Capítulo 10

Jack bajó corriendo para recibirla.

– Oh, oh -dijo, tomándole la mano para hacerla salir del coche-. Tienes una cara…

– ¿Qué cara?

– Como si estuvieras pensando en escapar. Pero ya es tarde. Ya te tengo.

Sin soltarle la mano, Jack le quitó las zapatillas del cuello, se las puso debajo del brazo y empezaron a subir las escaleras.

– Este lugar es enorme.

– Sí; me gusta tener mucho espacio.

– Tiene el tamaño de un pueblo pequeño.

– Casi -convino él, poniéndole una mano en la espalda, porque se moría por tocarla-. ¿Lista para un poco de trabajo duro?

– ¿Trabajo? ¿Eso es el baloncesto para ti?

– Lo era. Hoy serás tú la que trabaje y yo el que se divierta.

Ella miró el vestíbulo, que se elevaba hasta la segunda planta y tenía unos enormes ventanales que lo hacían muy luminoso.

– ¿Qué haces aquí? ¿Jugar al baloncesto?

– No, rompería los cristales y mi decorador me mataría.

Sam se quedó mirándolo, y él soltó una carcajada.

– Estoy bromeando. Bueno, casi. Heather me decoró la casa, y ahora que lo pienso, probablemente me mataría si rompiera algo. Así que hazme un favor y no toques nada.

Aquello la hizo sonreír, y a él también.

– Mucho mejor -murmuró Jack, atrayéndola a su abrazo-. No puedes jugar al baloncesto si no sonríes. Esa es la primera regla.

– ¿Y cuál es la segunda?

– Si te dijera que te tienes que quitar la ropa, ¿me creerías?

Entre risas, Sam se apartó.

– Buen intento.

Recorrieron el inmenso salón y atravesaron el comedor formal que nunca se usaba hasta llegar a otro salón en donde había una moqueta mullida, un televisor enorme, tres de los sofás más grandes del mercado y un bar con bebidas de todo tipo.

– Este es mi lugar favorito. El más frecuentado.

Ella asintió, observando que las paredes estaban llenas de fotos de sus amigos, su familia y los acontecimientos de su vida.

– Es muy bonito.

– Gracias -dijo él, levantando un sobre de la mesita-. Cole ha sido muy amable y ha registrado todas mis caídas del sábado pasado, y ha sido más amable aún al dármelas -le mostró algunas de las humillantes imágenes de él en el agua y sacó la que más le gustaba-. Esta la pondré en la pared en cuanto la amplíe.

Sam lo miró y tomó la fotografía.

– Salimos los dos.

– Sí.

La imagen era de después de hacer surf, por lo que Jack sólo llevaba puesto el bañador, y Sam aquel biquini negro que tanto lo excitaba. Cuando Cole había levantado la cámara, Sam había empezado a apartarse, pero él la había rodeado con un brazo. Ella se había vuelto a mirarlo y le había dedica do una sonrisa tan llena de afecto, que a Jack se le había derretido el corazón y había sonreído de oreja a oreja. Cole había captado aquel preciso instante.

– ¿Vas a poner una foto nuestra con las de tu familia y tus amigos?

– Sí. ¿No eres mi amiga, acaso?

Ella cerró la boca y miró la imagen con el ceño fruncido.

– Yo creía que…

– ¿Qué?

Sam le devolvió la fotografía y se dio la vuelta.

– Que estábamos jugando. Que estamos jugando. Yo te enseñé a hacer surf, y ahora tú me enseñas a jugar al baloncesto. ¿Dónde está la cancha? Estoy segura de que tienes una completamente equipada.

Jack se dijo que si ella quería comportarse como si no pasara nada entre ellos, por él estaba bien. Aunque ya no lo alegraba tanto aquella fobia al compromiso como había imaginado.

– Fuera -contestó.

La cancha estaba cruzando la cocina y el lavadero, en el jardín trasero, pasando la piscina olímpica. Sam contempló el asfalto agrietado y lleno de hoyos y las antiguas canastas, una de los cuales se había torcido en la última batalla campal con varios amigos.

– Esto es como una cancha callejera -dijo.

Él sonrió.

– Sí. ¿No te encanta?

