Casi cinco años más tarde
Normalmente, David Logan evitaba los eventos sociales de la embajada. Su trabajo requería que estuviera presente en muchos cócteles y en muchas fiestas en las que debía vigilar a gente peligrosa, o extraer información sin que la persona en cuestión se diera cuenta. Las conversaciones ya no le parecían relajantes ni divertidas. Lo estimulaba más un buen secuestro encubierto o la liberación de un prisionero.
Sin embargo, aquella noche era distinta. Aunque era su día libre, se encontraba asintiendo amablemente a la gente a la que había visto en aquellos eventos muchas veces y dándole conversación a las esposas de los empleados. Incluso mientras hablaba de béisbol con un operativo de seguridad de la embajada británica, mantenía la atención fija en la multitud que circulaba por la sala. Habían invitado a un grupo de casi treinta turistas norteamericanos a la celebración de aquella noche, incluyendo a una tal Elizabeth Duncan de Portland, Oregón.
Liz, por fin, había ido a Rusia.
David sabía que su visita no tenía nada que ver con él, porque no habían tenido contacto desde que se habían separado, el mismo día en el que él había tomado el vuelo hacia Moscú. Sin embargo, él había ido a aquella fiesta para verla. Quería observarla, hablar con ella y averiguar en qué había cambiado y en qué seguía siendo la misma.
Era extraño, pero después de todos aquellos años, recordaba perfectamente el día que habían pasado juntos. Aunque no estaba dispuesto a admitir que había sido ella la que había huido, sí reconocía cierto interés. Nunca había podido olvidarla. ¿Podría decir ella lo mismo con respecto a el?
David terminó su conversación con el británico y se dirigió hacia la barra. Mientras atravesaba la gran estancia, miró hacia la puerta y vio al grupo de americanos. Algunos eran turistas, otros habían ido a Moscú a adoptar niños y otros estaban allí por trabajo.
El grupo se separó y entonces, captó la visión de una bella pelirroja que llevaba un vestido negro. No estaba lo suficientemente cerca como para ver el color de sus ojos, pero David los recordaba bien: verdes. Y también recordaba su curiosidad, su sentido del humor y su energía.
– Champán -le dijo al camarero-. Dos copas, por favor.
Después de tomar las copas, se dirigió hacia el grupo.
Liz estaba charlando con una pareja. Llevaba el pelo recogido en un moño, de forma que su cuello desnudo quedaba expuesto a la vista. David quería acercarse a ella, tanto como poder acariciarle la piel blanca con los labios. Y también quería hacer más cosas. Los delgados tirantes de su vestido ofrecían muchas posibilidades.
– Tranquilo, muchacho -murmuró mientras se acercaba. Se estaba comportando como si no hubiera estado con ninguna mujer desde que se había separado de Liz y aquello no era cierto. Había estado con muchas. Sin embargo, ninguna había sido como ella.
– ¿Liz?
Dijo su nombre suavemente. Ella le estaba dando la espalda y cuando oyó que la llamaban, se quedó inmóvil. Después se volvió con lentitud.
Aquello le dio tiempo a David para ver su perfil y después su rostro. El buen humor, la sorpresa y la emoción bailaban en sus grandes ojos verdes. Sonrió, dándole la bienvenida y el calor estalló entre ellos.
– David Logan -dijo, con la voz exactamente tal y como él la recordaba-. Me estaba preguntando si todavía estarías paseando por los pasillos del Departamento de Estado en Moscú.
Había pensado en él. Aquella noticia lo satisfizo mucho más de lo que hubiera debido.
David le entregó la copa de champán.
– Aquí estoy -le dijo-. Bienvenida a Moscú.
Liz tocó suavemente la copa de David con la suya y después le dio un sorbo al champán.
– Gracias -dijo-. ¡Oh, permíteme que te presente a…!
Miró hacia atrás y vio que la pareja con la que había estado hablando se había retirado discretamente hacia los demás invitados. Liz se volvió de nuevo hacia él.
