Capítulo 8

Mientras caminaban hacia el Wild Cherries, podían oír el suave silbido de la brisa marina del atardecer, el sonido de las olas rompiendo contra la playa y el tráfico de la carretera.

Jack siguió a Sam por las escaleras de la parte trasera del café hasta su piso, y la miró mientras sacaba las llaves del bolso y abría la puerta. Ella se apartó a un lado para que pudiera pasar, y en el fondo de sus ojos verdes, Jack vio buen humor, inteligencia y hambre. De él.

Y se habría atrevido a atacar de no haber visto que había algo más. Cariño.

No el cariño de «me encanta tu cuerpo» ni el de «hazme gozar esta noche» sino algo mucho más profundo. Jack respiró hondo, preguntándose cómo reaccionar.

Una parte de él quería salir corriendo de allí. Otra, quedarse y hacer lo que nunca había hecho: aceptarlo, arriesgarse, alimentarlo.

Evidentemente, estaba perdiendo la cabeza. Por su propio bien, ninguna mujer había llegado a conocerlo realmente, y ninguna iba a hacerlo. Ni siquiera Sam, que vivía frente a la carretera más transitada de la ciudad, encima de un café de mala muerte, y que no parecía interesada por su fama y su dinero; una mujer que, una semana atrás, lo único que sabía de él era que se llamaba Jack.

Pero ya sabía quién era, y si algo había aprendido con los años de acoso del público, de la prensa y de todos los que estaban a su alrededor, era que había muy pocas personas no se dejaran afectar por su fama.

No. Como le había dicho durante aquel baño de medianoche, no quería una relación, por muy tentadora que fuera. Y aun que Sam era divertida, estimulante, atractiva y maravillosa, nada alteraba su decisión.

– Deja de pensar tanto, Jack -dijo ella-. No es complicado. Lo único que quiero es ayudarte a aliviar el dolor.

Otro elemento de confusión, porque él no le había dicho que le dolía la rodilla. De hecho, no habían hablado del tema, ni de su trabajo anterior. Ella había bromeado con lo de la jubilación, pero había sido todo.

Jack estaba acostumbrado a salir con mujeres que esperaban que fuera la estrella que la prensa había hecho de él. Lo cierto era que aquéllas que querían su fama querían las ventajas que conllevaba y esperaban que él se las proporcionara.

Desde el primer momento se había dado cuenta de que Sam era distinta. Ella seguía sin tener idea de lo atractivo que había sido para él que no lo hubiera reconocido, pero acababa de mencionar su rodilla, lo que significaba que tenía algo más que un conocimiento superficial de su historia.

– No vas a encajar muy bien aquí -advirtió Sam-, es un piso muy pequeño.

Acto seguido, lo tomó de la mano y lo llevó a la cocina, que aunque era pequeña como un armario, era cálida y acogedora. El suelo no estaba lustrado, pero estaba limpio. Las sillas no hacían juego con la mesa, pero quedaban bien. Las alacenas no tenían puertas, y se podía ver que su interior estaba minuciosamente ordenado.

– ¿Cuánto hace que vives aquí? -preguntó Jack.

– Desde que empecé a trabajar todo el día para Red.

– ¿Tu tío?

– Sí. Y cuando se jubiló hace unos años, me pareció lógico comprar el edificio. Desde luego, estoy hipotecada hasta las orejas y cuando esté muerta y enterrada seguiré pagando letras -confesó, entre risas-. A veces, el presupuesto me obliga a comer lo que sobra en el café, pero es el precio de tener un espacio propio.

Él había comprado una casa de varios millones de dólares en las colinas sin pensárselo dos veces. Tenía tanto dinero que rara vez miraba el precio de las cosas y nunca, nunca, comía sobras para vigilar su presupuesto. En realidad, no tenía presupuesto.

Sam miró las sillas y después la enorme figura de Jack y, con una sonrisa, sacudió la cabeza. Lo hizo pasar de la cocina al salón, que también era pequeño, cálido y acogedor. Había dos ventanas con vistas al mar, más suelos de madera y un sofá sorprendentemente largo que parecía tan cómodo que Jack estuvo a punto de suspirar.

El piso no debía de tener más de sesenta metros cuadrados, no mucho más que su vestíbulo, y aun así, Jack nunca se había sentido tan en casa como en aquel momento.

– Siéntate -dijo ella-. Ahora vuelvo.

