En cuanto se acomodaran en el avión, iba a permitirse respirar. En cuanto se sentaron lado a lado en los generosos asientos de primera, comenzó a temer que nunca más podría volver a respirar.
Un pequeño abrazo y, los discursos que se había dado a sí misma la noche anterior, habían volado. Durante todos esos años había hecho lo correcto al esconderse en el otro extremo de la sala al verlo en reuniones profesionales. ¡En un cóctel podría haberla besado! El beso no habría sido más apasionado que el abrazo que le había dado, pero a su libido no parecía importarle en que estado se hallaba la de él. Un beso y habría caído sobre él como un Bloody Mary vertido. Ese primer contacto de la mano había revivido todos los anhelos juveniles con plena potencia.
Un palpitar pesado se asentó entre sus muslos. No era posible. Jamás sería posible, porque…
– ¿Desea algo para beber antes del despegue, señor? -preguntó una auxiliar de vuelo. Los ojos líquidos se deslizaron suavemente por toda la extensión de Carter.
– ¿Mallory? -la miró a ella, y no a la azafata.
– Cicuta -salió como un gemido suave. Carter y la auxiliar de vuelo la miraron-. Avellana -dijo con rapidez-. Café de avellana si lo tienen.
– Me temo que no -fue la respuesta de la azafata.
– Un café corriente será perfecto -concedió-. Descafeinado -no podía aguantar otra sacudida. De nada.
– Zumo de naranja -pidió Carter tras una breve pausa-. No, que sea de tomate.
– ¿Podríamos dedicar el tiempo del vuelo a hablar del caso? -le preguntó, sabiendo que sonaba circunspecta y carente de imaginación comparada con el bombón de uniforme-. Encenderé mi ordenador portátil en cuanto hayamos despegado para poder conectar con los interrogatorios.
– Oh, claro -convino él-, cuanto antes nos pongamos a trabajar, mejor.
Pensó que jamás había dicho palabras más veraces. El avión despegó con suavidad, pero sintió como si se hubiera visto arrastrado al interior de un tornado. Sólo esperaba que lo soltara en un lugar seguro. Experimentó la extraña sensación de que con Mallory ya no se encontraba a salvo.
– ¿Crees que es un enfoque que podríamos utilizar? Sé que es poco ortodoxo, pero podría funcionar en este caso en particular.
¿Qué diablos había estado diciendo mientras pensaba en ella?
– Ah, mmm… Tendré que meditarlo -musitó, cayendo del tornado en un territorio extremadamente peligroso.
De hecho, directamente sobre hielo sólido. El hielo de sus ojos azules mientras lo miraba con expresión enojada.
– No me escuchabas.
– Mallory, Mallory -adoptó la expresión dolida que siempre había funcionado cuando se suponía que estaba seduciendo a una mujer y a cambio pensaba en un caso. Salvo que en esa ocasión era al revés-. ¿Cuándo no te he escuchado?
– Ahora mismo -afirmó ella.
Supuso que ella jamás olvidaría que sin la ayuda que le había prestado, habría fallado en el examen y probablemente habría abandonado la facultad de Derecho. La noche en que había estudiado con ella, lo había iniciado por el camino de la respetabilidad, pero ella jamás sería capaz de respetar su intelecto. Por eso nunca se había acercado a él. Mallory tendría que respetar a un hombre antes de sentir una atracción por él.
Se dijo que iba a tener que hacer algo para que cambiara la imagen que tenía de él. También sabía que sería duro ganársela. Por el momento, haría lo único que parecía apropiado.
Le sonrió.
Un instante volaba en línea horizontal por encima de las nubes, y al siguiente se veía transportada por su sonrisa hacia el espacio exterior. Esa sonrisa decía «mujer», no «abogada». Una extraña sensación se inició en la región de su abdomen… bueno, en realidad más abajo, y desde allí zumbó en todas las direcciones. Sentía el cuerpo caliente, húmedo y hormigueante mientras la boca se le resecaba.
También se le había quedado abierta. La cerró y luego volvió a abrirla.
– Lo que sugería era un poco de ironía en el proceso -manifestó. La voz le sonó alta a sus propios oídos, sin duda debido a la falta de oxígeno-. Como «¿Qué hay de malo en tener el pelo y las uñas de color verde guisante? Los adolescentes pagan mucho dinero por teñirse el pelo de verde».
