Cuando le dijeron a David que Liz estaba en la oficina, supo que algo había ido mal. De otro modo, Ainsley la habría llevado directamente a la embajada.
Salió de su despacho y recorrió apresuradamente el pasillo, hasta que llegó a la oficina de Ainsley.
Liz estaba sentada en una de las butacas que había frente al escritorio de la agente. Tenía a Natasha en brazos. La niña soltó un gritito de alegría al verlo y extendió los brazos hacia él. Liz alzó la vista e intentó sonreír, pero tenía los ojos llenos de lágrimas y de miedo.
David se sentó junto a ella mientras le hacía un gesto de saludo a Ainsley. La agente tenía una expresión grave.
– ¿Qué ha ocurrido? -le preguntó a Liz.
– Tengo que quedarme -respondió ella con voz temblorosa-. El juez me ha impuesto la espera de diez días, mientras que la ha pasado por alto para todos los demás.
Se secó las lágrimas que se le habían derramado por las mejillas, pero no sirvió de nada. No podía dejar de llorar.
– Está claro que han conseguido sobornar al juez. Estoy segura. Aprobó sin problemas todas las demás adopciones, pero no la de Liz. Y no sólo tiene que esperar diez días, sino que el juez dijo específicamente que Natasha no puede salir del país -dijo Ainsley.
Liz la miró.
– Eso no lo entiendo. ¿Adonde iba a llevarla? No puedo marcharme sin el visado.
Pero David sí lo entendía. Estaba furioso.
– Lo que ha dicho es que no puedes llevarla a la embajada norteamericana hasta dentro de diez días.
Ante la mirada de confusión de Liz, Ainsley se inclinó hacia ella.
– Se considera suelo americano.
Aquel miserable estaba intentando exponerlas. De aquel modo, Natasha sería un objetivo mucho más fácil.
– ¿Más requisitos? -preguntó.
– Liz tiene que presentarse en el orfanato todos los días -le dijo Ainsley-. Con la niña.
Por supuesto. Eso haría que tuvieran que salir del hotel y serían mucho más vulnerables. Maldito fuera quien estaba detrás de todo aquello.
Él se acercó a Natasha para verle la cara. La niña lo miró con sus enormes ojos azules, con una confianza completa. Tenía tres dedos metidos en la boca y estaba chupándoselos muy contenta.
– Vamos a ponerte a salvo -le prometió al bebé.
– ¿Puedes hacerlo? -le preguntó Liz-. No sé si voy a poder resistirlo durante diez días más. ¿Qué van a intentar?
– No podemos saberlo -respondió David-. Pero tú no tendrás que preocuparte. Voy a ocuparme de todo. Lo primero que haremos será sacarte del hotel. Mientras yo me ocupo de eso, Ainsley, quiero que comiences a seguirle la pista a esa gente.
Ella asintió.
– Hablaré con mis contactos y reuniré toda la información que pueda.
Él sabía lo que estaba pensando. Si conseguían averiguar por qué era tan especial aquella niña, entonces podrían saber quién la quería.
– Te lo agradezco -le dijo a Ainsley.
– Es mi trabajo -respondió ella.
David fijó su atención en Liz, que lo estaba mirando con una mezcla de esperanza y desesperación.
– Vamos -le dijo con suavidad-.Volveremos al hotel para que recojas tus cosas y después iremos a mi casa.
– ¿Allí no me encontrarán?
– No deberían -respondió David. Al menos, durante los primeros días-. A causa de mi trabajo, mi dirección es secreta. Si empiezan a buscarla, encontrarán direcciones falsas que los llevarán por toda la ciudad.
– Está bien -dijo Liz. Se puso en pie y tragó saliva-. Estás siendo maravilloso conmigo.
Él estuvo a punto de repetir lo que había dicho Ainsley sobre su trabajo, cuando se dio cuenta de que era mucho más. Le importaban Liz y Natasha. Quería que estuvieran a salvo porque era lo correcto y porque lo que les ocurriera le concernía.
