– Necesito un hombre con unas buenas manos -murmuró Liz Duncan y después, miró a la preciosa modelo rubia que había contratado aquella tarde.
– Eso es lo que necesitamos todas -dijo Marguerite, mientras se acomodaba con cuidado al bebé en los brazos. Después se echó hacia atrás la melena, por encima del hombro-. Por eso han escrito una canción sobre eso.
Liz ladeó la cabeza. Había algo en aquella escena que no concordaba. La proporción, quizá. Si fuera un hombre quien sostuviera al bebé, la imagen sería mucho más poderosa y evocadora. Los dedos de Marguerite eran demasiado delicados y las palmas de sus manos, demasiado estrechas.
– ¿Una canción sobre qué? -le preguntó Liz, distraídamente.
– Sobre unas buenas manos. Si vas a buscarte un hombre, consíguete uno bueno. Asegúrate de que sabe lo que hace.
Liz miró a la adolescente. Era una muchacha alta y delgada.
– Estoy hablando de trabajo.
– Yo no.
– Tú nunca lo haces -dijo Liz, mientras continuaba observando el boceto. Después, sacudió la cabeza-.Ya puedes dejarla en el cochecito. Hemos terminado.
– Claro, jefa -respondió la muchacha. Con cuidado, posó al bebé dormido en el cochecito y le acarició delicadamente la mejilla-. Gracias por el buen rato, pequeñina -dijo. Después, miró a Liz-. ¿De verdad has terminado conmigo?
– Sí. No te preocupes, le explicaré a la persona de contacto de la agencia que he cambiado de opinión con respecto al encargo y que no ha sido porque tú no funcionaras.
– Te lo agradezco.
Marguerite recogió el bolso y salió de la habitación. Liz se acercó al cochecito y se quedó mirando fijamente a la niña. Los diminutos rasgos del bebé la conmovieron.
– No me importaría llevarte a casa conmigo, preciosa -murmuró-. Qué pena que esto sólo sea trabajo.
Después de llevar al bebé a la guardería, Liz se paseó por los pasillos de Children's Connection, la organización sin ánimo de lucro de fertilidad y adopción que la había contratado para que les hiciera un nuevo folleto. Ella había ido a la caza de hombres más veces, pero nunca en relación a su trabajo.
– Deberían pagarme un extra por peligrosidad laboral -murmuró mientras doblaba una esquina y comenzaba a mirar por las oficinas.
Había nueve mujeres, tres hombres de más de cincuenta años y un chico fornido que no tenía más de treinta. Pero no había ningún individuo fuerte y masculino con unas manos maravillosas. La visión de Liz para el folleto estaba clara: la imagen de alguien sosteniendo a un bebé. Al principio, había pensado que aquel alguien fuera una mujer, pero había cambiado de opinión.
Se dirigió hacia la salida. Quizá el Hospital General de Portland, que era el edificio contiguo, pudiera ser una fuente mejor. Si tenía suerte, encontraría a un médico o algún residente que se apiadara de ella y el bebé siguiera durmiendo apaciblemente. Si pudiera…
Un hombre llegó a la puerta principal al mismo tiempo que ella. Él abrió la puerta y esperó cortesmente a que Liz pasara primero. Liz se detuvo en seco al ver sus manos. Tenía los dedos fuertes y las palmas anchas. Aquellas manos tenían aspecto de ser algo más que hábiles: transmitían confianza. Ella las veía acunando al bebé, dándole refugio y seguridad. Eran el lugar de descanso perfecto para un niño cansado y confiado.
– ¿Has cambiado de opinión? -preguntó el hombre.
– ¿Eh? -Liz lo miró, parpadeando y entonces se dio cuenta de que el hombre continuaba sujetando la puerta para que ella pasara. ¿Se estaba marchando?
– ¡Espera! No puedes irte -sin pensarlo, lo agarró por la manga de la chaqueta-. ¿Te marchas? ¿No podrías esperar unos minutos? Bueno, en realidad sería casi una hora, pero no más. El bebé se despertará después. Pero tengo una hora, si tú puedes.
