Sam se dejó llevar por Jack al salón principal del club, que era un espacio abierto con columnas blancas, suelos de madera relucientes y ventanales que daban a los jardines, desde los que se podían admirar unas imponentes vistas del Pacífico, encendido por la luz del ocaso.
Apartó los ojos del paisaje y se preparó para ser engullida por la multitud. Esperaba perder de vista a su apuesto acompañante, porque, al parecer, Jack era una gran atracción aquella noche. Las mujeres lo miraban, la mayoría con sonrisa soñadora, y la hacían sentir como si estuviera en el instituto del brazo del capitán del equipo de fútbol.
Pero ni siquiera en aquella época le importaba la popularidad. Era quien era y salía con hombres que sentían lo mismo. Las cosas no habían cambiado mucho. Seguía sin preocuparse por la imagen, y, como resultado, su círculo de conocidos se reducía a surfistas y clientes del Wild Cherries. Aunque no había aparecido nadie que le llamara particularmente la atención en mucho tiempo.
Hasta aquella noche.
Si tenía que ser sincera, esperaba que Jack se excusara y se reuniera con ella más tarde. No había imaginado que le sostendría la mano con fuerza ni que se quedaría mirándola como si se alegrara de que estuviera a su lado.
Eran perfectos desconocidos, pero aun así, ella se aferraba a él con idéntica fuerza y se estremecía cuando la miraba como si fuera la mujer más hermosa del salón.
En una de las esquinas se había dispuesto todo para la cena, con hileras de mesas con manteles blancos y vajilla de porcelana. En otra había una orquesta tocando, mientras la gente daba vueltas, bailando y conversando.
Todos estaban vestidos para la ocasión. Sam y Jack pasaron por delante de un grupo de mujeres con vestidos impecables, todas tomadas del brazo de un hombre de esmoquin. La mayoría dejó de charlar, lanzándole más de una mirada a Jack.
Era una situación muy interesante.
– No mires -le susurró él al oído, sin soltarle la mano-. Sonríe y sigue andando.
– Creo que quieren hablar contigo…
– Como he dicho, sigue andando.
Acostumbrado a lidiar con multitudes, Jack se abría camino como un mariscal de campo aun cuando la gente se volvía hacia él y trataba de abordarlo. Sonreía y asentía, pero con admirable destreza evitaba demorarse con cualquiera que tuviera una cámara.
– Impresionante -murmuró ella.
Sam no pudo evitar oír algo de las conversaciones que se sucedían a su paso.
– Dios mío, es él.
– Mmm… está tan atractivo como siempre…
– Los Eals no se recuperaron nunca después de su retirada. No debería haberlo dejado.
Jack tensó la mandíbula ante aquel comentario, y Sam sintió una extraña necesidad de protegerlo. No entendía cómo se atrevía la gente a decir aquellas cosas como si no pudiera oírlas.
– ¿Qué más da el motivo por el que lo dejara? Yo sólo echo de menos su trasero en pantalones de baloncesto.
– Date una ducha, Marge.
Probablemente, el último comentario procedía de un marido disgustado, pero Sam trastabilló al comprender lo que sucedía: Jack era Jack el Escandaloso. Su cita a ciegas era con un personaje público famoso por sus correrías. Le parecía increíble no haberse dado cuenta. Tenía el cartel de deportista escrito en la frente; desde su cuerpo alto, estilizado y musculoso hasta la rigidez y la facilidad con que controlaba todos sus movimientos.
No era el mariscal de campo que había imaginado, sino una estrella del baloncesto.
– ¿Estás bien? -le preguntó él, ayudándola a estabilizarse.
Ella lo miró a la cara y asintió. Se preguntaba por qué no se lo había dicho. Sólo había comentado que estaba retirado, y se suponía que para ella tendría que haber sido fácil entender que se refería a que había renunciado a ser una de las leyendas de su tiempo.
Sam imaginaba que la reticencia se debía a que en todas partes la gente lo lisonjeaba o hablaba de él, como en aquella velada, como si no estuviera presente.
Era una locura. Jack el Escandaloso le estaba sosteniendo la mano y llevándola con él.
– ¿Cuándo volverás a jugar, Jack? -preguntó alguien.
Él suspiró y le apretó la mano.
– Perdona, pero tengo que decirles algo o no nos dejarán solos -le dijo a Sam, antes de volverse a hablar con el grupo de periodistas que los seguía-. Mi vida como jugador profesional fue fantástica -sonrió, soportando estoicamente el acoso de las cámaras-. Disfruté de cada minuto, pero no voy a volver. He venido a apoyar este acto benéfico, para conseguir dinero y otras donaciones para los niños desfavorecidos.
Cuando terminó de hacer declaraciones, Jack dejó que le hicieran varias fotos más y después se dio la vuelta.
Sam avanzó con él, imaginando cómo habría cambiado su vida desde que había dejado de jugar. Por la forma en que tenía que eludir a la multitud, se podía pensar que no había cambiado mucho. No le gustaba tener a la prensa a su alrededor ni quería llamar la atención. Había algo enternecedor en su actitud. Si es que se podía considerar enternecedor a un hombre de casi dos metros de altura, fuerte y duro como una roca.