– Pero, ¿dónde están los suelos de madera, las canastas de último modelo?

Él se acercó y la tomó de la barbilla para que lo mirara.

– No crecí en una casa como ésta, ¿sabes? Crecí en un barrio normal y corriente, y jugaba al baloncesto en la calle. Me gusta jugar así.

Ella sonrió, pero enseguida se puso seria.

– Jack…

– No. No cambies de idea.

Sam cerró los ojos.

– No quiero que esto termine. Pero si me quedo, si jugamos, no vamos a parar ahí. Y entonces, mañana todo habrá terminado.

– No te entiendo. ¿Por qué se va a terminar?

– Porque me habré cansado de ti. Siempre me canso de los hombres después de acostarme con ellos.

Él sonrió y sacudió la cabeza.

– Pero no nos hemos acostado.

– Jack…

A él se le desdibujó la sonrisa.

– Lo dices en serio. Quieres irte ahora para que no nos acostemos y podamos seguir viéndonos.

Sam asintió avergonzada.

– Los dos tenemos una historia -dijo él-. Una gran parte de la tuya es trágica, y me encantaría poder cambiarla, pero ninguna de nuestras relaciones pasadas debería ser un factor que influyera en esto. Lo que hay entre nosotros es diferente. Original.

– Y aterrador.

– Y aterrador -convino-. Pero no me importa, y me sorprende que a ti sí.

– ¿Qué significa eso?

– Que creía que tenías agallas y determinación. La primera noche te miré y vi…

– ¿A una chica de playa?

– A una mujer a la que quería conocer más -declaró Jack-; y cuando lo hice vi lo fuerte que eras, la actitud admirable que tenías después de lo mal que te había tratado la vida. Seguiste adelante y ganaste -se acercó más y le acarició los brazos, como si quisiera hacerle ver lo que él veía-. Ganaste. Y es algo que me encanta de ti, Sam. ¿Qué digo? Es una de las cosas más atractivas que tienes. Pujaste por mis clases de baloncesto porque querías. Porque me deseabas. Si has cambiado de idea porque has perdido el valor, entonces no te conozco en absoluto.

Aquello consiguió molestarla.

– ¿Eso crees?

– Sí. Ahora, ¿te quedas o no?

Ella echó un vistazo a su alrededor antes de volver a la desafiante mirada de Jack y sonrió con ironía.

– Tienes una forma de plantear las cosas…

– ¿Sí?

– Bueno, sería estúpida si desperdiciara todo ese dinero.

Él sonrió.

– Sí.

– Además -dijo Sam, apartándose para hacer ejercicios de calentamiento con los hombros-. Te voy a dar una paliza.

– Yo creía que esto era una clase.

– ¿Y por qué no jugamos?

Jack no pudo contener la risa.

– Pero soy profesional.

– Ex profesional -puntualizó ella, quitándose la sudadera-. Y no te dedicabas al baloncesto callejero.

Las camisetas eran tan finas que se le marcaban los senos perfectamente. Jack sintió un repentino picor en las manos, por la necesidad de tocarlos.

Sam se puso los calcetines y las zapatillas, y se puso en pie, con los brazos en jarras y arqueando una ceja.

– Métete conmigo y verás -amenazó.

– ¿Es una declaración de guerra?

Ella sonrió lentamente.

– Sí.

– ¿Jugamos sólo en la mitad de la cancha?

– En toda.

– ¿A cinco canastas?

– A once. Y gritaremos nuestras propias faltas.

– ¿Quieres que te dé ventaja?

– Si te hace ilusión, yo jugaré a cinco canastas y tú a once.

Sam estaba jugueteando con uno de sus tirantes, y él se quedó mirándola absorto.

– ¿Jack?

– No hay problema.

Jack estaba seguro de que no le costaría mucho vencerla. Sacó un balón, pero ella se lo quitó de las manos y se alejó botándolo. Después ejecutó el lanzamiento más torpe del mundo y encestó.

Se giró y sonrió con arrogancia. Él soltó una carcajada.

– Supongo que hemos empezado.

– Sí. ¿Quieres que apostemos?

De pie en medio de la cancha, con aquella sonrisa sensual, estaba irresistible. Jack podía estar embobado con ella, pero no había forma de que lo venciera.