– Supongo que tendré que dejar las presentaciones para más tarde.
– Como quieras.
A él no le importaba volver a hablar con nadie más. Liz era la persona que le interesaba.
– Ha pasado mucho tiempo -le dijo.
– Casi cinco años -respondió ella, con una sonrisa-. Mmm… quizá no debería haber admitido que he contado el tiempo. ¿Parece que estaba anhelando este momento?
– No. ¿Lo anhelabas?
Ella sonrió aún más.
– No durante todo el tiempo. ¿Y tú?
– Cuando vi tu nombre en la lista de invitados, supe que tenía que venir a verte.
– Pues aquí estoy.
Él observó su elegante vestido, que trazaba con precisión las magníficas curvas de su cuerpo y se deslizaba hasta sus tobillos. Ya no llevaba aros en las orejas, sino unos pendientes de diamantes. David reconoció la marca de su reloj y el aire de seguridad que desprendía.
– Has tenido éxito -le dijo.
– En mi pequeño mundo, sí. Pero no tanto como para que me persigan los paparazzis.
– ¿Y quieres que lo hagan?
Ella se rió.
– Pues claro que no. Sólo he querido decir que el éxito es relativo. He ganado unos cuantos premios, he agradado a unos cuantos clientes bien situados y he conseguido buenos ingresos.
– Bien. ¿Todavía vives con los jugadores de fútbol?
– No. Ahora vivo sola, lo cual es mucho mejor. Cuando aquellos dos se peleaban, se ponían imposibles.
No se había casado. David se dijo que aquella información no debería importarle, pero aun así, le gustaba saberlo.
– ¿Y tú? ¿Cómo te va el trabajo de espía?
– He estado mejorando la tinta invisible.
– ¿Y qué tal funciona?
– Muy bien. Pero mi trabajo desaparece siempre.
– Eso puede ser un gran problema.
David seguía siendo el mismo, pensó Liz alegremente. Encantador, agradable… pero parecía distinto. Más duro, más fibroso, más peligroso. Sus ojos oscuros contenían secretos. Estaba haciendo bromas sobre la tinta invisible, pero ella sospechaba que la verdad de su trabajo haría que se estremeciera de miedo.
Él le rozó el brazo y ella sintió que el calor de aquel roce le recorría el cuerpo hasta los dedos de los pies.
– ¿En qué estás pensando? -le preguntó David-. Te has puesto muy seria de repente.
Ella apretó la copa e intentó relajarse.
– En ti. Cuando estaba preparando mi viaje, me preguntaba si estarías aquí. Pensé en buscarte, pero… -Liz se encogió de hombros-. Sólo fue una tarde…
Él la miró fijamente a los ojos.
– Fue mucho más que eso.
A Liz se le encogió el estómago. Para ella también había sido mucho más.
– A veces pensaba que me lo había imaginado todo -admitió-. Que en realidad, no habíamos conectado tan rápidamente.
– Fue real.
David se acercó un poco más a ella. Lo suficiente como para que a Liz se le entrecortara la respiración y pensara en besarlo, en acariciarlo y en que él la acariciara, en todas las habitaciones vacías de aquella enorme embajada y en cómo podrían…
Liz se apartó aquellas ideas de la cabeza y respiró profundamente. Había llegado la hora de pensar con claridad.
– Bueno -dijo, intentando hablar en tono alegre-. ¿Y cómo está la señora Logan?
Él se rió.
– Mi madre está bien. Muy ocupada con sus proyectos benéficos. Me acordaré de decirle que has preguntado por ella. Estuvo aquí hace unas semanas. Mis padres me visitan un par de veces al año. Hacía mucho frío y llovió durante su visita, pero tú has venido en una buena época.
El tiempo de Moscú parecía un tema seguro.
– Me alegro. Espero tener tiempo de ver unas cuantas cosas mientras estoy aquí.
– ¿Estás buscando un guía?
– Quizá. ¿Conoces a alguien?
– A un tipo estupendo.
– ¿Habla ruso e inglés? -le preguntó ella.