Si hubiera podido elegir, habría preferido que Natasha y Liz se hubieran marchado en el vuelo de aquella noche, para que llegaran a casa a salvo. Sin embargo, una parte de él no podía lamentar que se quedaran más tiempo en Moscú.
Mientras Liz y David recogían las cosas en la habitación del hotel, Maggie fue a verlos.
– ¿Qué tal estás? -le preguntó a Liz.
Liz no supo cómo contestar a aquella pregunta y se encogió de hombros. Maggie sonrió.
– Sé que todo esto parece abrumador, Liz, pero algunas veces, el juez insiste en que se observe el período de espera. No podemos hacer otra cosa que cumplir el requisito. No quiero que te preocupes. Yo me quedaré contigo hasta que llegue el momento de volver a casa.
– No tienes por qué hacerlo.
– En realidad, sí. Tengo que estar en el orfanato cuando tú te presentes allí cada día -respondió Maggie y miró la maleta vacía que había sobre la cama-. Después de lo que pasó anoche, estaba pensando que quizá deberíamos cambiar de hotel, pero ya veo que te has adelantado.
– Yo me ocuparé del alojamiento de Natasha y Liz durante los próximos diez días -dijo David-. ¿Hay alguna norma en especial para las visitas al orfanato? Preferiría evitar una hora fija.
Maggie frunció el ceño ligeramente. Liz pensó que quizá fuera a protestar, pero en vez de eso, la asistenta social dijo:
– Supongo que podéis ir cuando sea más conveniente para vosotros. Yo estaré allí la mayor parte del día.
– Bien. No quiero seguir unas pautas regulares.
¿Pautas regulares? Liz tuvo la sensación de que se encontraba en una mala película de espías. Todo aquello era demasiado. Tenía ganas de dejarse caer en la cama y taparse la cabeza con la manta. En vez de eso, se obligó a continuar recogiendo sus cosas.
Cuando terminó, Maggie se acercó a ella y le dio un abrazo.
– Estaré aquí si me necesitas -dijo-. He hecho más copias del expediente de Natasha. Tengo una en mi caja fuerte y he llevado otra a la embajada. Por favor, intenta no preocuparte. Esto va a salir bien.
– Lo sé. Gracias.
Liz dijo aquellas palabras porque era lo que se esperaba que dijera, no porque las creyera.
Después de que Maggie se marchara, David puso a Natasha en su cuna. Después tomó a Liz de las manos y la miró a los ojos.
– Dime lo que estás pensando -le pidió.
– No querrás saberlo.
– Sí, quiero.
– No te preocupes. Estoy bien.
– No se te da muy bien mentir.
Ella suspiró.
– Normalmente, eso es una buena cosa.
– Y lo es. Necesito que aguantes durante un par de horas más y después podrás derrumbarte.
Liz tenía la sensación de que sería mejor derrumbarse que aguantar, pero asintió.
– Aquí está el plan -le dijo él-.Vamos a llevar a Natasha a mi apartamento, pero no vamos a ir directamente, por si acaso alguien nos está vigilando. Mientras, uno de mis empleados vendrá aquí y recogerá tu equipaje. Lo llevará a la embajada y yo iré a buscarlo más tarde.
Buenas precauciones, pensó Liz, deseando que no fueran necesarias.
– ¿Y la comida de la niña? -le preguntó.
– La llevarán con el equipaje. No te preocupes por la cuna. Mi casera tiene nietos y ya me ha ofrecido una de las que usa ella. Estará en mi casa cuando lleguemos.
– Bien. Entonces, ¿podemos irnos ya?
– Sí.
