Capítulo 4

David se acercó a ella. Le quitó la copa de vino de la mano, la dejó sobre el mostrador y después besó a Liz. Al primer roce de sus labios, el calor fluyó entre ellos, la pasión explotó y lo único que sintieron fue la desesperada necesidad de estar desnudos, piel contra piel.

Liz abrió los labios y contuvo la respiración, impaciente por saber qué sensaciones le produciría su lengua, cuál sería su sabor, cómo serían sus movimientos y…

Él se hundió en su boca y la fantasía se convirtió en realidad. Liz no había besado a aquel hombre en cinco años, pero recordaba perfectamente cómo era estar junto a él. Parecía que sus cuerpos estaban hechos el uno para el otro. Se abrazaron con fuerza. Él dejó caer la mano desde la barbilla de Liz hasta su cadera y después le agarró las nalgas. Ella se arqueó hacia delante y su vientre entró en contacto con la erección de David. Liz notó que el deseo le encogía las entrañas cuando sintió su excitación.

– Liz… -susurró él y comenzó a besarle la mandíbula y el cuello.

Liz dejó caer la cabeza hacia atrás para dejarle más espacio. Sintió un escalofrío cuando él comenzó a mordisquearle el lóbulo de la oreja y a lamérselo después. Le dolían los pechos y tenía los pezones duros. Estaba ardiendo de pasión.

Cuando él le puso las manos sobre las costillas, ella contuvo la respiración. Entonces, David comenzó a moverse hacia arriba, hacia sus pechos y ella estuvo a punto de rogarle que continuara. Por fin, David cerró la mano sobre sus curvas y a Liz le fallaron las rodillas. Las cosas mejoraron más aún cuando él comenzó a acariciarle ligeramente los pezones. Volvió a besarla y ella abrió la boca al instante, para recibirlo.

Se besaron profundamente, siguiendo con sus lenguas el ritmo erótico de las caricias de David. Era demasiado, pero nunca sería suficiente. Liz lo deseaba como nunca jamás había deseado a un hombre.

Él alzó la cabeza. Al sentir el movimiento, Liz abrió los ojos y lo encontró mirándola. David tenía los ojos oscurecidos por la pasión y sus iris parecían del color de la medianoche. La necesidad hacía que sus rasgos estuvieran tensos.

– Estamos yendo demasiado deprisa -murmuró comenzó a apartarse de ella.

Racionalmente, Liz sabía que deberían detener aquello. Pese a la atracción que sentían, apenas se conocían.

Él comenzó a apartarse. Instintivamente, sin poder evitarlo, Liz lo agarró para que no se separara de ella.

– No pares -le susurró al oído.

– ¿Estás segura?

Ella sonrió y comenzó a desabotonarse la blusa.

– Completamente.

Liz no tuvo ocasión de desabrocharse ni siquiera el primer botón. Él la abrazó, la besó apasionadamente y comenzó a empujarla hacia la cama. Besándose y caminando a la vez, tropezaron contra la mesa, el marco de la puerta y el pequeño escritorio del pasillo. Liz tuvo una breve visión de un espacio abierto y de una enorme cama mientras entraban a la habitación. Segundos después, él ya estaba sacándole la blusa de los pantalones y desabotonándosela.

Mientras David le deslizaba la blusa por los hombros, le besó el cuello y la clavícula, de camino hacia sus senos. A ella se le puso la carne de gallina. Mientras se desabrochaba el sujetador, él siguió besándola y cuando la prenda cayó al suelo, él hundió el rostro entre sus pechos.

El primer roce de su lengua en la piel desnuda hizo que a Liz se le cortara la respiración. El segundo hizo que gimiera. Y cuando él atrapó su pezón entre los labios y succionó, ella tuvo que hacer un esfuerzo por no gritar.

Se colgó de él, incapaz de hacer otra cosa que no fuera perderse en aquel momento. Tenía el cuerpo hinchado de impaciencia y de repente, quiso estar en la cama, con David dentro de ella.

Parecía que él le leía el pensamiento. La empujó suavemente hacia atrás y comenzó a quitarle el cinturón.

