Un terremoto despertó a Bram. El tipo de sacudida provocada por los portazos y las pisadas de una mujer furiosa porque el hombre al que quería engañar acababa de arruinarle los planes.
– ¡Eres un miserable! -Flora entró en su dormitorio como un huracán-. ¡Rata!
Bram despegó la cabeza de la almohada y la giró para comprobar la transformación que había causado en Flora descubrir que había quitado la tapa del delco del Jeep para impedirle escapar.
Sus ojos lanzaban rayos incendiarios, tenía las mejillas coloreadas y los labios rojos. También su cabello parecía distinto. Flora lo había recogido en una pulcra trenza que resaltaba sus pómulos. No llevaba peinetas.
Bram pensó que no había nada tan impactante como una mujer enfadada.
– ¿Dónde está? -dijo ella.
– Buenos días, Flora -Bram miró el reloj-. Ya sé que querías salir temprano, pero ¿no te parece que exageras?
– Deja de…
– ¿Qué ocurre? -Bram se giró sobre el costado y se incorporó sobre el codo-. ¿No puedes dormir?
Flora le lanzó una mirada incendiaria, retándolo a que hiciera alguna insinuación sobre la noche anterior.
– He dormido perfectamente, muchas gracias. Dame la tapa del delco y te dejaré dormir todo lo que quieras.
– ¿Te han quitada la tapa del delco? -preguntó él, con tono inocente. Era evidente que Flora tenía conocimientos de mecánica-. ¿Quién habrá hecho algo así?
– No te hagas el gracioso. Lo sabías, ¿verdad? Ese ridículo beso fue una excusa para manipularme.
– Yo no calificaría el beso de «ridículo». Pero tal vez tú tengas más experiencia que yo -Bram se sentía orgulloso de haber sacado a Flora de sus casillas y quiso aprovechar la ocasión de descubrir una nueva faceta de su personalidad. Si se calmaba, volvería a esconderse tras su férrea armadura y nunca más estallaría. Bram decidió avivar las llamas-. Me gusta tu peinado.
– ¡Me da lo mismo! -los ojos de Flora, con destellos marrones y dorados, hicieron pensar a Bram en un tigre-. ¿Qué derecho tienes a interferir en mis planes?
– ¿Qué planes? -preguntó Bram, sentándose y apoyándose en la almohada.
– Lo sabes perfectamente.
– ¿Explorar por tu cuenta territorio prohibido? -Bram entrelazó las manos detrás de la cabeza-. Eso va en contra de las normas. Recuerda que soy tu sombra v voy donde tú vayas. ¿Por qué no has pedido otro coche?
Flora lo miró desconcertada y Bram se dio cuenta de que ni siquiera se le había ocurrido esa posibilidad. Estaba demasiado furiosa como para pensar.
– ¿Qué te hace pensar que no lo he hecho?
– Que estás enfadada por la tapa del delco y no porque también me he encargado de que no puedas alquilar otro coche.
– ¿Qué quieres decir? ¿Cómo sabías que…?
– Recuerda que soy abogado. Puedo oler una mentira a distancia. Fui a ver a la dependienta de la tienda y me dio un mapa como el que tú habías comprado. Le dije que habías tirado café en el otro. Hasta marcó el emplazamiento de la tumba…
Flora se quedó con la boca abierta.
– ¿Y me acusas a mí de mentir?
– Le dije que no recordabas el sitio exacto.
– Así que soy una mujer torpe y desmemoriada -exclamó Flora, irritada.
– Y anoche, después de quitar la tapa del delco, di instrucciones en la recepción de que consultaran conmigo cualquier cambio de coche.
– Voy a denunciarte, Bram. A ti y al hotel. El Jeep lo alquilé yo y lo pagué con «mi» tarjeta de crédito.
– Ya lo sé. Es una vergüenza -dijo él, sarcástico-. Pero no estamos en Londres. Se ve que en Saraminda mandan los hombres.
– ¿Y las mujeres hacen lo que se les manda? -Flora lo miró por debajo de sus largas pestañas, más pensativa que coqueta-. Tengo que admitir que has sido listo. Y minucioso.
¿Iba a pasar Flora de la ira al halago? Bram lo dudaba. Tuvo que contener el impulso de decirle que se olvidara del tema y se metiera en la cama con él. Pero su sentido común pudo sobre la insensatez.
