Capítulo 9

A mediados de la semana siguiente, Heather encontró a su hermano en el jardín, sentado junto a la piscina. Echó un vistazo a la revista de surf que tenía en las manos y soltó una carcajada.

Jack suspiró y la dejó a un lado.

– Gracias por llamar a la puerta.

– Si no querías que entrara, no deberías haberme dado una llave.

– Aun así, podrías llamar.

– De acuerdo -dijo ella, desplomándose en una tumbona cerca de él-. ¿Quieres hablar de eso?

– ¿Eso?

Heather tomó la revista.

– Tal vez deberíamos hablar de Sam.

– ¿Qué pasa con ella?

– No te hagas el tonto conmigo. Esa chica te gusta, y los dos lo sabemos. Es atractiva y encantadora, aunque estoy segura de que me odiaría por decirlo.

– ¿Adónde quieres llegar con esto?

– A que entiendo por qué te gusta. Me gusta que te guste.

– No necesito tu opinión.

Ella sonrió con ternura y le alborotó el pelo.

– Nunca la has necesitado, pero ¿cuándo he dejado de dártela por eso?

– Es sólo que no quiero que la involucres, ni a mí, ni a ella y a mí, en otro compromiso en el que…

– ¿En el que qué? ¿En el que tengas que pasar un buen rato? ¿En el que pueda verte sonreír y estar más feliz de lo que te he visto desde que jugabas al baloncesto? Ríndete, Jack. Habla conmigo.

– ¿Quieres que hable contigo? De acuerdo. Este fin de semana me va a enseñar a hacer surf.

– Qué detalle más bonito. Quiere que formes parte de su mundo.

– Yo le pedí que me enseñara.

– Eso es más bonito aún; quieres formar parte de su mundo. ¿Pero no se te ocurrió una mejor forma de estar con ella que arriesgar la vida y la pierna? ¿No has pensado en la posibilidad de hacer algo tradicional, como invitarla a cenar a un buen restaurante?

– No me gusta lo tradicional.

– No confías en lo tradicional -puntualizó Heather-. ¿Y por qué ibas a hacerlo? Tu trabajo era todo menos normal y tradicional, Jack. Pero ahora tienes una vida normal -miró el reloj y se puso en pie-. Mira, sé malo y guárdate tus secretos. Me tengo que ir. Hoy presentamos un cheque por el centro recreativo en el Ayuntamiento, y…

– Me gusta Sam. ¿Contenta? Me gusta mucho. Y estoy muerto de miedo.

Ella se sentó en su regazo y lo abrazó.

– Oh, Jack…

– Lo sé. Soy un neurótico.

– A ella también le gustarás. Seguro que le gustarás -dijo con fiereza-. O la mataré.

Jack rió y la apartó de él.

Heather se agachó de nuevo y le dio un beso en la mejilla.

– Te quiero, Jack. Y no me mires con esa cara, que sólo me preocupo por ti, y lo que voy a decirte es con cariño.

– Dioses…

– Escucha, sabihondo. Deja de enfurruñarte y ve a vivir tu vida. Ve por ella.

– Sí.

– Y piensa que podría ser peor. Podría ser paracaidista o alpinista o algo así.

Tenía razón. Podía ser peor.

Jack lo recordaba.


A medida que transcurrían los días, Sam se pasaba horas hablando por teléfono con Jack, lo cual era raro, porque normalmente odiaba el teléfono. Pero la voz de Jack la hacía sentir extrañamente mareada, y cortaba las comunicaciones preguntándose cómo iba a relegarlo a una aventura fugaz cuando le gustaba tanto.

El sábado amaneció claro y agradable; el cielo estaba teñido de rosa y lavanda. Las olas rompían en la arena con una fuerza que la hacía desear estar allí, con la tabla bajo los pies.

Se sentó en la orilla, cerca de Lorissa y Red. Cole también estaba allí, y Sam no se alegró de descubrir que encajaba con su peor pesadilla de un novio para Lorissa. Tenía que reconocer que era atractivo; era alto, delgado y rubio, y tenía unos músculos cuidadosamente trabajados, pero sus ojos eran fríos. Cuando le rompiera el corazón a Lorissa, y Sam estaba segura de que lo haría, se vengaría y disfrutaría con ello.

Lorissa, Red y ella acababan de hacer ejercicios de calentamiento. El mar les lamía los pies, y a sus espaldas estaban las tablas, clavadas en la arena.

Sam había llevado una tabla extra.

Red hizo un comentario sobre el oleaje. Llevaba un traje de neopreno que le cubría desde las rodillas hasta los hombros, y se había recogido la larga cabellera canosa con una coleta.