La sonrisa de él se amplió. Aunque menos sugerente, incrementó el efecto que surtía en ella.
– Es una línea de defensa original -dijo Carter. Su voz parecía haberse tornado más profunda y suave. Sonó como el ronroneo de un motor Rolls-Royce-. Yo diría «Señora, el pelo verde le quita treinta años de encima».
– Entonces le dedicas esa sonrisa cautivadora y ganamos el caso.
Se sintió consternada al ver que la sonrisa desaparecía y que apretaba los labios. Durante un momento, había creído que al fin había provocado en él una reacción hombre-mujer; pero, de algún modo, la había apagado con la misma celeridad con que se podía apagar una batidora. Se preguntó qué diablos habría dicho.
Ahí estaba, la primera pista de que le habían asignado ese caso por sus habilidades personales, no profesionales. «No, maldita sea, no pienso hacerlo de esa manera. Presentaré un argumento irrefutable y ganaremos el caso. Mejor aún, aplastaré los testimonios de los demandantes y suplicarán llegar a un acuerdo en vez de ir a juicio».
Carter no podía imaginar por qué permitía que lo afectara de esa manera. Había sido el cuarto de su clase. Rendell & Renfro era una firma prestigiosa. Ya lo habían hecho socio, el más joven que habían tenido. No necesitaba una «sonrisa cautivadora» para realizar una buena defensa de Sensuous. ¿Por qué no podía reconocerlo Mallory?
La miró teclear en su ordenador portátil y se hizo un juramento. Podía tener sexo con un montón de mujeres. Lo que quería de esa mujer era su respeto, y lo conseguiría mientras trabajaban juntos en ese caso, costara lo que costara.
– Si tú te ocupas del taxi y del botones, yo nos registraré -le dijo Carter cuando pararon delante del hotel St. Regis. El vuelo había sido interminable. Cuanto antes Mallory y él estuvieran en habitaciones separadas, mejor. Entró en el vestíbulo imponente del hotel y se dirigió a la recepción-. Compton y Trent -le dijo a la mujer vestida con un traje azul marino que lo saludó.
– Sí, señor Compton -dijo después de haber tecleado las suficientes veces como para haber escrito un cuento corto-. Tenemos una suite estupenda para usted.
Lo miró como lo hacían todas las mujeres… con expresión especulativa.
Carter respondió con una tarjeta de crédito.
– ¿Y para la señorita Trent?
Los dedos de la mujer avanzaron con lentitud. La seguridad que había exhibido hasta ese momento pareció flaquear.
– Usted y ella van a compartir la suite -repuso al final-. La persona que realizó la reserva dijo…
Demasiado tarde, Carter recordó lo que le había dicho a Brenda. «Es Mallory. Haz lo que te suene más apropiado«.
Lamentando profundamente su metedura de pata, se inclinó sobre la recepción.
– He cambiado de parecer -siseó, mirando atrás y viendo que Mallory se aproximaba-. Déle la suite a ella y encuentre otra habitación para mí.
– Oh. ¿Se han peleado en el avión? -a la recepcionista se le iluminó la cara.
El apretó los labios.
– No. Somos compañeros de trabajo. Creo que lo mejor es que tengamos cierta intimidad después de trabajar juntos todo el día.
Sus palabras se vieron seguidas por un torbellino en el teclado.
– Lo siento, señor Compton -anunció la mujer al final-, pero esta semana estamos llenos. Es la convención, ¿sabe? Hay cientos de delegados en la ciudad.
– ¿Qué convención? -ladró Carter. Le robaría una habitación a un miembro demasiado borracho como para notarlo.
– De la Asociación Nacional del Rifle -alzó la vista del teclado.
– Oh.
Mallory apareció junto a él.
– ¿Necesito firmar por mi habitación? -preguntó.
– Mi secretaria nos reservó una suite -indicó Carter-. Cuartos y baños separados con un salón que podemos emplear como oficina. ¿Te parece bien?
Se puso pálida y él supo que no le parecía bien. Se puso rígido y esperó que lo hiciera salir por la puerta de la entrada.