– Yo me encargaré de eso -dijo Liz, con una carcajada ahogada-. ¿Por qué no te ocupas de ti mismo?

En menos de un minuto, ambos estaban desnudos. Se acercaron a la cama con movimientos sincronizados, como si lo hubieran hecho cientos de veces. Liz se dejó caer en el colchón y David se tumbó a su lado. Él comenzó a acariciarle los pechos, el vientre y después más abajo, entre las piernas. Estaba tan caliente y húmeda que él dejó escapar un gruñido de excitación. La besó mientras exploraba sus secretos. En menos de cinco segundos, encontró el punto del placer y comenzó a juguetear con él. Y en menos de dos minutos, ella estaba tensa y jadeante.

Liz notaba que se acercaba al climax y se obligó a abrir los ojos.

– Entra en mí -le susurró.

David asintió. Sacó un preservativo del cajón de la mesilla, se lo puso y se colocó entre sus muslos.

Ella lo guió hacia su interior.

David la llenó hasta que ella dejó escapar un jadeo. Entró y salió hasta que sus cuerpos se adaptaron. En instantes encontraron el ritmo perfecto y los dos comenzaron a respirar entrecortadamente.

Liz se agarró a sus caderas para clavarlo más y más en su cuerpo. El orgasmo la tomó por sorpresa. En un segundo, lo estaba alcanzando y al segundo siguiente no podía hacer otra cosa que sentir las ondas y contracciones interminables del placer mientras su cuerpo se rendía. David se quedó sin aliento y después soltó un gruñido. Comenzó a embestir con más y más fuerza, haciendo que el goce de Liz se prolongara hasta que él mismo se estremeció y se quedó inmóvil.

Las dudas llegaron al poco tiempo. En cuanto David se retiró y se tumbó boca arriba, a su lado, Liz tuvo la sensación de que acababa de cometer un gran error.

Apenas conocía a aquel hombre y se había ido a la cama con él. ¿Qué le ocurría? Se sentía expuesta y vulnerable.

– ¿Estás bien? -le preguntó él.

Ella lo miró y vio la preocupación reflejada en sus ojos. Sin embargo, no pensó en decirle la verdad.

– Claro, muy bien, ¿y tú?

– Yo también.

Siguió un silencio embarazoso. Liz se sentó en la cama y miró a su alrededor.

– Debería vestirme…

Lo que quería hacer era irse de allí, pero no sabía cómo decirlo sin que sonara demasiado mal. Recogió su ropa y se la puso. Él se vistió también. Cuando terminaron, se miraron a la luz del atardecer.

– Voy a hacer la cena -dijo David.

Liz tragó saliva.

– No tengo demasiada hambre. Ha sido un día muy largo y creo que todavía estoy agotada por el desfase horario.

Él siguió mirándola, pero no dijo nada.

Ella se cruzó de brazos.

– Lo he pasado muy bien. Quiero decir que… es evidente que nos compenetramos bien en la cama. Es sólo que…

– ¿Demasiado deprisa?

Liz asintió.

– Más o menos. Creo que nos hemos dejado llevar.

Era más que eso. Tenía miedo. Sabía que quería huir porque si se quedaba, existía el riesgo de que conectaran aún más y ella no quería. No quería enamorarse. Sabía lo que ocurriría después. El amor significaba muerte y ella tenía una niña por la que vivir.

– Vamos -le dijo él, tomándola de la mano-. Te llevaré a casa.

No hablaron durante el trayecto. Liz no sabía si disculparse y decirle que sería mejor que no volvieran a verse, o preguntarle si tenía planes para la noche siguiente. Estaba cansada, confusa y aún sentía el cosquilleo de las relaciones sexuales en el cuerpo. Nunca se había encontrado en una situación así.

Cuando David detuvo el coche frente al hotel, ella agarró la manilla de la puerta.

– No tienes que salir -le dijo.

– ¿Estás bien? -le preguntó David.

Ella sonrió.

– Sí.

David estudió su rostro con atención.

