Sam bajó corriendo al Wild Cherries y se quedó junto a la barra con tanta naturalidad como pudo, justo cuando Jack entraba en el local. Se recordó que tenía que mantener la calma, pero aunque hacía fresco, la visión de Jack le provocaba un calor infernal.
A causa del clima, los clientes del café pedían bebidas calientes, en lugar de los típicos zumos y refrescos. Sam sabía que Lorissa y las dos chicas que había contratado aquella temporada podrían ocuparse del local en su ausencia.
Lorissa estaba a unos pocos metros, pasando un trapo húmedo por la barra, y sus cejas arqueadas indicaban que no sólo había visto llegar a Jack, sino que también había visto a Sam llegar corriendo.
Skurfer estaba sentado cerca de la ventana con unos amigos y, por su sonrisa cómplice, era evidente que también lo había visto. Sam le hizo una mueca, pero cuando Jack avanzó directamente hacia ella, el corazón le dio un vuelco. Llevaba una camiseta blanca, unos pantalones de los San Diego Eals, gafas de espejo y una expresión inescrutable.
Ella se sentó en un taburete, con el pulso acelerado. Lorissa puso dos tazas de chocolate caliente delante de ella y le susurró:
– Cuidado. Se te cae la baba.
Sam miró a Jack acercarse y respiró profundamente.
– Hola -dijo, con toda la naturalidad posible.
– Hola.
A él se le iluminó la cara y se quitó las gafas. Le brillaban los ojos, y Sam pensó que aquella mañana estaba muy guapo.
Jack se sentó junto a ella y aceptó la taza de chocolate.
– Gracias -dijo, bebiendo un poco-. Hoy no hace tanto calor como esperaba.
Tal vez no, aunque Sam sentía que se estaba asando al ver cómo se movía la nuez de Jack cuando bebía.
Él la tomó de la mano y la miró de la cabeza a los pies. Sam llevaba un vestido de tirantes color turquesa. Sabía que la tela era muy fina y se le transparentaba el biquini, y también sabía que tenía un aspecto aceptable.
Pero por el calor de los ojos de Jack supo que podía considerarse bastante más que aceptable.
– Otra vez con el biquini debajo de la ropa -comentó él, bebiendo un poco más de chocolate.
– Me he tomado a pecho eso de que nos van a tirar al agua.
– Sí. Sólo espero que Heather estuviera bromeando al decir eso.
– Pronto lo sabremos.
– Sí.
Él se puso en pie y, sin soltarle la mano, la hizo levantarse. A Sam se le desdibujó la sonrisa al verlo mirarla con tanta seriedad.
– ¿Qué pasa?
Él sacudió la cabeza y la tomó de la nuca con la mano que tenía libre. Con el rabillo del ojo, Sam vio que Lorissa estaba atenta a todos sus movimientos.
– Me he pasado toda la semana pensando en ti -murmuró Jack.
El comentario la dejó sin aliento. Igual que el beso tierno que le plantó en los labios.
– ¿Nos vamos?
– Sí -contestó ella.
Tremendamente consciente de las miradas de todos los que estaban a su alrededor, Sam no fue capaz de reconocer que ella también había estado pensando en él. Cada segundo.
– Que os divirtáis -dijo Lorissa, recogiendo sus tazas-. Y tened cuidado.
Salieron al aparcamiento. Jack le abrió la puerta del acompañante, pero en vez de entrar, ella lo miró a los ojos y declaró:
– También he pensado en ti.
Acto seguido, Sam se acomodó en el asiento y cerró la puerta, ante la expresión de sorpresa de Jack. Cuando él entró en el coche no dijo nada. No era necesario; su sonrisa lo decía todo.
«Que os divirtáis», había dicho Lorissa. Y tened cuidado.
El único problema era que no había forma de que Sam pudiera hacer las dos cosas al mismo tiempo; no con aquel hombre.
La feria bullía con la actividad previa a la apertura. Jack miró su puesto y dijo:
– Lo decía en serio.