– ¿Por qué no te metes? -preguntó Sam-. Tú no sueles quedarte sentado mirando a los demás.

– Ya, pero tengo la impresión de que aquí es donde va a estar el espectáculo hoy.

Lorissa rió.

– Esto tengo que verlo. Cole ha traído la cámara para tener fotos con las que chantajear a Jack.

– No debería haberos contado lo de esta mañana. Una cámara lo va a espantar.

– ¿De verdad crees que va a venir?

– Depende de si ya se ha acostado con él -dijo Red.

Sam se volvió a mirarlo.

– ¿Qué acabas de decir?

– Que depende de…

– ¡Te he oído! Pero no entiendo qué tiene que ver.

– Bueno, si no has tenido relaciones sexuales con él, aún está en la etapa de la seducción, y vendrá. Créeme. Sé de estas cosas.

– Y si lo has hecho -añadió Lorissa, divertida-, no sentirá la necesidad de levantarse de madrugada, porque ya no necesita complacerte.

– Estáis enfermos, y que conste que él me pidió que le enseñara.

En aquel momento, Sam oyó que el coche de Jack entraba en el aparcamiento del café, y el corazón le dio un vuelco.

– Aún no se han acostado -le dijo Lorissa a Red, que asintió con aire de sabiduría.

Sam movió la cabeza en sentido negativo y se puso en pie.

– Quedaos aquí, los dos. Y no digáis nada.

Jack apareció en lo alto de la duna. La brisa de la mañana le agitaba el pelo. Llevaba una sudadera y un bañador que le llegaba casi hasta las rodillas. Como siempre, independientemente de lo que estuviera haciendo, parecía encontrarse a gusto.

Sam supo que la había visto, porque sonrió. Levantó una mano y lo saludó, y lo miró bajar hacia la playa. Notó que Lorissa la estaba mirando y, entre dientes, preguntó:

– ¿Qué?

– Nada.

– ¿En serio? Porque es el «nada» más todo que he oído en mi vida.

– Acabas de saludarlo dando saltitos.

Todos miraron a Jack, que sólo tenía ojos para Sam.

– No he dado saltitos -protestó.

– Sí, lo has hecho. Cariño, ese hombre te tiene cautivada -dijo Red-. Y es muy posible que tú tengas el mismo efecto en él.

– Creía que no ibais a decir ni una palabra -replicó ella, acercándose a recibir a Jack. A él se le agrandó la sonrisa.

– Perdona el retraso. Ya no estoy acostumbrado a los despertadores ni a los madrugones.

– No hay problema. Jack, ya conoces a Lorissa. Y éste es mi tío Red.

Los hombres se dieron un apretón de manos.

– ¿Estás seguro de que quieres hacer esto? -le preguntó Sam a Jack.

– Estoy seguro.

– Pero…

Él le puso un dedo en los labios.

– Quiero hacer esto y quiero estar aquí, contigo.

Sam sintió que se le dibujaba una sonrisa tonta en la boca, y Jack le acarició los labios antes de apartar la mano y volverse a mirar las olas y a los pocos surfistas que había en el agua.

– Bueno -dijo-. Vamos allá.

– ¿Por qué no haces antes algún ejercicio de calentamiento? -sugirió ella-. Así evitarás que te den tirones.

Cuando él terminó de calentarse, Sam lo llevó con las tablas. Lorissa y Red seguían sentados allí, al lado de Cole, que había vuelto de su sesión de fotos.

Jack sonrió al ver a su amigo.

– ¿No vais a…?

– No les hables -interrumpió Sam-. A ninguno de los tres. Están castigados. Toma tu tabla. Lo ideal sería que fuera unos treinta centímetros más larga que tú, pero ésta es la más grande que he podido conseguir. Te quedará un poco corta, pero es bastante ancha, está recién lavada y es suave, lo cual hace que con ella sea más fácil aprender.

– De acuerdo.

Jack cargó la tabla hasta la orilla.

– ¿Qué tal tu rodilla?

– Bastante bien.

– Sé que puedes nadar, pero si tienes algún problema, estaré allí.

Él sonrió.

– Me gusta cómo suena eso.

La forma en que la miraba era mortal para las neuronas de Sam. Encima, aquella mañana estaba muy atractivo. No se había afeitado, y la sombra de su mandíbula la hacía desear restregarse contra él como un gato.

– ¿Ves la correa? Tienes que tenerla atada al tobillo para no asesinar a nadie sin querer. No es fácil ver a tiempo las tablas perdidas.

– No perder la tabla -repitió él, asintiendo.

Ella se moría por dejar las tablas a un lado y besarlo.