Las dos horas siguientes pasaron de una forma borrosa. Tomaron un taxi en la puerta del hotel y cuando llegaron a los alrededores del Kremlin, dejaron el primero y tomaron otro que los llevó a una estación de metro limpia y brillante. Durante el viaje en metro, hicieron dos transbordos y finalmente emergieron en una calle tranquila, flanqueada de árboles, donde los esperaba un coche negro. Subieron al vehículo, que los condujo hasta un aparcamiento subterráneo. Dos tramos de escaleras, un largo pasillo y un viaje en ascensor después y estaban frente al apartamento de David.
Liz miró a su alrededor, confusa.
– No entiendo nada. ¿Cómo hemos llegado aquí? Tu apartamento no tiene aparcamiento subterráneo.
– No.
Él abrió la puerta y le cedió el paso. Después cerró con llave, abrió un panel y tecleó el código que activaba el sistema de seguridad. Liz tuvo la sensación de que había muchas cosas que no eran lo que le habían parecido en un principio.
– ¿Cómo hemos llegado aquí? -repitió.
– Hay un pasadizo subterráneo desde el aparcamiento que está al otro lado del edificio. Lo usaremos mientras estés aquí, para que nadie nos vea entrar ni salir del edificio.
Ella se sintió al mismo tiempo aliviada y exhausta.
– No sé qué pensar.
– No pienses nada.
Él la condujo hasta el dormitorio y abrió una puerta. En vez de ver un armario o el baño, Liz se encontró en un pequeño despacho. Había una preciosa cuna en medio de la estancia.
– Con los saludos de la señora P. -dijo él.
– ¿De quién?
– De mi casera. Ella vigila el edificio. Su madre era norteamericana y ahora la señora R trabaja para la embajada -le explicó David, sonriendo-. Tiene un apellido de verdad, pero yo no sé pronunciarlo. Me dijo que también dejaría un parque infantil para la niña en el salón.
Con Natasha en brazos, David se acercó a Liz.
– Estás agotada. Sé que no has dormido. Voy a llamar a la señora P. y le diré que cuide de Natasha durante la tarde, para que puedas descansar.
Ella quiso protestar, pero no podía formar las palabras. La idea de dormir era demasiado tentadora.
– ¿Estás seguro de que no es una de ellos? -le preguntó.
– Sí. No tienes de qué preocuparte. Yo tengo que volver a la oficina durante unas horas, pero estaré aquí a las siete. ¿Estarás bien?
Liz asintió.
– Bien. Voy a avisar a la señora P. para que la conozcas.
Cuarenta minutos después, David entró de nuevo en su despacho. Allí tenía un recado de Ainsley: una de sus fuentes había averiguado que la policía moscovita había encontrado el cuerpo de una prostituta adolescente flotando en el río. La agente lo estaba esperando en la morgue.
David bajó al aparcamiento y tomó su coche para dirigirse al depósito de cadáveres, un edificio viejo situado en una calle llena de edificios viejos. El interior se había modernizado, pero ninguna remodelación conseguiría nunca borrar el olor de décadas de muerte.
David se encontró con Ainsley en la recepción.
– ¿Qué has averiguado? -le preguntó.
– No mucho. La chica tiene entre quince y diecisiete años. No tiene familia. Encontraron el cuerpo esta mañana. La habían apuñalado. Puede que fuera un cliente enfadado. Mañana le harán la autopsia.
Él la siguió hacia la sala donde se guardaban los cuerpos para reconocer el cadáver. David no había pasado mucho tiempo con Sophia, pero Liz le había hablado con cariño de ella y de cómo la muchacha había cuidado a Natasha en el orfanato. ¿Habría sido aquello algo más que la preocupación de una voluntaria entregada? ¿Era Sophia la madre de la niña y había sido asesinada por aquella relación?
– Ya están preparados -le dijo Ainsley.
Los dos entraron en la sala del depósito. Era una estancia blanca, con una fila de armarios de metal donde se conservaban los cuerpos. Un técnico, un hombre de baja estatura con gafas, miró a su alrededor nerviosamente. Después abrió uno de los armarios y apartó la sábana que cubría el cadáver. La dobló hasta los hombros de la víctima para que su rostro quedara perfectamente al descubierto.
