Capítulo 6

Los dos almorzaron los sándwiches que Phoebe había proporcionado, ya que a la una en punto interrogarían a Kevin Knightson, el cliente de Phoebe Angell.

El hombre joven que entró en la habitación era atractivo y musculoso. El fluido pelo rubio adquiría un exuberante tono verde hojas de primavera a partir de la mitad de su extensión. Entró luciendo una sonrisa preparada para la cámara, miró a Mallory, luego a Carter, abrió la boca para hablar y volvió a cerrarla, como un actor necesitado de que le apuntasen.

Phoebe, quien lo había conducido al interior, le lanzó una mirada penetrante y se la proporcionó.

– Siéntese aquí -le apartó la silla de la cabecera de la mesa y él obedeció.

Mallory notó que le temblaba la boca en las comisuras. Parecía asustado.

– ¿Sucede algo? -inquirió Carter.

– Oh, no -repuso-. Lo que pasa es que no esperaba una… habitación tan grande. Ni un cámara. Ni… -bajó la vista a la mesa- galletitas -su voz era profunda y sonora, pero también tenía un deje suave, y el comentario terminó en algo muy parecido a una risita.

«Sí», pensó Mallory, «está nervioso».

– Tenga una -Carter adelantó el plato hacia él-. Relájese -continuó, ofreciéndole el mismo discurso que le había dado a Tammy Sue y que probablemente le daría a cada testigo… que todos eran amigos y que sólo trataban de llegar a la verdad. Luego ofreció-: ¿Café?

– Por favor. Gracias. Mucho mejor que la leche -dijo el testigo. Luego recogió una servilleta de la mesa, se la llevó a la boca y resopló sobre ella. Recobrado, se sirvió una gran cantidad de edulcorante de cero calorías, añadió leche, revolvió con vigor y al final miró a Carter.

Éste quebró el silencio.

– ¿Podemos empezar ya? Quiere decir su nombre para la estenógrafa, por favor.

– Kevin Knightson -sonrió.

– ¿Dirección?

– 225 de la Calle Sesenta y Siete Este.

Mallory se quedó helada. La dirección no había significado nada al estudiar los interrogatorios, pero sí en ese momento. Era la de Maybelle. De modo que Kevin Knightson era la media naranja de Richard.

«¿Qué he hecho para merecer esto?» Mallory comenzó a redactar una nota para poder pasarle a Carter. Pero, ¿qué decirle que no llegara a revelar que había consultado a una creadora de imagen? Lo consideraría una tontería. Peor, querría saber por qué. Kevin no la conocía, de modo que no podría delatarla. Sin embargo, deseó haberle contado a Maybelle por qué se hallaba en Nueva York. Sería lo primero que hiciera esa noche.

– ¿Ocupación?

Kevin titubeó.

– Soy actor de profesión -sonrió otra vez y añadió-: Se supone que tiene que preguntar «¿En qué restaurante?»

Carter le devolvió la sonrisa.

– Sé que es una profesión dura -repuso con verdadera simpatía en la voz-. Le deseo toda la suerte del mundo. Entonces… ¿en qué restaurante?

Todos rieron menos Mallory. Estaba ocupada redactando la nota mental.

– En marzo trabajaba para el Blue Hill en el Greenwich Village -respondió Kevin-. Eso terminó cuando aparecí con el pelo verde, aparte de las cejas y las uñas.

– Sí -aceptó Carter pensativo-. Y desde entonces, ¿ha estado empleado?

– De forma esporádica -contestó Kevin-. Haciendo esto y aquello. Chapuzas para mi casera, algunas tareas para un decorador de interiores y, mmm, cosas temporales.

– ¿Dónde trabaja ahora?

– Me opongo a esa línea de interrogatorio -intervino Phoebe.

– ¿Sobre su trabajo? -preguntó Carter sorprendido.

– Puedo asegurarles que no está ocupado en nada ilegal o inmoral -insistió Phoebe con obstinación.

– La parte demandada tiene derecho a conocer su historia laboral para evaluar los perjuicios -Carter sonó igual de pertinaz.

Phoebe adoptó un aire de arrogancia moral.

– Es sencillamente un trabajo que requiere una cierta dosis de anonimato. Agradecería que respetaran su intimidad.

Carter suspiró.

– Supongo que podemos hacerlo, por el momento. Sin embargo, me reservo el derecho de citar a este testigo en el juicio para interrogarlo en el tribunal.