En medio del salón, él respiró profundamente y, cuando se le acercaron unos invitados, les estrechó la mano calurosamente.
– Es genial estar retirado, ¿verdad? -preguntó uno.
– Desde luego -contestó él-. ¿Lo estáis pasando bien?
Todos murmuraron su contestación, y después uno le dijo:
– ¿Y cómo pasas los días?
– Me mantengo ocupado. Por cierto, ¿alguno de vosotros juega al golf?
Sam se maravilló al ver la habilidad con que evitaba hablar de su vida privada y se preguntó cómo podía un hombre tan reservado lidiar con semejante presión pública.
Al cabo de unos minutos, Jack se disculpó y se la llevó a otra parte del salón. Un camarero les ofreció champán. Jack tomó dos copas, le dio una a Sam y, tras un largo suspiro, propuso un brindis.
– Por que esta noche de pesadilla se convierta en un sueño agradable.
– Hasta ahora no ha estado tan mal.
– Es cierto -reconoció él, con una sonrisa sincera-. Lo hemos hecho bien. Y creo que la mayoría de los periodistas se han ido después de las fotos. Gracias por tener tanta paciencia.
Alrededor de ellos, la multitud se cerró un poco, empujándola contra él.
– Perdón -murmuró Sam, que había chocado con una pareja al tratar de buscar un espacio vacío.
– Ven aquí.
Jack la tomó de la cintura y la atrajo de nuevo hacia sí. Sam sintió el contacto íntimo de sus caderas y el roce de sus senos contra el pecho de Jack. La conexión la sacudió como una descarga eléctrica, y lo miró a los ojos.
Por el calor que había en la mirada de Jack, supo que él también lo había sentido.
– Tal vez -dijo él-, el brindis se esté haciendo realidad.
– Sí…
Ella bajó la cabeza y bebió un trago para ocultar la confusión que le provocaban las sensaciones que experimentaba con Jack, pero entonces vio un movimiento detrás de él.
– Periodistas a la derecha -informó, entre dientes.
Él maldijo, acabó su bebida y dejó la copa vacía en la bandeja de un camarero antes de escabullirse de los fisgones.
Se acercaron a la orquesta, que estaba tocando música de los setenta. Las luces se apagaron, y al menos diez bolas de discoteca bajaron del techo, girando y lanzando rayos de luz a todas las esquinas.
– Disfrutad de la hora de música disco -dijo el director por el micrófono-. A las ocho en punto pasaremos al pop de los ochenta.
Los asistentes se animaron, y muchos fueron hacia la pista de baile.
Sam vio las luces de colores y a la gente que empezaba a moverse al ritmo de las canciones y se le hizo un nudo en la garganta. Esperaba que Jack no pretendiera que bailara con aquellos ridículos tacones y aquel vestido tan estrecho. Por suerte, él se detuvo al borde de la pista.
– Creo que aquí estaremos a salvo -dijo-. Deprisa, mírame a los ojos como si fuera el único hombre del lugar. Tal vez eso los mantenga alejados.
Ella rió, pero lo miró a los ojos obedientemente.
– ¿Cómo si fueras el único hombre? ¿Y cómo se hace para mirar de esa manera?
Él parpadeó y se unió a las carcajadas.
– La verdad es que no tengo ni la más remota idea.
Sam hizo una mueca de dolor.
– Lamento decirte que se acercan tres hombres con trajes baratos y armados con cámaras.
– Maldición.
Jack la tomó de la mano, la arrastró a la pista de baile y se volvió a mirar a los fotógrafos. Heather se apresuró a interponerse para obstaculizarles la toma, y le guiñó un ojo a su hermano.
– Así está mejor -le dijo Jack a Sam, sonriendo.
Estaban rodeados de parejas que giraban al compás de la música.
– A menos que se te ocurra cómo podemos salir de aquí -advirtió Sam-, tendremos que bailar.
Ella podía remontar cualquier ola con la tabla de surf o cantar a voz en grito en la barra de su café cuando estaba de buen humor, pero era incapaz de bailar. No tenía ritmo.
Con una delicadeza estremecedora, Jack le pasó un brazo alrededor de la cintura, le tomó la otra mano y la atrajo hacia sí.
– Por mí, bailemos.
– Espera… -exclamó ella, mirándolo a los ojos mientras él empezaba a moverse en perfecta sincronía con la música-. ¿Sabes hacer esto?
Él sonrió divertido.
– ¿Por qué te sorprende tanto?
Sam tenía entendido que los deportistas famosos sólo eran buenos en lo suyo. Pero Jack tenía ritmo, buen ritmo, y sus movimientos la afectaban de una manera inesperada.
– ¿Qué pasa? -preguntó él, al ver que se quedaba quieta.