En absoluto le parecía bien. Pero no por las causas que probablemente él se imaginaba. Ella había considerado que ya había pasado lo peor, que en un breve tiempo estaría en su habitación personal, con el ordenador portátil encendido y sin ninguna necesidad terrenal de torturarse con la visión de Carter hasta el día siguiente. Se saltaría el almuerzo, dedicaría la tarde al trabajo, se daría una ducha larga y fría, pediría que le subieran la cena a la habitación, se acurrucaría bajo la ligera bata de viaje y pasaría la velada en una espléndida soledad.
¿Y si él sugería que cenaran juntos? ¿Y si al sugerirlo le sonreía?
Las rodillas estuvieron a punto de cederle.
– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Carter.
– Perfectamente -mintió. Lo único que necesitaba era tiempo a solas para prepararse para el día siguiente.
La cabeza le daba vueltas. Se estaba volviendo loca.
No podía enloquecer. Los Trent encaraban las situaciones; no se volvían locos. ¿Qué diablos le sucedía?
Contó hasta diez a toda velocidad.
– Estoy bien y la suite es perfecta -musitó-. Será conveniente para trabajar hasta tarde en el caso.
– Será como estar otra vez en la facultad de Derecho, estudiando juntos toda la noche -indicó Carter.
Lo que menos deseaba Mallory era que se pareciera a aquellas noches en que sólo existió el trabajo.
– Aquí tienen las llaves -dijo la recepcionista-. El botones subirá en seguida con sus maletas.
– Les mostraré la suite -anunció el botones-. Aquí tienen el termostato…
En ese momento Mallory salió de su habitación para colocar el ordenador portátil sobre la mesa del salón. Se había quitado la chaqueta y llevaba una blusa negra sin mangas metida en los pantalones del mismo color. Aunque los pantalones eran amplios, le sentaban de maravilla. Y tenía brazos realmente bonitos. Que tentaban a acariciarlos. Brazos por los que subir y bajar las manos.
Notó que también el botones miraba a Mallory, olvidada ya su perorata. Apartó la vista de ella y volvió a mirarlo a él.
Y aquí -graznó el joven-, tienen la cocina.
Su voz continuó con la exposición. De hecho, Carter estudió el lugar. Había esperado un salón en el centro y una habitación a cada lado… la típica suite. Pero ahí había pasillos, arcos y entradas ocultas.
Estaba decorada con motivos florales, terciopelo, alfombras orientales y candelabros de cristal. Era un hogar lejos del hogar… no tan grande como su casa, pero mucho más ordenada, sin sus cosas diseminadas por todo el lugar.
Iba a estar encerrado ahí durante muchas noches, con una mujer que acababa de descubrir que era mucho más bonita y sexy que lo que había recordado. La oleada de calor que inflamó su ingle lo sobresaltó. De Mallory anhelaba respeto, y desde luego no iba a obtenerlo como intentara seducirla.
– … hay servicio de habitaciones las veinticuatro horas del día -concluyó el botones-. Jamás tendrán que dejar la habitación si no lo desean.
Ante la mirada penetrante que le lanzó Carter, añadió:
– Oh, pero querrán hacerlo, y el St. Regis ofrece la mejor cena de Nueva York. Está el restaurante de cinco estrellas en la…
Carter sacó un billete y lo extendió en la dirección del otro.
– Oh, no hace falta, señor -dijo el hombre, secándose el sudor de la frente-. Ha sido un placer. ¿Puedo traerles hielo? ¿Algunas toallas adicionales?
Metió el billete en el bolsillo de la pechera del botones.
– Si se marcha, será una buena idea -dijo. Con numerosos «sí, señor», el hombre retrocedió hasta dejar la habitación.
– ¿Qué le has hecho a ese pobre hombre? -preguntó Mallory, asomando la cabeza por la puerta de su habitación.
– Lo amenacé con dispararle con una pistola no registrada -respondió.
– ¿Qué?
– Sólo bromeaba. ¿Quieres comer algo?
– No, gracias. Almorcé en el avión -pareció pensativa-. No fue bueno, pero sí suficiente.
– Sí… -también él se sentía pensativo-. No te importará cenar sola, ¿verdad? He concertado algunas citas, con mujeres a las que conozco desde hace tiempo, pensé que se sentirían dolidas si no las llamaba. Para empezar, Athena esta noche y Brie mañana.
– ¿Y Calpurnia el jueves por la noche? ¿Cuál es tu plan, empezar por la A y descender por el alfabeto entero? -se obligó a sonreír como si bromeara.