– Y el agua puede parecer muy tranquila, pero hay corrientes peligrosas bajo la superficie, así que ten cuidado. Si quedas atrapado en una, nada en paralelo a la orilla hasta que consigas salir.

– Entendido. ¿Algo más?

– No hagas ninguna estupidez.

– Eso también lo he entendido.

Sam lo miró quitarse la sudadera y desnudar aquel torso magnífico. El bañador le quedaba ligeramente grande y le colgaba por la cadera.

– Vamos.

Ella tomó su tabla y, cuando empezó a entrar en el agua, recordó que aún tenía puesta la sudadera. Se la quitó y se la arrojó a Lorissa.

– Antes de empezar a remar, mira siempre a los otros surfistas para ver por dónde conviene entrar en el agua.

– Sí, profe.

Sam pensó que le estaba tomando el pelo, pero cuando lo miró a los ojos lo único que vio fue una sonrisa y una expresión de verdadera felicidad por estar con ella. A su pesar, Sam también sonrió.

– Para remar, túmbate boca abajo en la tabla, con la proa justo encima de la superficie. Usa los brazos como remos por los lados, así -se acostó en su tabla y empezó a remar-. ¿Ves?

– Ya lo creo que veo.

Él le estaba mirando el trasero.

– ¡Jack! -Lo reprendió ella, entre risas-. Hablo en serio.

– Y yo. Mira.

Jack se puso en posición y manejó su tabla con mucha facilidad.

Remaron juntos. A mitad de camino, a ella se le ocurrió pensar en lo mucho que se estaba divirtiendo y lo pronto que se acabaría todo. Tenía que pasar, porque siempre se terminaba; por lo general, por su propia decisión.

– Sam, ¿sigues conmigo? -preguntó él, tocándole un brazo-. Si no quieres hacer esto…

– No.

Ella se sentó en la tabla y se frotó la sien. Jack también se sentó, mientras ella trataba de pensar, aunque no se le ocurría nada, salvo que aquello estaba bien y que quería estar ahí. Con él.

– Quiero hacer esto -afirmó-. Pero también quiero hacer esto.

Acto seguido, se acercó a él y lo besó.

Él reaccionó inmediatamente: la tomó de la cara y gimió complacido.

– Bueno -dijo, sonriendo después de besarla-, es una buena forma de empezar el día.

Sam no podía estar más de acuerdo con él, pero habían ido a hacer surf. Le mostró cómo estudiar las olas antes de decidir hasta dónde remar, cómo esquivar a otro surfista o a un nadador, y cómo ponerse en posición de cara a la playa.

– Cuando se esté acercando una buena ola y no haya otros surfistas, empieza a remar. Cuando te alcance, te levantará y te empujará hacia delante, así que muévete si es la ola que quieres. Sujétate de las asas y salta para ponerte en pie en el centro de la tabla, con las piernas separadas unos sesenta centímetros -le mostró cómo hacerlo-. Asegúrate de que la proa esté por encima del agua; no demasiado, porque la ola te tiraría, pero lo suficiente para que no se hunda. ¿Entendido?

– Eh…

– Así, mira.

Sam se volvió a recostar, esperó a que llegara una ola y le enseñó cómo remontarla. Después volvió remando adonde estaba Jack.

– ¿Preparado para intentarlo?

– ¿Me resultará tan fácil como a ti?

– No.

Él rió.

– En ese caso, estoy tan preparado como puedo llegar a estarlo.

– De acuerdo. Cuando te dé la orden, rema -esperó hasta el segundo exacto-. ¡Ahora! ¡Rema!

Animosamente, Jack fue por la ola y plantó su cuerpo atlético sobre la tabla. Movió las manos en el aire para buscar el equilibrio que parecía no poder encontrar y cayó de cabeza en la ola.

Sam hizo una mueca de dolor, pero él volvió a la superficie en perfecto estado. Cuando regresó con ella, le ofreció una sonrisa modesta.

– Es más difícil de lo que parece.

– ¿Quieres que lo dejemos? -preguntó ella.

– No.

Sam volvió a decirle cuándo remar, y él sacó de nuevo aquellos apetecibles músculos para ponerse en posición en la tabla y extendió los brazos para encontrar el punto de equilibrio, aunque tardó tanto en conseguirlo que la segunda cresta lo derribó.

Después de salir a la superficie, se echó el pelo hacia atrás y rió.

– Sí. Desde luego, es más difícil de lo que parece.

Sam lo tomó de la mano y lo atrajo hacia sí. Cuando lo tuvo cerca, cedió a la tentación de tocarle el pecho y los hombros mojados.