– ¿Por qué no?

– El ganador elige el premio.

Él no se lo podía creer.

– ¿Cualquier cosa?

Sam movió las pestañas, y a él se le escapó una carcajada, porque estaba seguro de que le estaba tomando el pelo y no hablaba en serio.

– De acuerdo cosa -contestó ella.

– Conforme.

Con desventaja o no, Jack ganaría y reclamaría su premio. En la cama.

– ¿Listo?

Sam botaba el balón lentamente, cometiendo el clásico error de alejarlo demasiado de su cuerpo.

A Jack se le hizo la boca agua al pensar que exigiría pasar toda una noche con ella. Le arrebató la pelota con facilidad, atravesó la cancha e hizo un tiro que habría hecho suspirar de placer a cualquier fanático del baloncesto.

Después se volvió a mirarla y le arrojó el balón.

– Uno a uno. Sacas tú.


Sam tomó el balón y, tras haber observado los movimientos de Jack, lo hizo botar más cerca, mirando atentamente a su adversario, que le bloqueaba el paso con una fiereza increíble. Se dio cuenta de que estaba desesperado por ganar y se preguntó qué premio tendría en mente.

La idea le hizo tener ganas de sonreír, pero se contuvo, porque también quería ganar. Durante un momento había querido dar la vuelta y salir corriendo de allí, pero Jack la había hecho entrar en razón. Necesitaba hacer el amor con él, aunque sólo fuera una noche. Se lo debía a ambos.

Se movió a derecha e izquierda, tratando de abrirse camino. El estuvo a punto de quitarle el balón dos veces. Sin duda, era un profesional, pero ella tenía algo que a él le faltaba y estaba dispuesta a aprovecharlo. Aunque se suponía que la feminista que había en ella jamás habría considerado la posibilidad de usar los senos para ganar un partido de baloncesto, Sam quería vencer a cualquier precio.

Dio un paso atrás, sonrió de manera insinuante, se agachó y se bajó los tirantes del lado izquierdo. Cuando Jack fue por ella, se enderezó. Como no llevaba sujetador, lo único que le sostenía los senos eran los tirantes del brazo derecho.

Jack no se perdió el espectáculo. De hecho, estuvo a punto de tropezar. Ella aprovechó la ventaja, lanzó el balón y anotó otro tanto.

– Falta.

– Más quisieras -replicó ella, arrojándole la pelota al pecho-. Dos a uno. Sacas tú.

Él se quedó mirándola con los ojos tan encendidos de pasión que la hacían desear arrojarse sobre él. Había empezado a sudar y parecía una tentadora y pecaminosa amenaza.

– De modo que así es como quieres jugar -dijo.

Sam se limitó a arquear una ceja.

– De acuerdo. Pero deberías saber que podría mirarte todo el día, y lo haré, y aun así perderías.

Con aquella declaración, Jack la adelantó fácilmente, trotó por la cancha con absoluta confianza e hizo su tiro.

– Dos a dos.

Ella sonrió.

– No cantes victoria.

– ¿No?

– Oh, no.

Los senos se le movían con cada movimiento. Sin dejar de sonreír y botar el balón, Sam se detuvo y lo miró con detenimiento. Estaba segura de que se estaba debatiendo entre jugar el partido y abalanzarse sobre ella. Quería ganar, desesperadamente, pero también quería arrojar la pelota a un lado y atraparla a ella. Aquel conflicto de intereses la divertía y alimentaba su propio deseo.

Cuando Jack notó el brillo en sus ojos, gruñó:

– Me estás matando.

– Eso pretendo.

Sam lo esquivó, lanzó el balón y falló. Oyó que Jack corría detrás de ella y volvió a atrapar la pelota, poniéndola a salvo. Esperaba que se la quitara, pero en cambio él la tomó de la cintura y la levantó para acercarla a la canasta. Esta vez, acertó.

– ¡Personal! -gritó ella, riendo.

Sin embargo, la risa desapareció una vez más cuando Sam vio la mirada intensa, seria y casi aterrada en los ojos de Jack. Le puso una mano en el pecho y sintió cómo le latía el corazón.

– ¿Qué hay, Jack? ¿Qué pasa?

