En la carretera había un atasco. Aunque no era nada desacostumbrado, Sam estaba tan inquieta que no dejaba de morderse las uñas. Jack había tratado de hablar con ella dos veces, pero se había dado por vencido, porque era incapaz de mantener una conversación, e incluso de pensar, hasta ver qué había quedado del Wild Cherries.
Tal vez no estuviera tan mal como recordaba. Tal vez se hubiera salvado de milagro.
No. Mientras se acercaban vio el edificio, o lo que quedaba de él. Un esqueleto negro y achicharrado. El aparcamiento estaba acordonado, y la furgoneta del inspector de incendios estaba aparcada bloqueando el acceso. Jack frenó en un semáforo y esperó a que se pusiera en verde para girar y aparcar en la calle.
Incapaz de seguir sentada, Sam se bajó del coche. Oyó que Jack maldecía y la llamaba, pero no aminoró el paso. No podía. Había cosas que tenía que hacer sola, y aquélla era una.
Pasó por debajo de la cinta policial y corrió hacia el edificio quemado, pasando por delante del cartel que había pintado años atrás y en el que aún se leía Wild Cherries. Irónicamente, no había sido alcanzado por las llamas.
Respiró profundamente y caminó hacia el que había sido su hogar desde los catorce años. Detrás de la estructura carbonizada, el mar se agitaba y golpeaba la playa como siempre. Un par de surfistas madrugadores caminaban por la orilla, como siempre.
Pero aquel día ella no abriría las puertas de su café. No podría divertirse creando emparedados extravagantes. No subiría a su piso para tumbarse a descansar en el sofá.
En aquel momento tomó conciencia de lo que había perdido. La tabla de surf, el cepillo de dientes, sus pijamas favoritos, el álbum de fotos de sus padres…
Lo había perdido todo. Se le estremeció el corazón.
Se dijo que aquella pérdida no era nada en comparación con las anteriores. Podía empezar de nuevo, encontrar otro lugar, comprarse otro cepillo de dientes.
Lo que no podía comprar era una nueva vida. Había tenido suerte. Aunque se le partía el corazón, se repitió una y otra vez que tenía suerte de estar viva a medida que se iba acercando al edificio en ruinas.
Intentó entrar, pero un hombre le cerró el paso. Tenía un uniforme en el que se leía que era inspector de incendios; llevaba una carpeta en la mano y tenía una expresión tan amable que, por algún estúpido motivo, le hizo contener la respiración.
– ¿Es usted la propietaria? -preguntó.
Cuando Sam asintió, él suspiró y se presentó:
– Soy Timothy Adams. Inspector de incendios.
– Samantha O’Ryan.
– Lo siento, señorita O’Ryan, pero el edificio ha quedado irrecuperable.
Ella tragó saliva y contempló el lugar devastado.
– Seguro que ha quedado algo.
– Posiblemente. Pero no puede entrar, hasta que esté apuntalado.
– Pero…
– Sé lo difícil que es.
– ¿Lo sabe? -replicó ella, con un repentino enfado-. ¿De verdad lo sabe?
– Sí. Perdí mi casa en los incendios de San Diego. Y todo lo que estaba dentro, incluidos mis dos perros.
Ella se quedó mirándolo un momento; después cerró los ojos y se dio la vuelta.
– Lo siento -se disculpó, llevándose las manos a la cabeza-. Dios, lo siento tanto… Odio esto.
Sam oyó pasos y abrió los ojos para ver a Jack, que corría hacia ella.
– Sam -dijo, mirándola con desesperación-. Creía que ibas a tratar de entrar…
– No puedo. No es seguro.
Acto seguido, Sam le presentó al inspector de incendios y los dejó hablando mientras se volvía a mirar el desastre.
Recordó que tenía un seguro y se dijo que no había nada que no se pudiera reemplazar. Excepto los recuerdos.
– Jesús, María y José -exclamó Red al llegar al lugar.
Llevaba el pelo suelto y la camisa desabrochada, y como siempre, estaba descalzo, pero para Sam era lo más cercano a un padre.
– Fueron los brownies -murmuró, mientras su tío la abrazaba-. Oh, Red. Es todo culpa mía…
Él le acarició la cabeza.
– Olvídalo. Lo único que importa es que tú estás bien.
Ella se apartó, evitando mirar hacia las ruinas.