Él se estremeció ante la promesa, pero cuando Sam regresó, no se había quitado la ropa, no llevaba un preservativo entre los dientes ni lo estaba mirando con pasión; las tres fantasías que se le habían pasado por la cabeza mientras la esperaba.

Sólo había ido a buscar un frasco verde.

– El ungüento -anunció, sentándose en la mesita, entre las piernas separadas de Jack.

Una posición erótica que lo hizo seguir fantaseando.

Ella lo miró a los ojos.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

Jack no podía decirle que lo que pasaba era que estaba muy excitado y que ella no parecía ser consciente de lo que le estaba haciendo.

– ¿Cómo sabías que me dolía la rodilla? ¿O cuál me dolía?

– Porque te has pasado todo el rato evitando apoyarte en la pierna derecha.

Sam le subió la pernera del pantalón, destapó la botella, se puso loción en las manos y las frotó, mirándole la rodilla y la cicatriz de quince centímetros que tenía junto a la rótula.

– Huele fatal -dijo Jack, frunciendo la nariz.

– Pero te sentará muy bien.

Sam le puso las manos en la rodilla, y él dejó escapar un grito ahogado.

– ¿Está frío? -preguntó ella-. Perdón.

– No, es…

Se sentía de maravilla. Aunque no sabía si era porque el ungüento lo estaba aliviando o porque las caricias de Sam eran tan placenteras que hacían que el resto de su cuerpo quisiera llorar y fingir que también estaba dolorido.

– ¿Cuándo te operaron?

– ¿La última vez? Hace casi ocho meses. Está bien. Está curada.

– Y aun así dejaste el baloncesto.

Él la miró a los ojos.

– Curada para caminar es una cosa, pero para jugar en la NBA es otra.

– Eso debió de destrozarte.

En todo el tiempo que había pasado, nadie lo había dicho de una manera tan explícita como ella, ni siquiera su familia. Lo habían evitado por cariño, pero le dolía de todas formas.

– Sí -reconoció, conmovido-. Durante un tiempo lo pasé muy mal.

– ¿Y ahora qué haces? Con el tiempo libre, quiero decir.

– Dejar que el público me tire al agua en las ferias.

– Imagino que no estás obligado a dejar el baloncesto definitivamente. No sé, podrías entrenar, ser comentarista en los partidos, arbitrar…

– Ya lo hago. Dirijo la liga del centro recreativo. No es un trabajo muy exigente, pero el cambio de ritmo está bien. Ahora veo la televisión hasta la hora que quiero sin preocuparme por los toques de queda; como lo que quiero; hago ejercicio por diversión y no por necesidad; y ya no tengo que consultar a un comité cada una de mis decisiones, desde qué zapatos usar hasta cuántas horas dormir, pasando por todo tipo de tonterías.

– Eso debe de ser una liberación.

– Sí. Como no tener que ser un ejemplo, cuando nunca pretendí serlo. Como entrar en una cancha y saber que no hay presiones, sólo diversión.

– ¿Y de verdad no lo echas de menos?

Sam tenía el corazón en los ojos. Para él.

Jack le miró las manos en su rodilla, y le puso las suyas en los muslos. Algo fácil de hacer dado que estaba sentada entre sus piernas.

– Se me ocurren cosas más interesantes que hablar de esto. Darte un masaje, por ejemplo.

Ella rió.

– No me puedo creer las frases que sueltas. ¿De verdad esperas que me seduzcan?

– ¿Estás diciendo que no quieres que te devuelva el favor? -replicó él, echándose hacia adelante para darle un mordisco en el hombro-. Mira que tengo unas manos geniales, Sam.

A ella se le escapó un gemido cuando Jack empezó a besarle el cuello.

– ¿Estás tratando de evitar que hablemos?

Él la tomó de la cintura y la levantó de la mesa para sentarla sobre su regazo.

– ¿Por qué iba a hacer algo así?

Sam soltó otro gemido cuando él le mordió el lóbulo.

– No sé.

– No tengo nada en contra de hablar -murmuró Jack, acariciándole suavemente la espalda-. Puedes hablar todo lo que quieras, mientras yo te beso entera, de pies a cabeza.

Con una carcajada, Sam se apartó un poco.

– Tu rodilla debe de estar mucho mejor.

Él estiró la pierna.

– La verdad es que sí.

Ella sonrió con ternura.