La cara estaba hinchada y los rasgos distorsionados, pero David supo que nunca había visto a aquella chica. Tenía la cara redonda, el pelo rubio y rizado y en su mejilla había una antigua cicatriz.
– No es Sophia -dijo con rotundidad.
Lo cual significaba que posiblemente nunca supieran quién era, ni quién la había asesinado.
Ainsley y él salieron juntos de la morgue. Mientras iban hacia sus coches, ella suspiró.
– ¿Y ahora qué?
– Veamos si podemos encontrar a Sophia. Quizá ella tenga algunas respuestas. Envía a alguien al orfanato para pedirles información sobre la chica y empezaremos a buscar.
– Si es una prostituta adolescente, lo más seguro es que no la encontremos.
– Quizá tengamos suerte.
– ¿Crees que tiene algo que ver? -preguntó Ainsley.
– Creo que sí.
– Está bien. Me pondré a indagar y te avisaré en cuanto sepa algo.
David abrió la puerta de su coche. Volvería a la oficina durante un rato y después se iría a casa, donde lo estaba esperando Liz.
Liz. Había pasado por un infierno y todavía quedaba más. Él estaba decidido a mantenerla a salvo de todo. Incluso de él mismo.
Liz se despertó al oír el sonido de una voz suave cantando en un lenguaje que no reconocía. Se sentó en el borde de la cama y bajó los pies al suelo. Miró el reloj de la mesilla: eran las seis. Había dormido durante dos horas. Lo único que quería era volver a tumbarse y descansar hasta el día siguiente, pero no podía hacerlo.
Se puso en pie y entró en el baño. Después de lavarse la cara y los dientes, se peinó y entró al salón.
La señora P, una mujer diminuta con el pelo gris y los ojos brillantes, estaba sentada en una mecedora, cantándole a Natasha mientras la niña se terminaba el biberón.
La señora P. miró a Liz y sonrió.
– Le he estado contando cuentos de hadas rusos. Son diferentes de los que te contaron a ti. Más oscuros, pero con buenas lecciones para la vida.
Murmuró algo en ruso y dejó el biberón en la mesilla que había junto a la mecedora.
– Qué niña más buena -dijo mientras se ponía a Natasha contra el hombro y le daba unas palmaditas en la espalda-. Es muy lista.
Liz sonrió.
– ¿Y cómo lo sabe?
– Esas cosas se saben, sí.
Natasha dejó escapar los gases de una manera muy poco refinada.
– La pequeña está de acuerdo -dijo la señora P.-. ¿Lo ves? Es muy lista.
La mujer se levantó y le entregó el bebé a Liz.
– He dejado comida en la nevera. El señor Logan no se preocupa mucho de hacer la compra -dijo y sacudió la cabeza con una expresión afectuosa-. Un hombre como él, soltero, necesita una esposa.
No era exactamente algo de lo que Liz quisiera hablar.
– Muchas gracias por cuidar de Natasha. Es usted muy amable.
La señora P. sonrió.
– No es nada. Estoy en el piso de enfrente. Si necesita algo, llame a la puerta. Salvo mis salidas al mercado, siempre estoy en casa.
Se despidió de la niña y de ella y se marchó.
Liz entró en la cocina.
Había un cuenco con manzanas sobre la mesa. En la nevera encontró patatas, carne picada, zanahorias, remolacha, queso y leche. En la panera había una barra de pan.
Liz pensó en los ingredientes que tenía a mano para hacer la cena.
– Evidentemente, no es ocasión para hacer un suflé -le dijo a Natasha-. Tu abuela era rusa, pero mi compañera de habitación durante la universidad era inglesa. Creo que tenemos todos los ingredientes para hacer un pastel de carne.