– ¿Y qué hay del café?
– Sin duda, tenemos mucho trabajo para limpiar este lío y volver a montarlo.
– ¿Volver a montarlo? No puedo.
– ¿Por qué?
– Porque hace falta dinero.
– Tendrás el dinero del seguro.
– Pero no será suficiente. Era un seguro barato que sólo cubría las instalaciones; el coste de remplazar todo me va a matar…
– Maldita sea, que te ahogas en un vaso de agua.
Red se sacó un papel del bolsillo y se lo dio. Sam lo miró y vio que era un cheque por una ingente suma de dinero.
– ¿Qué es esto?
– Es el dinero que has estado dándome durante los últimos cinco años. Hasta el último centavo.
– ¿Qué? ¿Estás loco? -dijo, tratando de devolvérselo-. No puedo aceptarlo.
– Mira, vuelve a montar el local. Y cuando te recuperes, empezarás a pagarme de nuevo poco a poco, y no creo que te añada intereses.
Ella se quedó mirando sin poder hablar, y él le acarició la nariz y se alejó. Sam contempló el cheque que tenía en la mano, llena de gratitud, desolación y amor.
No estaba sola. Levantó la vista y vio a Jack, de pie junto al edificio, mirándola.
Nunca había estado sola. La idea era tan abrumadora que pidió disculpas a todos, incluida Lorissa, que acababa de llegar y quería abrazarla, y bajó hacia la playa. Aquella franja de arena, mar y rocas había formado parte de su vida desde siempre y seguía allí. Lorissa seguía allí, en lo alto de las dunas. Red seguía allí, sin juzgarla, sin pedirle nada salvo que trabajara duro y se limpiara la nariz.
Y también estaba Jack.
Tardó un momento en darse cuenta de que estaba allí. No sólo en espíritu, sino justo detrás de ella, respetando su necesidad de intimidad, pero ofreciéndole en silencio su fortaleza y su esperanza.
– Sam…
La angustia de su voz le hizo cerrar los ojos.
– Estoy bien. Soy pobre, no tengo casa y me siento algo patética, pero estoy bien.
– Haría lo que fuera para remediar todo esto.
Ella volvió la cabeza y sonrió entre lágrimas.
– Lo sé.
Al verle los ojos húmedos, Jack se acercó y le dio el abrazo que tanto necesitaba.
– Lo he perdido todo -murmuró ella-. Las recetas, la vajilla de mi madre, el traje de baño favorito de mi padre…
A Sam se le escapó un sollozo y no trató de ocultarlo. No tenía que hacerlo; sabía que Jack la iba a abrazar hasta que le pidiera que la soltara.
– Sam, lo siento tanto…
– No te preocupes. Todo se arreglará. Ya me sobrepondré.
Él se echó hacia atrás para mirarla y sonrió.
– Sí, te sobrepondrás.
– Va a ser complicado. Y carísimo.
– Tengo mucho dinero. Considéralo tuyo.
Él ofrecimiento la hizo reír.
– Ni hablar.
– Lo digo en serio.
– Jack… No me refería a eso al decir que sería carísimo.
A Sam le había encantado pasar la noche con él. Y la forma en que la miraba la dejaba siempre sin aliento. Ya no pensaba en él como una aventura pasajera, y estaba dispuesta a decírselo, aunque la idea la aterrara más que perder el café.
– No estás sola, Sam. Quiero que lo sepas.
– Lo sé.
– Quiero decir que tienes a Lorissa y a Red, que te quieren y harían lo que fuera por ti. Y me tienes a mí. Aunque sé que sólo me consideras tu esclavo sexual.
Ella soltó una carcajada, y él sonrió al oírla, pero enseguida se puso serio y añadió.
– Quiero que lo nuestro sea más que una aventura de una noche, Sam.
Una vez más, la dejó sin aire.
– Creo que nunca había conocido a nadie como tú.
– ¿Por que te digo lo que pienso?
– No, Red y Lorissa también lo hacen. Pero tú tienes algo que ellos no tienen.
– ¿Qué?
Incapaz de expresarlo con palabras, Sam se acercó al agua y hundió los dedos en la arena mojada. Él hizo lo mismo, y se detuvo junto a ella, tomándola de la mano, pero sin decir nada.
– Aquí tienes un ejemplo -dijo ella, al cabo de un rato-. No necesitas llenar el silencio. Puedes dejarme ser, puedes dejarme pensar.
