Liz no se había alegrado tanto en toda su vida de ver una bandera norteamericana. Estuvo a punto de echarse a llorar cuando uno de los marines de guardia de la embajada le abrió la puerta del coche. Estuvo a punto de darle un abrazo.
– ¿Está aquí? -le preguntó a David por enésima vez-. ¿En la embajada? El juez dijo que…
– Todo va bien -le prometió él. La tomó de la mano y la llevó hacia la puerta-. Hemos hablado con el juez. Aunque no está dispuesto a dar ningún nombre, ha venido aquí para concederte la custodia plena de Natasha.
Recorrieron los pasillos de la embajada hasta que llegaron a una gran sala. Liz vio al juez y a Ainsley, pero… no estaba preparada para ver quién tenía a Natasha en brazos.
– ¿Qué tal está? -le preguntó Sophia.
Liz asintió.
– Bien. ¿Y tú?
– Me estoy curando.
Liz observó al bebé. Se dio cuenta del parecido que tenía con su madre y comenzó a rompérsele el corazón.
– Sophia… -dijo, pero la adolescente la interrumpió.
– No. Esto está bien. Desde aquí me iré al tren directamente. El señor Logan lo ha arreglado todo.
– Dimitri la llevará -dijo David.
Liz miró a la muchacha a los ojos. Sus hematomas estaban empezando a aclararse y los arañazos se le estaban curando, pero todavía tenía la mirada llena de dolor.
– Yo podría mantenerte -le dijo Liz-. Ven conmigo a Oregón. Portland es un sitio muy bonito. Cuando te hayas adaptado, podrás ir a la universidad y ser lo que tú quieras.
Sophia besó a Natasha en las mejillas y después se la entregó a Liz.
– No. Éste es el lugar en el que debo estar. Soy rusa.
El juez se adelantó y dijo algo en ruso. Maggie Sullivan, la asistenta social, entró apresuradamente en la sala.
– Lo siento -dijo, sin aliento-. Me he quedado atrapada en un atasco.
Le entregó al juez la documentación y él la revisó minuciosamente. Después firmó los documentos y asintió.
– Ahora ya es suya -le dijo a Liz.
– Gracias -respondió ella.
Ainsley le dio unas palmadas en la espalda.
– Ya estamos preparando el visado de Natasha. Os marcharéis en el vuelo de esta noche.
Liz no podía creerlo. ¿Sería posible que aquello estuviera ocurriendo, por fin?
Miró a toda la gente que la había ayudado, Dimitri, Maggie, Ainsley, Sophia y David y se le llenaron los ojos de lágrimas.
Extendió un brazo hacia Sophia, que se acercó a ella y la abrazó. Maggie y Ainsley se acercaron también. Después, Liz sintió el abrazo cálido de David.
– Vuelves a casa -le dijo él al oído-. Vas al lugar al que perteneces.
Vladimir Kosanisky recorría su oficina con impaciencia mientras observaba el teléfono, deseando que sonara por fin. Cuando lo hizo, no quería levantar el auricular.
– ¿Sí? -respondió por fin-. Sí, soy yo. Kosanisky.
– Me he enterado de lo que ha ocurrido -le dijo una voz familiar, con acento norteamericano-. Has fracasado.
– Había demasiados y la niña no estaba con ellos. Ya se la habían llevado a la embajada.
– ¿Cuántos hombres han capturado?
– Cinco. Pero mis hombres no hablarán. Los americanos dejaron libre al juez, pero ya no nos servirá -le dijo Kosanisky y tragó saliva mientras se imaginaba las diferentes formas en las que Stork podía hacer que lo mataran.
Hubo unos cuantos segundos de silencio.
– Me pondré en contacto con nuestros clientes -dijo por fin el americano-. Les diré que ha habido un problema con esta niña. Tendremos que encontrar otra para ellos.
Kosanisky sintió un gran alivio en la opresión del pecho y pudo respirar con más facilidad. Así que no tendría que seguir persiguiendo a la hija de Sophia. Bien. Que se la quedara la americana.
– Sí -dijo-. Sería mejor encontrar otra niña. Empezaré a buscarla inmediatamente.
– Procura no cometer más errores -le dijo Stork-. La próxima vez no seré tan comprensivo.
Hubo un clic y la línea se cortó. Kosanisky colgó el auricular e intentó no prestarle atención al frío que sentía en la nuca. Aquél que le decía que aquélla era su última oportunidad de hacer las cosas bien.