Flora se encogió de hombros.
– No hacía falta que te molestaras tanto. Mentí al recepcionista diciéndole que estabas revisando el coche. Le preocupaba que fuera a viajar sola. Si hubiera pedido un cambio de coche, habría insistido en consultarlo contigo. Y habría descubierto que no estabas.
Bram se echó hacia delante.
– ¿Y no crees que si todo el mundo te dice que estás cometiendo un error deberías escuchar? La dependienta llegó a decir que no debíamos acercamos a la tumba bajo ningún concepto.
– Tengo la sensación de que Tipi Myan oculta algo.
– En eso estamos de acuerdo.
– Voy a descubrir qué, Bram. Y tú no vas a lograr detenerme.
Bram intuía que Flora no iba a cambiar de actitud, así que decidió seguirle el juego.
– ¿Por qué no pides café mientras me doy una ducha? Así podremos hablar de este asunto con franqueza e intercambiar puntos de vista.
Sin darle tiempo a Flora a reaccionar, se levantó de un salto y desapareció detrás de la puerta del cuarto de baño, no sin llevarse consigo la tapa del delco. Tenía la certeza de que no debía subestimar la determinación de Flora.
Flora pidió café por teléfono y aprovechó el ruido de la ducha para buscar la tapa del delco sin que Bram la oyera. Pero su imaginación estaba demasiado ocupada con las imágenes de lo que ocurría en el cuarto de baño como para concentrarse en la búsqueda de la pieza del motor.
Cuando oyó que la ducha se cerraba, fue al salón y llamó al servicio de habitaciones para pedir tostadas y zumo de naranja.
El desayuno y Bram llegaron al mismo tiempo. Él llevaba una camisa remangada que dejaba al descubierto el vello de sus antebrazos, unos pantalones viejos y mocasines. A Flora no le pareció un conjunto adecuado para una excursión por la selva, pero ya que eso iba a ser imposible, tenía que admitir que estaba muy atractivo.
Guardaron silencio mientras el camarero dejaba el desayuno sobre la mesa de la terraza. Bram firmó la nota y Flora sirvió el café.
– Bien -dijo ella, y le pasó una taza a Bram-, el tema de conversación es «la princesa perdida». ¿Qué tienes que decir?
Bram había pensado la respuesta detenidamente mientras se duchaba. Tenía claro que nada detendría a Flora ni la haría cambiar de idea. A no ser que la esposara a la cama. Y aquel pensamiento, aunque sugerente, tuvo que desterrarlo.
Lo perturbaban los sentimientos que le había provocado la noche anterior. Hasta besar a Flora, había estado seguro de que lo único que necesitaba hacer era ganarse su confianza. Pero mientras se duchaba, se había preguntado hasta dónde estaría dispuesto a llegar para derrumbar la barrera que Flora había erigido con tanto esfuerzo entre ella y el mundo.
La barrera física ya había sido dinamitada. Aunque pretendieran no darse cuenta, el aire que los rodeaba estaba lleno de una sensualidad que burbujeaba bajo la superficie y amenazaba con volver a estallar.
Y eso no era bastante. A Bram no le cabía duda de que el sexo con Flora sería ardiente y novedoso, pero ella seguiría escondiendo sus secretos.
Así que la cuestión era hasta dónde era capaz de llegar él. En qué medida estaba dispuesto a exponerse a la censura y la crítica de ella. Y la conclusión a la que había llegado era que correría el riesgo si con ello lograba que Flora confiara en él.
Bram se acercó a la mesa y se sentó frente a ella.
– No hay mucho que discutir -dijo-. Al parecer, nada va a impedir que vayas a la selva, conmigo o sin mí. Ya que estás tan empeñada en ir, supongo que tendré que acompañarte.
– ¿Qué? -Flora no parecía especialmente agradecida por su aparente cambio de actitud-. ¿Has dicho que vendrás conmigo?
– Alguien tiene que evitar que te metas en líos.
– Que caballeroso por tu parte, Bram. ¿Cómo iba a rechazar una oferta como ésa?
– No te molestes en intentarlo, es la mejor que vas i recibir. Pero ya que no sabemos cuál es el problema, habrá que tomar algunas precauciones razonables.
– Tengo comida y agua de sobra -dijo Flora.