– Cuando quiera -ronroneó Kevin.

Mallory aprovechó la oportunidad para deslizarle la nota a Carter. Él la leyó y frunció el ceño. Comenzó a escribir con rapidez, luego le devolvió a Mallory el bloc de notas.

Ésta leyó la respuesta y jadeó en voz alta. «¿Quieres decir que te has acostado con él?» Al darse cuenta de que tanto Phoebe y Kevin como el cámara la miraban, dijo:

– Lo siento. Hace un poco de calor aquí, ¿verdad? -se abanicó con el bloc de notas.

Nadie respondió. Al parecer, no lo creían. Mientras Carter pasaba a la siguiente pregunta, ella escribió: «¡Claro que no me he acostado con él!» Golpeó a Carter en el codo con el bloc, pero estaba ocupado interrogando.

– ¿Cuáles fueron sus ingresos como actor antes de tomar la decisión de teñirse el pelo de rojo para la audición en cuestión? Deje que lo exponga de esta manera. ¿Cuáles fueron sus ingresos el año pasado?

Mmm… -musitó Kevin-. Quinientos del espectáculo del barco, doscientos cincuenta de la Feria de juguetes… -continuó musitando para sí mismo durante varios minutos y al final anunció una cantidad que no habría cubierto una mensualidad de la hipoteca de Mallory.

– ¿Y cuánto gana en su trabajo actual?

– Mmm… -Kevin desvió la vista antes de tartamudear una cantidad.

– ¿De modo que ahora gana más que antes del supuesto incidente desafortunado con el tinte?

Hasta Mallory se sobresaltó por la sequedad de la voz de Carter.

– Pero habría podido conseguir ese papel -insistió Kevin-, si no me hubiera…

Carter se dedicó a hacer preguntas y a escribir en el bloc al mismo tiempo. Luego le deslizó el bloc a ella.

«Entonces, ¿de qué os conocéis?»

«No es asunto tuyo», replicó ella, acercando el bloc hacia él.

«Desde luego que lo es. Es testigo en un caso en el que me he comprometido para ganar».

– Quizá este sea un momento adecuado para un descanso -intervino Phoebe con mordacidad-. Los dos podréis discutir verbalmente vuestros problemas en vez de marear ese bloc de notas.

– Perfecto -aceptó Carter.

– Perfecto -convino Mallory.

Se miraron con ojos centelleantes mientras Phoebe, Kevin, el cámara y la estenógrafa se retiraban.

– ¿Y bien? -dijo él con ojos centelleantes.

– Él no me conoce. Yo conozco a alguien que lo conoce a él, eso es todo. La información sobre Kevin surgió en una conversación desligada del interrogatorio. Es pura coincidencia.

Carter la observó largo rato, luego pareció calmarse un poco.

– Se comportó de forma peculiar al entrar.

– Es imposible que me conociera -insistió ella-. A menos que Richard o Maybelle le mencionaran mi nombre. Pero eso no sería ético.

Carter la observaba con atención.

– ¿Conocerlo te impediría hacer bien tu trabajo?

– Claro que no -«sólo podría impedirme obtener mi nueva imagen, eso es todo».

– ¿Estás segura?

– Absolutamente.

– De acuerdo -gruño-. Supongo que me excedí en mi reacción. ¡Phoebe! -gritó a través de la puerta cerrada. Estamos listos para continuar.


– Aquí tienes tu otra chaqueta -dijo él, pasándole la bolsa de plástico del tinte una vez en el hotel-. Refréscate y podremos tomar una copa juntos antes de que salgamos. Tengo cosas de las que hablar contigo… ah, cosas sobre los interrogatorios de hoy -carraspeó-. Varias cosas.

– Gracias. Me siento lo bastante tensa como para aceptar algo fuerte. Me apetecería un margarita -se marchó con un leve contoneo de las caderas.

En el dormitorio, se desabotonó despacio la chaqueta roja, se quitó la blusa negra por la cabeza y se quedó quieta un momento, mirándose en el espejo. El sujetador era negro, pero sin encaje. Había llevado otro sujetador.

Era blanco… aunque tampoco con encaje. Se quitó el negro.