– Bien -dijo, levantándose y dándole el frasco-. Puedes llevártelo. Frótatelo un par de veces al día…

Sam se interrumpió cuando Jack la atrajo de nuevo hacia sí y la besó. Abrumada, se quedó inmóvil unos segundos.

Al parecer, él se lo tomó como un desafío, porque la soltó enseguida, como si supiera instintivamente que era capaz de resistirse a su pasión desenfrenada, pero no a su lento y seductor deseo.

Le deslizó una mano por la nuca y con el otro brazo le rodeó las caderas, mientras jugaba tierna y delicadamente con su boca. Le besó una comisura, luego la otra, y después le lamió los labios muy despacio hasta con seguir que los separara.

Y sólo entonces entrelazó su lengua con la de Sam en una danza acompasada que la hacía mover las caderas y revelar lo que su mente no quería admitir, pero su cuerpo no tenía intención de negar.

– Aún tienes el biquini mojado -dijo Jack, acariciándole el trasero.

Ella cerró los ojos y tembló de anticipación.

– ¿Tienes frío? -preguntó él, abrazándola más.

– No.

Jack la miró a los ojos y le deslizó una mano por el estómago, rozándole el borde de los senos, tensos por la excitación.

– ¿Seguro?

Ella asintió, reconociendo en silencio que no era el frío lo que le endurecía los pezones.

A él se le dibujó una sonrisa.

– Me has invitado a tu casa sólo para ponerme loción en la rodilla, ¿verdad? -dijo-. No para una sesión de sexo salvaje y desinhibido…

– Así es -contestó Sam, riendo y tocándole la frente con la suya-. Pero he pensado mucho en el sexo salvaje y desinhibido. ¿Eso cuenta?

– Ya lo creo que sí. Supongo que esta noche me toca otra ducha fría.

El comentario mereció una sonora carcajada de Sam.

– ¿Otra?

– Me pasé media hora debajo del chorro de agua fría después del nadar contigo a la luz de la luna.

– ¿El mar no estaba lo bastante frío para ti?

– No contigo dentro.

Jack la vio sonreír y gruñó.

– Oh, no, estoy perdido -suspiró-. Te he dado mucho más poder sobre mí.

– Tengo la sensación de que nunca dejas que nadie tenga poder sobre ti.

– Reconozco que no lo hago muy a me nudo. Esa loción es muy buena. ¿Qué otras cosas mágicas tienes?

– Sólo ésa. Es mi única trampa.

Él ladeó la cabeza y la miró con detenimiento, con una sonrisa en los labios.

– Lo dudo. Eres una mujer interesante, Sam. Me gusta eso. Me gustas.

– No soy tan interesante.

– Tienes un café en el que se sirven emparedados de jamón, algas marinas, alcachofas y mozzarella, pero eres incapaz de hacer unos brownies decentes. Tienes un talento natural para tratar con los niños, pero la idea de formar una familia con un hombre te provoca urticaria.

– No eres la persona más indicada para decir eso.

– Pero estamos hablando de ti -le recordó él, tocándole una mejilla-. Te pones nerviosa cuando estás sentada sobre un barreño enorme lleno de agua, pero te encanta hacer surf en el mar -rió y sacudió la cabeza-. Eres una suma de contradicciones, pero eres la suma de contradicciones más sensual que he visto en mi vida.

– Tú no eres muy distinto.

Sam dejó de hablar al sentir la mano de Jack subiéndole por las pantorrillas. Respirar se volvió un desafío.

– ¿En serio? -murmuró él.

Los dedos de Jack le acariciaban las corvas de una manera que la hacían desear separar las piernas para invitarlo a seguir. Aunque, por pura determinación, las mantuvo juntas.

– Sí.

– ¿Cómo es eso? No sé cocinar, y no se puede decir que se me den muy bien los niños.

Aquello la hizo reír.

– Claro que se te dan bien. Los niños te adoran. Te consideran un ejemplo.

– No soy un ejemplo para nadie.

– Aun así, los niños te adoran -afirmó Sam, esforzándose para que las caricias de Jack no la distrajeran-. Sé que tuviste problemas con la prensa, que te acusaban de ser difícil y de comportarte como un divo. Estoy segura de que eso duele -lo miró a los ojos y le puso una mano en el pecho-. Pero la verdad es que eres demasiado reservado para que las cosas que dicen de ti sean ciertas.

– No he sido ningún santo, Sam.