Mientras hablaba, alzó la mirada desde las manos del hombre hasta su rostro. Era joven; tendría unos veinticinco años. Guapo. Seguro de sí mismo. Interesante. La estaba mirando fijamente. Tenía los ojos marrones y sus labios, sensuales y firmes, estaban ligeramente curvados en las comisuras.
– ¿Qué? -le preguntó Liz, consciente de que era posible que lo que había dicho no tuviera mucho sentido.
– Me estoy debatiendo entre trastornada y encantadora -respondió él.
Ella le soltó la manga.
– Te sugiero encantadora. Es más halagador y exacto. De vez en cuando soy muy temperamental, pero casi nunca loca. Deberías hacerme caso.
– Está bien -respondió él. Soltó la puerta y dio un paso atrás.
Mientras él se metía las manos en los bolsillos delanteros del pantalón vaquero, Liz se dio cuenta de que entre ellos estaba chisporroteando una sutil tensión. Sin embargo, aquello no le sorprendió. Los hombres morenos con los hombros anchos eran su tipo.
– Elizabeth Duncan -dijo ella y le tendió la mano-. Liz. Soy ilustradora comercial. Children's Connection me ha contratado para que haga el trabajo artístico de su nuevo folleto. Si mi diseño les gusta, lo usarán también para el membrete de las cartas y el material publicitario.
– David Logan -respondió él y su mano envolvió la de Liz-. Hago unos garabatos que te pondrían verde de envidia.
Ella se rió, pero supo que no podía permitir que la distrajeran su sonrisa ligeramente picara y la manera en que el calor de sus dedos hacía que quisiera ronronear. Tenía un horario y no sólo por los plazos de entrega de su trabajo, sino porque el otro modelo, la pequeña, no iba a estar dormida para siempre.
– Bueno, pues el asunto es el siguiente -dijo-: Han aprobado mi idea para el folleto, que es la imagen de una mujer con un bebé dormido en brazos. El dibujo se centra en el bebé, así que sólo se verán las manos y los antebrazos. Sin embargo, cuando comencé a hacer el bosquejo… algo no encajaba -le explicó, intentando parecer lo más inocente posible, añadió-: Necesito a un hombre.
Él arqueó una ceja.
– Evidentemente.
– Lo digo en serio. Tú tienes unas manos estupendas. La niña está dormida, así que lo único que tienes que hacer es sostenerla. Sólo será una hora de tu vida y piénsalo, si a la gente le gusta mi diseño, tus manos se harán famosas. Eso sería una ayuda con las mujeres.
Él se rió suavemente.
– ¿Y por qué piensas que necesito ayuda?
Liz tuvo la sensación de que no la necesitaba en absoluto.
– Está bien, de acuerdo.Tal vez no la necesites.
Él se sacó las manos de los bolsillos y se miró el reloj de muñeca.
– ¿Sólo sería una hora?
– Te lo prometo.Yo trabajo deprisa.
Veinte minutos después, David Logan tenía que admitir al menos, que Liz era una persona muy decidida. Había recogido a la niña dormida de la guardería y los había llevado a los dos a una oficina pequeña y vacía que tenía una gran ventana al sur. La luz del sol se derramaba por la estancia, algo raro para un día a mediados de octubre, en Oregón.
– La luz es magnífica en esta habitación -dijo Liz, mientras se quitaba la cazadora de ante gastado-.También hay mucho silencio. Nadie nos molestará.
Comenzó a mover la butaca de cuero del despacho hasta que estuvo satisfecha con su posición. Mientras ella trabajaba, David la observaba y admiraba su capacidad de concentración y la forma en que la luz volvía dorado su pelo caoba, largo y ondulado y después rojo y después dorado de nuevo.
Liz era hermosa de una manera fiera, explosiva. Era delgada, pero tenía curvas. Llevaba unos pantalones negros ajustados y una camisa de color verde oscuro, desabotonada hasta el borde de su sujetador de encaje. Los pendientes de aro que llevaba le colgaban casi hasta los hombros.