– No lo sé. Creo que eres tú.

Ella dejó que le acercara la boca y se entregó al beso durante un largo y ardiente momento. Luego se apartó y se lamió los labios.

– Tres a dos. Me toca.

Sam tomó el balón y, aprovechando la energía del beso que acababan de compartir, atravesó la cancha y lanzó antes de que Jack pudiera parpadear.

– Cuatro a dos -dijo, con una sonrisa-. Uno más y te gano.

No obstante, había despertado al monstruo, tanto con sus provocaciones como con el beso, y durante los siguientes minutos él jugó como la antigua estrella de la NBA que era, elevando su marcador hasta ponerse nueve a cuatro.

Era muy bueno, pero Sam tenía planes para Jack, que incluían ganar el partido para poder reclamar su premio: él. Toda la noche.

– Me muero de calor.

Con aquel comentario, Sam se quitó una camiseta. Mientras él la miraba boquiabierto, lanzó a canasta. Y falló.

Jack apareció por detrás y se aseguró de pegarse a su espalda para torturarla mientras le quitaba la pelota. Con un alarido, ella se separó y lo rodeó corriendo, olvidándose de botar el balón.

– Pasos -gritó él.

Pero Sam no se detuvo hasta lanzar, aunque sólo para volver a errar.

– Eso es lo que consigues por hacer trampas.

Ella hizo un nuevo intento y encestó. Con un grito, empezó a dar vueltas y a bailar para celebrar su victoria.

– He ganado.

– Eres una tramposa…

Sam bailó hacia atrás, alejándose de él, y recogió su camiseta.

– Te espero esta noche, Jack.

– Ni siquiera has tratado de… -empezó a decir él, hasta que cayó en la cuenta de lo que había dicho Sam-. ¿Qué?

– He dicho que te espero esta noche. He ganado, no de la manera más justa ni más limpia, pero no me importa. Esta noche no haré trampas.

– ¿Esta noche?

– Sí -contestó ella, sonriendo orgullosa de su atrevimiento-. Quiero mi premio. Y mi premio eres tú, Jack.

– ¿Yo?

Sam soltó una carcajada al verlo tan aturdido. Obviamente, no esperaba perder.

– Así es. Tú. Esta noche, nuestra primera noche. Haremos que cuente, por si acaso.

– ¿Por si acaso qué?

Por si también era su última noche juntos. Pero en vez de contestar, Sam sonrió, lo saludó y salió de allí.

Atónito, Jack sólo pudo mirarla partir. Nunca lo habían dejado así. Nadie. De hecho, era la primera mujer que no quería absolutamente nada de él: ni una promesa ni un diamante; nada.

Nada, excepto su cuerpo, y tal vez sólo por aquella noche.

Y lo más increíble era que para él no era suficiente.


Jack se pasó toda la tarde inquieto. No podía negar que estaba nervioso, porque sentía la presión de conseguir que aquella noche fuera tan memorable que ella no pudiera resistirse a repetir. Y volver a repetir. Porque sabía que él no podría alejarse de ella. Se había alejado de docenas de mujeres y jamás había vuelto a pensar en ellas.

Sin embargo, aquel día no dejaba de pensar en Sam y en los futuros posibles. Estaba decidido a hacerla cambiar de opinión, a conseguir que lo deseara tanto como él a ella. No sabía cómo; sólo sabía que tenía que encontrar la manera.

De convencerla para que siguieran juntos o de ser capaz de despedirse de ella.

Probablemente, los que lo conocían se quedarían impresionados, pero lo cierto era que por primera vez en su vida adulta se sentía ligado a una mujer. A la mujer más maravillosa que conocía.

Al anochecer fue a casa de Sam, con una botella de vino y un estúpido cosquilleo en el corazón. Cuando aparcó, el café estaba cerrado y con todas las luces apagadas. Se alegró de ver que Sam había cerrado.

Abrió la puerta del coche y sintió un extraño olor, en el mismo momento en que vio salir una columna de humo del escaparate.

Se acercó, olfateando, y pensó que si Sam había cerrado el café, no debería de haber nada encendido. Entonces vio un destello naranja y una llama y, con un nudo en el estómago, empezó a correr.

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