De regreso al hotel, Carter se mostró inusualmente silencioso. Aunque Mallory tampoco habría podido oírlo si hubiera estado hablando. Al salir de Bloomingdale's se encontraron con las calles atestadas de coches y las aceras llenas de gente de compras.
Con ojos entrecerrados, captó las miradas que las mujeres le lanzaban a Carter a medida que éste se abría paso sin esfuerzo entre la multitud, mientras los copos de nieve moteaban su gabardina azul marino y su pelo negro; Mallory tenía que esforzarse para seguir su ritmo.
De vez en cuando echaba un vistazo en su propia bolsa con el jersey para Macon. Anaranjado. Rayas azules. Experimentó un escalofrío. ¿Qué iba a hacer con un…?
«Guardad los recibos al menos tres meses. Nunca se sabe cuándo vais a tener que devolver un regalo inapropiado o un artículo defectuoso, o exigir que un trabajo que no se ha hecho bien se complete con competencia».
Otra vez Ellen Trent. Una de las principales reglas para una vida bien dirigida. En ese momento, la invadió la preocupación de haber olvidado el recibo.
Con disimulo, comenzó a tantear en la bolsa. Cuando Carter lanzó una mirada en su dirección, suspendió la búsqueda, para reanudarla cuando dejó de mirar. No quería que supiera que la obsesionaba un recibo ni que descubriera que había estado lo bastante nerviosa como para comprar un jersey que ya pensaba en devolver.
Al final metió la mano hasta el fondo de la bolsa, donde las puntas de los dedos enguantados atraparon el extremo de un papel.
El recibo. Lo miró, se quedó boquiabierta y se detuvo en seco en la esquina de la Cincuenta y Nueve. La multitud se abrió como el Mar Rojo y le lanzó miradas desagradables al rodearla. Carter, que había estado a punto de girar la esquina, se separó de la manada y se abrió paso de vuelta hasta ella.
– ¿Qué ha pasado? ¿Adónde vas? -preguntó mientras ella giraba en redondo.
– De vuelta a Bloomingdale's -respondió.
La observó un momento.
– Te atraen los Santa Claus, ¿verdad?
Los copos de nieve remolinearon en el aire y se posaron en sus pestañas; parpadeó con fuerza para quitárselos. Al ver que él tenía la vista clavada en ella, repitió el movimiento, en esa ocasión con gesto deliberado.
– Es posible.
Lo vio apretar la mandíbula.
– Te veré en el hotel.
– Puede que hayas salido con Athena cuando vuelva, así…
– ¿Quién? Oh, Athena.
– Así que deberíamos decidir ahora una hora para quedar por la mañana.
– Tenemos que estar en el despacho de Phoebe Angell a las nueve. ¿Qué te parece si vamos a desayunar a las siete y media?
– Estaré lista. ¿Habrás llegado al hotel por ese entonces? -preguntó.
La miró otra vez unos momentos antes de decir:
– Es posible -con un ligero gesto de la mano, se despidió de ella para unirse al rebaño que avanzaba hacia el este, en dirección al St. Regis en la Quinta Avenida.
Lo observó irse, alto entre la multitud, con paso seguro. No le extrañó que hubiera pagado cuatrocientos veinticinco dólares más impuestos por el jersey más feo del universo. La proximidad con Carter le dificultaba recordar cualquier cosa, incluso cómo gastar el dinero con inteligencia.
«Todo el mundo debería tener un presupuesto y ceñirse a él. Las preocupaciones financieras reducen la eficacia y…»
– Cállate, madre -musitó, y se dirigió entre la multitud a Bloomingdale's.
– Recupero mi fe en la humanidad -dijo el dependiente cuando devolvió el jersey. Lo recogió con dos dedos y con una expresión de disgusto en la cara lo guardó-. Buena decisión.
Al salir de la sección masculina, aminoró el paso. Realmente no quería volver a la suite. Escuchar a través de la puerta cerrada cómo Carter se preparaba para su cita con Athena sería deprimente. Fingir que ella se preparaba para una cita imaginaria sería aún más deprimente.
Despacio, sacó del bolsillo la tarjeta que le había dado Santa Claus. Ponía: M. Ewing. ImageMakers.
Frunció el ceño. Las palabras estaban grabadas sobre un papel grueso y caro. La dirección era en el Upper East Side, un distrito de viviendas y locales caros.
Mallory sabía lo que hacía un creador de imagen. ¿Era eso lo que necesitaba? ¿Alguien que la ayudara a mostrarle al mundo exterior que era una mujer… una mujer apasionada?