Una hora después, había elaborado el plato. Lo único que necesitaba era ponerlo en el horno durante una media hora y un par de segundos bajo el gratinador para que el puré de patatas se dorara.
Liz bañó a Natasha y después se sentó en la mecedora con la niña en el regazo. El libro de cuentos de hadas estaba en ruso, pero Liz le enseñó a la niña los dibujos e inventó sus propias historias basándose en las ilustraciones. A las siete y media, el bebé se había dormido.
Liz tenía intención de ponerla en la cuna, pero debió de quedarse dormida también, porque lo siguiente que sintió fue que alguien le estaba acariciando suavemente la mejilla y murmurando su nombre.
A ella le gustaron tanto el roce como la voz y volvió la cabeza hacia la caricia justo cuando un dedo le pasaba por los labios. Aquella caricia sensual hizo que abriera los ojos.
David estaba inclinado sobre ella.
– ¿Qué tal estás? -le preguntó.
– Bien. Mejor -respondió Liz. Se incorporó ligeramente y se dio cuenta de que Natasha estaba dormida sobre sus piernas.
– Yo la llevaré a la cuna -dijo David, mientras tomaba en brazos cuidadosamente a la niña.
Liz se levantó y se estiró. Después entró en la cocina, encendió el horno y se lavó las manos. David llegó unos minutos más tarde. Había dejado su maletín en el salón, pero llevaba una botella de vino.
– Español -dijo-. Uno de mis favoritos. Pensé que podríamos pedir comida a un restaurante y… -se interrumpió al ver cómo ella sacaba la fuente de pastel de carne de la nevera y la metía en el horno.
– No tienes por qué hacerme la cena -le dijo él.
– Tú no has hecho otra cosa que cuidarme desde que llegué a Moscú. Ahora he invadido tu casa. Cocinar es lo menos que puedo hacer.
– Nadie ha cocinado para mí desde hace mucho. No voy a decir que no.
– Me parece bien, porque si rechazaras mi cena me pondría muy rezongona.
– Entonces te daré las gracias y lo dejaremos así -dijo él. Abrió un cajón y sacó el sacacorchos para abrir la botella-. ¿Cómo te sientes?
– Bien, siempre y cuando no piense en lo que está ocurriendo. Si lo pienso, me asusto mucho.
– Entonces, te sugiero que no hablemos de ello esta noche. Vamos a relajarnos. Estás a salvo y nos estamos ocupando de todo. No podemos hacer nada más hasta mañana. ¿Qué te parece?
Ella asintió y después aceptó la copa de vino que él le ofrecía.
– Tenemos treinta minutos hasta la cena -le dijo Liz.
David la condujo al salón, donde se sentaron en el sofá. Liz le dio un sorbo al vino tinto. Era seco, pero un poco dulce y le bajó por la garganta agradablemente.
– No he comido mucho hoy -dijo sonriendo-. No hará falta que beba mucho para emborracharme.
– No me tientes. Me gusta esa idea.
– Pero si no sabes cómo soy bajo la influencia del alcohol… -protestó ella.
– Me encantaría arriesgarme.
Liz se rió. Sí, había peligros acechando en aquella ciudad y problemas que resolver. Pero por el momento, aquella noche se sentía segura y cómoda. Quería disfrutar de cada segundo que pasara en compañía de David.
– Está bien, pero no digas que no te lo advertí.
Él estiró el brazo a lo largo del respaldo del asiento. Estaban muy cerca y su mano se posó en el hombro de Liz. Ella notó que él enredaba los dedos en su pelo.
– Me acuerdo de que pensaba que eras increíblemente guapa -le dijo David-. Cuando me marché, hace cinco años. Recordaba la tarde que pasamos juntos y me decía que no podías ser tan preciosa como yo recordaba. Entonces te vi en aquella fiesta en la embajada y supe que me había equivocado. Eras incluso más bella que la imagen que yo tenía en la mente.
Ella bajó la cabeza.