– Algo es algo; pero necesitaremos algo más que comida. Y una brújula.
– También tengo una linterna -ofreció Flora.
Bram sonrió.
– ¿Tú también fuiste scout? -preguntó en tono burlón.
Flora se encogió de hombros, pero él vio que estaba a punto de sonreír. ¿Y por qué no? A fin de cuentas, se había salido con la suya. Y no había nada que hiciera sonreír más a una mujer que salirse con la suya. Y no había nada como la sonrisa de una mujer para lograr que un hombre deseara mover montañas por ella.
– Y tenemos dos mapas -dijo ella-. Nos vendrá bien si perdemos uno.
Al parecer, se sentía lo suficientemente confiada como para bromear al respecto.
– Eso está muy bien, aunque para evitamos problemas deberíamos decirle a alguien adonde vamos -al ver que Flora estaba a punto de protestar, Bram añadió-: Y si en algún momento llego a la conclusión de que es demasiado peligroso seguir adelante, me escucharás.
– De acuerdo -asintió ella con demasiada rapidez.
– ¿Cómo habrá averiguado la chica de la tienda dónde está la tumba? -preguntó Bram-. A fin de cuentas, se supone que es un gran secreto.
– Tú mismo dijiste que cuando dos personas saben algo ya ha dejado de ser un secreto.
– Tal vez estaba exagerando -admitió Bram-, pero supongo que hay más de dos personas enteradas del lugar en que se encuentra la tumba -frunció el ceño-. Por lo que me habían contado, había asumido que estaba en el interior de la isla, pero parece que se halla tan sólo a diez kilómetros de la costa.
– Hay que tener en cuenta que Saraminda es una isla pequeña. En algunas zonas, recorrer diez kilómetros desde la costa debe bastar para llegar al interior.
– ¿Estás segura de que el lugar señalado por la chica es el correcto? Puede que sólo te haya dicho lo que pensaba que querías oír.
– Es posible, pero le dije que estaba escribiendo sobre el tesoro y parecía saberlo todo al respecto.
– Sin embargo, te dijo que no era un buen lugar. Es una forma curiosa de describirlo, ¿no te parece?
– Puede que sea una cuestión de lenguaje. Hay mucha gente supersticiosa que cree que no deben perturbarse las tumbas.
– Pero tú le dijiste que no ibas a ir a ver la tumba, que sólo querías información para tu artículo.
– Veo que tuvisteis una conversación muy sustanciosa -la boca de Flora se curvó en un amago de sonrisa-. Lo cierto es que no estaba muy dispuesta a decirme dónde se encontró la tumba, pero la distraje ofreciéndome a firmar los ejemplares de mi libro que tenía en el escaparate.
– Eres muy hábil distrayendo a la gente, Flora Claibourne.
La mirada de Flora se suavizó al escuchar el tono ligeramente ronco de Bram.
– Tampoco puede decirse que tú seas un inútil en esa tarea, Bram Gifford.
Él se inclinó hacia a ella, la tomó con una mano por la barbilla y deslizó el pulgar por su boca.
– Si te estás refiriendo al beso que te di anoche…, no fue una distracción. Fue una promesa de algo mejor.
El rubor que tiñó al instante las mejillas de Flora provocó una respuesta inmediata en Bram, pero ella se puso en pie con tanta rapidez que este no tuvo más remedio que preguntarse si sus prisas se debían a su afán por ir a ver la tumba o a una repentina necesidad de apartarse de él.
– Si has terminado tu desayuno, ¿podemos irnos ya? -preguntó ella con ansiedad, como si le hubiera leído el pensamiento.
Bram no se quedó totalmente convencido, pero, al menos, Flora había dejado de pretender ser la auténtica «mujer de hielo»… y eso ya era bastante.
Hacía un calor increíble.
El trayecto por la costa fue una maravilla. A pesar del calor, prefirieron prescindir del aire acondicionado del Jeep y abrir las ventanillas para disfrutar de la brisa de la isla, cargada de intensos y deliciosos aromas a flores tropicales. A un lado se extendían enormes playas bañadas por un mar de un azul casi transparente. Al otro, el interior, espectacularmente montañoso, se alzaba por encima de una estrecha franja de tierras cultivadas.