Luego examinó con atención la falda. Era muy bonita, con un corte excelente y llegaba hasta la rodilla, incluso después de haber doblado la cintura. La enrolló otra vez, y otra. En ese momento mostró bastante más pierna sin abultarse demasiado en la cintura. Después de contemplar la chaqueta negra en la bolsa, volvió a ponerse la roja, se la abotonó y se miró otra vez de frente.

– Ayyy -musitó-. No puedo hacerlo.

Se quitó las manos de los ojos. El botón superior de la chaqueta llegaba justo debajo de sus pechos. Las solapas se curvaban sobre ellos, casi cubriéndolos, aunque no del todo. Si mantenía los hombros encorvados…

Pero ésa no era la idea. Un milímetro por vez, irguió los hombros y sintió que los pechos subían. Entraría en el salón de esa manera, mostrando todo lo que tenía y orgullosa de ello.

Una mujer lanzada a la seducción. Esa era la actitud que necesitaba.

De modo que era eso lo que haría, justo después de cepillarse los dientes, retocarse el lápiz de labios, lavar el sujetador y la blusa, sacarle brillo a los zapatos…

«Nunca te desvíes, nunca te desvíes, nunca te des…»

Esa era la voz inconfundible de Ellen Trent, débil, con menor presencia, pero aún allí. Maldijo en voz baja. No era como si pretendiera abandonar todo lo que había aprendido de su madre. Le gustaba la eficacia y la pulcritud. Sólo pensaba relajar un poco toda la rigidez para ver si eso le proporcionaba un poco más de suavidad, de feminidad.

Diablos. Se lavó los dientes, se puso carmín y regresó al lado de Carter.

Al salir al salón, él alzó la vista y pudo ver la expresión aturdida que pasó por su cara. Con rapidez volvió a centrarse en el documento que había estado leyendo.

– Te refrescas muy bien -musitó.

– Gracias -se sentó en el borde del sillón y con suma lentitud cruzó las piernas-. ¿Prefieres tomar la copa aquí o bajar al bar del hotel?

– Aquí. Ya las he pedido. Les dije que se dieran prisa.

– Bien. He de estar en otra parte a las siete.

– Yo también. ¿A qué hora tienes que salir?

– Debería irme a las siete menos cuarto.

– Yo también.

– Veo que tenemos el mismo horario.

– Exacto. Disponemos de unos treinta minutos para hablar -volvió a mirarla y se movió un poco en el sillón mullido que ocupaba. Ella se adelantó y le ofreció una sonrisa de ánimo-. Bien. ¿Qué impresión te causaron hoy los testigos? -preguntó, y clavó la vista en el escote de la chaqueta.

«Contrólate», gruñó para sus adentros. «Contrólate y no quieras devorarla. Eres un abogado. Actúa como tal. Ella es tu colega de profesión. Trátala como tal. No pienso dejarla ir a ver a nadie con ese aspecto. ¿Y cómo vas a detenerla?»

– El tiempo juega a nuestro favor -repuso Mallory, con expresión pensativa y al parecer ajena al hecho de que sus pechos prácticamente querían estallar la ropa.

Y qué pechos. Cuando iban a la facultad de Derecho no tenía esos pechos. No podría haberlos tenido, de lo contrario, los habría notado.

Las llamas le apuñalaron la entrepierna al darse cuenta de que no llevaba sujetador, o, de llevarlo, era el de escote más pronunciado del mercado. Maldición.

Volvió a cambiar de posición en un intento vano de esconder la clara evidencia de lo que tenía en la mente y dijo:

– Estoy de acuerdo. El ritmo lento de la ley juega a nuestro favor.

– Nadie se puso enfermo, el daño no es permanente y la dura experiencia ya casi ha pasado para los demandantes, al menos en términos de apariencia personal.

– Sí. Veamos -con el fin de tener algo que hacer con las manos al igual que algo con lo que cubrirse el regazo, Carter recogió el calendario impreso de los acontecimientos-. El incidente del tinte tuvo lugar el diecisiete de marzo. El lote salió el veinticuatro… estuvo a la venta el… exacto… el último frasco se compró el… y se utilizó una semana más tarde… De modo que la persona que adquirió ese último frasco ha dispuesto de seis meses para que le crezca el pelo. Si Kevin se hubiera cortado la mitad del pelo, ya sería rubio otra vez.

Había mencionado a Kevin adrede. Quería ver la reacción de ella. Se le ruborizó un poco.

– ¿Ha presentado Phoebe ya las fotos del pelo de sus clientes? -le preguntó.