– Eres muy amable, pero no tienes por qué decirme todo eso.
– ¿No crees que eres atractiva?
– Claro, pero hay mucha distancia entre atractiva y bella.
– Tú eres ambas cosas.
– Gracias.
– Háblame de los hombres de tu vida. ¿Por qué vas a adoptar una hija tú sola?
Ella lo miró con las cejas arqueadas.
– No es una transición muy sutil.
– ¿Tenía que ser sutil?
– No, parece que no -dijo ella y le dio otro sorbo a su vino-. He salido con algunos hombres, pero no he llegado a casarme. Encontrar al compañero perfecto me parece menos acuciante que adoptar a una niña, así que comencé el proceso y aquí estoy.
– ¿Por qué no te has casado?
– Yo podría hacerte la misma pregunta.
– Adelante, siempre y cuando tú respondas la mía.
Liz dejó la copa en la mesa y se volvió hacia él.
– Tengo una lista de razones que siempre le recito a la gente.
– ¿Y alguna es cierta?
– Unas cuántas. Además, satisfacen la curiosidad.
Él asintió.
– Has estado ocupada con tu carrera profesional. Ahora tienes prioridades distintas. No quieres comprometerte y no has conocido a nadie que mereciera lo suficiente la pena.
– Impresionante. Se nota que tú has tenido la misma conversación.
– Mi madre está decidida a verme felizmente casado -admitió él-. Entonces, Liz, ¿cuál es la razón verdadera, profunda, oscura y secreta?
– ¿Y por qué tiene que ser secreta?
– Porque has preparado muchos tópicos para mantener contentas a las masas.
– Realmente, tienes labia.
– Por favor, deja de evadir la cuestión.
Ella nunca hablaba mucho de su pasado, pero tenía ganas de compartir cosas importantes con David. Por algún motivo, le parecía que él iba a entenderlo.
– Mis padres estaban muy enamorados -le dijo-. Eran lo más importante del mundo el uno para el otro. Ahora creo que ellos no deberían haber tenido hijos. Yo sólo era un obstáculo en su camino, algo que les impedía estar a solas juntos.
– Eso es muy duro.
Liz se encogió de hombros.
– No creo que quisieran hacerme daño. Yo siempre tuve a mi abuela y ella me quería por cinco.
– Eso vale mucho -le dijo David.
– Sí. Yo he conseguido superar el pasado y avanzar… más o menos. Mis padres eran buenos, pero lo único que les interesaba era su amor. Entonces, mi padre murió en un accidente de tráfico.Yo tenía siete años y me quedé devastada, pero mi madre…
Liz cerró los ojos mientras recordaba los sollozos descontrolados de su madre, sus lamentos de animal herido noche tras noche.
– Ella nunca lo aceptó, no pudo recuperarse. Finalmente, murió. Los médicos no supieron la causa, pero mi abuela y yo sabíamos que fue porque se le había roto el corazón.
– ¿Es ése tu secreto? -le preguntó él-. ¿Piensas que si te enamoras de alguien será algo tan profundo que no podrás sobrevivir sin él?
Liz nunca lo había expresado con palabras, pero en aquel momento se dio cuenta de que aquél era exactamente el problema.
– Sí. No quiero ser así. No quiero amar demasiado. Quiero tener más cosas en mi vida.
– Pues hazlo. Quiere de una forma distinta. ¿Por qué vas a renunciar a esa parte de tu vida? ¿Porque tus padres se equivocaron?
– Si vas a aplicar la lógica, no quiero tener esta conversación.
– Lo siento -dijo él y dejó su copa de vino junto a la de Liz-. Merece la pena esforzarse por el amor.
– Y lo dice el hombre que vive solo.
– Buena observación.
– ¿Por qué no te has casado tú? ¿Cuál es tu secreto oscuro?
– Que te deseo -dijo él, mientras la atraía hacia su cuerpo y la besaba.