Él se ruborizó.
– Mmmm, sí.
– Quizá alcancemos un acuerdo con los demandantes, antes de que llegues a Zelda -debería haberlo imaginado. ¿Es que había pensado que la invitaría a cenar con él? De lo contrario, ¿de dónde salía su decepción?-. Claro que no me importa -mintió- Que compartamos la suite no debe obligarnos a creer que debemos pasar algo de tiempo juntos socialmente.
– No quería dar a entender… Quiero decir… mi intención…
– De hecho, yo también tengo planes para esta noche -dijo. «Mientras tú te revuelcas con Athena, yo tomaré comida extraña con mi hermano extraño». La última vez que había visto a Macon, le había entusiasmado la cocina tibetana. La había descubierto en Internet.
– ¿Vas a salir?
– Sí. Y también saldré otras noches. Así que no pienses que voy a ponerle trabas a tu estilo de vida. Estamos aquí para trabajar juntos -resumió.
Luego giró en redondo y regresó a su habitación. Al marcar el número de Macon, recibió el mismo consejo que la noche anterior, que le enviara un correo electrónico. Conectó el portátil a la red telefónica y abrió su correo.
Y ahí encontró un mensaje de Macon: querida mallory en este momento no me encuentro en nueva york estoy en pennsylvania lo siento ya nos reuniremos en otra ocasión. Sin mayúsculas, sin puntuación. Y sin firma. No sentía la necesidad de firmar un correo electrónico cuando su nombre completo figuraba en la dirección.
De modo que Macon no estaba para proporcionarle una excusa para salir esa noche, o un medio para competir con Carter por el premio a la «Vida Nocturna Más Activa»
Se hallaba en medio de un profundo suspiro cuando la voz de Carter atronó desde ninguna parte.
– ¡Mallory! -gritó a través de la puerta cerrada.
– ¡Qué!
– Olvidé traer calcetines.
Clavó la vista en la puerta un minuto.
– Yo no tejo.
Oyó un sonido similar al bufido de un toro. Pensó que si hubiera leído los libros de su madre, no se habría olvidado los calcetines. Le prestaría su ejemplar autografiado. Abrió la puerta para que no tuvieran que gritarse.
– Me voy a Bloomingdale's a comprar unos pares. Me preguntaba si habías olvidado algo y querías acompañarme.
Fue su turno de quedar sorprendida.
– Oh. Gracias, yo… -«claro que no he olvidado nada. Jamás olvido nada. Cuando haces una lista adecuada…». Claro -aceptó-. Iré contigo. Puede que encuentre algún regalo de navidad en la sección de hombres.
Sintió que ardía por dentro. De hecho, jadeaba. Carter la había invitado a salir.
«Te pidió que lo acompañaras a Bloomingdale's. Cálmate».
Por primera vez se le ocurrió pensar que no era menos discapacitada socialmente que su hermano. Debía de tratarse de alguna influencia de su infancia. Por otro lado, dominaba la organización y la eficacia como muy pocas personas podían alardear de hacerlo. Salvo que empezaba a preguntarse si era algo de lo que vanagloriarse.
Quince minutos más tarde, Carter elegía calcetines al azar de la amplia colección de la sección de hombres en la primera planta de Bloomingdale's. Mallory mantenía un ojo en él mientras dudaba entre un jersey negro de cachemira de cuello vuelto y uno de cuello en V beige para Macon.
Cuando volvió a mirarlo, había construido una tambaleante torre de calcetines cerca de la caja. Ya no pudo soportarlo más. Con el fin de proporcionarse un motivo legítimo para ir también a la caja, agarró un jersey sin siquiera mirarlo.
– ¿Carter?
– ¿Mmmm? Siete, ocho, nueve…
– ¿Esto será todo, señorita? -un dependiente joven e impecable se materializó ante ella y le quitó el jersey de las manos.
– Sí, gracias -comentó distraída, y sacó su única tarjeta de crédito de su bolso de mano-. Carter -repitió-, si me permites hacerte una sugerencia, en realidad sólo necesitas un par.
Con los calcetines apretados en el puño, se detuvo, giró la cabeza y la miró. La sonrisa que le dedicó no fue cálida, y el vendedor que lo ayudaba puso una expresión venenosa cuando la miró.
– Tal como yo lo veo, necesito una docena.
– No si lavas un par cada noche.