No importaba el mundo exterior. Tenía la mira puesta en una única persona. Había fijado su objetivo. Lo que necesitaba en ese momento era justo un creador de imagen que la cambiara de la noche a la mañana. Si M.Ewing resultaba ser un charlatán, ¿qué podía perder? ¿Unos pocos cientos de dólares? Que de todos modos había ahorrado al devolver el jersey. Sin pensárselo dos veces, se metió en un rincón entre artículos de Channel y marcó el número que aparecía en la tarjeta.
– ImageMakers -ronroneó una suave voz masculina-. Le habla Richard Gifford. ¿En qué puedo ayudarle?
La voz encajaba con la tarjeta.
– Me gustaría solicitar una cita -su tono se equiparó al de su interlocutor en ecuánime profesionalismo-. Es decir, si el señor o la señorita Ewing reciben a clientes por las noches, porque sólo estoy disponible en ese horario.
– La señorita Ewing recibe a los clientes cuando a estos les viene bien -reinó una pausa-. Su siguiente horario disponible para la noche es para el nueve de febrero. ¿Quiere que…?
Se preguntó por qué había dado por hecho que podría conseguir que la cambiaran en un abrir y cerrar de ojos.
– Lo siento -dijo-, pero estoy de paso aquí y…
– ¿Quién le ha dado nuestro teléfono? -el interés del hombre pareció acrecentarse.
– Santa Claus.
– Bien. La señorita Ewing ha tenido una cancelación repentina. Puede recibirla esta noche. De hecho, ahora mismo. ¿Cuándo la esperamos?
Mallory se sintió aturdida y algo intimidada. Pero se había comprometido con un cambio de imagen y no iba a dejar que la dominara la cobardía.
– Soy afortunada -manifestó-. Estaré allí… -miró el reloj. La tarde había volado-. Estaré allí a las siete.
No estaba lejos. Con diez minutos tendría suficiente. Salió de Bloomingdale's, pero en la calle se detuvo, dio media vuelta y regresó a toda velocidad a la sección masculina. Unos minutos más tarde, había pagado ciento sesenta y cinco dólares por una camisa de rayas azules y blancas de un tamaño muy grande.
También había agotado siete de sus diez minutos. «La puntualidad es clave para el éxito en la vida. Llegad cuando digáis que vais a llegar, y daos un margen para un posible atasco en el tráfico, algo que no podéis controlar…»
– Madre -musitó mientras metía la tarjeta de crédito en el bolso-. Ya te lo he dicho. Déjame en paz.
Aunque sabía que la Calle Sesenta y Siete con la Quinta sería una zona de casas bonitas, no estaba preparada para una mansión. Típica residencia de Manhattan, era pequeña para los tamaños habituales de las mansiones. Se arrebujó en su abrigo de cachemira negro y subió hasta las enormes puertas dobles.
No había buzones ni timbres, ninguna lista de médicos, dentistas o psicólogos que hubieran convertido esa otrora orgullosa residencia familiar en su consulta profesional. Parecía no haber más alternativa que recurrir a un llamador de latón con forma fálica que se golpeaba sobre dos bolas metálicas. Comenzaba a cuestionarse la sabiduría del paso dado cuando la puerta se abrió y la gloriosa figura de un hombre dijo:
– ¿Le gusta el llamador? Yo mismo lo elegí -sin esperar una respuesta, añadió-: Pase. La señorita Ewing la recibirá de inmediato.
– Pero yo…
– Me encargaré de su abrigo.
– Gracias. Yo…
– Sígame, por favor.
Rindiéndose, lo siguió a través de un recibidor enorme, a través de un suelo de mármol, iluminado por una resplandeciente araña de cristal, más allá de una escalera amplia y algunos muebles que daban la impresión de que deberían exhibir carteles de No Se Toca. Richard abrió las dos mitades de una alta puerta francesa.
– La señorita Trent desea verla -anunció antes de guiar a Mallory delante de él.
– Hola, encanto -dijo una voz-. Pasa y siéntate.
Un vistazo a la mujer que había detrás del escritorio y supo que se hallaba en el lugar equivocado. Giró con la intención de huir, pero Richard le bloqueó el paso. Giró otra vez.
– ¿Sabe? -comenzó con voz trémula-, quizá no sea lo más apropiado por mi parte dar este cambio en un punto extremadamente ocupado de mi vida.
– Au contraire -afirmó la señorita Ewing, arrastrando las palabras-. A mí me parece que ha llegado aquí justo a tiempo.
Arrastrando los pies, Mallory se dirigió al sillón que había frente al escritorio. Era un sillón normal, y se sintió mejor al sentarse. Por otro lado, la mesa era un alarmante conjunto de ramas y cuernos, coronada por una plancha de piedra que daba la impresión de que debería haber aplastado el escritorio en el momento de su instalación.