– ¡Oh, claro que sí! Y también chapurrea alemán y podría deslumbrarte en francés.
– No es fácil deslumbrarme.
– Pues él está a la altura de la tarea.
– ¿De veras?
– Te lo prometo.
Estaban hablando de algo más que de una excursión de la ciudad, pensó Liz, con excitación y nerviosismo.
– Quizá pudieras darme su número de teléfono.
– Creo que te lo voy a presentar yo mismo. Así todo será mucho más personal. ¿Cuánto tiempo tienes para conocer la ciudad?
Liz tomó un sorbo de champán y se dio cuenta de que David no tenía ni idea del motivo por el que ella estaba en Moscú. ¿Cambiaría las cosas aquella información? Una pregunta tonta. Claro que sí.
– Tengo un par de días antes de que las cosas se compliquen -respondió-. No he venido de vacaciones. Estoy con el grupo de Children's Connection.Voy a adoptar a una niña.
La expresión de David no cambió, ni su lenguaje corporal y aquellas señales le dieron a entender a Liz que no debería jugar nunca al póquer con él.
– ¿No trabajabas para ellos cuando nos conocimos? -le preguntó David.
– Sí. Les hice los dibujos para su folleto.
– Y ahora vas a adoptar a una niña con su ayuda. Mi familia apoya lo que hacen. Ésa es la razón por la que mis padres vinieron. Bueno y también a visitarme.
– Qué irónico que nos conociéramos por Children's Connection y ahora nos hayamos reencontrado por ellos.
– Recuérdame que les envíe una nota de agradecimiento.
Liz aún no sabía lo que él estaba pensando. Era muy frío. ¿Acaso no tenía preguntas que hacerle?
– ¿Quieres hacer algún comentario sobre mi decisión de adoptar una niña? -le preguntó.
Él continuó estudiando atentamente su rostro.
– Es una decisión interesante para una mujer soltera -dijo David.
– Es cierto. Hay muchas razones. Tengo una buena situación económica y puedo permitirme el lujo de cuidar de un bebé. Además, mi horario es flexible.
– La mayoría de las mujeres prefieren esperar a tener un marido y un hogar.
– Cierto. Yo ya tengo un hogar, pero no tengo intención de esperar a un marido.
Casarse implicaba enamorarse y Liz no sentía demasiada inclinación por hacerlo. En su experiencia, el amor era algo demasiado caro y ella no quería pagar el precio.
– Aunque es posible que esta pregunta sea demasiado personal, ¿por qué no tienes un hijo propio? -le preguntó él.
– Seguramente no lo recuerdas, pero a mí me crió mi abuela.
– Claro. Era rusa.
– Me impresiona que te acuerdes.
– Es lo de ser espía. Nunca se me olvida ningún detalle.
Pese a que su conversación estaba siendo relativamente seria, Liz sonrió.
– Sigues siendo muy guapo y encantador. No me puedo creer que nadie te haya atrapado.
– Quizá no haya estado disponible.
– Ellas se lo pierden.
Y lo decía en serio. Era posible que no estuviera interesada en el matrimonio, pero aquello no significaba que no apreciara el atractivo de David.
Él se terminó la copa de champán.
– Tu abuela era adoptada -dijo.
– Exacto. Después de la Segunda Guerra Mundial, la llevaron a Estados Unidos. Ella y yo hablamos de lo difícil que había sido su vida antes. Quizá la semilla se plantara en aquellos momentos. Cuando hice el folleto para Children's Connection, me enteré de que tenían un programa de adopciones internacionales. Entonces no era factible, pero finalmente me di cuenta de que era algo que quería hacer.
David le puso la mano en la espalda y la guió hacia un pequeño sofá junto a una ventana, en un rincón tranquilo. Cuando Liz estuvo sentada, él se sentó a su lado, inclinando el cuerpo hacia ella.
– ¿Ha sido un proceso difícil? -le preguntó.