Tenía un cuerpo que podría volver locos a los hombres, pero la cara de un ángel. Los ojos verdes, enormes, los labios gruesos y la expresión inocente. Era una combinación que habría conseguido que él la mirara dos veces seguidas en cualquier situación.
Liz lo colocó en la silla y después le puso al bebé en los brazos. A él le gustó sentir el ligero roce de Liz en la piel y la manera en que se perdía en el trabajo. Le gustaba lo suficiente como para nublarle el juicio.
– No estás cómodo -le dijo ella, al ver que estaba sujetando con rigidez a la niña.
– Pues claro que no -respondió él-. No quiero romperla.
– No lo harás. Piensa que esto es una práctica para tu propia familia. Además, es demasiado pequeña como para juzgarte.
– ¡Qué consuelo!
Después de que ella lo hubiera toqueteado unos minutos, subiéndole y bajándole las mangas de la camisa, volvió a colocarlo y tomó su carpeta de dibujo.
– Quédate tan quieto como puedas -le dijo, mientras comenzaba a dibujar-. Respira profundamente para relajarte. No pienses en mí ni en el dibujo, piensa sólo en la niña que tienes en brazos. Es muy pequeña y tú eres la única persona de la que puede depender en el mundo.
David miró a la niña. Él nunca había pensado demasiado en los niños y no se sentía cómodo con aquel bebé entre los brazos. ¿La única persona de la que podía depender era él?
– Pequeña, tienes problemas -murmuró.
Liz se rió.
– No es cierto, David. Serás un padre estupendo. Imagínate que ha crecido un poco. Tiene tres o cuatro años. Tú llegas del trabajo y ella corre hacia ti. Se le ilumina la cara de amor y alegría. Su papá está en casa.
Su voz y sus palabras crearon una poderosa imagen. David casi podía ver a la niñita corriendo hacia él.
– Tiene siete años -continuó Liz, en voz baja-. Le estás enseñando a lanzar una buena bola. Es tu hija y no quieres que lance como una nena.
Él sonrió.
– ¿Y si soy yo el que lanzo como una nena?
– ¡Oh, claro! Eso sí que es probable.
Él contempló a la niña.Tenía la piel suave y pálida y la boquita era un capullo de rosa perfecto. Tenía algunos mechones de pelo por la frente. David se preguntó cómo y por qué había ido a parar a Children's Connection. ¿La adoptaría alguien? ¿Sería la hija de algún empleado?
– Tiene doce años -continuó Liz-. Es alta y larguirucha y muy tímida. Tú te das cuenta de lo guapa que va a ser, pero los demás no. Los chicos se burlan de ella y vuelve a casa llorando. Necesita que la consueles y cuando le das un abrazo, ella se siente pequeña, como si las palabras maliciosas pudieran romperla. Y tú harías cualquier cosa por protegerla.
David se puso tenso, como si realmente tuviera que defender a una niña casi adolescente. Como si aquella niña fuera suya.
– ¿Por qué me cuentas estas historias? -le preguntó.
– Después contestaré a tus preguntas. Ahora sólo sigúeme el juego, ¿de acuerdo?
– Claro. Estoy a punto de encontrar a esos niños y sacudirles.
– Eso me gusta en un padre. Ahora tiene dieciséis años y va a ir a su primer baile de la escuela. Es tan guapa como tú pensabas que sería. Pero está creciendo y se está alejando poco a poco y aunque pensando con la cabeza fría sabes que siempre será tu hija, en el corazón sientes que todo se va haciendo distinto.
Sin pensarlo, David agarró al bebé con más fuerza. No podía crecer tan rápidamente. No…
– Bueno ya está -dijo Liz, en tono de triunfo y también ligeramente sorprendida-. Ha sido muy rápido, incluso para mí. Supongo que yo también me he dejado llevar por la historia. Ya puedes relajarte.
Por primera vez, David se dio cuenta de que tenía los músculos agarrotados de permanecer inmóvil. Se puso al bebé contra el pecho y movió el brazo bajo ella.