Estuvieron de acuerdo en que era un lugar mágico, y en que iba a ser un destino sensacional para el turismo. El viaje transcurrió de un modo increíblemente educado y civilizado. Y cuando Bram detuvo el coche con el fin de que Flora pudiera sacar unas fotos para el departamento de viajes de Claibourne & Farraday, mantuvieron las distancias por una especie de acuerdo tácito.
A pesar de todo, la «promesa» mencionada por Bram no dejó de vibrar entre ellos, primitiva, ardiente, intensa…
Una vez que abandonaron la carretera principal, el calor se convirtió en una realidad palpable.
Al principio, el camino que tomaron los condujo a través de algunos pueblos típicos del país, donde los niños los miraban al pasar como si fueran de otro planeta y las gallinas se dispersaban a su paso. Pero su destino se hallaba mucho más arriba y, poco a poco, la civilización fue quedando atrás. Junto con la fresca brisa del mar.
Llegaron con el Jeep hasta donde pudieron y, cuando el camino se estrechó demasiado como para seguir en él, continuaron a pie, llevando consigo tan sólo el agua y algo de comida. El sendero había sido utilizado recientemente y no era difícil de seguir, pero la vegetación que se alzaba a ambos lados resultaba opresiva y el aire estaba cargado de humedad.
– Según el mapa, no puede estar mucho más lejos -dijo Bram cuando hicieron una pausa para beber en un lugar en que el terreno se hundía abruptamente-. Y si yo fuera a construir un monumento duradero para alguien importante, elegiría este sitio.
Flora desabrochó el tercer botón de su blusa y movió las solapas para que el aire circulara bajo la tela de algodón.
– Sería un lugar maravilloso para los planes de turismo ecológico de Tipi -asintió-. Mira esas orquídeas… -tomó la cámara de su bolso para tomar una foto-. Desde luego, está en lo cierto al decir que este lugar puede ser un paraíso para los naturalistas -añadió mientras sacaba el carrete de la cámara para cargar uno nuevo. Al ver que Bram no contestaba, miró a su alrededor.
– ¿Bram? -había desaparecido-. ¡Bram! -gritó.
– Aquí arriba.
Al oír su voz, Flora alzó la mirada. Por un momento no pudo verlo, pero enseguida captó un destello de su camisa a un par de metros por encima de ella y dedujo que había trepado por la ladera a través de la espesa vegetación.
Bram se inclinó hacia ella y le ofreció una mano para ayudarla a subir. A punto de recordarle que se suponía que aquel lugar era peligroso y que debían permanecer juntos, cosa un tanto irónica teniendo en cuenta que había pretendido ir allí sola, se interrumpió parpadeó, incapaz de asimilar la magnitud de lo que se hallaba ante ella. Entonces su vista se adaptó al tamaño de lo que estaba mirando.
– Oh, Dios santo…
La entrada no era más que una grieta en la pared rocosa de un imponente precipicio. Sostuvo su sombrero de paja mientras echaba la cabeza atrás para observar la pared. En circunstancias normales no habría localizado aquella entrada aunque hubiera pasado la vista por ella mil veces, pero, aunque la vegetación ya estaba invadiendo de nuevo la zona, había sido recientemente eliminada para revelar una talla en la roca. Dio un paso atrás para ver de qué se trataba. Era un pájaro de dos cabezas, parecido a un cuervo, con las alas extendidas protectoramente en tomo a la entrada. Casi parecía vivo y Flora sintió que se le erizaba el vello de la nuca.
– Es sobrecogedor.
– En todo el sentido de la palabra -corroboró Bram-. Majestuoso. Poderoso. Probablemente se hizo con intención de inducir temor.
– Su tamaño es impresionante -dijo Flora-. Pero yo nunca lo habría encontrado por mi cuenta. Está a varios metros del sendero y cubierto de plantas trepadoras. ¿Qué te ha hecho subir aquí?
Bram se volvió y señaló la vista, que a sólo unos metros del sendero se perdía hasta el océano.
– Eso. Me ha parecido… apropiado.
– Desde luego -asintió Flora-. Es absolutamente perfecto.
– Perfecto y sobrecogedor, como tú has dicho. ¿Crees que ése es «el problema» de los habitantes de la isla? ¿Considerarán este un lugar prohibido, o algo parecido?
– Es posible -contestó Flora, dubitativa. Sin embargo, y a pesar de su propia reacción, sabía que no había nada que temer.