Sam rió. Había docenas de juegos en los que se podía perder tanto dinero como se quisiera, y más. Había puestos de artesanía, y una amplia variedad de ofertas gastronómicas. Camino de su puesto, Jack había tenido que detenerse a firmar autógrafos y, aunque lo hacía de buen grado, eludía las preguntas personales, tan reservado como siempre.
La música llenaba el aire, y Sam se descubrió sonriendo con anticipación y entusiasmo cuando vio el sitio que les había tocado. Era un enorme depósito de agua con un asiento encima, que parecía un trampolín, y encima estaba el lugar al que había que lanzar las pelotas. Cuando una diera en el blanco, el asiento se caería.
– Mira el lado positivo, Jack. Hay que tirar desde muy lejos, y el blanco es muy pequeño. Ningún niño le va a dar. Nos pasaremos el día secos.
– ¿Sí? ¿Por qué no vas y lo compruebas? De hecho, yo seré el primero en lanzar, sólo para asegurarnos.
– Oh, no -contestó ella, entre risas-. Deberías ir tú primero.
– ¿Y eso por qué?
Sam se moría por ver si estaba tan guapo mojado a plena luz del día como lo estaba a la luz de la luna.
– Para comprobar que es seguro -dijo, en un arrebato de brillantez.
Él rió con complicidad, y cuando sonó su móvil, contestó.
– ¿Ahora qué pasa, Heather? ¿No nos hemos visto hace tres minutos en la entrada? -preguntó, con fastidio-. ¿Que estás a punto de abrir y necesitas que me coloque en ese asiento? Genial, gracias. Sí, sí, yo también te quiero, pero no dormiría con los dos ojos cerrados si estuvieras conmigo.
Jack cortó la comunicación, se guardó el teléfono en el bolsillo y miró el enorme barreño con terror.
Sam no pudo contener la risa.
– Creía que no le tenías miedo al agua.
Él se quitó los zapatos y los pantalones, debajo de los cuales llevaba un bañador azul.
– No le tengo miedo a nada -dijo, quitándose la camiseta.
Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no tragarse la lengua. Como había comprobado la semana anterior, el hombre no había perdido ni uno solo de sus músculos desde que había dejado de jugar. Sam había estado leyendo mucho sobre su trayectoria profesional. Había sido uno de los mejores jugadores de baloncesto del país, hasta que las múltiples lesiones en la rodilla y las operaciones subsiguientes lo habían apartado de la cancha. Jack aseguraba no tenerle miedo a nada, pero ella sabía que no era cierto, porque se lo había dicho.
– Salvo al compromiso -le recordó-. Te da miedo el compromiso afectivo.
Él le tiró la camiseta a la cara. Cuando Sam se la quitó, después de embriagarse con su delicioso perfume, Jack arqueó una ceja.
– Dijo la sartén al cazo.
Ella levantó la cabeza.
– De acuerdo -dijo Jack-. A ninguno de los dos nos gusta reconocer que tenemos miedo. Somos grandes, fuertes y con una superficie impenetrable -caminó hacia la escalera que conducía al asiento colgante-. Pero apuesto tu bonito trasero a que mi superficie impenetrable se congelará si alguien consigue dar en el blanco.
Sam contuvo la risa al ver la cara que ponía mientras se sentaba; parecía que prefería que lo torturasen a tener que estar allí.
– No te preocupes. Estoy segura de que el agua no está tan fría.
– Me aseguraré de que lo compruebes.
Jack miró a la multitud que se abalanzaba desde la puerta principal. En menos de un minuto, había una larga fila de niños ansiosos por tirar a Jack el Escandaloso al agua.
En secreto, Sam esperaba que alguno lo consiguiera. Deseaba ver aquel cuerpo perfecto mojado y reluciente.
La primera en intentarlo fue una niña de unos siete años. Sam le cambió los billetes por dos pelotas pequeñas.
– Tíralo -dijo-. Está deseando darse un chapuzón.
La niña falló el primer lanzamiento, se mordió el labio inferior y miró a Sam con los ojos llenos de determinación.