– Dámela -dijo Liz, mientras posaba el bosquejo en la mesa y alargaba los brazos.
David se la entregó y miró el dibujo.
– Es asombroso -comentó con sinceridad, contemplando la imagen.
Era exactamente lo que ella había descrito: las manos de un hombre sosteniendo a un bebé. Sencillo, pero intenso. Había poder en aquel dibujo. Las manos del hombre, sus propias manos, sujetaban al bebé de una manera que transmitía la protección y el amor. Aquél no era un padre que permitiría que se le hiciera daño a su hija.
– ¿Cómo lo has hecho? -le preguntó. ¿Sería la curvatura de sus dedos, o las sombras? Él nunca había tenido un bebé en brazos. Y basándose en aquel bosquejo, uno podría pensar que lo había hecho durante años.
– Primero dibujé al bebé -respondió Liz, mientras acostaba a la niña en el cochecito-. Cuando yo te hablaba, tú comenzaste a sostenerla de una forma distinta. No puedo explicarte por qué, pero conectaste con lo que te estaba diciendo. Esperé a que realmente estuvieras involucrado en ello y empecé a dibujar como loca -le explicó sonriendo-. Lo de hablar es una técnica que aprendí en una clase. El profesor dijo que la mejor forma de conseguir que una persona haga exactamente lo que tú quieres es hacer que sienta lo que quieres que sienta la gente cuando vea el dibujo. Suena raro, pero algunas veces funciona.
Tomó la carpeta y observó el boceto.
– Les va a encantar. Lo cual significa que eres mi modelo oficial y que necesito que firmes un contrato.
El bebé comenzó a gimotear.
– Por aquí hay alguien que se está despertando y me imagino que ninguno de los dos está listo para la responsabilidad de tratar con la niña. Voy a llevarla a la guardería y después te daré un formulario de contrato. ¡Ah! Y me costean los gastos de este trabajo, así que incluso puedo pagarte.
– ¿Dinero?
– Ésa es la manera más corriente, sí -respondió ella, con los ojos muy abiertos de diversión e impaciencia-. ¿Se te había ocurrido algo distinto?
– Una comida.
– Acepto.
David eligió un pequeño restaurante junto al río. Era tarde, casi la una y media y la mayoría de la gente ya había comido y se había marchado. David y ella tenían el restaurante casi para ellos solos.
– Cuéntame qué tal se vive de ilustradora comercial -le dijo David, cuando estuvieron sentados en su mesa-. ¿Siempre trabajas por libre?
Liz sacudió la cabeza.
– No, no -respondió. En aquel momento, apareció un camarero con una jarra de agua fría-. Pero tampoco por cuenta ajena. Yo encuentro los encargos y me distribuyo la jornada de trabajo. Estoy intentando reunir una carpeta de buenos trabajos, así que últimamente soy muy quisquillosa con los encargos que acepto. Son tiempos de escasez, pero me las arreglo.
– ¿Y cómo encaja Children's Connection en tus planes?
Liz arrugó la nariz.
– Esto no lo hago por dinero. Pagan muy poco. Pero es una buena oportunidad de darme a conocer.Además, soy toda una fan de lo que hacen.
David se inclinó hacia ella.
– ¿Eres adoptada?
– No, pero mi abuela sí. Era rusa. Cuando sus padres murieron en la Segunda Guerra Mundial, no tenía adonde ir. Unos voluntarios la acogieron y terminó en Polonia. Allí conoció a una enfermera americana que la trajo aquí.
Él pasó la mirada por su rostro.
– Eso explica los magníficos pómulos.
– Eres muy hábil. Halagas mi físico mientras obtienes información sobre mi pasado.
– Tengo mis métodos.
A ella le gustaban aquellos métodos.
– Bueno ya hemos hablado suficiente sobre mí. ¿A qué te dedicas tú?
Antes de que él pudiera responder, el camarero volvió a la mesa para tomarles nota. Liz pidió un sandwich, sabiendo que podría llevarse la mitad a casa y un cuenco de sopa. David pidió una hamburguesa.
