Capítulo Siete

«Compromiso». La palabra comenzaba a obsesionar a Bram. Tanto su vida profesional como su vida personal carecían de ella.

Bram se había burlado de Flora y de su compromiso con la empresa al creer que no era más que una artimaña. Pero tenía que admitir que Flora Claibourne hacía mucho más por los grandes almacenes de lo que él podría hacer aun poniendo todo su empeño.

El entusiasmo con el que se había embarcado en el diseño de un plan de apoyo a los artesanos había emocionado a Bram.

Por otro lado, no se trataba sólo de un proyecto caritativo, carente de una mentalidad financiera. Flora analizaba las ventajas del plan desde un punto de vista práctico, consciente de que proporcionaría publicidad positiva a los grandes almacenes.

Bram pensó que le gustaría ver el proyecto en marcha cuando los Farraday tomaran la dirección de la empresa. Y trabajar con Flora.

El mérito le correspondía a ella. Claibourne & Farraday era una gran compañía y sería una lástima desperdiciar el talento de aquellos que la habían hecho grande por la incapacidad de acabar con viejas rencillas. Aun así, el puesto número uno le correspondía a Jordan. De eso no cabía duda.

O quizá no estaba tan claro. ¿No deberían tener en cuenta quién estaba mejor preparado para asumir la dirección? Flora tenía un don innato para la venta al por menor. Si dejaba la compañía, tendrían que contratar a alguien para hacer su trabajo. Pero nadie se comprometería tanto como ella lo hacía.

¡Flora había logrado ponerlo de su parte! ¿Qué extraño poder tenían las hermanas Claibourne?

Niall había caído rendido instantáneamente a los pies de Romana en cuanto la vio. Pero él no corría el mismo riesgo.

Bram recordó la escena con las telas, los movimientos gráciles y femeninos de Flora con el sastre. Bram intentó bloquear la imagen de la curva de su largo cuello y de su piel de marfil. Los pequeños detalles, en contraste con la imagen neutra que pretendía proyectar, destacaban en ella con una fuerza arrebatadora.

Bram se incorporó con brusquedad y saltó de la cama. No iba a lograr conciliar el sueño, así que se puso los pantalones y salió a respirar la brisa del mar.

La luz de la lámpara de Flora se filtraba a través de las puertas abiertas de su dormitorio, señal de que tampoco ella podía dormir. Verla con una túnica de seda azul, con el cabello cayendo como una cascada por su espalda hizo pararse en seco a Bram.

Ella se volvió. Estaba sentada delante del ordenador, conectada a Internet. Y Bram tuvo la seguridad de que no padecía insomnio, como él, sino que estaría escribiendo a su hermana, informándola de que tenía a su «sombra» bajo control.

– ¿Bram? ¿Te pasa algo?

Él la contempló largamente antes de contestar.

– No me pasa nada.

Lo único que pasaba era que también él debía estar escribiendo a Jordan. Pero ¿qué podía decirle? ¿Que Flora era un enigma? ¿Que tenía unos labios llenos y carnosos que no necesitaban pintalabios? ¿Que cuando usaba pendientes largos su cuello se convertía en una tentación que cualquier hombre querría acariciar con sus manos, con su boca? ¿Que cualquier hombre desearía enredarse en su cabello?

Como si hubiera leído su pensamiento, Flora hizo ademán de recogérselo.

– No lo hagas.

Flora se quedó con las manos levantadas. Las mangas de la túnica se deslizaron hacia abajo, dejando sus brazos al descubierto.

– Deberías tirar las peinetas a la basura -continuó Bram.

– ¿Me estás dando un consejo de belleza?

Bram recordó al hombre que le había pedido que no se cortara el cabello.

– Lo siento. No tengo derecho a entrometerme.

Flora dejó caer el cabello y Bram contuvo la respiración. Realmente era su atributo más hermoso. Pero no creía que Jordan fuera a estar satisfecho con un listado de las virtudes de Flora.