Su mirada se intensificó y sus palabras salieron más pausadas:
– ¿Y por qué querría hacer eso?
– Porque es… -titubeó-. Es más eficiente. No tendrás que llevarte todos esos calcetines en la maleta. No tendrás que guardar tantos calcetines extra en casa. Y si compras calcetines iguales, podrás formar pares nuevos cuando alguno tenga un agujero.
– Pero tendré que lavar calcetines cada noche.
Parecía estar más cerca de ella que unos segundos atrás. Las palabras fueron soplos de aliento sobre su mejilla.
Tuvo que obligarse a mantener el contacto visual.
– Sí, así es.
– Si compro una docena, cuando me queden sólo cuatro pares, mandaré los demás a la lavandería del hotel.
La voz vibró por su columna vertebral cuando se acercó medio paso más. No era la dirección que había querido que tomara la conversación, pero no quería que terminara.
– Compara el coste dijo después de tragar saliva- de una docena de pares, más la tarifa de la lavandería, con el de un par que tendrás que lavar -molla misma se sintió como unos calcetines aclarándose en las aguas azules de sus ojos.
– Me cambio cuando salgo por la noche. Eso significa que tendré que lavar dos pares cada noche.
– Bueno, sí.
– ¿Y si no están secos por la mañana?
– Lo estarán si los estrujas bien y les extraes casi toda la humedad envolviéndolos en una toalla, pero si te preocupa tanto eso, quizá necesites tres pares.
La miró largo rato, derritiéndola con sus ojos, con la boca apenas a unos centímetros de la de ella… hasta que se dio la vuelta.
– Póngalos todos -le dijo al vendedor.
Mallory sintió que su columna vertebral se convertía en gelatina. Vio que el vendedor de Carter le dedicaba una expresión llena de triunfo. Por el rabillo del ojo vio que su propio vendedor guardaba un jersey anaranjado con rayas azules diagonales en una caja de regalo. Su visión la aturdió. ¿Cómo había llegado a elegir ese jersey? Lo más probable era que Macon terminara por creer que había perdido el juicio.
Lo cual era verdad. No sólo eso, sino que había vuelto a estropearlo con Carter. No tenía ni idea de cómo lograr que la viera como una mujer.
Mientras firmaba la tarjeta navideña para Macon, Carter se marchó con su bolsa llena de calcetines. Se preguntó por qué la madre de él no le había enseñado unas pocas cosas básicas sobre cómo hacer las maletas para los viajes. Quizá tuviera una madre que sabía otras cosas, como qué aria pertenecía a qué ópera.
En algún momento antes de la navidad, le pasaría su ejemplar del libro de su madre. Pero no pudo imaginarlo leyéndolo. No pudo imaginarlo saliendo con una mujer que leía los libros de su madre.
Sintió que el estado de ánimo se le tornaba sombrío como el cielo de la tarde. Cuando se reunió con Carter ante un expositor de camisas espantosamente caras, su vivacidad la deprimió.
– Dios mío, ¿puedes creer lo que la gente llega a pagar por estas cosas? Yo una vez lo hice. Tenía veinticinco años antes de averiguar que podías encargar una camisa en Land's End por cuarenta dólares que era exactamente igual que ésta -señaló una camisa de rayas azules y blancas con cuello y puños blancos-. ¿Hemos terminado aquí?
– Sí -respondió, preguntándose si sabía que las rayas de la camisa hacían juego con el color de sus ojos. Le quedaría fantástica.
– ¿Qué te parece si vamos a ver a Santa Claus? -sugirió Carter-. A mí me gustan las navidades. ¿Y a ti?
– Por supuesto.
Cuando llegaron donde estaba Santa Claus, Carter la animó a acercarse y a sentarse en su regazo.
– ¿Qué quieres para Navidad? -le preguntó Santa Claus.
Y de pronto supo lo que quería para Navidad. Lo supo con una seguridad que no dejaba lugar a dudas. Haría que Carter la viera como una mujer, una mujer femenina, deseable e irresistible, o moriría en el intento.
– Lo quiero a él -susurró al oído de Santa Claus-. Quiero a Carter de regalo. Y necesito una nueva imagen más sexy.
– Sé exactamente dónde enviarte -sacó una tarjeta de su bolsillo y se la dio-. Llama a este número de teléfono. Feliz Navidad.