– Qué típico de un hombre -comentó Liz-. Una hamburguesa con patatas fritas.
– Tengo que aprovechar mientras puedo.
– ¿Porque te van a prohibir comer carnes rojas dentro de poco?
– Porque me voy a Europa en unas… -miró su reloj-. Once horas.
– ¿Qué?
Él bajó la voz.
– Soy espía y el gobierno me envía a Rusia.
– ¡Oh, vamos!
David sonrió.
– Es una verdad a medias. Voy de veras a Moscú, pero no soy espía. Trabajo para el Departamento de Estado.
– Ya, claro. ¿Cuántos años tienes?
– Veinticinco. Me contrataron nada más terminar la universidad. Soy un lacayo de bajo nivel. Créeme, contratan a gente de mi edad. Alguien tiene que hacer el trabajo no deseado.
– Un puesto al otro lado del Atlántico no puede ser un trabajo no deseado -dijo ella, pensando en su abuela-. Pero ver Moscú… -algún día, se prometió. Porque quería hacerlo y porque le había prometido a Nana que lo haría.
– ¿Has estado allí? -le preguntó él.
– No. Hablamos de ir, pero Nana, mi abuela, no tenía muy buena salud. Además, no teníamos mucho dinero.
– Debe de estar muy orgullosa de ti.
– Lo estaba -respondió Liz-. Murió hace tres años.
– Lo siento.
Las palabras de David fueron sencillas, una cortesía de esperar, pero las dijo como si de verdad lo sintiera. Como si entendiera aquella pérdida.
– Gracias -dijo ella y lo miró-. Bueno, ¿y cuál es exactamente ese trabajo no deseado que vas a hacer para el Departamento de Estado? ¿No será llevar paquetes de un lado a otro de la frontera y cosas así?
– Lo siento, no. Pero seguramente, podré conseguirte un anillo decodificador.
Liz se rió.
– Eso me gustaría. ¡Oh y quizá un poco de tinta invisible!
– Miraré en el armario de suministros, a ver qué consigo.
– ¿Cuánto tiempo vas a estar en Europa? -le preguntó Liz.
– Puede que mucho. Al menos, en Moscú estaré tres años.
Liz sintió una punzada en el estómago. ¿Pena? Quizá. Le gustaba mucho David, más de lo que le había gustado ningún hombre desde hacía mucho tiempo.
– ¿Y qué dice tu familia al respecto?
– Tengo cuatro hermanos, así que mis padres están acostumbrados a que sus hijos hagan su vida. Además, son estupendos. Quieren que sea feliz.
Nana también habría querido eso para ella, pensó Liz con cariño. Felicidad y muchos bebés. Para su abuela, aquello iba ligado. Desgraciadamente, Nana sólo había tenido un hijo y aquel hijo sólo había tenido una hija.
El camarero apareció con la comida. Después, cuando se marchó, Liz tomó la cuchara y miró a David.
– Logan, ¿eh? ¿Es esa familia rica, relacionada con la industria informática, que dona millones a Children's Connection?
David suspiró.
– Creo que es muy importante dar -dijo, sonriendo-. Al menos, cuando yo haga mi fortuna. Por el momento, los generosos son mis padres.
Más que generosos, pensó Liz. Había oído historias maravillosas sobre aquella familia. Y teniendo en cuenta que David era estupendo, suponía que las historias eran verdaderas.
– Supongo que no te acompañará ninguna señora Logan a Rusia… -preguntó ella.
– No. Mi madre se va a quedar en casa, aunque me ha cosido el nombre en los cuellos de las camisas.
Ella sonrió.
– Ya sabes a lo que me refiero.
– No estoy casado, Liz. Si lo estuviera, no habría venido a comer aquí contigo.
– Me alegro. Yo tampoco estoy casada. Aunque hay dos enormes ex jugadores de fútbol esperándome en el apartamento.
Él se quedó boquiabierto.
– Estás bromeando.
– No, pero no te preocupes. Son compañeros de piso.
– ¿Por qué me parece que eso es una mentira?