– Iba a bajar a refrescarme a la playa. He visto tu luz encendida y he querido asegurarme de que estabas bien. Pero veo que estás trabajando.

Por un instante, Flora pensó que había llegado el momento en el que Bram le abriría su corazón y compartiría su dolor con ella. Estaba segura que tenía relación con la fotografía que llevaba en la cartera. Y ella quería saber más.

– Estaba mandándole un correo a India para decirle que habíamos llegado bien -dijo para ocultar su nerviosismo.

– No quiero molestarte. Continúa -las sombras ocultaban los ojos de Bram y su expresión era ilegible, pero la dulzura de su voz acarició la piel de Flora.

– ¿Molestarme? -replicó ella luchando contra la atracción que sentía-. Me molestas incluso cuando respiras.

– ¿De verdad? Lo siento.

– No te creo.

– Tengo la impresión de que tu intranquilidad no tiene nada que ver conmigo -un pitido del ordenador avisó a Flora de que había recibido un correo electrónico-. Tu hermana está impaciente. Tienes muchas cosas que contarle.

Flora temió que Bram creyera que iba a chismorrear con India sobre la fotografía de la cartera. Si Bram guardaba en secreto que tenía un hijo, ella jamás lo revelaría. Rora quiso dárselo a entender volviéndose hacia el ordenador y apagándolo.

– Espérame. Voy contigo -pero al darse la vuelta, Bram había desaparecido.

Flora se aproximó a la puerta y lo vio descender por el sendero que conducía a la playa. Caminaba deprisa para alejarse de ella. La luna iluminaba su cabello y sus hombros.

También ella necesitaba refrescarse. No tanto su cuerpo como su imaginación.

Frunció el ceño. ¿Qué quería decir Bram con «refrescarse»? No sería tan insensato como para darse un baño solo y en la oscuridad…


Bram se detuvo en la orilla. El agua le bañaba los tobillos y su dedo pulgar rasgaba los dientes de la peineta de Hora que llevaba en el bolsillo. Se había quedado con ella como si fuera la clave de un secreto que debía desvelar.

Era evidente que Flora escondía muchos secretos, asuntos personales que guardaba para sí. Nadie mejor que él podía entender su comportamiento.

Y sin embargo, no podía evitar querer quitarle la armadura. El sufrimiento formaba parte de la vida y Flora no parecía el tipo de mujer que se diera por vencida sólo por una mala experiencia. Era mucho más fuerte que todo eso. La única respuesta posible era que el dolor causado fuera de una magnitud inimaginable.

También él conocía esa sensación. Por un instante se arrepintió de no haberse quedado para comprobar si la quietud de la noche lograba que Flora contara algo de sí misma.

Tal vez la única forma de conseguir que ella bajara sus barreras era analizarse a sí mismo y descubrir la manera de compartir su propio dolor.

Para no tener que encontrar una respuesta, Bram se quitó los pantalones y se adentro en el agua.


Flora se quedó paralizada al llegar al borde de la playa y ver el cuerpo de Bram desnudo, bañado por la luz de la luna.

Era muy bello, pero también muy estúpido. Nadar en la oscuridad podía ser peligroso.

– Bram -su llamada susurrante apenas fue audible rara sí misma. Avanzó por la arena y logró subir el volumen de su voz-. ¡Bram!

Demasiado tarde. Bram desapareció, absorbido por el agua.

Flora esperó unos segundos con el corazón en la garganta hasta que lo vio emerger y nadar.

– ¡Idiota! -masculló sin saber si se refería a Bram o al deseo que la dominaba de estar junto a él y sentir su mano en la espalda, con el agua como única barrera entre ellos.

Con un gemido se tumbó sobre la arena y se cubrió los ojos con el brazo. Sólo así lograría resistir la tentación de bañarse con él.


Bram no solía dejarse asaltar por sus demonios personales. Sabía como contenerlos. La terapia consistía en estar tan ocupado que ningún mal recuerdo lograra asaltarlo por sorpresa.