– Lo quiero hundir.
Ella la hizo cruzar la línea y la acercó un metro y medio a Jack.
– Inténtalo de nuevo.
– ¡Eh! -protestó él.
Sam lo miró y sonrió divertida.
La pequeña volvió a fallar, y a Sam le pareció oír que Jack suspiraba aliviado.
El siguiente de la fila era un adolescente que parecía tener un buen brazo. Sam le dio las dos pelotas y lo animó a derribar a Jack.
– Lo haré -prometió el chico.
La primera pelota dio en el borde del blanco, pero no con la fuerza suficiente para soltar el asiento.
– Vamos, puedes hacerlo -lo alentó Sam, evitando mirar a Jack mientras el chico se preparaba para su segundo tiro.
– ¿Sam? -la llamó Jack.
El adolescente se detuvo.
– Por cada chico al que animes a hundirme -continuó Jack-, compraré una pelota cuando tú estés aquí. Y créeme, no voy a fallar ni una sola vez.
Todos los de la cola rieron.
– Eso podría costarte mucho dinero -replicó ella-. Y además, no me gustaría que te hicieras daño en el hombro con el esfuerzo. De hecho, voy a hacer un cartel de advertencia, porque ahora que lo pienso, los jubilados no deberían jugar en esta atracción. Es muy peligroso para su salud.
Más risas.
A Jack se le dibujó una sonrisa perversa.
– No te preocupes por mi salud, cariño. Puede que esté jubilado, pero sigo estando en plena forma.
Las hormonas de Sam se descontrolaron totalmente.
El adolescente lanzó su segunda pelota y dio de lleno en el blanco.
Los niños saltaron de alegría al ver caer a Jack, y cuando volvió a la superficie, se echó el pelo hacia atrás y miró a Sam directamente. Siguió haciéndolo mientras se empujaba hacia arriba para volver al asiento. Mojado y reluciente, con el aspecto del dios pagano del pecado y mirándola con ojos brillantes, Jack sonrió con malicia.
Sam tragó saliva e hizo pasar al siguiente.
Una joven que lo miraba con tanto deseo como ella le dio los billetes, se humedeció los labios y se aseguró de estar tan cerca de la línea como pudiera.
– No me voy a mover de aquí hasta que lo tire -le dijo a Sam-. No me importa cuánto dinero me cueste.
Le costó cinco dólares. Y esta vez, cuando Jack volvió al asiento, miró a Sam y murmuró:
– Dos.
Ella parpadeó.
– Has conseguido que me tiren dos personas -le aclaró él-. No creas que he olvidado mi promesa.
– Es mi trabajo.
No obstante, Sam procuró no animar a la siguiente joven de la cola y respiró aliviada cuando falló. Pero entonces apareció la niña más adorable del mundo. No tendría más de cuatro años, y tenía el pelo negro y largo, y los ojos más oscuros que Sam había visto en toda su vida. Iba de la mano de una mujer que llevaba una acreditación de voluntaria de la fundación de Heather.
– Es una de nuestros niños -dijo la mujer-. Thelma vive en un hogar cercano al centro recreativo, y parte del dinero que ganemos se dedicará a comprarle juguetes.
Sam miró a la niña a los ojos y sintió que se le partía el corazón.
– En ese caso, cariño, invito yo.
– ¿Me das una pelota?
– Te daré todas las que necesites para tirar a Jack al agua.
Sam se sacó veinte dólares del bolsillo para sumarios a la recolección del día. Después alzó a Thelma, se la apoyó en la cadera, tomó la canasta con las pelotas y cruzó la línea de lanzamiento.
– Húndelo -dijo.
Thelma rió divertida y lanzó la primera pelota, que fue a parar a menos de un metro.
Sam se acercó más al blanco y miró a Jack a los ojos.
Él arqueó una ceja.
– ¿Tres Sam?
Ella levantó la cabeza y animó a la niña a tirar otra pelota. Thelma falló, y Sam siguió avanzando hacia el depósito de agua.