La señorita Ewing era una mujer diminuta con una enorme cabeza de pelo rubio engominado y lacado. Mitad mujer, mitad cabello. Su rostro era delgado y de facciones marcadas. Los ojos, enormes y azules, la sorprendieron con su destello de inteligencia. Y la boca, un corte estrecho de color rosado sobre un rostro bronceado y curtido, se alzaba en las esquinas. Podía rondar los cincuenta años o los noventa. Costaba decidirlo.
«Es una casa de prostitución y acabo de conocer a mi primera madame».
Como si las piernas tuvieran muelles, Mallory se tensó, preparada para la acción. Pero primero debía distraer a la mujer de la que era su primera intención: huir.
– Qué mesa tan interesante, señorita Ewing -dijo, adelantando el torso.
– Maybelle, encanto, sólo llámame Maybelle, y por el amor del cielo, relájate. Tienes el aspecto de alguien a punto de huir.
Sorprendida como una ladrona de tiendas con un rimel escondido en la manga, trató de parecer menos obvia. Sin dejar de mirar a Maybelle, tuvo que reconocer que la sencilla chaqueta negra de la mujer parecía cara. Lo único que podía ver de la blusa que llevaba debajo, era el escote de algo con un motivo de piel de serpiente. Eso no tenía nada alarmante.
– ¿Quieres un poco de café?
– ¿Tiene descafeinado?
La mujer suspiró.
– Otra de esas. Estos jóvenes -comentó, luego chilló-. ¡Dickie! -luego continuó con su tono nasal normal-. Eres capaz de quedarte despierta toda la noche, pero te asusta la cafeína.
Richard reapareció.
– ¿Ha llamado? -preguntó con elocuencia.
– Tengo otra bebedora de descafeinados. Prepáranos una cafetera, ¿quieres, cariño?
– Ya está haciéndose -respondió Richard, o Dickie-. Maybelle, te dije que no iba a querer tu brebaje cargado.
Maybelle lo miró con expresión descontenta mientras desaparecía, silencioso como un gato.
– Ya nadie quiere café de verdad -comentó.
Mallory comenzó a preocuparse otra vez. Sus buenos modales le indicaban que debía quedarse el tiempo suficiente para la taza de café que acababa de pedir, pero no más tiempo, y había un par de cosas que debía aclarar antes de revelar algo de sí misma a esa supuesta creadora de imagen, que parecía como si ella misma necesitara un cambio.
– ¿Cuánto cobra por sus servicios?
– Todavía no es necesario que hablemos de eso -indicó Maybelle con un movimiento de una mano llena de diamantes.
Mallory oyó un carraspeo, y luego apareció Richard, que se situó detrás de Maybelle como si fuera un guardaespaldas.
– La señorita Ewing cobra cien dólares la hora y prefiere ver a las clientas nuevas a diario durante la primera semana, espaciando las citas en las semanas subsiguientes -entonó como si fuera una grabación-. La verá cada noche a las siete y a las cuatro los fines de semana hasta nuevo aviso. Una clienta típica, puede esperar una factura de unos dos mil dólares. ¿Leche y azúcar? -añadió, rodeando la mesa con la bandeja de plata que había estado sosteniendo mientras proporcionaba la información.
– Solo, gracias.
Maybelle sonrió.
– Vaya, aún queda algo de esperanza para ti.
Mallory frunció el ceño. Había una cosa más que tenía que saber.
– ¿Qué clase de preparación posee para este negocio? -preguntó, esforzándose por decirlo con amabilidad, como si sólo le interesaran los antecedentes de Maybelle.
– ¿Preparación? -rió Maybelle con estridencia-. No hace falta que te preocupes por eso, cariño. Me preparé en un montón de cosas. Mira los diplomas -con el pulgar señaló por encima del hombro mientras Richard abandonaba la habitación.
Mallory tomó el asa de una exquisita taza de porcelana como si fuera la única pieza a la vista después de un naufragio, y dirigió la mirada hacia la pared detrás de Maybelle. Estaba llena de diplomas enmarcados en dorado.
Entrecerró los ojos. Los diplomas se podían falsificar con facilidad. Tenía la poderosa impresión de que la mujer que había detrás del escritorio no titubearía en comprar diplomas a granel.
– Además -decía Maybelle-, mírame -se puso de pie.
Ese era el problema. Mallory la estaba mirando. La mujer no debía medir más de metro cincuenta, y debajo de la elegante chaqueta negra vio unos vaqueros claros y un par de botas con tacón de color negro, con flores amarillas y púrpura.
Mallory parpadeó, vaciló, dejó el plato en el borde de la mesa y se incorporó, sin dejar de sostener la taza por su delicada asa. Con cuidado rodeó la mesa para unirse a Maybelle junto a la pared.