Nadó con fuerza para ahuyentar los pensamientos no deseados.

Pensar en el pasado de Flora había removido el suyo. Nadó un rato más y finalmente se dirigió hacia la orilla. Allí la vio, tumbada con el brazo sobre la cara.

Bram se quedó paralizado al ver a la mujer que se ocultaba bajo distintos camuflajes. La realidad era aún más impactante de lo que había imaginado. La brisa del mar ceñía la túnica a cada curva de su cuerpo; era más insinuante de lo que resultaría si estuviera desnuda. Parecía la escultura de una diosa griega.

Para no perturbarla, Bram caminó sigilosamente hasta sus pantalones.

– Has hecho una estupidez, Bram -lo sobresaltó Flora, sin mover el brazo-. Podía haberte comido un tiburón.

– Si me hubiera atacado un tiburón -dijo él a la vez que se ponía los pantalones-, tus problemas se habrían acabado -se abrochó el pantalón-. Ya puedes abrir los ojos.

– No los tenía cerrados.

A Bram se le puso la carne de gallina y comprendió por qué las mujeres se ruborizaban. Pero su reacción no se debía a un sentimiento de vergüenza ni mucho menos.

– Por cierto, la respuesta a tu comentario de antes es que el nudismo está prohibido en Saraminda -comentó Flora.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo he leído en la guía -Flora se incorporó y se sacudió la arena. Bram le ofreció la mano para levantarse. Ella titubeó pero la aceptó.

Bram se la retuvo unos segundos y ella la retiró para acabar de sacudirse la arena. La túnica caía suelta en tomo a su cuerpo. El disfraz volvía a su lugar. Pero Bram ya sabía lo que se ocultaba debajo de él. Lo que seguía siendo un misterio era la necesidad de llevarlo.

Flora se volvió y comenzó a alejarse con aire digno, pero un cangrejo que se acercó hacia ella a toda velocidad le estropeó el efecto. Se le escapó un grito y, de un salto, se cobijó en los brazos de Bram, como hubiera hecho cualquier mujer asustada por un ser con demasiadas patas.

– No es más que un cangrejo, Flora -dijo él, abrazándola para que dejara de temblar. Ella intentó separarse, pero Bram la sujetó por los brazos para que no se cayera.

Flora parecía haber perdido la voz. Bram se quedó mirándola y sintió un peligroso deseo de besarla. El impulso fue tan fuerte que tuvo que dar un paso hacia atrás para vencerlo.

– Casi aplastas al pobre cangrejo -bromeó.

– De pobre nada -protestó Flora, al tiempo que se sacudía para que Bram la soltara.

Dio un paso vacilante y Bram le tomó la mano.

– ¿Seguro que estás bien?

– ¡Claro que sí! -exclamó ella, humillada.

Su voz quebradiza, el rubor de sus mejillas, su boca llena y sensual… no podían deberse exclusivamente al cangrejo. Bram le sujetó la mano con fuerza, le rodeó la cintura con el brazo y la atrajo hacia sí con un movimiento decidido. Sólo la seda separaba su piel de la de ella, su palpitante corazón de los dulces senos de Flora.

– Bram… -Flora separó suavemente los labios para pronunciar su nombre.

¿Su tono era de amenaza o de súplica? Él decidió arriesgarse a comprobarlo. La estrechó contra sí, le sujetó la nuca con la mano y deslizó sus labios sobre los de ella. Ella susurró su nombre y Bram dejó de dudar.

Besar a Flora era como la lluvia en el desierto: fresca, dulce e inesperada. Ella le devolvió el beso como si fuera el primer hombre sobre la tierra y ella la primera mujer, con labios temblorosos y asustados.

Bram percibió su inseguridad y supo que Flora quería que él tomara la iniciativa. Sintió la necesidad urgente de que ella se entregara libremente y la besó con una dulce intensidad, como si fuera una princesa que llevara dormida siglos y a la que quisiera despertar. Con delicadeza, refrenó el ardor de su cuerpo para no profundizar el beso y para evitar tocarla más íntimamente. No quería asustarla.