– No. No están programadas hasta dentro de diez días.

– ¿No podemos conseguir que acelere el proceso?

– Lo más probable es que no.

– Podemos intentarlo.

– Inténtalo tú.

– Lo haré -convino Mallory-. ¿Qué hay de los otros daños que reclaman?

Le contestó distraído. No creía que estuviera saliendo con Kevin Knightson. Estaba tan seguro como se podía estar en esos casos de que a Kevin le interesaban más otros hombres que salir con Mallory. Entonces, ¿cuál era la conexión?

– Es una pena que no tuviéramos éxito en las negociaciones con los demandantes en la primavera. De haberlo conseguido, quizá habríamos logrado rehabilitar a Tammy Sue. Ahora podría estar vendiendo cosméticos en unos grandes almacenes -suspiró.

Carter contuvo el aliento, a la espera de que esos pechos se liberaran por completo de la chaqueta.

– Tu departamento legal llevó muy bien las negociaciones. El problema es que Phoebe los atrapó. ¿Sabemos cómo lo hizo?

– Según me han contado -indicó Mallory-, sus padres y ella se encontraban en su club de campo en Nueva jersey, hablando con unos amigos que conocían a alguien que conocía a alguien cuyo pelo se había vuelto verde… ya sabes cómo se extienden esas noticias. Phoebe captó las implicaciones y se centró en ello. Es un buitre -concluyó cuando llegaron sus copas.

Un buitre y una viuda negra. Al salir de su bufete, le había deslizado su número privado de teléfono. Una vez más, Carter se enfrentó a la vergonzosa posibilidad de que le hubieran asignado el caso por ese motivo, para seducir a Phoebe y convencerla de alcanzar un acuerdo.

Bebió un sorbo de whisky. Podía hacerlo… podía seducir a Phoebe para alcanzar un acuerdo. Así se haría justicia. Sensuous estaba dispuesta a pagar una suma global de cincuenta millones. Phoebe se quedaría con el cincuenta por ciento. Pero ella solicitaba cien millones. Si el juez se acercaba a esa cantidad, después de años de apelaciones y recursos y de generar enormes facturas legales, eso podría representar la bancarrota para la empresa.

Miró a Mallory. Perseguía la sal alrededor del borde de su copa con la punta de una pequeña lengua rosada. Mirarla le producía más calor que el whisky. Sí, suponía que podía seducir a Phoebe, pero no disfrutaría y terminaría por odiarse. No, iba a llevar esa situación y ese caso con el cerebro, y se cercioraría de que Mallory lo notara.

– ¿Sabes? -dijo él, sintiéndose como un torbellino de hormonas al tiempo que trataba de sonar como el abogado más entregado y responsable de toda la profesión-, no tenemos nada que hacer saliendo esta noche. Ninguno de los dos. Deberíamos tener una cena de trabajo. Juntos funcionamos mejor. Voy a llamar a Brie para decirle que quedaremos otro día -la miró con gesto expectante. Era su turno. Parecía sorprendida y ominosamente insegura.

– No puedo…

Carter frunció el ceño.

– Bueno, supongo que puedo… -corrigió ella.

El corazón de Carter se iluminó. Enarcó las cejas, diciéndole en silencio: «Continúa, continúa».

– Lo haremos así -repuso al final-. He de ir a romper la cita en persona y luego quedaré contigo para cenar. Podré terminar a las ocho y cuarto. ¿Quieres que recurramos al servicio de habitaciones o salimos?

– Veré si consigo una mesa en el Judson Grill. Es lo bastante ruidoso como para que podamos hablar sin que nadie nos oiga.

Alzó el teléfono y marcó información. Sabía que no podía pasar una velada en la suite sin saltar sobre ella. Ese sólo era el Paso Uno: No dejar que nadie saltara sobre ella. El Paso Dos era ganarse el respeto de Mallory por su inteligencia y habilidad profesional, que para él significaba llegar a un acuerdo en ese caso y salvar la empresa. Se le hizo agua la boca al pensar en el Paso Tres: cuando conseguiría que deseara su cuerpo, que siempre había sido la parte fácil.

– Tengo la reserva -gritó a través de la puerta, ya que ella se había retirado para hacer Dios sabía qué.


– No es más que una cena de trabajo -le dijo Mallory sin aliento a Maybelle quince minutos más tarde.