La multitud reía a carcajadas. Jack parecía inquieto y resignado a la vez.
El tercer tiro fue precioso. Thelma dio en el blanco, y Jack se dio otro chapuzón. Pero en lugar de volver al asiento salió del barreño y, sin siquiera tomar una toalla, fue directo hacia Sam, que estaba a punto de dejar a la niña en el suelo. Al verlo acercarse, sintió que no le convenía soltarla.
– Thelma, ¿qué te parece si vamos a…?
– Hola -dijo Jack, agachándose para mirar a la pequeña a los ojos-. ¿Sabes quién soy?
– Sí. Vuelas y haces canastas.
Jack soltó una carcajada, igual que los que estaban a su alrededor.
– Lo hacía antes. Y ahora voy a hacer volar a la preciosa dama que te tiene en brazos. Directa al agua, igual que yo. ¿Quieres verlo?
Thelma aplaudió encantada.
A Sam se le aceleró el corazón.
– Bueno, no creo que Thelma quiera bajar…
La niña estiró los brazos hacia Jack, que, mojado y todo, la alzó y sonrió enternecido.
– Esta es mi chica. ¿Me quieres ayudar?
Thelma asintió, y todos miraron a Sam con expectación.
– No creo haber accedido a sentarme ahí -dijo ella, mirando de reojo el agua helada-. Estoy segura de que sólo dije que iba a ayudar.
– Sí, y esto va a ser de gran ayuda -replicó Jack-. Verte en biquini y mojada me ayudará enormemente. Salvo que tengas miedo, claro. Estoy seguro de que los chicos entenderán que no quieras…
– Está bien.
Sam se bajó la cremallera del vestido, se lo quitó y se lo lanzó a Jack, que lo atrapó con una sonrisa, encantado de verla con aquel biquini blanco. Se recogió el pelo con una coleta y, antes de darse la vuelta, miró a Jack una vez más.
Al ver la pasión y el hambre con que la miraba, el corazón le dio un vuelco.
– No te preocupes -le dijo él-. El agua sólo está un poco fría.
– Gracias.
Sam fue hacia el depósito, subió las escaleras mientras todos la aplaudían y se sentó en aquel pequeño asiento mojado a esperar a que la derribaran.
Vio que Jack le acariciaba la cabeza a Thelma antes de tomar una pelota, que decía algo a la gente y que todos se reían. Puso los ojos en blanco. Ella había conseguido que lo derribaran, y él tenía que hacer lo mismo con ella. Era una cosa de hombres, una estúpida afirmación de la masculinidad. Por ello, Sam no entendía por qué sentía cosquillas en el estómago, por qué se le tensaban los muslos, por qué se le estaba calentando el cuerpo.
Era increíble, pero aquel juego tonto la estaba excitando y, mientras él la amenazaba con la pelota, decidió que necesitaba ir a un psicólogo.
Gracias a su impecable puntería, Jack la tiró en el primer intento. Sam cayó dando un chillido, haciéndolo sonreír de oreja a oreja. Cuando tocó fondo se impulsó hacia arriba y salió a la superficie. Se sacudió el agua de la cara y, sin mirarlo, volvió a sentarse.
Pero él sí la miró. Y la miró. Las piernas largas y torneadas, la piel húmeda, el pelo…
Thelma rió y dio unas palmadas.
– ¡Más!
Jack soltó una carcajada.
– Lo que tú quieras, preciosa.
Al final del día, Sam tenía una agradable sensación de agotamiento. Con el pelo mojado, se sentó en el coche de Jack y echó la cabeza hacia atrás.
– ¿Estás cansada? -preguntó él, desplomándose en su asiento-. Porque yo estoy hecho polvo. Quién habría pensado que tirarte al agua me iba a cansar tanto.
– Ya te lo había advertido. El deporte es peligroso para los jubilados.
Él le lanzó una mirada cargada de intención.
– ¿Me estás pidiendo que te demuestre que aún no estoy para el geriátrico? Porque suena a eso, y, créeme, este cuerpo está en perfectas condiciones, como puedes comprobar cuando quieras.