Bram siguió conteniéndose incluso cuando Flora abrió la boca, decidido a que fuera ella quien, arrastrada por su propio deseo, exigiera más. Sabía que cuanto más la hiciera esperar, más urgente sería la necesidad de Flora, más violenta su respuesta al deseo de él.

Durante unos segundos permanecieron unidos, sin moverse, hasta que con un gemido desgarrado, la lengua de Flora se adentró en la boca de Bram buscando la de él ansiosamente, exigiéndola.

Bram había estado equivocado al creer que Flora desconocía para qué tenía el cuerpo. Su boca era un líquido ardiente y su cuerpo se fundía contra el de él. Y Sí hecho de haber tenido que vencer su resistencia, hacía aquel encuentro mucho más valioso.

Todo el tiempo su cerebro le decía que había vencido, que había «igualado el marcador» para Jordan, que sólo tenía que llevar a Flora a la cama y reclamar su premio.

Su corazón reaccionó asqueado ante tal prueba de cálculo y premeditación. Flora Claibourne valía mucho más que eso. Bram no había ganado nada. Ella no estaba jugando ningún juego, sino rendida, temerosa de ser herida. Flora estaba entregándole su corazón y su confianza.

La conciencia de la importancia del momento que estaba viviendo sobrecogió a Bram. Despegó su boca de la de Flora para poder ver en la expresión de ella lo que verdaderamente sentía.

Su rostro estaba sofocado por el deseo, pero también por algo más que Bram no sabía descifrar.

De pronto una idea cruzó su mente: la posibilidad de que Flora no hubiera actuado inocentemente, sino siguiendo una estrategia tramada entre ella y su hermana India. Después de todo, ya les había funcionado con Niall.

Eso explicaría su desastrosa indumentaria y el desorden de su cabello. Si Flora hubiera hecho un esfuerzo por resultar atractiva, habría alertado a Bram. En lugar de eso, había esperado la ocasión perfecta para aparecer con la túnica de seda y el cabello flotando al viento.

– Será mejor que te vayas a la cama, Flora -dijo con aspereza.

Ella dejó escapar un suspiro que podía ser tanto de desilusión como de alivio. Bram sintió deseos de tomarla en sus brazos y olvidarse del mundo que los rodeaba, pero se reprimió y posó un delicado beso en la frente de Flora.

– Gracias por haberte preocupado por mí -dijo. Y tras soltarla, se separó de ella.

Flora titubeó, indecisa entre huir o alimentar la llama que amenazaba con quemarla. Finalmente, también ella se echó atrás.

– Lo habría hecho por cualquiera -dijo con una pretendida indiferencia que contradijo al instante-. No volverás a hacerlo, ¿verdad?

– No te preocupes -la tranquilizó él-. Hasta mañana.

– Bram…

El sabía lo que iba a preguntarle: por qué la había besado. Y por qué había parado.

– Ya hablaremos mañana -se anticipó él, cortante.

Flora se quedó paralizada. Sólo sus dedos se movían, cerrándose en dos puños apretados. Lentamente, volvía dentro de su concha. Finalmente, inclinó la cabeza levemente, en un saludo formal.

– De acuerdo -dijo. Se encaminó hacia el bungaló, subió las escaleras y cerró la puerta de su dormitorio sin mirar atrás.

Bram se quedó donde estaba. Necesitaba calmar su excitación física y tratar de comprender el extraño caso de Flora Claibourne, la mujer que ocultaba un cuerpo exquisito bajo ropa holgada, y un volcán interior tras una fachada de frialdad.

Tuvo que sonreír al recordar la transformación que había sufrido al ver el cangrejo. Ella, que fanfarroneaba de no tener miedo a los insectos. Bram pensó que si había fingido, se merecía un Oscar.