– Mejor, porque yo tampoco lo he sido. Los santos son aburridos. En cualquier caso, lo pasado, pasado está.

– Afortunadamente, sí.

Él le deslizó la mano por la pierna y empezó a trazarle círculos con el pulgar en la cara interna del muslo. Sam sintió que le hervía la sangre y puso una mano sobre su vestido para detenerlo, porque no lo podía soportar.

– Y puedo decirte todo esto -declaró- porque, como he dicho, somos muy parecidos.

– Yo prefiero las diferencias.

Jack estiró un dedo debajo de la mano de Sam, rozándole apenas, sólo apenas, la parte inferior del biquini. Ella se estremeció, pero a pesar de lo que le rogaban sus hormonas, aún no estaba preparada para desinhibirse con él.

– ¿No tienes la impresión de que tu vida se ha vuelto muy rutinaria? -preguntó, mirándolo a los ojos-. ¿Como estancada?

Él se puso tenso.

– Puede ser.

– Yo me lo he planteado, sobre todo desde que te conocí. ¿Puede la gente dejar atrás su vida? Porque me preocupa sentir que tengo que hacerlo.

– Tal vez sólo dejamos atrás algunas cosas -dijo él, con seriedad-. Para dar lugar a otras.

– Eso es muy intuitivo para un hombre al que no le gusta pensar en el futuro.

– Creía que eso no era ningún problema para ti.

– No lo es. En realidad, es uno de los motivos por los que me resultas tan atractivo -reconoció-. Porque vives el momento, relajado y sin preocupaciones.

Jack la miró detenidamente.

– Y eso te encanta, ¿verdad?

– Sí. Sin presiones, sin preocupaciones.

– Sin presiones, sin preocupaciones -repitió él, con una sonrisa-. Entonces, ¿por qué no estamos haciendo el amor y abandonándonos al momento?

– Porque hasta las mujeres con fobia al compromiso tienen sus límites -contestó Sam, poniéndose en pie-. Y uno de mis límites es saber dónde me estoy metiendo antes de irme a la cama con alguien.

– Lo que ves es lo que hay -afirmó Jack, pero también se levantó del sofá.

Ella fue hasta la puerta y la abrió. Deseaba con todas sus fuerzas que no volviera a tocarla, porque si lo hacía, cedería más de prisa que una maleta barata.

Jack se acercó a la puerta con un suspiro. Había anochecido. Miró a Sam y sonrió.

– El tiempo pasa volando contigo.

Ella echó un vistazo y se sorprendió al ver el cielo negro.

– Aún te debo unas clases de baloncesto -dijo él-. Y a cambio, quiero pedirte un favor.

– Te recuerdo que he pagado por esas clases.

– Tranquila; esto te va a divertir. Quiero que me enseñes a hacer surf.

Ella se quedó boquiabierta y después soltó una carcajada.

– ¿Tan raro te parece? -preguntó Jack.

– No, pero, ¿por qué quieres aprender ahora a hacer surf?

– Porque tú haces surf.

Sam creyó que se iba a derretir.

– Hago surf desde que empecé a caminar, Jack.

– Entonces, enséñame.

– Estás loco.

Él sonrió.

– Pero a ti te gustan los locos.

– Sí.

– Entonces, enséñame.

– De acuerdo. Tú me enseñarás a jugar al baloncesto, y yo te enseñaré a hacer surf -extendió una mano para sellar el trato-. De hecho, seré la primera en empezar. Nos reuniremos aquí el fin de semana que viene. El sábado a las cinco y media de la mañana.

– ¿De la mañana?

– De la mañana.

Jack la miró a los ojos y sonrió mientras la atraía hacia sus brazos para darle un beso que la dejaría aturdida.

– Que sea a las seis y media -murmuró contra la boca de Sam.

– A las seis o no hay trato. La mañana es la mejor hora para hacer surf.

Él le ofreció otra de sus sonrisas sensuales y suspiró.

– De acuerdo, a las seis.

Su aceptación fue seguida de otro beso apasionado que la dejó temblando.

– Buenas noches.

– Buenas noches.

– Que tengas dulces sueños -dijo él, antes de perderse en la noche.

Ella se quedó mirándolo, sonriendo como una idiota. Aquello era perfecto, sólo piel, sólo diversión, justo como a ella le gustaba.

Pero al pensarlo se le desdibujó lentamente la sonrisa.

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