– Bueno, ha habido mucho papeleo. He tenido que pasar ciertos exámenes para obtener aprobaciones en distintos campos y documentos. Le hice una visita inicial a Natasha, la niña, hace un mes. Sólo estuve aquí un par de días. Pensé en intentar encontrarte, pero…
– Tenías muchas cosas que hacer -dijo él y le acarició el dorso de la mano con los dedos.
– Sí.
Sin embargo, Liz tenía que admitir que la única razón no había sido que estuviera tan ocupada. También había sido cautelosa. Le había costado una cantidad de tiempo absurda olvidar a David cinco años antes y no quería la distracción que supondría tener que tratar con él en aquel momento.
Sin embargo, allí sentada a su lado, consciente de su calor, de la esencia de su cuerpo y de cómo había hecho que se le acelerara el corazón, sabía que se había preocupado con motivo. Aquel hombre la volvía loca.
– Tenía muchas dudas con el proceso de adopción y sobre lo que estaba haciendo -admitió-. Me preguntaba si no estaría loca por volar al otro lado del mundo para adoptar a una niña. Pero entonces, cuando tuve a Natasha en brazos, supe que era exactamente lo que había estado esperando durante toda mi vida.
– Parece algo muy especial.
– Lo fue. Y ahora, he vuelto para hacer la segunda visita, la definitiva. Según marche el proceso, estaré en Moscú varios días o varias semanas. Después me la llevaré a casa.
– ¿Y cuándo comienza todo?
– Iré al orfanato pasado mañana. Hasta ese momento, estaré libre.
– ¿Eso es una invitación?
– ¿Te interesa?
– Por supuesto.
Al día siguiente, David salió de su oficina un poco después de las diez de la mañana. Había ido a resolver unos cuantos problemas apremiantes y después se había tomado el resto del día libre para enseñarle Moscú a Liz.
Mientras bajaba las escaleras hacia el garaje para recoger su coche, pensó que Liz era un problema. Bella, seductora y no para un tipo como él. Sin embargo, querer y no tener era una experiencia única y él estaba dispuesto a soportarla por el momento.
Había aparecido de repente y con una sorpresa: adoptar a una niña. Aquél era un gran cambio. Cinco años antes, Liz estaba concentrada en abrirse paso en su profesión. Sin embargo, parecía que aquél ya no era el caso.
Los dos habían cambiado, pensó David mientras entraba a su Fiat verde y arrancaba el motor. Sabía que los cinco años anteriores lo habían cambiado de muchas maneras de las que no podía hablar. Todavía quedaban lugares oscuros en la federación rusa y él había estado en casi todos ellos.
El trayecto hasta el hotel duró menos de veinte minutos. Cuando llamó a la puerta de su habitación, ella abrió sonriendo.
– Has sido muy puntual. Me dijiste que quizá no pudieras escaparte fácilmente del trabajo.
– Tenía una buena motivación -le dijo él y le dio un beso en la mejilla.
Liz olía a jabón y a flores y llevaba el pelo suelto. Se había puesto unos pantalones vaqueros y una camiseta amarilla un poco ajustada. David supo que estaría distraído todo el día.
– ¿Estás preparada?
– Sí. ¿Cuáles son los planes? -le preguntó ella.
– ¿Viste mucho de la ciudad cuando estuviste aquí?
Ella rebuscó la llave de la habitación en su bolso. Después cerró y lo siguió por el pasillo.
– Casi nada. Entre el desfase horario y conocer a Natasha, apenas me moví. Por eso he venido un poco antes esta vez, para poder ver algo de la ciudad y estar más relajada.
Él la guió hacia las escaleras.
– Vas a adoptar a una niña. ¿Cómo vas a poder estar relajada?
– Buena observación. Básicamente, soy una turista que no sabe nada y que ha visto menos aún.
Él le dio la mano.
– Entonces, confía en mí. Te enseñaré lo más importante y haré que tengas una idea general de la ciudad y después te llevaré a un lugar que nunca olvidarás.
– Estupendo.