Lo único que pasaba era que Sam se sentía idiota. Ni en sus días de desenfreno juvenil se había sentido cómoda bailando. Nunca le había gustado. Sin embargo, estaba entre los brazos de un hombre muy atractivo que centraba su atención en ella para tratar de olvidarse del mundo que los rodeaba, y Sam quería ayudarlo. Estaba dispuesta a hacer lo que fuera, menos bailar.
Jack agachó un poco la cabeza y le rozó una mejilla con la barbilla.
– ¿Sam?
Ella lo miró a los ojos. Podía sentir la fortaleza del cuerpo de Jack, cómo le latía el corazón y la presión de la cadera que se balanceaba suavemente contra la suya; y también, las reacciones de su propio cuerpo, las hormonas revolucionadas, los huesos derretidos.
Se preguntaba cómo podía ser tan sensual un jugador de baloncesto.
– ¿Sam? ¿Estás ahí?
– Sí, pero es que bailar me parece algo muy trillado.
– Trillado -repitió él-. ¿Bailar en una pista de baile está trillado?
– Sí. Estoy segura de que podemos hacer otra cosa.
– ¿Por ejemplo?
Las luces de colores la distraían tanto que no se le ocurría nada.
– No sé. Piensa en algo.
– Creo que tendrás que hacerlo tú -dijo Jack, con un brillo intenso en los ojos-. Porque cuando me miras así soy incapaz de pensar algo apropiado.
A ella le pasaba lo mismo. De hecho, se le ocurría un montón de ideas inapropiadas y no podía evitar sentir la necesidad de apretarse más contra él.
No sabía qué hacer, pero sí qué le pedía el cuerpo.
– Sam…
Las luces se hicieron aún más tenues, de modo que todo lo que veían era las siluetas de la gente que bailaba alrededor de ellos. Era el camuflaje perfecto. Sam le deslizó las manos por la nuca, le bajó un poco la cabeza y lo besó.
Estremecida por el sensual gemido de sorpresa de Jack, cerró los ojos y lo abrazó con fuerza.
Habría cerrado los ojos antes, pero había querido asegurarse de que él estaba a gusto con el giro que acababa de darle a la velada. Y, a juzgar por la forma en que respondía, Jack estaba encantado con la situación.
Besar a un hombre por primera vez siempre era una experiencia, una aventura que podía acabar en decepción. Pero Jack el Escandaloso besaba maravillosamente bien.
Y no se apartaba, ni siquiera cuando era obvio que los dos estaban sin aliento. La tenía tornada de las caderas y la espalda, y cuando ella le puso las manos en los hombros, dejó escapar otro gemido de placer.
Sam sintió que algo se agitaba en su interior al oír aquel sonido en la pista de baile. Era deseo, sí, pero diferente. Era un deseo que la dominaba tanto que ni siquiera se atrevía a dejar de besarlo para respirar. Lo tomó del pelo mientras él movía las caderas, arrancándole un nuevo gemido.
– No es justo -murmuró Jack.
– ¿Por qué?
– Porque no voy a poder salir de esta pista de baile durante un buen rato.
Ella tampoco quería moverse de allí y se arqueó contra él. Sintió que se le nublaba la vista cuando sus muslos se rozaron.
Jack echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que nadie les prestaba atención y la tomó de la cara.
– ¿Qué me estás haciendo, Sam?
Esperaba estar enloqueciéndolo al menos la mitad de lo que él la enloquecía a ella. De pronto, alejarse de la pista era lo último que tenía en mente.
– No lo sé -dijo, mordiéndole el lóbulo de la oreja-. Sólo sé que esto me está gustando mucho.
– No me digas eso.
Jack le deslizó una mano por el estómago, acariciándole las costillas y rozándole el borde de los senos. Mientras tanto, la contemplaba con una mirada tan cargada de deseo que resultaba más embriagadora que el champán que habían bebido. Sam soltó un gemido entrecortado y sintió que se le derretían los huesos. Y cuando él le acercó los dedos a los pezones, aunque sin llegar a rozarlos, tuvo que concentrarse para poder respirar.
– Sam… -murmuró Jack, con la voz enronquecida.
Ella volvió a tomarlo del pelo y a acercarle la boca para besarlo apasionadamente.
Minutos después, la canción terminó, se encendieron las luces y el director de la orquesta empezó a hablar sobre lo que tenían preparado para la siguiente hora.
Jack entreabrió los ojos y miró a Sam con detenimiento.
– ¿Qué más vas a hacer para no bailar?
– Oh, oh, me has descubierto.
Por lo menos estaba dispuesta a reconocerlo.
Él desvió la mirada hacia la parte delantera del vestido, donde los pezones endurecidos reclamaban más atención, y dejó escapar un gruñido que los tensó más aún.
La música había vuelto a sonar y la pista estaba cada vez más concurrida, con bailarines que parecían saber lo que hacían. Sin dudarlo, Sam volvió a acercar la boca a la de Jack, Él soltó una carcajada y la besó hasta obligarla a apartarse en busca de aire.
– ¿Vas a seguir besándome para evitar bailar?
Él también estaba respirando entrecortadamente.
– Desde luego -contestó.