– ¡Hurra! -exclamó la otra-. ¡Un avance! ¡Dickie! -y luego a Mallory-. Hemos de ir de compras.

Mallory se quedó boquiabierta.

– No puedo. Le dije a Carter que estaría en el restaurante a las ocho y cuarto.

– ¿Y? Yo he de regresar aquí a las ocho para reunirme con el presidente.

– ¿El presidente?

¿Sí? -preguntó Richard al cruzar la puerta.

– Nuestros abrigos. Saca el coche. Vamos a Bergdorf's.

– ¿El presidente? -repitió Mallory.

– Oh, oh, de compras -dijo Dickie, pero regresó en medio minuto con el abrigo negro de cachemira de Mallory y uno para Maybelle, que parecían varias llamas cosidas.

Se lo puso encima de un top con lentejuelas y rayas diagonales de color púrpura, amarillo y rojo. Hacía que pareciera un loro.

– No nuestro presidente -explicó de repente, como si acabara de asimilar la pregunta de Mallory-. Es el presidente de un país pequeño. De esos que llaman de economía emergente. Necesita un cambio de imagen si quiere ganar las próximas elecciones. Tampoco debería habértelo contado. Vamos, cariño, no hay, tiempo que perder.

– No necesito más ropa -protestó Mallory mientras Maybelle la arrastraba al coche.

Era un Cadillac enorme de color azul claro. Richard iba al volante.

– Claro que necesitas más ropa, como esa chaqueta roja -contradijo Maybelle-. No me extraña que él no quisiera que vieras a nadie más esta noche.

¿Por eso había sugerido una cena de trabajo?

– He de reconocer que forzó mi mano, y esa es la única razón por la que llevo la chaqueta roja -indicó, y le contó lo sucedido con la mostaza.

Maybelle rió.

– Suena como si hubiera ansiado que te quitaras esa chaqueta negra.

– Entonces, me pondré otra vez la roja.

– No puedes ponértela todas las veces o te descubrirá -arguyó Maybelle.

– Entonces mañana me pondré el traje negro, le guste o no a Carter -Maybelle la miró-. De acuerdo -capituló-, quizá pueda comprar otra chaqueta sexy para ponerme mañana. Pero después realmente he de irme para reunirme con Carter.

Justo lo que yo tenía en mente -corroboró Maybelle-. Tú sígueme, cariño, y llegarás a ese restaurante a tiempo.


– Maybelle, hace semanas que no te vemos -exclamó una vendedora mientras cruzaba a toda velocidad el suelo alfombrado.

Estaban en Bergdorf Goodman, una tienda cara que una persona sensata tendería a evitar, y se hallaban en la tercera planta, la dedicada a firmas famosas. Sin embargo, la vendedora se dirigía hacia un loro que lucía botas vaqueras e iba envuelta en llamas. A Mallory esa hospitalidad le resultó acogedora. Maybelle se quitó el abrigo y lo dejó caer sobre un banco, como si fuera la dueña del local.

– Hace semanas que no tengo a una clienta que necesitara ropa. Ésta la necesita y deprisa -su diminuta figura fue de un expositor a otro, en ese momento más parecida a un colibrí que a un loro.

– Necesitamos un par de trajes sexys…

– Dije sólo un traje… quiero decir, una chaqueta -replicó Mallory, deteniéndose para inspeccionar una etiqueta con un precio y pasarse la mano por la frente-. Me la pondré con los pantalones y la falda negros.

– O algún otro pantalón o falda negros -indicó Maybelle.

Mallory la alcanzó en la boutique dedicada a Gianfranco Ferré y le habló en susurros:

– Maybelle, gano un buen sueldo, pero no me puedo permitir…

Maybelle descartó ese razonamiento absurdo con un gesto de la mano cargada de diamantes.

– Aquí tengo cuenta -explicó-. Más adelante ya podremos hablar del dinero.

Mallory gimió. Más adelante seguiría siendo mucho dinero.

De algún modo se vio en el vestidor, con Maybelle y la vendedora quitándole su ropa y poniéndole las prendas nuevas.

– Creo que podremos sacar adelante el fin de semana sin ropa interior -le confió Maybelle a la vendedora como si Mallory no se hallara presente-. Y ahora, cariño, eso es lo que yo llamo un traje negro.