David le llevó las maletas a Liz. Había mandado a uno de sus hombres al apartamento para que recogiera todas sus cosas.
Ella estaba sentada con Natasha junto a una ventana. Eran más de las seis. Madre e hija se marcharían al aeropuerto en pocas horas. El sonido del reloj hizo que recordara otra tarde en la que uno de ellos se marchaba. Cinco años antes, no había aprovechado la oportunidad. ¿Y en aquel momento?
– ¿Cómo te sientes? -le preguntó a Liz, mientras se sentaba a su lado.
– Estoy entumecida. No puedo creer que todo haya terminado.
– Pues créetelo. Natasha es tuya. En cuanto pases por inmigración en Estados Unidos, la niña será ciudadana norteamericana.
Liz le sonrió a la pequeña.
– Vamos a poner una bandera en tu habitación en cuanto lleguemos a casa.
Él le tomó la mano.
– Háblame de tu casa.
– Tiene dos pisos. Está junto al río Willamette. La gente que la construyó fue trasladada a la costa este antes de terminarla, así que yo pude elegir los suelos y la pintura -le explicó Liz, sonriendo-. En realidad, no puedo permitírmela, pero me gusta tanto que no me importa. Hay una habitación enorme sobre el garaje. Hice que instalaran grandes ventanales al sur, así que tengo una luz magnífica. Allí es donde trabajo cuando no estoy en el estudio.
Él le acarició el dorso de la mano con el dedo gordo. Sintió deseo por ella, pero también había algo más. Algo poderoso y permanente. No lo había reconocido cinco años antes, pero en aquel momento sí lo reconoció.
– Voy a volver a casa -le dijo, mirándola a los ojos-. Ya he terminado lo que vine a hacer aquí. Tú no eres la razón por la que me marcho, aunque me has ayudado a ver lo que quiero y lo que es importante.
Ella abrió la boca ligeramente, pero no dijo nada. La mirada se le llenó de esperanza y aquello hizo que David se animara.
– Llevo mi pasado a cuestas -continuó-. No puedo escapar de lo que fui.
– No deberías querer escapar. Eso forma parte de lo que eres ahora: un hombre asombroso.
Él sonrió.
– Tú siempre ves lo mejor de mí.
– Veo lo que está ahí.
– Entonces, ¿ves el vacío, Liz? ¿Ves la soledad? ¿Ves lo mucho que te quiero? Porque te quiero. Más que a nada en el mundo.
Liz le apretó los dedos de pura alegría.
– Yo también te quiero -susurró-. ¡Oh, David, quería marcharme con todas mis fuerzas, pero no quería separarme de ti! El tiempo que hemos pasado juntos sólo ha servido para confirmar lo que sospeché hace cinco años, cuando nos conocimos.
Él se llevó la mano de Liz a los labios y se la besó.
– Hace cinco años quisiste venir conmigo -le dijo él-. Ahora es mi turno. Te pido que me dejes acompañarte en tu viaje. Deja que comparta tu aventura. Cásate conmigo, Liz. Déjame ser tu marido y el padre de Natasha.
– ¡Sí! Sí, por favor. Quiero que estemos juntos, que seamos una familia. Que tengamos hijos.
– ¿Crees que a Natasha le gustaría tener hermanos y hermanas?
– Claro que sí.
David la abrazó y la apretó con fuerza. Natasha se despertó con un grito de protesta y él se echó hacia atrás, riéndose.
– Lo siento, pequeña -le dijo, mientras la tomaba en brazos.
Liz observó sus movimientos relajados y supo que todo iba a salir bien.
Él se puso de pie y se dirigió hacia la puerta.
– Ven a ayudarme a hacer las maletas -le pidió a Liz-. Tengo que tomar un avión.
Liz se acercó a él.
– Espero que haya un asiento libre en el vuelo de medianoche.
Él se sacó un billete del bolsillo.
– Es gracioso que lo menciones.
Ella se rió.
David le pasó el brazo libre por los hombros y Liz se apoyó en él. Entre los dos, sostuvieron a Natasha. Quizá hubiera hecho falta que pasaran cinco años separados para darse cuenta de qué era lo que de verdad contaba. Quizá los dos hubieran tenido que arriesgarlo todo para encontrar el camino a casa.
Por fin lo habían encontrado y Liz supo que aquello era lo único que importaba.