– ¿Qué haces? -preguntó él, con la voz algo ronca.

– Me aseguro de que estás bien.

A él se le encendió la mirada.

– Si digo que no, ¿me seguirás tocando?

Ella soltó una carcajada y lo soltó, pero Jack le atrapó una mano y volvió a llevarla hacia sí.

– Tengo una idea -murmuró-. Monta una ola y después deja que te toque para comprobar que estás bien.

Jack le recorrió el cuerpo con la mirada y, sin previo aviso, la sacó de la tabla, se la sentó en el regazo y la besó.

Sabía tan bien y era tan grande y cálido, que se acurrucó contra él y disfrutó de sus caricias. Pero cuando Jack le puso una mano en el trasero y comenzó a acariciarla cerca de los senos, soltó una carcajada y dijo:

– ¡Para!

– ¿Estás segura?

Era obvio que no estaba segura en absoluto. Temblaba de deseo por él; Jack podía verlo, podía sentirlo.

Sam oyó los gritos de los otros surfistas desde la orilla y supo que se burlarían de ellos.

– Jack…

Él sonrió antes de apartarla de su regazo.

– Deja de distraerme. Aquí viene una buena.

Y se marchó, dejándole el cuerpo ardiendo por su contacto. Jack necesitó dos horas más para conseguirlo, y ella tuvo que ayudarlo. No se rindió en ningún momento, ni siquiera cuando Red y dos de sus compinches se unieron a ellos y les ofrecieron ayuda entre bromas e insinuaciones. Pero finalmente logró remontar una ola sin caerse de la tabla ni acabar con la cara en la arena. Agotado, se desplomó en la playa.

Sam dejó a Red y a los otros en el agua, fue con él y le dio una palmada en el trasero.

– No ha estado mal.

La respuesta de Jack fue poco más que un gruñido.

– Entonces… nos vemos el fin de semana que viene.

Él abrió un ojo.

– ¿Qué?

– Para la clase de baloncesto, ¿recuerdas?

– ¿Por qué tenemos que esperar una semana?

– Porque hemos empezado a practicar los fines de semana, y he pensado que para qué estropear un buen plan.

– Necesito un motivo mejor.

La verdadera razón era que ella necesitaba que pasaran siete días entre cada uno de sus encuentros, porque eran demasiado fuertes.

– Porque ahora mismo no estás en condiciones de enseñarme nada -contestó, en un arranque de lucidez.

– Ah, sí. Cierto.

– De verdad, no lo has hecho tan mal.

– Supongo que si aún te oigo, significa que estoy vivo.

Jack casi no podía mover los músculos. Sam lo recorrió con la mirada, angustiada por lo mucho que deseaba tumbarse encima de él. Normalmente tenía mucho más control sobre su deseo.

– ¿Qué tal la rodilla?

– Sí digo que fatal, ¿me llevarás a tu casa y me harás sentir mejor?

Lorissa, que se había acercado con Cole, movió la cabeza con disgusto.

– Y yo que tenía tantas esperanzas puestas en ti…

– Un desastre, ¿eh?

– Ni que lo digas.

– Sí, puede que tengas razón -reconoció Jack, poniéndose en pie y tomando a Sam de la mano ¿Y qué te parece esto? Te invito a desayunar.

– Mucho mejor -dijo Cole. Rió al ver la mirada desconfiada de Lorissa.

– Pero es la hora de la comida -puntualizó Sam.

– De acuerdo. ¿Puedo invitarte a comer? -preguntó.

– Tengo que trabajar.

– Yo te cubro -ofreció Lorissa.

Pero Sam negó con la cabeza.

– Prefiero trabajar.

– Está bien -dijo Jack, parpadeando con inocencia-. En ese caso, ¿puedes ponerme un poco de loción en la rodilla antes de que me vaya?

Sam no se lo podía negar, y él lo sabía. Antes de que pudiera pensárselo mejor, Jack la siguió a su piso y al pequeño cuarto de baño, donde guardaba el ungüento.

Cuando Sam se dio la vuelta para darle el frasco, él la tomó de las caderas y la apoyó contra el tocador.

– Jack…

– Sam -murmuró él, rozándole las mejillas con la boca-, no puedo dejar de pensar en ti, en tu sabor. Déjame probarte otra vez.

Jack sólo llevaba puesto el bañador; tenía el pecho desnudo y mojado; sus hombros parecían increíblemente anchos, e inclinaba la cabeza mientras le mordisqueaba las comisuras de los labios. La estaba acariciando con delicadeza, con la misma concentración absoluta que había dedicado a intentar aprender surf.