– No tengo ni idea. Te estoy diciendo la verdad. Sólo tienen ojos el uno para el otro.
– Me quedan ocho horas hasta que salga el vuelo -le dijo David, después de una larga comida-. ¿Quieres acompañarme en lo que me queda de día en suelo americano?
Liz sabía que tenía mil cosas que hacer, pero en aquel momento no se le ocurría ninguna.
– Claro, pero… ¿y tu familia? ¿No tienes que despedirte de ellos?
– Lo hice anoche. Hubo una gran fiesta -dijo él. Se levantó de la mesa y le tendió la mano-. Ojalá hubieras estado.
– Ojalá.
Liz se puso de pie y le dio la mano. Sus dedos se entrelazaron.
Entonces, ella sintió un intenso calor chisporroteando entre ellos y un cosquilleo en la piel. Claramente, aquél era un momento muy poco oportuno para experimentar aquellas sensaciones.
Dieron un paseo por la orilla del río, hasta que un viento frío los obligó a meterse en una cafetería. El tiempo se les escapaba entre las manos y no podían dejar de hablar.
– Todo el mundo intenta convencerme de que no me dedique a esto profesionalmente -le dijo Liz mientras se encogía de hombros-. Salvo Nana, pero ella creía que yo era capaz de conseguir cualquier cosa. Si no hubiera conseguido la beca antes de licenciarme, no sé si habría tenido el valor de intentar dedicarme al arte -de repente, se rió-. El arte. Eso suena muy pretencioso. Me siento como si debiera ponerme jerséis negros de cuello vuelto y hablar de la ceguera de las masas.
David le acarició los nudillos con el dedo gordo. Liz tenía una piel suave y pálida, sin pecas, sin ningún defecto.Tenía las manos pequeñas y los dedos delgados. Ni laca de uñas, ni anillos. La sencillez de sus manos contrastaba con los grandes aros que llevaba en las orejas y con su reloj brazalete.
Pero a David le gustaba aquello, de la misma manera que le gustaban su sonrisa fácil y su risa. Hizo que diera la vuelta a la mano y trazó las líneas de la palma.
– ¿Cuál es la línea de la vida? -le preguntó Liz.
– No tengo ni idea.
– Espero que sea muy larga. Tengo muchas cosas que hacer y necesito tiempo.
– Lo conseguirás -le dijo él, con una confianza que no sabía explicarse.
– ¿Podrías ponerlo por escrito?
– Claro.
David la miró a los ojos. Había un millón de matices verdes en sus iris. E incluso más variaciones de rojo, dorado y caoba en su pelo. Con la otra mano, le puso un mechón de pelo detrás de la oreja. Dejó que sus dedos se detuvieran unos instantes allí y a ella se le cortó la respiración.
– David, esto es una locura.
– Dímelo a mí.
Tenía que estar en el aeropuerto antes de las nueve. Ya tenía el equipaje guardado en el maletero de su coche de alquiler, pero en vez de pensar en el trabajo y en la magnífica oportunidad que le habían ofrecido, no podía dejar de preguntarse cómo podrían pasar Liz y él más tiempo juntos.
– Cuéntame cosas de tu familia -le pidió ella-. ¿Cómo es crecer con una hermana melliza?
– ¿De verdad quieres hablar de eso?
– Tenemos que hablar de algo.
– ¿Por qué?
– Porque si no…
En vez de esperar a oír lo que ocurriría si no hablaban, David la besó. Había clientes en la barra, varios estudiantes de universidad estaban discutiendo apasionadamente sobre la economía mundial y un anciano estaba en una esquina leyendo el periódico. Pero a David no le importó. En aquel momento, sólo sentía la boca de aquella mujer contra la suya.
Liz era suave y cálida y se derritió contra él mientras sus labios le devolvían el beso casto que él le había ofrecido. El calor y el deseo se avivaron. Ella olía a flores, a piel limpia, a rayos de sol y a algo que sólo podía ser Liz. Él la abrazó con fuerza contra su cuerpo. Quería sentirla. La deseaba y si no tuviera que tomar un avión, lo habría mandado todo al infierno con tal de estar con ella.
