sonar bien -entonó Maybelle-. Pensaba dejar lo de la ropa interior para más tarde, pero si te sientes preparada, adelante. ¿Hoy ha sucedido algo interesante?

Subieron por la escalera mecánica hacia lencería.

– Carter ha salido con alguien -dijo, sintiéndose desanimada-. No con Phoebe, y no mencionó ni a Athena ni a Brie, de modo que es un desafío nuevo. Explicó que había ido a que le hicieran una endodoncia. Quizá haya mentido, pero tenía un aspecto horrible al volver.

Maybelle soltó una carcajada.

– Hoy recibí a un hombre que actuó como si hablar conmigo fuera peor que una endodoncia -movió la cabeza.

– Hombres -dijo Mallory-. Odian abrirse, ¿verdad?

– Sí, son como ostras -los ojos le brillaron victoriosos-. Con sólo mirar a éste supe que curiosear en su vida no serviría de nada. Tuve que aplastarle la coraza con un mazo. Lo hice venir una segunda vez en el mismo día. Es un récord.

Mallory sintió una cierta simpatía por el sujeto.

– ¿Cuál era su problema, ya que no mencionamos nombres? -quiso saber.

– Oh, uno de los corrientes -indicó Maybelle-. Siempre se le han dado bien las mujeres, pero ahora quiere que lo miren de manera diferente. Si quieres saber mi opinión, está enamorado de una chica, pero todavía no lo sabe, y aunque lo supiera, no tendría ni idea de cómo decírselo.

Al llegar a lencería, Maybelle se perdió entre sedas, nylon, tonos pastel, negro y motivos de leopardo. Mientras daba vueltas y recogía cosas, charlando con otra vendedora obsequiosa, Mallory permanecía paralizada, contemplando un maniquí con un camisón y una bata de color rosa intenso. La bata era de estilo kimono, con mangas amplias y un cinturón. Era corta, y el camisón aún más corto, con rebordes de encaje y unas sencillas tiras finas en los hombros. Maybelle pasó de camino a un probador.

– Quiero esto -anunció Mallory.

Maybelle se detuvo en seco.

– Es muy bonito -se dirigió a la vendedora-. Tráele un juego para que se lo pruebe, ¿quieres, cariño?

En el vestidor, tuvo una sensación con el camisón, y se intensificó cuando se lo puso. Debajo estaba desnuda y le rozaba el cuerpo como una caricia. Se movió con placer. El palpitar familiar del deseo se intensificó hasta que creyó que las rodillas le cederían. Si Carter hubiera estado con ella en el vestidor…

Se probó la bata. La cruzó sobre los pechos y la sujetó con el cinturón, luego vio cómo empezaba a separarse por la parte frontal, seda contra seda. Durante un momento, se apoyó en la pared del vestidor.

– ¿Va todo bien? -quiso saber Maybelle.

– Sí -susurró.

– ¿Eh?

– Al fin he descubierto lo que quiere decir -dijo con sonoridad suficiente para atravesar la puerta-. Me siento sexy.

– Sea lo que sea lo que tenga puesto -le susurró Maybelle a la vendedora-, nos lo llevaremos -luego la voz llegó con debilidad a través de la puerta -cerrada-. Ahora que lo sientes, cariño, ¿qué vas a hacer al respecto?

Se parecía mucho a lo que debería ser una confesión. En el anonimato del vestidor, hablando en voz baja a través de la puerta, le contó a Maybelle exactamente lo que pretendía hacer.


Entró en su habitación con su nueva ropa interior, luego salió de puntillas otra vez. No pudo evitarlo, tenía que colgar su abrigo. De pronto muerta de hambre, regresó al dormitorio y llamó al servicio de habitaciones.

– ¿La subimos su cena con la del señor Compton? -preguntó la voz que contestó el teléfono.

Tuvo ganas de preguntar si era sólo una cena o dos, pero no podía hacerlo. Pensó un minuto.

– No, suba la suya cuando esté lista.

Desde su dormitorio, oyó el timbre, luego a Carter salir de puntillas para recibir su cena. Mallory tenía la oreja pegada a la puerta. De modo que, cuando el timbre volvió a sonar treinta minutos después, fue ella quien salió de puntillas y condujo al camarero con el carrito hacia su habitación. Cuando el camarero abandonó su cuarto, oyó a Carter salir con sigilo para entregarle la bandeja vacía.

Sintió que la tensión crecía. Cuando hiciera lo que tenía intención de hacer, tal vez lo sorprendiera. Su plan era lo que se podía llamar una emboscada, muy poco deportivo, pero altamente eficaz.

La noche siguió su curso. Al terminar de cenar, fue otra vez de puntillas a depositar la bandeja fuera de la puerta de la suite. Desde la habitación de Carter llegaban los sonidos apagados de una película de acción: ¡Bam! ¡Bang! ¡Crash! A continuación, se dio un baño de espuma. Se lavó el pelo, se lo secó hasta dejarlo como una cascada de seda, se maquilló otra vez y luego puso una película romántica.

Cuando ya no pudo soportarlo más, se acercó con sigilo hasta la puerta de Carter. Estaba dormido. El ronquido suave era una señal inconfundible.

Había llegado la hora.

Como si fuera una campaña de guerra, volvió a comprobar sus municiones. El maquillaje, ni poco ni mucho, el pelo, el camisón y la bata rosados, las uñas de las manos y de los pies.

«Deja de titubear. De acuerdo, primero puedes ponerte un poco de perfume».

Se dijo que quizá empezaba demasiado pronto.

«¡Cruza ese condenado pasillo!»