– ¿Hay algo más que te guste de mí?
– ¿Además de tu cuerpo? -preguntó Sam, riendo al ver la incomodidad de Jack-. No puedo evitarlo. Eres muy atractivo, Jack Knight.
– Sí, pero esperaba que fuera algo más que simple atracción física.
Ella lo miró fijamente, le tomó la otra mano y sintió que se le derretía el corazón cuando él agachó la cabeza para besarla.
– Es mucho más que eso -reconoció Sam-. Nunca había conocido a nadie que me deseara tanto como tú. Y no me refiero sólo al deseo sexual. Siento que me deseas. A mí.
– Te deseo. Mucho.
– Pero no lo decías, no presionabas…
Jack sacudió la cabeza, sin saber cómo hacérselo entender.
– ¿Presionarte? No entendí lo que sentía por ti hasta anoche -declaró, sintiendo que le faltaba el aire-. Anoche, cuando llegué aquí y vi las llamas, pero no a ti, me desesperé. Anoche supe que te necesitaba, Sam.
Ella se agachó a recoger una piedra y la arrojó al mar. Después buscó otra. Jack, consciente de que estaba pensando, tratando de ordenar sus ideas, se limitó a mirarla. Y esperó.
– Nadie me había hecho pensar en el futuro -dijo Sam, al fin-. Hasta que te conocí.
A él se le dibujó una sonrisa.
– Siento como si acabara de meter la canasta del triunfo.
A ella se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas, y Jack sintió que se le partía el corazón.
– Oh, Sam…
– Creía que era tan fuerte, tan independiente… -confesó, mirándolo a los ojos-. Creía que tenía todo lo que necesitaba. Estaba equivocada. Mi vida era una rutina. La misma rutina cómoda, los amigos, el trabajo, todo. Entonces te conocí, y las cosas cambiaron. Yo cambié. De repente quería más. Quería pensar en el futuro y en abrir mi corazón. En compartir mi vida con alguien -respiró profundamente, y parecía más nerviosa que la noche anterior en el incendio-. Jamás quise hacer proyectos a largo plazo con nadie, Jack, hasta que te conocí.
El corazón de Jack, encogido unos segundos antes, se hinchó de felicidad.
– ¿A largo plazo?
– No sé en dónde me estoy metiendo al enamorarme de ti. Creía que no era capaz de querer así, pero estaba equivocada. Lo supe anoche cuando derribaste la puerta para salvarme. Lo supe cuando me llevaste en brazos hasta tu cama con los ojos llenos de amor. Lo supe al despertar esta mañana abrazada a ti. Así que… sé amable…
– ¿Crees que te voy a hacer daño? -preguntó él.
– Podrías.
Jack sacudió la cabeza y le acarició el pelo.
– Sam, lo único que pretendo es corresponder a tu amor.
Al ver que ella guardaba silencio, Jack hizo una mueca de dolor y añadió:
– Me quieres, ¿verdad?
– Sí, te quiero.
– Bien -dijo, besándola-. Mi vida también era aburrida antes de conocerte. Sólo era existir, tal vez echaba de menos el baloncesto más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Pero cuando estoy contigo no echo nada de menos, Sam. Sólo me siento vivo, muy vivo.
Ella sonrió trémulamente.
– ¿Eso qué significa?
– Que quiero despertarme al amanecer y congelarme en el mar viéndote hacer surf. Que quiero que corras por mi cancha de baloncesto de la forma más sensual que he visto en mi vida, provocándome para que no te pueda ganar…
– ¿Insinúas que perdiste porque te distraje?
– Sabes muy bien que perdí por eso, pero estás cambiando de tema. Di que sí, Sam.
Ella lo miró a los ojos.
– ¿A qué?
– A mí, a lo que hay entre nosotros, a todo.
Sam soltó una carcajada. Parecía tan asustada, desconcertada y esperanzada a la vez que Jack se la quería comer a bocados.
– ¿Quieres que te dé un sí a ciegas? -preguntó, temblando.
– Sí. Y llenaremos los espacios en blanco cuando surjan.
– ¿Quieres que lo veamos sobre la marcha? -preguntó, riendo y lanzándose hacia él-. Genial, es justo mi estilo. Es perfecto.
– Sí. Lo es. Y tú también lo eres.