– Imagina que estuvieras aquí apartando lianas y enredaderas para echar un vistazo y se produjera otro terremoto.
– ¿Otro?
– Esta parte del mundo es muy activa geológicamente. Algo debió hacer que eso cayera -Bram señaló un gran pedazo de roca que había caído al suelo y estaba prácticamente cubierta de vegetación. Se trataba de parte de un ala del cuervo-. No habría hecho falta que fuera un terremoto fuerte. Un ligero temblor habría bastado para sugerir que los dioses estaban enfadados.
– Los curiosos no se asustaron lo suficiente como para no llevarse el oro de la princesa -dijo Flora mientras empezaba a tomar fotos del lugar.
– Puede que ya lo tuvieran -Bram se acercó al borde de la enorme fachada, donde el suelo se hundía abruptamente, dejando al descubierto tierra y raíces-. Esta zona parece haber sido erosionada por la lluvia, y es probable que ésta acabara socavando el lateral de la tumba. Puede que quienes se llevaron el oro volvieran a echar un vistazo.
– ¿Y eso es todo? ¿Misterio resuelto?
– Hasta cierto punto -Bram se encogió de hombros-. Creo que haría falta más que eso para asustar a Tipi Myan, pero no parece que se haya hecho ningún trabajo para apuntalar la estructura -miró a Flora y, ras una pausa, añadió-: ¿Vas a entrar?
– ¿Crees que es seguro?
– No soy ingeniero, Flora. No puedo ofrecerte ninguna garantía.
Flora decidió que lo único que iba a obtener de Bram Gifford y sus promesas eran problemas, pero sus dudas la inquietaron.
– Me basta con tu opinión -replicó sin mirarlo-. Eres un hombre, así que supongo que tendrás una.
– No hagas eso, Flora.
Ella parpadeó al captar la repentina dureza de su voz.
– ¿Qué estoy haciendo?
– Estás volviendo a tratarme como a un enemigo. Estoy aquí -sus miradas se encontraron un momento-. Estoy contigo, no contra ti. Si quieres entrar, te acompañaré.
Flora se sintió como si el suelo se estuviera hundiendo bajo sus pies, como si los cimientos sobre los que basaba su vida estuvieran siendo socavados por Bram Gifford.
Primero la había tomado de la mano y ella no se había apartado, convencida de que ella era la fuerte y de que no bajaría la guardia. Pero había averiguado demasiado tarde que no era indiferente al contacto de la mano de aquel hombre, al brillo de sus ojos, a la presión del deseo.
Lo peor de todo era que se había preocupado por él, por su seguridad. Él lo había captado y lo había utilizado, besándola con una dulzura destinada a desconcertarla, a hacerle olvidar que eran rivales, que ambos iban tras el mismo premio.
Y lo había olvidado.
No sabía qué pretendía en aquellos momentos. Pero sí sabía que, más que nada en el mundo, quería tenerlo a su lado cuando entrara en la tumba.
Como si hubiera podido leerle el pensamiento, Bram dijo:
– Lo único que tienes que hacer es confiar en mí, Flora. Lo único que tienes que hacer es preguntar. Lo que quieras.
La selva pareció contener el aliento en espera de la respuesta de Flora.
Ella sabía que debía mantenerse firme. Había sido independiente durante mucho tiempo, sin necesitar a nadie. Hasta aquellos momentos. Alzó la mirada hacía la impresionante fachada. Era sobrecogedora, pero no pensaba huir de ella. Ni de Bram.
– ¿Entrarás conmigo? -preguntó con voz ronca.
– Dame la mano -con el corazón latiéndole en la garganta, Flora apoyó su mano en la que le ofrecía Bram. Él la tomó con firmeza-. Lo más probable es que todo vaya bien mientras no respiremos con demasiada fuerza.
– No respirar con demasiada fuerza -repitió ella en an susurro-. De acuerdo.
Bram le apretó la mano.
– ¿Lista?
¿Lo estaba?, se preguntó Flora. ¿Estaba lista para dar un paso hacia lo desconocido? ¿Para arriesgarse?
Respiró profundamente y encendió la linterna.
– Lista -contestó. Mientras avanzaban hacia la oscuridad, miró a Bram y preguntó-: ¿Lo que quiera?