Ella le pasó las manos por la espalda, cubierta de arena, y le dio lo que quería: otro beso. Con un gemido gutural, él le devoró la boca y dejó la loción en el lavabo para poder sujetarle el trasero con las dos manos, mientras ella le rodeaba la cintura con las piernas y lo abrazaba por el cuello.

– Mmm… -gimió Jack al atraerla contra su erección.

El deseo de entregarse y de dejar que le hiciera el amor en ese preciso momento era tan fuerte, que Sam estuvo a punto de quitarse el biquini y ponerse de rodillas. Sin embargo, se apartó.

– Tengo cosas que hacer -dijo.

Necesitaba poner tiempo y distancia entre ellos para poder volver a respirar con normalidad. Iría a preparar emparedados en el café para despejar su mente y tal vez se tomaría un trozo de tarta de chocolate. Estiró la mano hacia atrás, tomó el frasco de loción y se lo dio.

– Nos vemos el sábado.

– Cobarde -bromeó él.

Aun así, Jack la soltó y la siguió hasta la puerta, por lo que Sam supo que era tan cobarde como ella.


Durante la semana siguiente, Sam se mantuvo ocupada. Tenía el café, que afortunadamente estaba a pleno rendimiento con la actividad del final del verano. También tenía a sus amigos, el surf y otro montón de cosas en su vida, además de su obsesión por hacer brownies comestibles.

Pero estar en el agua sólo le recordaba al hombre con el que soñaba todas las noches. Y no la ayudaba que Lorissa se divirtiera preguntando por él, ni que Jack la llamara todas las tardes para pasarse horas hablando por teléfono.

Para cuando llegó el sábado y se estaba vistiendo para reunirse con él, apenas podía mantenerse en pie. Se iba a acostar con él, aunque no precisamente para dormir. Bien al contrario, se metería en la cama con él para moverse mucho; una clase de ejercicio que le fascinaba.

Y después, terminaría con él y podría seguir con su vida. Así había sido siempre, y así sería aquella vez. Lo besaría con ternura y se iría. Y nunca lo volvería a ver.

Desde luego, sería algo mutuo. Sam no tenía grandes ilusiones sobre sí misma. No se consideraba gran cosa; de hecho, sabía que podía ser bastante difícil, que era una solitaria natural y que no estaba hecha para las relaciones.

Con todo aquello en la cabeza, condujo hasta la casa de Jack. Ella había propuesto que se reunieran en un colegio o en un gimnasio, pero él se había reído y había dicho que quería intimidad.

Intimidad. A ella le sonaba bien.

No le sorprendió que viviera en la zona más elegante de Malibú, y cuando llegó a la entrada se quedó mirando la casa de playa más grande que había visto en su vida. No tenía idea de por qué no se le había ocurrido que Jack Knight sería millonario. Probablemente tenía más dinero del que ella podía soñar y más formas de gastarlo de las que podía contar. Con cierta incomodidad, llamó al portero electrónico y esperó.

– Hola -dijo él, por el altavoz-. Estás muy apetecible.

Ella miró lo que había tomado por un espejo y se dio cuenta de que era una cámara. Rió, porque, a falta de ropa apropiada para jugar al baloncesto, se había puesto unos pantalones cortos de neopreno y dos camisetas de tirantes, una encima de la otra, además de una sudadera para protegerse del frío de las primeras horas de la mañana. No se podía decir que estuviera exactamente elegante. Había encontrado unos calcetines en el último momento, y los había metido en las zapatillas que tenía colgadas del cuello.

– ¿Necesito una clave para entrar o qué?

– No, sólo una sonrisa.

Oírlo la hizo sonreír.

La puerta se abrió para dejarla entrar. Sam condujo hasta la casa, detrás de la cual estaba su adorado océano. Aparcó justo frente a las escaleras y echó un vistazo. La finca, hectáreas y hectáreas de césped y jardines naturales, la dejó sin habla.

No podía imaginar cómo sería tener tanto terreno, con una playa privada, libre de bañistas y de suciedad. Era el paraíso en la tierra.

– Esto es demasiado para mí -murmuró mientras apagaba el motor, preguntándose si Jack tendría criados y cocineros.

Se recordó que había ido porque tenían una conexión sexual. Una atracción que le calentaba la sangre y que le imploraba que pasara a la acción.

Que pasara a la acción con él. Además, había gastado mucho dinero en aquellas clases de baloncesto, y la tacaña que había en ella no lo iba a desperdiciar. Pero por mucho que su mente insistiera en que era una mala idea, su cuerpo esperaba que aprender a jugar al baloncesto significara tener las manos de Jack encima todo el tiempo.

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