Ella rió.
– ¿Esos comentarios te funcionan con las mujeres?
– Sí -reconoció él, algo avergonzado.
Sam sacudió lentamente la cabeza.
– Es una afirmación que deja muy mal parado a mi sexo.
Jack puso el motor en marcha, y salieron del aparcamiento.
– Creo que Heather ha conseguido recaudar un montón de dinero.
– Entretener a los niños es mucho más cansado de lo que creía.
– Lo has hecho muy bien -afirmó él, volviéndose a mirarla un momento-. Gracias por…
Sam soltó una carcajada y negó con la cabeza.
– No lo hagas.
– ¿Qué?
– No me des las gracias.
– Bueno, pero ¿por qué no?
Ella se encogió de hombros.
– Porque también has hecho un gran trabajo, y no te voy a dar las gracias. Todos deberían hacer algo así por su comunidad, y me avergüenza decir que no lo hago; no realmente. Pero me gusta cómo me siento ahora, así que voy a tratar de cambiar eso.
Él la miró, pero no dijo nada hasta llegar al Wild Cherries. Entonces apagó el motor, se desabrochó el cinturón de seguridad, se giró en el asiento para poder mirar a Sam de frente y la tomó de la mano.
– Eres una mujer increíble, Samantha O’Ryan. ¿No te lo habían dicho nunca?
Ella supo que su sonrisa era más soñadora de lo que habría querido.
– Para. No me conoces lo suficiente como para decir eso. No sabes la verdad.
– ¿Y cuál es la verdad?
– Que soy una mandona, que no tengo pelos en la lengua y que no suelo respetar las reglas. Entre otras cosas.
– ¿Y cuál es el problema?
Jack levantó una mano, le arregló el pelo y le pasó un dedo por el cuello.
– ¿Eso no te asusta?
– ¿Que seas mandona, no tengas pelos en la lengua y no respetes las reglas? -preguntó, mirándola a los ojos y riendo-. Si fueras mi asesora financiera, tal vez. En ti no me asusta.
Jack bajó la cabeza y le besó la base del cuello. Ella cerró los ojos y se dijo que el motivo por el que no le tenía miedo a él era que lo que había entre ellos no iba a ninguna parte. A ninguna parte, excepto probablemente al dormitorio, algo que ya sabían los dos.
Sam se lo repitió para asegurarse de no olvidarlo. Aquello no iba a ninguna parte. Ninguno de los dos quería comprometerse afectivamente.
No obstante, por más que se lo repetía una y otra vez, no le sonaba bien, lo cual la dejaba ante un problema mayor: la posibilidad de que aquello fuera más que una aventura de verano.
No. Era algo temporal, divertido y desinhibido, pero nada más. Y, de momento, mientras Jack le besaba el cuello y le bajaba la mano por la cadera, para ella estaba bien. De hecho, estaba muy bien.
Aun así, sospechaba que pronto iba a necesitar otra charla que le levantara la moral.
– ¿Jack?
Él le dio un mordisco y un beso en el hombro.
– ¿Quieres entrar?
– ¿A tomar otra taza de chocolate? -preguntó él, levantando la cabeza para mirarla.
– No exactamente. No sólo trabajo aquí. Vivo en el piso de arriba del café.
– ¿En serio?
– Sí. No me gusta que la gente lo sepa, porque…
– Porque podría aparecer cuando tú no quieres.
– Sí. Perdón por no habértelo dicho.
– Lo entiendo. De verdad.
Sam imaginó que lo hacía, porque compartía su criterio.
– Tengo unas lociones de hierbas arriba, preparadas por una amiga que sabe lo que hace. Podría ponerte un poco en la rodilla, para aliviarte el dolor.
Él parpadeó una vez, lento como un búho.
– Bueno, salvo que tengas otra cosa que… -añadió ella.
Sam se sintió tonta y se volvió para abrir la puerta, pero él la detuvo y la giró para que lo mirara.
– Me encantaría entrar.