Muchos de los diplomas procedían de escuelas por correspondencia y declaraban que había concluido con éxito cursos en una asombrosa variedad de campos, desde las matemáticas hasta la cerámica.
– No les prestes atención -Maybelle los descartó con un gesto displicente de la mano. Los diamantes enormes de sus anillos proyectaron arco iris por el techo alto de la habitación-. Tomé esos cursos para pasar el rato y educarme a la muerte de Hadley. Mi marido -explicó.
– Lo siento dijo Mallory.
– Yo también lo sentí, y me aburrí mucho sin tener a alguien con quien pelearme -avanzó a lo largo de la pared, seguida de Mallory.
Ahí había diplomas escritos en caracteres chinos y uno de la Escuela de Diseño Parsons.
– ¿Ha sido diseñadora de interiores? -preguntó, mirando otra vez el escritorio.
– Oh, sí. Fue ahí cuando más me divertí.
– Además de ser un campo lucrativo.
– No -Maybelle se mostró reflexiva-. El dinero jamás me interesó mucho. Sin embargo, me aburro con facilidad, de modo que lo siguiente que saqué fue un doctorado en Psicología Clínica…
El café se vertió sobre los únicos pantalones negros de Mallory.
– … para saber a lo que vosotros, los jóvenes, os enfrentáis en el mundo de los negocios. ¿A qué campo profesional has dicho que te dedicabas?
El doctorado era de la universidad Johns Hopkins.
– Soy abogada -respondió con más humildad.
– Puede que sea el siguiente diploma que consiga declaró Maybelle-. La media naranja de Dickie está involucrado en una demanda con un montón de gente, y he de decirte que el abogado que los lleva se va a forrar cuando acabe todo.
Mallory se puso tensa.
– Ah, ¿qué clase de demanda?
Maybelle regresó al escritorio y Mallory volvió a seguirla.
– Sucedió algo descabellado -comenzó mientras se sentaba-. Tiene el gusanillo del mundo del espectáculo, e iba a una audición para un papel en el que querían a un pelirrojo… No podía ser. Era imposible.
– Ahora que hemos llegado a conocernos, ¿te importa si me quito la chaqueta? -Maybelle se interrumpió a sí misma, quitándosela sin aguardar una respuesta.
– Por supuesto que… -miró la camiseta que había debajo de la chaqueta- no -no exhibía el habitual motivo de piel de serpiente. Retrataba a una pitón enroscada en torno al cuerpo flaco de Maybelle, con la cabeza bajando por un hombro.
– … y ese líquido le tiñó la cabeza de verde.
– ¡No! -exclamó, quebrando el contacto visual con la pitón al darse cuenta de que tenía algo mucho peor que una serpiente de lo que preocuparse.
– Oh, sí -corroboró, malinterpretando la reacción explosiva de Mallory-. Y es muy minucioso en eso del desarrollo del personaje, ¿sabes? De modo que no sólo se tiñó el pelo de la cabeza, no señor. Se tiñó todo, si entiendes por dónde voy.
Mallory, sentada en el mismo borde del sillón, preguntó:
– ¿Quiere decir que…?
– Quiero decir que durante un tiempo hasta sus genitales fueron verdes -respondió Maybelle-. Y quiero asegurarte que estaba muy disgustado -hizo una pausa momentánea-. Tienen un apartamento aquí, en la casa. La conversación a veces se vuelve muy personal.
– Maybelle, hay algo que debo decirle -comenzó Mallory. ¿Cómo iba a poder ayudarla si tenía un conflicto de intereses?
Maybelle se adelantó.
– Desde luego, y aquí estoy yo hablando de otras cosas. Todas venís en busca de ayuda. Mallory sopesó sus opciones. Esa mujer podía estar chiflada, pero tenía todos esos diplomas y esos diamantes, y poseía ojos inteligentes. ¿Por qué debía saber que estaba en el bando contrario en la demanda de su inquilino? Sólo porque ella se sentía moralmente obligada a contárselo. Pero, ¿por qué? Si Maybelle estuviera involucrada en el caso, sería diferente, pero…
Mientras su mente daba vueltas en círculos, Maybelle continuó:
– No sé qué es lo que te preocupa tanto. Eres bonita. Eres inteligente. ¿Qué quieres cambiar?
¿De lugar? ¿Volver al hotel y recordar esa experiencia únicamente como una velada interesante? Después de sopesar todas las pruebas, la conclusión a la que llegó fue que en el transcurso de un día trascendental, había pedido algo a Santa Claus, se había presentado allí, había empleado una aldaba fálica y no había huido. Quizá nunca volviera a mostrar ese valor. «Es ahora o nunca».
– A mí -susurró-. Quiero cambiarme, desde dentro.