– No debería haber precipitado las cosas.

– No lo has hecho. He sido yo la que te lo ha suplicado, prácticamente. Los dos estábamos… supongo que ha sido la química. Eso pasa a veces. Buenas noches.

Ella salió del coche y David la observó hasta que entró en el hotel. Después recorrió la calle marcha atrás. No podía arrepentirse de lo que habían hecho, aunque deseara que las cosas hubieran terminado de una manera distinta. Liz era muy especial.

Pero quizá aquello fuera lo mejor. No tenía sentido continuar con una relación que estaba destinada a romperse. ¿Para qué iba a correr el riesgo de enamorarse si sabía que ella se alejaría de él en cuanto supiera que David Logan no era la persona que ella creía? Enamorarse no era una buena opción. Ni en aquel momento, ni nunca.


Everett Baker pagó la comida en la barra y salió con la bandeja hacia la zona de mesas de la cafetería del Hospital General de Portland. Era casi la una y casi todas las mesas estaban ocupadas por empleados del hospital o por familiares de los pacientes.

Vio un grupo de médicos junto a uno de los ventanales, a una familia cerca de la puerta y junto al ventanal sur, a cuatro enfermeras compartiendo mesa.

Intentó no mirar, pero no pudo evitarlo al oír reírse a las cuatro mujeres. Nancy Alien era la que se reía con más intensidad. Al percibir aquel sonido, Everett sintió una opresión en el pecho. Ojalá pudiera acercarse a aquella mesa y sentarse en una silla. Ojalá aquellas mujeres lo saludaran como a un viejo amigo, mientras Nancy le dedicaba aquella sonrisa tan especial que tenía. Él quería poner su bandeja junto a la de ella, mirarla a sus preciosos ojos castaños y que Nancy le dijera lo mucho que lo había echado de menos.

Sin embargo, nada de aquello iba a ocurrir. Nancy Alien no sabía que él estaba vivo.

Everett se volvió y encontró una pequeña mesa junto a la pared. Dejó su bandeja y se sacó un libro del bolsillo trasero del pantalón. Leería mientras comía, como siempre. Solo. Deseando que las cosas fueran distintas, pero sin saber cómo cambiarlas.

Abrió el libro por la página en la que se había quedado y comenzó a leer. Al mismo tiempo, tomó su sandwich y le dio un mordisco. Sin embargo, aquel gesto diario no consiguió reconfortarlo. No podía concentrarse en la lectura mientras siguiera oyendo aquella risa que provenía del otro lado de la cafetería.

Le lanzó otra mirada furtiva a Nancy. Era muy guapa. Tenía el pelo castaño y era alta y delgada. Algunas veces, cuando se permitía el lujo de fantasear con ella, pensaba que harían una pareja estupenda.

Que ella era el tipo de mujer que haría que al caminar, un hombre pareciera más alto, más orgulloso. Con ella, él se sentiría… especial.

Nancy alzó la vista y lo sorprendió mirándola. Everett desvió la mirada rápidamente y se concentró en el libro. No quería que ella supiera que le gustaba, que pensaba en ella. No quería que Nancy sintiera lástima por él.

Intentó perderse en la novela que estaba leyendo, pero las palabras estaban borrosas y el sandwich estaba seco.

Ojalá todo fuera diferente. Ojalá él fuera como los médicos que trabajaban en el hospital, que siempre sabían qué decirles a las mujeres que conocían. Había intentado ensayar unas cuantas frases, pero todas le sonaban estúpidas. En realidad, se le daban mucho mejor los números que las personas. Pero si las cosas fueran distintas…

– Hola.

Asombrado, Everett alzó la vista desde el libro. Nancy Alien estaba junto a su mesa.

– Eh… hola.

Ella sonrió y le señaló la silla vacía que había frente a él.

– ¿Te importa que me siente?

– Eh… por favor.

Ella se sentó y lo miró.

– ¿Trabajas en el hospital o en Children's Connection? Te he visto más veces por aquí.