La sonrisa abandonó su rostro al recordar que Flora tenía otras debilidades. Por ejemplo, una curiosidad insaciable que no admitía un «no» como respuesta.

Estaba decidida a encontrar la tumba. También él sentía curiosidad, pero el instinto le decía que debían olvidarla. No creía que, tal y como les había dicho el señor Myan, fuera peligroso visitarla. Pero por algún motivo, el ministro no quería que se acercaran a ella.

Bram supo súbitamente por qué Flora le había pedido las llaves del Jeep. ¿A qué extremos era capaz de llegar para alcanzar sus fines?

Por la tarde, al dejar a Flora junto a la piscina, Bram había pasado por la tienda para pedir un mapa más detallado que el que ella había comprado.

– Sólo tenemos los dos que se ha llevado la señorita Claibourne -le había anunciado la dependienta.

– ¿Dos?

La chica se los había enseñado. Un mapa turístico como el que Bram ya había visto y otro, a gran escala. La sorpresa lo había enmudecido por unos segundos.

– Me llevaré el grande. A la señorita se le ha caído café encima y lo ha estropeado -había dicho tras reaccionar. Y siguiendo un impulso, había añadido-: ¿Le importa volver a marcar con una cruz la ubicación de la tumba?

La joven se había puesto nerviosa.

– No debería haberlo hecho. Por favor no se lo diga a nadie. Sólo he pretendido ayudarla con su artículo. Le he explicado que no debe visitarla.

– Ya lo sabe -le tranquilizó Bram-. Pero ¿cuál es el problema?

La muchacha se había encogido de hombros. Su rostro mostraba preocupación.

– Es un lugar peligroso. Por favor, no permita que la señorita se acerque.

Bram había hecho todo lo posible por convencerla, pero Flora parecía estar sorda.

La mirada de Bram se posó en los pendientes que había dejado sobre la mesilla de noche. Los cubrió con la mano y recordó la forma en que se balanceaban enmarcando el rostro de Flora, la animación y el entusiasmo con el que ella había hablado. Y Bram supo que nada de eso era fingido.

Como tampoco era fingida su testarudez.

Bram había creído que durante la excursión del día siguiente Flora tenía la intención de convencerlo para ir hacia las montañas. Pero al abrir el mapa, había descubierto que la tumba estaba en el extremo opuesto al refugio para monos que habían planeado visitar.

La intención de Flora no era visitar a los animales, ni pasar el día con Bram. Al igual que ella se había molestado en salvarlo de un posible peligro, él tendría que cuidar de ella.


Flora buscó a tientas el despertador que tenía debajo de la almohada y lo apagó. El sol apenas se elevaba sobre el horizonte cuando se levantó de la cama y, con sigilo, se vistió con la ropa que había dejado preparada en el cuarto de baño la noche anterior.

Con las botas en la mano y una mochila liviana salió del búngalo. No había nadie en las inmediaciones, excepto el recepcionista del tumo de noche que le entregó una bolsa con unos bocadillos y algo de beber.

– ¿Va a viajar sola? -preguntó este, intranquilo.

Flora le había dicho que saldrían muy temprano para visitar una playa que se encontraba en el extremo opuesto de la isla.

– No, el señor Gifford está revisando el coche.

– Que pasen un buen día -dijo el encargado, antes de añadir en tono preocupado-: Por favor, no se desvíen de la carretera principal. Podrían perderse.

Flora le dedicó una sonrisa tranquilizadora y se marchó. Al llegar al Jeep, se subió al asiento del conductor, respiró profundamente y sonrió para sí.

Sería maravilloso ver la cara de Bram cuando descubriera que se había marchado. Le serviría de lección por haber dejado de besarla la noche anterior. Flora no sabía si agradecérselo o si estar furiosa con él por lo fácil que le había resultado separarse de ella.

Prefería creer que se sentía agradecida. La siguiente vez que se encontraran le diría…

La perspectiva de ver a Bram hizo que el corazón se le acelerara.

Estaba segura de que lo encontraría completamente fuera de sí.

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