Avanzó por el salón, se situó en el exterior de la puerta de Carter…

Había olvidado los papeles que se suponía que tenía que agitar ante su cara.

Volvió a atravesar el salón. Recogió los papeles. Regresó a la puerta de Carter. «Basta de tonterías. Adelante».

Abrió la puerta con un ruido ensordecedor.

– ¡Carter, se me ha ocurrido algo! -anunció-. Despierta. Tengo que hablar contigo ahora, mientras sigue fresco en mi mente -había llegado junto a la cama, donde él se debatía, tratando de sentarse. Se dejó caer en el borde y subió una rodilla hasta que lo tocó.

– ¿Es por la mañana? -graznó él.

– Todavía no. Esto es demasiado importante para esperar hasta la mañana.

El acto de separar las piernas de esa manera, sintiendo que la bata se abría y que el aire fresco de la habitación penetraba entre sus muslos mientras en todo momento permanecía tan cerca de la masculinidad abrumadora de Carter, empezaba a surtir un efecto sorprendente en ella. Dejó los papeles del otro lado, lo que le brindó la excusa de inclinarse sobre él y rozarle el torso con los pechos. É1 daba la impresión de tratar de cubrirse más, pero la posición que mantenía ella se lo imposibilitaba.

– ¿Puedes despertar lo bastante como para escuchar?


Estaba tan despierto como nunca lo había estado en la vida. Quizá no tuviera los ojos plenamente abiertos, pero debajo del edredón todo cobraba vida. En la luz que entraba por el umbral, podía ver con bastante claridad como para reaccionar a la suavidad de la escueta bata que llevaba puesta. La rodilla de ella le empujaba el muslo y la bata se abría, proporcionándole un vistazo de sus pechos, suaves, cremosos, como la copa de un helado que suplicara que la lamieran.

Bajo la bata llevaba un camisón, pero no ocultaba nada. Sus manos anhelaban deslizarse por la abertura de la bata, coronarle los pechos, llevarlos a la boca uno por vez, descubrir y explorar los pezones. Quería hacerla gritar de placer y que le suplicara más.

Su erección, súbita y poderosa, palpitaba con insistencia.

– Hay un punto en común que aparece en todas las declaraciones -dijo ella, pero sus sentidos se pusieron en alerta cuando se acercó más, se inclinó más y apoyó la mano en el pecho de él con los dedos abiertos.

El aroma de su perfume le invadió el olfato, no abrumador pero sí fascinante, algo rico, misterioso y sugestivo. El resplandor de su cabello, el centelleo de sus ojos… proyectaban un hechizo sobre él.

Mallory también lo sintió. Lo notó por el modo en que su voz salió lenta, densa, hasta que sonó como miel espesa.

– Todos quieren algo -afirmó, pero tenía los ojos clavados en su cara.

Dios, cuánto deseaba bajarla sobre él y tomarle la boca con tanto ardor y pasión que hiciera que ella deseara que la tomara toda con igual intensidad.

– Todo el mundo quiere algo -logró decir él con voz ronca.

Estaba desesperado por manifestarle lo que él quería. No, por demostrárselo, con la boca, con la lengua, con las manos, con el pene que le palpitaba dolorosamente por el anhelo de estar dentro de ella.

Pero eso era más de lo que podía esperar.

– Sí -corroboró Mallory-, y lo interesante de estos testigos es que todos ellos quieren lo mismo. Quieren… quieren…

A Carter se le paralizó el corazón cuando la boca de ella se acercó más y más, hasta que de pronto la tuvo allí, con los labios pegados a los suyos. La rodeó con los brazos y le recorrió el cuerpo largo, esbelto y dulce. Luego, al final, con un gemido que vibró por todo su ser, ella extendió las piernas sedosas e interminables y las situó encima, estirándolas sobre toda la extensión de su cuerpo.

Mallory ya se encontraba en un estado de semejante éxtasis, que no supo cómo podría soportar más. Él era todo dureza masculina, la lengua se mezclaba con la suya, las manos le aferraban los glúteos y la moldeaban contra la parte de él que estaba más firme y era más exigente… En una agonía de deseo suspendido, separó los muslos y los cuerpos se fundieron, calor y humedad, e instintivamente se movió sobre él, paladeando el poder de Carter mientras ella buscaba la liberación que con tanta desesperación necesitaba.

La besó con una pasión que no requería palabras ni explicaciones. El torso estaba pegado a sus pechos y Mallory frotaba los pezones contra el vello rizado, enloquecida por el placer que le brindaba, disolviéndose en un torrente de fuego líquido.

– No podemos hacer esto -intentó apartarla.

Ella supo que tanto su corazón como su cuerpo no compartían sus palabras.

– Sí que podemos -le susurró al oído con absoluta determinación-. Lo estamos haciendo.

– No, no, no deberíamos… oh, Dios -musitó cuando ella le introdujo la lengua entre los labios para apoderarse otra vez de su boca.

– ¿Por qué no deberíamos? -le mordisqueó la mandíbula.

– Porque tú realmente no quieres -jadeó a medida que los labios llegaban a su cuello-. Es sólo el momento. Es la noche y la navidad y la tensión del caso…

Sin aliento, se encontró tendida al lado de él. Era agradable, pero no donde quería estar.

– ¿Y qué tiene de malo eso? -preguntó, la voz tan ronca por el deseo, que apenas podía hablar.

– Oh, Mallory -musitó-. Nada, excepto… por la mañana vas a respetarme incluso menos.

Antes de que pudiera organizar su mente para preguntarle qué quería decir con esa declaración, Carter la rodeó rápidamente con el brazo y le tomó la boca.

Habían pasado el punto de no retorno.

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