Él la acompañó hasta un pequeño coche verde, aparcado al final de la calle. Mientras se ponían en marcha, Liz sintió un escalofrío de emoción. Estaba más lejos de casa que nunca, en compañía de un hombre guapo, comenzando una aventura que iba a cambiar su vida. ¿Qué podría ser mejor que aquello?
– Cuéntame cómo es vivir aquí -le preguntó mientras tomaban una curva y salían a una avenida llena de tráfico-. ¿Tienes mucho contacto con los rusos?
– Lo intento. Cuando llegué aquí, sabía mucho en teoría, pero no tenía práctica con otra cultura -respondió David y le lanzó una sonrisa-.Ahora soy prácticamente un nativo.
– Seguro que sí. Dime algo en ruso.
Él la complació con una larga frase y ella le guiñó un ojo.
– Muy bien, ¿qué has dicho?
– Que éste es el día perfecto para pasarlo con una mujer bella. Después he dicho algo sucio que no puedo repetir.
Ella se rió.
– Me parece muy bien. Entonces, cuéntame cosas de la gente de esta ciudad.
– Son acogedores y amables, incluso con los extraños. Sobre todo con los extraños. Cuando vas a casa de alguien, siempre hay mucho vodka y platos y platos de comida. Los invitados llevan un regalo. La gente es muy leal a su cultura y a su historia. Los rusos prefieren sus propias marcas. ¡Ah! Y cuando lleves flores, lleva siempre un número impar. Aquí nadie quiere una docena de rosas.
– Interesante.
Cruzaron un río muy ancho y David comenzó a señalarle diferentes edificios. Había museos, teatros y más iglesias de las que ella hubiera creído posible, cada una más preciosa que la anterior.
– La embajada americana -dijo él, señalando hacia la izquierda-. Estuviste aquí anoche.
– Es el lugar al que debo correr si me meto en problemas, ¿no? -preguntó Liz con una suave carcajada.
– Por supuesto. No lo dudes ni un segundo. Si ocurre algo, ven aquí.
Lo dijo con tanta vehemencia que Liz se estremeció.
– ¿Es que quieres asustarme?
– Sólo quiero que estés a salvo. La vida es muy diferente aquí que en Portland y debes tenerlo en mente.
– No te preocupes. Aparte de esta excursión, no haré otra cosa que ir y volver al orfanato para estar con Natasha. Dudo que vaya a tener problemas con eso.
– Bien.
Continuaron recorriendo la ciudad mientras él le enseñaba diferentes zonas. Finalmente, aparcaron y comenzaron a caminar.
Aquél era un precioso día de junio, soleado y de temperatura agradable. David la llevó a una zona turística donde había gente de todo el mundo. Reconoció algunos de los idiomas que oyó, pero no todos.
– ¿Te gusta vivir aquí? -le preguntó.
– Sí.
– ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?
– No lo sé con seguridad. Ya he alargado mi estancia dos veces. Podría volver a Estados Unidos si quisiera.
– ¿Y quieres hacerlo, o el trabajo de espía es demasiado bueno?
Él le tomó la mano y entrelazó los dedos con los suyos.
– Me gusta esto de ser James Bond. Funciona muy bien con las mujeres.
– Como si tú necesitaras ayuda en eso -respondió Liz y lo miró por el rabillo del ojo-. En serio, David, tú no eres un espía, ¿verdad?
– Trabajo para el Departamento de Información.
– ¿Y?
– Y esto es lo que quería que vieras.
Dejó de caminar y señaló hacia la derecha. Liz estaba a punto de quejarse porque él no había respondido de verdad a su pregunta, cuando se volvió y vio la estructura más asombrosa que había visto en su vida.
El edificio era muy grande, una masa de colores y de cúpulas de diferentes formas. Algunas partes le resultaban familiares, como si lo hubiera visto en fotografías o en la televisión.
– La catedral de San Basilio -dijo David-. Fue construida en el siglo XVI por Iván el Terrible. Se dice que ordenó que dejaran ciegos a los arquitectos cuando terminaron, para que no pudieran volver a hacer una iglesia tan bella nunca más.