Él se quedó contemplándola. Observó que sus ojos castaños tenían el brillo del sentido del humor. Sus labios llenos se curvaban suavemente y el pelo le resplandecía cuando movía la cabeza. ¡Dios, era muy hermosa! Perfecta. Y acababa de hacerle una pregunta.

– ¿Có… cómo dices?

Ella sonrió y se inclinó hacia él.

– Bueno, ahora deberías decirme que tú también me has visto por aquí, o me sentiré muy tonta.

– Oh, claro. Claro. Por supuesto que te he visto.

Ella se ruborizó y bajó la cabeza. Después le sonrió.

– Me alegro, porque venir hasta aquí a hablar contigo me ha costado reunir mucho valor y si te he molestado…

– No, no. Por favor. Es estupendo que hayas venido.

Entonces le tocó a él avergonzarse. No podía creer que aquello estuviera sucediendo. Que ella estuviera sentada allí, hablando con él.

Ambos se quedaron en silencio y él se estrujó desesperadamente el cerebro en busca de algo que decir. Cualquier cosa. Quería hacerle un cumplido, conseguir que se sintiera especial, hacerle saber que era la mujer más asombrosa que hubiera conocido nunca. Sin embargo, las palabras se le quedaron atascadas en la garganta.

Ella ladeó la cabeza.

– Podríamos comer juntos algún día.

El alivio que sintió Everett estuvo a punto de hacer que se mareara. Claro. ¿Por qué no se le había ocurrido a él?

– Buena idea. Me gustaría mucho.

– Bien. Lo haremos -dijo Nancy. Miró su reloj y dejó escapar un suspiro-. Bueno, tengo que volver a mi planta. ¿Nos veremos pronto?

– Claro. Por supuesto.

Ella se levantó y le tendió la mano.

– A propósito, me llamo Nancy Alien. Soy enfermera de la planta de maternidad.

Él ya lo sabía, pero no se lo dijo. No quería que ella pensara que era algún tipo repulsivo que la había estado espiando.

Everett se puso de pie y le dio la mano. La piel de Nancy era suave y cálida y él sintió una punzada de deseo.

– Everett Baker -dijo él-. Soy contable de Children's Connection.

– Un hombre con cabeza para los negocios. Eso me gusta.

Él sonrió, porque hablar le resultaba casi imposible.

– Nos veremos por aquí, Everett -le dijo ella, mientras le soltaba la mano y se dirigía hacia la puerta.

Él la vio marcharse y entonces, lentamente, volvió a su silla. La cabeza le daba vueltas. Nancy había hablado con él. Parecía que le caía bien. ¡Aquél iba a resultar el mejor día de su vida!


Liz se sentó en una mecedora y sostuvo a Natasha contra el pecho. Inhaló el olor a polvos de talco y a piel de bebé e hizo todo lo que pudo por atesorar aquel momento. Al mirar los ojos azules y grandes del bebé se sentía relajada y pensaba que todo era posible. Incluso su cerebro se había tranquilizado después de casi quince horas de dar vueltas y preocuparse.

No debería haberse acostado con David. La experiencia había sido asombrosa, pero las cosas se habían vuelto difíciles después y ella sólo había querido esconderse. Él se lo había permitido y cuando ella había llegado a su habitación del hotel, había comenzado a echarlo de menos y a arrepentirse de haberse escapado a la menor señal de miedo, pero qué otra cosa iba a hacer si…

¡Alto!

Se obligó a calmarse. En realidad, no parecía que el cerebro se le hubiera calmado demasiado. Entre el deseo de ver a David de nuevo, la certidumbre de que sería mejor no verlo y la preocupación por Natasha, apenas había dormido.

– Pero estoy aquí contigo -le dijo a la niña- y ésa es la mejor parte de mi mundo.

Sophia entró en la guardería. La muchacha llevaba el pelo recogido y tirante y tenía ojeras, como si ella tampoco hubiera dormido.

– Buenos días -le dijo Liz con una sonrisa-. ¿Estás bien?

– Sí, gracias -respondió Sophia y le acarició la mejilla a Natasha-. Se acuerda de usted, de ayer.