Se volvió lentamente hacia el espejo. La chaqueta de ese traje tenía hombros estrechos, una cintura muy marcada y era demasiado corta incluso para cubrirle medio trasero. Los pantalones eran tan ceñidos que sin las aberturas en los costados no habría sido capaz de pasar los pies.

Estaba fantástica. Hasta ella misma tuvo que reconocerlo. Apretó los dientes.

– De acuerdo, me llevaré todo el traje. Pero nada más.

– Déjate puestos los pantalones nuevos -indicó Maybelle-. Ahorrará tiempo.

Además del traje negro, abandonó esa planta con una chaqueta ligera que hacía juego con sus ojos y una blusa nueva, una falda que no era tan corta como la de Phoebe Angell, aunque casi, y otra muy ceñida que le llegaba hasta la mitad de las pantorrillas. Tanto Maybelle como la vendedora, en cuyos ojos habían empezado a centellear símbolos de dólar, insistieron en que la larga debía ponérsela con tacones muy altos.

Por eso marchaban a toda velocidad hacia los zapatos de marca en la quinta planta… para reducir aún más las acciones y los ahorros que tenía, con los que había albergado la intención de vivir mejor cuando se jubilara. Allí la vendedora comenzó a conferenciar con un vendedor que la había mirado con arrogancia hasta que vio a Maybelle. En un tiempo asombrosamente breve, Mallory dispuso de unos zapatos de Prada con unos tacones como rascacielos.

– ¿Tienen esos zapatos de plástico que cubren…?

– Botas para la nieve -interrumpió Maybelle-. Queremos un par con tacones no muy altos y con piel hasta los tobillos. No las guarde. Las llevará puestas.

Y en cuanto se las probó, comprendió que no podría vivir sin ellas. Ya había dejado de mirar los precios. Era ése el momento en que necesitaba vivir, no cuando se jubilara. Terminaría de pagarle a Maybelle en dos, tres, cuatro, diez años y luego empezaría a ahorrar otra vez.

La dominó el pánico. ¿En qué estaba pensando? Su madre la repudiaría.

A su lado, Maybelle dijo con serenidad:

– Haré que te lleven el resto de las cosas a la suite de tu hotel. Y me cercioraré de que tu joven amigo no se encuentre presente cuando las entreguen. Y ahora, vete. Dispones de veinte minutos, tiempo de sobra.

– He de decirle algo antes de irme.

– Dispara.

Respiró hondo.

– Soy abogada de Sensuous, la empresa que fabricó el tinte que le dio al pelo de Kevin un color verde. Iba a contárselo anoche, pero, de algún modo, se cambió de tema.

Fue extraño que Maybelle no pareciera sorprendida. Descartó la confesión que Mallory había temido realizar con uno de sus típicos gestos de mano.

– No te preocupes por eso, cariño -abrió muchos los ojos azules e inocentes-. Aquí todos somos profesionales. Eso no va a tener nada que ver con los consejos que te ofrezca.

– No lo habría sabido si no lo hubiéramos interrogado hoy -expuso Mallory, aliviada de que Maybelle no pareciera molesta.

– Y eso no habría representado ningún problema si yo no me hubiera ido de la lengua anoche -indicó Maybelle antes de suspirar-. No sé qué me impulsó a hacerlo. Entonces, cuando me contó que hoy lo interrogasteis, yo…

Eso la sobresaltó.

– ¿Le contó que yo lo interrogué?

– Él me contó que lo habían interrogado -aclaró, clavándole otra vez esos ojos inocentes-. Tú me contaste que lo habías interrogado. Creo que Kevin lamenta haberse dejado arrastrar a esta demanda -prosiguió Maybelle-. De no haberlo hecho, podríamos haber restaurado por completo el cuarto de baño de arriba… diablos, yo misma podría haber realizado el trabajo; y Kevin podría haber tenido cortes de pelo y manicuras gratis hasta que se le hubiera ido el tinte verde, al menos donde se puede ver. Y podría haber estado sirviendo mesas y haciendo pruebas otra vez… en lugar de, bueno, haciendo lo que hace ahora.

En esos momentos, Mallory lo supo. Aquello explicaba que Kevin no hubiera querido decir a qué se dedicaba, e incluso entendía su broma acerca de la leche y las galletitas, lo que tradicionalmente dejaban los niños a Santa Claus.

– Maybelle, ¿quién era Santa Claus?

Maybelle pareció disgustada.

– Nunca he podido guardar un secreto. Sí, Kevin es tu Santa Claus.

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