– Ese hombre se ganó el título.
– De todas las formas imaginables.
David la acompañó hacia la iglesia. Liz no podía creer lo maravilloso que era el interior, desde las flores pintadas en las paredes hasta todos los iconos. Algunas partes del templo estaban en proceso de restauración y Liz se acercó a la caja de recaudación para las obras.
– Se quedarán intrigados -dijo David, cuando ella terminó de meter un billete de cinco dólares.
Liz parpadeó.
– ¡Vaya! Rublos, ¿no? Cambié dinero antes de venir, pero se me olvidó en la habitación. No soy una viajera muy sofisticada.
Él se rió y la atrajo hacia sí.
– Yo te cuidaré. Y hablando de eso, ¿no tienes hambre? Puedo ofrecerte desde un restaurante de cocina rusa tradicional hasta un lugar donde dan una comida tex-mex bastante decente.
– Vamos por lo tradicional -dijo ella, con una sonrisa-. Siempre me han gustado las remolachas.
El restaurante era pequeño, oscuro e íntimo. A Liz le gustaban las mesas de madera maciza, cubiertas con manteles blancos y las grandes sillas. David y ella estaban sentados junto a la ventana, con vistas a la calle. Los rayos del sol se reflejaban en el suelo de madera brillante.
– Aquí todo está muy bueno -le dijo David, mientras le entregaba una carta.
Ella la abrió y se rió.
– Todo está en ruso.
– Dijiste que querías lo tradicional.
– Entonces, tendrás que traducírmelo.
– De acuerdo. ¿Qué te apetece?
Estaban sentados muy cerca el uno del otro. Sus rodillas se tocaban y sus brazos se rozaban. Aquella comida era muy diferente de la que habían compartido en Portland, pero para Liz había similitudes: la necesidad de descubrir todo lo que pudiera sobre él al instante. La sensación de que no tenían demasiado tiempo. El deseo que hervía bajo la superficie.
– ¿Liz?
– ¿Mmm? Ah, la comida. ¿Por qué no eliges por mí?
Él habló con el camarero y después de encargar la comida, se volvió hacia ella y sonrió.
– ¿Estás nerviosa por lo de mañana?
– Un poco. Sé que Natasha es demasiado pequeña para recordarme de mi primera visita. Sólo espero no asustarla. Podré pasar un poco de tiempo con ella, pero no podré llevármela al hotel hasta dentro de un par de días.
– Las dos tendréis que adaptaros.
– Yo más que ella -dijo Liz y se mordió el labio-. Quiero ser una buena madre.
– ¿Por qué te causa inseguridad ese tema?
– Por la falta de experiencia.
– Lo aprenderás sobre la marcha. ¿No es así como ocurren siempre las cosas?
– Supongo que sí.
Lo que Liz no dijo era que muchas madres primerizas tenían ayuda de los demás miembros de su familia. Había otras mujeres a su alrededor que sabían lo que significaban las diferentes formas de llorar de los bebés y también sabían sobre qué debían preocuparse y cuáles eran las cosas que no tenían importancia.
– ¿Qué tiempo tiene? -le preguntó él.
– Cuatro meses.
– ¿Y sabe hacer algo? ¿Habla? ¿Anda?
Liz se rió.
– Acaba de aprenderse la tabla de multiplicar, pero tendremos que esperar una semana hasta que aprenda las fracciones.
Él sonrió.
– ¿Ésa es tu forma de decir que no?
– Más o menos.
– No sé nada de bebés.
– Puede mantener la cabeza erguida y pronto habrá aprendido a darse la vuelta.
Él se inclinó hacia ella.
– Parece excitante.
Una idea salvaje y alocada se abrió paso en la mente de Liz. Intentó apartársela de la cabeza y al darse cuenta de que no podía, abrió la boca y la dejó escapar:
– ¿Te gustaría venir conmigo mañana, cuando vaya a ver a Natasha al orfanato?