– Esto es una locura -susurró Liz cuando él se apartó-. Acabamos de conocernos.
David se sintió satisfecho al ver que ella tenía las pupilas dilatadas y la respiración tan agitada como la suya.
– Hay cosas que no requieren demasiado tiempo -respondió-. Cuando ocurren tan rápidamente, es porque están bien.
Ella sacudió la cabeza.
– No sé. Yo nunca había reaccionado así. ¿Y tú?
Él le rozó los labios con la boca.
– No. Ni parecido.
Liz se estremeció.
– Abrázame. Abrázame durante todo el tiempo que nos quede. Por favor.
Él obedeció. Le pasó un brazo por los hombros e hizo que se acurrucara contra él. Hablaron un poco, se besaron más y se limitaron a contemplar cómo transcurría el tiempo. Un poco después de las ocho, salieron de la cafetería y subieron al coche de alquiler de David. Él la llevó hasta el aparcamiento de Children's Connection, donde Liz había dejado su coche.
Liz no podía creer lo triste que se sentía. Había conocido a David hacía pocas horas, pero le parecía toda una vida. La idea de que se fuera, de no volver a verlo, le rompía el corazón.
Cuando él frenó junto al viejo sedán de Liz, ella se volvió a mirarlo.
– ¿Tienes que irte de verdad? -le preguntó suavemente.
– Es mi trabajo, Liz. He estado trabajando para esta misión desde el día que me contrataron.
Ella bajó la cabeza.
– Lo sé. Ha sido una pregunta tonta. Si hay alguien que entienda lo que es darlo todo por una carrera profesional, soy yo. Pero yo sólo…
– Yo también -dijo él. Le puso el dedo en la barbilla e hizo que lo mirara-. No puedo decidir si deberíamos mantenernos en contacto o separarnos.
– No lo sé.
Liz tenía un nudo en la garganta. Lo deseaba. No sólo sexualmente, sino de otras muchas maneras. Quería aprenderlo todo sobre él. Quería conocer a su familia, hablar de objetivos, tener citas y peleas y atesorar recuerdos. Si no fuera una locura completa, podría jurar que se había enamorado de él.
– Llévame contigo -dijo, impulsivamente-. A Rusia.
– No sabes lo mucho que me tienta esa idea, Liz. Podríamos darnos calor el uno al otro durante el largo invierno.
Podría funcionar, pensó ella frenéticamente. Al ser ilustradora por cuenta propia, no tenía que atenerse a horarios.
– Podría trabajar desde allí y enviar mis dibujos a los clientes -le dijo-. Me tomaría un par de días dejarlo todo arreglado aquí, pero podría…
Él la acalló con un beso. La dulce presión de su boca le dio a entender su respuesta, aunque no quisiera creerlo. Comenzaron a arderle los ojos.
– Lo sé, es una locura -susurró Liz.
– Pero un gran sueño.
Un sueño. Aquello era un sueño. Un sueño perfecto y bello, pero que nunca podría convertirse en realidad. ¿Marcharse a Rusia? ¿Por un hombre? Nunca. David era maravilloso pero, ¿qué sabía en realidad sobre él?
Dividida entre lo que era razonable y lo que le gritaba su corazón, Liz abrió la puerta del coche y se obligó a salir.
– Gracias por este día inolvidable, David Logan -le dijo, intentando contener las lágrimas-. No creo que hubiera podido ser más perfecto. Deberíamos guardar este recuerdo intacto y no intentar repetirlo.
Él asintió.
– Tienes razón. Pero si alguna vez vas a Moscú…
– Te buscaré. Y cuando tú vengas a Portland, haz lo mismo.
– De acuerdo.
Liz contempló su rostro, sus ojos. Estaba haciendo lo correcto. Los dos lo estaban haciendo.
– Tú no eres el que está huyendo -dijo con firmeza.
– Ni tú tampoco.
Mientras cerraba la puerta del coche, Liz sabía que los dos estaban mintiendo.