– Eso espero. Está despierta, pero muy tranquila.

– Es muy buena. Algunos bebés lloran durante todo el día, pero ella no.

– Me han dicho que has pasado mucho tiempo con ella -dijo Liz.

– Con ella y con los demás. Me gusta estar con los bebés -respondió Sophia. Después, apretó los labios.

¿Por qué? Liz no sabía lo que estaba pensando y no estaba segura de si debía preguntárselo.

– Sophia, ¿cuántos años tienes?

– Diecisiete.

Parecía más pequeña.

– ¿Tienes familia por aquí?

– No. En el campo. Hay un trayecto largo en tren -respondió la chica y tocó la manta que envolvía al bebé-. A ella le gusta que la tomen en brazos después de comer y le gusta tomar el sol. Y que le canten.

– Has sido muy buena con ella -dijo Liz y sonrió-. La vas a echar de menos.

Sophia se encogió de hombros.

– Hay muchos bebés en Moscú. Bebés sin familia. Vendrán otros que ocuparán su lugar. Estarán solos y tristes. El mes pasado hubo unos mellizos. Se marcharon a América. Natasha tendrá una vida mejor allí, ¿verdad?

– Sí.

Liz estaba decidida a conseguirlo.

– Entonces, todo es perfecto.

La muchacha sonrió y se dio la vuelta, pero no antes de que Liz viera que tenía los ojos llenos de lágrimas. A Liz se le encogió el corazón. Debía de ser horrible encariñarse con aquellos bebés y después ver cómo otra persona se los llevaba a otro país. ¿Sería suficiente la promesa de una vida mejor?

Liz no pudo evitar pensar en Sophia. ¿Dónde vivía y qué hacía cuando no estaba ayudando en el orfanato? ¿Realmente tenía familia o aquella muchacha estaba completamente sola?

Liz pasó casi todo el día con Natasha. Mientras la niña dormía, ella asistió a una reunión en la que Maggie Sullivan les explicó el resto del proceso de adopción y les habló de lo que Liz y los otros padres adoptivos podrían esperarse del resto de su estancia en Moscú.

Poco después de las cuatro, Liz recogió las escasas pertenencias del bebé y las metió en una bolsa. Aquélla sería su primera noche como madre. Se colgó la bolsa del hombro, tomó a Natasha en brazos y se encaminó hacia las escaleras. Miró a su alrededor en busca de Sophia, pero la adolescente había desaparecido después de comer y no había vuelto.

Durante el corto trayecto hacia el hotel, Liz hizo lo imposible por convencerse de que todo iría bien. Cuando llegaron, se acercó a la silla de Natasha e intentó desabrochar el cinturón de seguridad. Era Maggie quien lo había abrochado para sujetar la sillita de Natasha al asiento del coche y en aquel momento, era Liz la que tenía que desentrañar el complicado sistema de hebillas. En aquel momento, Natasha comenzó a gimotear y después, a llorar. Liz no estaba segura de si la niña se quejaba porque tenía hambre o porque se le habían mojado los pañales. De repente, no se acordaba de cuándo le había dado de comer a Natasha por última vez. ¿Había sido a las dos o a las cuatro?

Aquella información la tenía en la bolsa de los pañales, pero eso no servía de nada. Mientras luchaba por levantar la sillita de Natasha con el bebé dentro, sosteniendo al mismo tiempo la bolsa con las cosas de la niña y su propio bolso, sintió un mar de dudas. Los gritos de Natasha se intensificaron.

– Shh -le dijo Liz, mientras caminaba hacia el hotel-. No pasa nada, cariño. Estás bien. Yo estoy contigo.

Las noticias no impresionaron mucho al bebé, que siguió llorando. Liz estaba cada vez más desanimada. Sólo llevaba media hora a solas con Natasha y ya había fracasado.

Justo entonces, la puerta se abrió y alguien extendió las manos para tomar la silla.

Liz se quedó boquiabierta. Sin dar crédito, se quedó mirando fijamente el rostro atractivo y sonriente de David Logan.

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